La invención del pasado

Miguel-Anxo Murado

Fragmento

1

La espada de Pidal

Es una foto que siempre me hace sonreír. Se tomó en el rodaje de El Cid, de Anthony Mann, en 1960. En ella vemos a Charlton Heston, vestido como el personaje de Rodrigo Díaz de Vivar que encarna en la película, entregándole ceremoniosamente una espada a un anciano de aspecto venerable que la contempla mientras parece perdido en sus ensoñaciones. Ese anciano no es otro que don Ramón Menéndez Pidal. Erudito, sabio, presidente de dos academias… Pidal era el patriarca indiscutible de la historia y la filología españolas de aquellos tiempos, y en buena medida todavía de estos. La encarnación, en definitiva, del estudio del pasado en España.

Pidal contaba en esa época más de noventa años de edad, de los que había dedicado una buena parte a estudiar precisamente esa figura del Cid que tiene al lado. Fue su gran pasión. Décadas atrás incluso había empleado su viaje de novios en recorrer la ruta del héroe castellano (es lo que se llama poner un matrimonio a prueba). Por eso su encuentro con este Rodrigo Díaz de Vivar al final de su vida, aunque sea en esta forma de un actor de Hollywood disfrazado, tiene mucho de conmovedor y a la vez de metafórico. Para mí, resume, sin pretenderlo, algo muy profundo acerca de la naturaleza del conocimiento histórico: su carácter de fantasía, de territorio borroso entre la ficción y la realidad.

Digamos que la espada que empuña Pidal es como la propia historia. El historiador recibe un vestigio del pasado de manos de alguien que ya no existe pero que se hace presente mediante una especie de encantamiento. La ilusión a veces es tan perfecta que nos da la impresión de que realmente podemos recuperar ese pasado, crear un vínculo con él, incluso revivirlo. Efectivamente, se diría que Pidal trata a esa espada de guardarropía con solemnidad, como si por el mero hecho de ser una copia y presentarse con una puesta en escena determinada, adquiriese, de repente, por arte de magia, la esencia de aquella otra que empuñó un día el Cid.

Pero es un espejismo. Esa espada no es la auténtica, ni siquiera una copia de la auténtica (de la que por cierto hablaremos más adelante). Y por supuesto ese Cid no es el Cid histórico (también hablaremos de él), sino un actor famoso que acabaría presidiendo una asociación de defensores de las armas de fuego en Estados Unidos. Su nombre ni siquiera era Charlton Heston sino John Charles Carter, igual que el Cid no se llamó «Cid» (ese mote es una castellanización del árabe sidi, «mi señor»). Curiosamente, no se sabe tampoco dónde nacieron ni el Cid ni Heston; de uno se dice que en Vivar de Burgos, del otro que en algún lugar de Illinois; pero ninguna de las dos cosas está clara. Tan pronto escarbamos en la superficie de lo evidente, surgen dudas como piedras. El pasado es inaprensible. La historia es como la ceniza de un incendio. No es el incendio, ni siquiera un resto del fuego sino tan solo un vestigio de los efectos del incendio. El viento sopla constantemente, dispersándola.

Y sin embargo, si uno tuviese que juzgar por el uso que se hace de ella en el discurso público, se llevaría la impresión de que la historia es cualquier cosa menos una fantasía. Por el contrario, la mayor parte de la gente la tiene por un hecho objetivo, definitivo y demostrable. Sobre todo, se la considera muy importante. Esto es algo en lo que parece estar de acuerdo todo el mundo, hasta quienes reconocen no saber historia. Incluso ellos la ven como algo imprescindible y no lamentan de la misma manera el no saber matemáticas, o economía, o no conocer mejor las leyes, o saber más de medicina. Y esto a pesar de que, en principio, todos esos otros conocimientos parecen más útiles para la vida cotidiana. La historia goza de un estatus especial, que se refleja incluso en el lenguaje diario por medio de una serie de clichés y frases hechas, como que «conocer el pasado es imprescindible para conocer el presente»; o cuando se invoca «el juicio de la historia», o se repite que «la historia es la maestra de la vida», o que «necesitamos conocer la historia para saber quiénes somos». Sobre todo, se cita hasta la saciedad la supuesta frase de Santayana: «Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla».1

En el caso de España hay un elemento añadido. La importancia que se le confiere a la historia no nace de un noble amor al conocimiento; es un arma, en el mejor de los casos un argumento acalorado, a veces el principal, en el debate político de hoy en día. Muchas discusiones ideológicas, en particular las que se refieren a la forma administrativa del Estado o la naturaleza de la nación, o las naciones, reclaman a la historia como testigo. Son muchos los que están convencidos, en uno y otro lado de esos desacuerdos, de que la clave del presente está en el pasado. En particular, suelen centrarse en la historia medieval, que resulta ser precisamente una de las peor conocidas, incluso para los expertos. Esto no lo saben, necesariamente, la mayor parte de los que recurren a ella, que están convencidos de que basta con encontrar el dato, el detalle del pasado que permite rebatir los argumentos del contrario en el presente. Al fin y al cabo, piensan, la verdad está en los libros de historia, donde lo que ha ocurrido ha quedado escrito de manera definitiva.

Desde este punto de vista, el pasado no es la explicación del presente, es su justificación. Porque el pasado fue como fue, el presente es como es, y debe ser como es o debería ser de otra forma. Según esta manera de pensar, existe un juicio definitivo acerca de todos los hechos del pasado que uno puede y debe conocer. Una vez que se ha leído en algún sitio, o que un historiador reconocido lo ha explicado, no cabe ponerlo en duda, porque el pasado solo tiene una interpretación posible. En esta discusión todos acusan a los otros de «tergiversar la historia», de «mentir», de «falsificar el pasado». Puesto que la historia se entiende como algo objetivo, algo que «o es o no es», que «se sabe o no se sabe», las divergencias solo pueden explicarse como producto de la ignorancia o de la mala fe, o de ambas cosas.

Este libro es un intento de mostrar que esa manera tan extendida de entender la historia es equivocada y que usar el pasado como argumento en los debates políticos de nuestro tiempo no tiene sentido. No lo tiene porque, como veremos, la historia no puede proporcionarnos esa clase de certezas. Sus bases son, simplemente, demasiado débiles e inestables. Sus conclusiones están sometidas a revisión constante y casi siempre hay, y habrá, argumentos para una idea y su contrario. No se trata, como se dice tan a menudo, de que la historia esté manipulada o la «escriban siempre los vencedores» (otro tópico que no es del todo cierto). Esto es evidentemente así en muchos casos, pero, curiosamente, la ideología es el elemento de distorsión más fácil de detectar y por tanto de corregir. Nosotros no le prestaremos demasiada atención aquí. Nuestro objetivo es hacer ver, más bien, que hay muchos otros factores, menos obvios pero mucho más decisivos a la hora de deformar nuestra concienc

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