La historia de los judíos

Simon Schama

Fragmento

cap-1

Prólogo

No puedo decir que no me avisaran. «Hijo mío —amonesta la sabiduría glacial del predicador del Eclesiastés—, el componer libros es cosa sin fin y el demasiado estudio fatiga al hombre.» Cualquiera que se aventure a abordar la historia de los judíos debe ser plenamente consciente de las inmensas montañas de volúmenes de obras eruditas que se elevan a sus espaldas. No obstante, hace cuarenta años acepté completar una historia de los judíos que había quedado inacabada a la muerte de uno de esos eruditos, Cecil Roth, que dedicó toda su vida a este tema. Por aquel entonces, yo estaba trabajando en un libro sobre los Rothschild y Palestina. Junto con un amigo y colega de la Universidad de Cambridge, Nicholas de Lange, estudioso de la filosofía judía de la Antigüedad tardía y traductor al inglés de Amos Oz, había estado estudiando historia posbíblica en un seminario informal celebrado a cuenta de los participantes en mis habitaciones del Christ’s College. Durante unas cuantas horas después de cenar, un grupo de sabios, falsos mesías, poetas y agitadores venía a visitarnos mientras cascábamos nueces y desgranábamos chistes, bebíamos vino y apurábamos la rebosante copa de las palabras judías.

Pero Nicholas y yo habíamos organizado las reuniones por un motivo muy serio. Nos parecía que fuera de las escuelas rabínicas no había ningún otro lugar en el que los estudiantes de historia y literatura se reunieran para debatir sobre la cultura hebraica, y que eso mismo era un claro indicio de cuán al margen de la corriente académica al uso estaba el tema. Cuando llegó la invitación a completar el volumen de Roth, había otras razones acuciantes para querer establecer una relación entre la historia de los judíos y el resto del mundo. Era 1973. Acababa de tener lugar la guerra árabe-israelí del Yom Kippur. A pesar de los éxitos militares cosechados por los israelíes, los ánimos estaban tan serenos como llenos de euforia habían estado siete años antes, tras la guerra de los Seis Días. Este último conflicto había sido muy reñido, especialmente durante el audaz avance de los egipcios sobre el Canal de Suez y la península del Sinaí. Eran como unas arenas movedizas; algo que hasta entonces había parecido seguro ya no lo era. Los años sucesivos verían cómo la historia de los judíos a uno y otro extremo de su milenaria cronología adoptaba una actitud ferozmente autocrítica respecto de su triunfalismo. La arqueología bíblica adoptó una postura radicalmente escéptica. Empezaron a airearse dolorosas verdades acerca de lo que había ocurrido realmente entre judíos y palestinos en 1948. Las realidades de una prolongada ocupación y, en último término, la necesidad de hacer frente a la Primera Intifada empezaron a calar hondo. Era imposible hablar a los no judíos de la historia de los judíos sin que el tema se viera desbordado por el conflicto palestino-israelí. Por encima de todo lo demás, como es comprensible, el humo de los hornos crematorios seguía tendiendo su trágico sudario. La incomparable magnitud de aquella catástrofe parecía exigir silencio ante su enormidad, tanto por parte de los judíos como de los gentiles.

Pero, al margen de lo que pueda costar romperlo, el silencio no es nunca una opción para el historiador. Yo creía que escribiendo una historia posmedieval destinada a un público general, una historia que diera todo el peso debido a la experiencia compartida, y que no fuera invariablemente un relato de persecuciones y matanzas, podría actuar como interlocutor, persuadiendo a los lectores (y a los artífices de los programas de historia) de que no había historia, independientemente de dónde y cuándo fijara su principal foco de estudio, que estuviera completa sin el capítulo correspondiente a los judíos, y de que este era mucho más que pogromos y doctrinas rabínicas, de que era una crónica de antiguas víctimas y modernos conquistadores.

Este fue el instinto con el que yo me había criado. Mi padre estaba obsesionado en igual medida con la historia de los judíos y la de Gran Bretaña, y daba por supuesto que una y otra eran perfectamente compatibles. Cogía el timón de popa de una pequeña barca en medio del Támesis, recorriendo distraídamente el trayecto entre Datchet y Old Windsor, con unas cuantas fresas, unos panecillos y un bote de mermelada en una cesta, y hablando un minuto de Disraeli como si lo hubiera conocido personalmente («¿Bautizado? ¿Y eso qué importaba?») y al siguiente del falso mesías del siglo XVII Shabbetai Zevi, a través del cual mi querido papá (y mis antepasados, los Schama) evidentemente habían visto las cosas. («¡Menudo momser!» [«hijo de puta» en yídish].) ¿O quién había descrito mejor a los judíos, Walter Scott o George Eliot, el Dickens caricaturesco de Oliver Twist o el Dickens sentimental de Nuestro común amigo? Amarrábamos bajo los sauces para enfrentarnos al dolor de Shylock. Fue también de mis padres de quienes heredé la idea de que el Antiguo Testamento era la primera historia que se había escrito; de que, a pesar de sus excesos poéticos con los milagros, era el libro en el que se devanaban esclavizaciones y liberaciones, engreimientos regios y rebeliones filiales, asedios y aniquilaciones, legislación y quebrantamiento de la ley; el molde al que se ajustaría cualquier otra historia posterior. Si la hubiera escrito mi padre, su historia se habría titulado «De Moisés a la Carta Magna». Pero no la escribió.

Ni yo tampoco la escribí. Desde luego, no en 1973. Lo intenté, continuando la narración de Cecil Roth, pero, por el motivo que fuera, el injerto no cuajó. Luego pasaron cuarenta años de peregrinación, no precisamente por el desierto, sino por lugares muy apartados de mis antecedentes judíos, por Holanda y Carolina del Sur, Skara Brae y el París jacobino. Sin embargo, durante todo ese tiempo, las líneas del relato que habría debido contar permanecieron vagamente presentes en mis pensamientos y en mis recuerdos, como parientes que me tiraran con amabilidad, pero con insistencia, de la manga en las bodas y funerales familiares (algo que efectivamente hicieron a veces). No subestimen nunca el poder de una tía judía, y menos aún el reproche silencioso y paciente de una madre.

Pues bien, cuando Adam Kemp, de la BBC, organizó en 2009 un encuentro para hablar de una idea sobre cierta nueva serie de documentales para la televisión «que te encantará o que detestarás», supe de algún modo, antes de que saliera una sola palabra de su boca, lo que había en perspectiva. Lo admito: por un fugaz momento, fue como la historia de Jonás. Una voz interior me dijo: «Huye a Jope, reserva una litera en el primer barco que zarpe para Tarsis». Pero ¿de qué le había servido? Así que agarré aquel proyecto abandonado hacía tantas décadas con la gratitud y el temor que cabe imaginar. Esta vez, la narración iba a tener tras de sí el persuasivo poder de la televisión, y a través de ambos medios —la escritura y el cine— orgánicamente interconectados, pero no idénticos, yo esperaba construir con exactitud el puente entre el público judío y el no judío que parecía habérseme escapado de las manos cuarenta años antes.

A pesar de los inmensos retos que suponía todo ello (tres mil años de historia en cinco horas de filmación y dos libros), ha sido y sigue siendo una gran prueba de amor. Aunque no esté a la altura de la tarea que comporta contar esta historia, se trata de u

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos