Señoras que se empotraron en el siglo XIX

Cristina Domenech

Fragmento

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Jane Pirie y Marianne Woods

Bueno, amigos, pues ha llegado la hora. La hora de contar la historia de las dos señoras que se empotraron y que luego no se sabía si eran lesbianas porque se regalaron una biblia. Esta es una de mis historias favoritas de señoras que se empotraron hace mucho, porque hoy por hoy suena totalmente absurda y porque ilustra muy bien la forma de pensar de toda una época en lo que se refiere al amor entre mujeres. Además, hay un juicio de por medio, que siempre le da emoción al asunto. Es la historia perfecta para adentrarnos en los primeros años del siglo XIX.

Poneos los cinturones, que vienen curvas.

Desgraciadamente no se sabe mucho de las vidas de Jane Pirie y Marianne Woods. Sabemos que se conocieron en 1802, en Edimburgo, cuando Jane tenía dieciocho años y Marianne diecinueve y ambas estaban formándose como maestras. Enseguida surgió entre ellas una amistad romántica bastante intensa; se dice que se resistían a separarse incluso cuando tenían que hacerlo por cuestiones de estudios o trabajo. En 1809, cuando estaban en la mitad de su veintena y muy bien preparadas ya para ejercer, decidieron abrir juntas su propia academia para señoritas de bien.

Recibieron un buen número de alumnas de unos quince o dieciséis años, muchas de las cuales vivían en la academia. Todas eran de buena familia, por lo que los ingresos eran bastante sólidos. Además, Jane y Marianne dominaban asignaturas muy variadas, por lo que eran autosuficientes para impartir todas las lecciones del día. De noche, las alumnas se repartían en dos habitaciones y compartían cama por parejas, como era común en la época; para tenerlas siempre supervisadas, Jane dormía en una habitación y Marianne en la otra.

En un principio parecía que el negocio iba a despegar sin problemas, pero un día, de repente, las alumnas de la academia empezaron a abandonar el establecimiento y en cuestión de días quedó desierto. Jane y Marianne se echaron las manos a la cabeza porque acababan de perder todos sus ingresos y ni siquiera sabían por qué, así que indagaron entre las familias de sus antiguas alumnas. No consiguieron que nadie les aclarase qué había pasado, pero la explicación general era que la abuela de una de sus alumnas había escrito al resto de las familias para aconsejarles que retiraran a sus hijas y pupilas de la academia. Las razones que esta señora había alegado para convencerlas nadie quiso pronunciarlas. Esta abuela no era cualquier abuela; Helen Cumming Gordon era una mujer de alto rango y muy muy adinerada. Ni que decir tiene que entre las familias de clase alta su palabra tenía gran peso.

Pero a Jane y a Marianne les da igual lo honorable que sea la señora Cumming, porque se acaban de quedar sin trabajo (y al parecer también sin reputación) y ni siquiera tienen la decencia de decirles por qué. No os quiero mentir: aunque no puedo confirmarlo, es muy probable que se olieran la razón. De ser así, solo puedo entender que denunciaran a la señora Cumming Gordon por calumnia porque tenían unas ganas increíbles de jarana y/o unas gónadas de acero. Contrataron al mejor abogado de Edimburgo, John Clerk, quien consiguió que el abogado de la señora Cumming Gordon enviara por escrito la razón exacta de su queja contra la academia. Al parecer, la señora Cumming Gordon había declarado que su nieta, Jane Cumming, le había contado cosas de su estancia en la academia que le hacían pensar que las señoritas Pirie y Woods cometían «actos indecentes» por las noches.

John Clerk se había labrado una reputación de excéntrico a lo largo de su vida, pero estaba considerado un genio por sus contemporáneos. Afamado misógino (murió soltero, compartiendo piso con diez gatos), se desconoce por qué decidió aceptar el caso, sabiendo además que Woods y Pirie difícilmente habrían podido permitirse sus honorarios.

Jane le había contado a su abuela que Marianne se metía en la cama de Jane, que una montaba [sic] a la otra y que «movían la cama mientras respiraban muy fuerte». Os recuerdo que todas las chicas de la academia dormían repartidas en dos habitaciones, así que Jane habría tenido entradas de primera fila para escuchar todo este jaleo si estaba despierta de madrugada. También decía haberlas oído hablar y había aportado una cantidad sustanciosa de ejemplos, entre ellos, que varias noches una le preguntaba a la otra si le estaba haciendo daño; que una noche la señorita Woods le había dicho a la señorita Pirie: «Creo que te he dejado lista para dormir», que la señorita Pirie le había respondido que no y que habían hecho moverse la cama otra vez; que en otra ocasión escuchó la siguiente conversación: «Estás en el sitio equivocado». «Lo sé.» «Y entonces, ¿por qué lo haces?» «Por diversión.»

Una pausa para que os imaginéis mi cara leyendo por primera vez esta transcripción de un juicio del año 1811 y soltando el libro cada dos minutos para mirar al infinito.

La creencia de que las mujeres no tenían deseo sexual se aplicaba en general a las mujeres «aceptables» del siglo XIX, de buena familia, educación o moral; en la misma época se habría acusado fácilmente de esta misma indecencia a mujeres de clase trabajadora, extranjeras o que se dedicaban a trabajos considerados vulgares, como el teatro.

La denuncia por calumnia siguió adelante, por supuesto. Pirie y Woods querían que se les pagara una indemnización por haber arruinado su reputación y su negocio, y la señora Cumming Gordon quería demostrar que eran culpables de indecencia. Dadas las particularidades del siglo XIX y sus entretelas, dejadme que os diga que este juicio, ya solo en concepto, puede acabar en favor de cualquiera de los dos bandos, porque partimos de la creencia de que las mujeres de bien no tienen deseo sexual. Como ya hemos visto en otros capítulos, las amistades intensitas entre señoras estaban bien vistas a lo largo del siglo XVIII. Tener una amistad pasional, romántica y casi obsesiva con una amiga se consideraba de gran virtuosismo (el ejemplo más ilustre es, por supuesto, el de las Damas de Llangollen). Estaba más que aceptado que una mujer tuviese una Amiga Intensita con la que se comía la cara impunemente, se achuchaba y se mandaba cartas de amor. La razón es que el amor entre mujeres de clase media y alta solo se entendía como platónico, así que toda unión entre mujeres de buena familia tenía que ser, a sus ojos, virtuosa por necesidad. La creencia popular era que las señoras no tenían deseo sexual, así que daba igual lo que hicieran dos señoras juntas y sin supervisión, porque, según los médicos decimonónicos, por mucho que se frotaran no iba a salir fuego.

Este panorama supone un problema bastante grande a la hora de afrontar el juicio, porque si aceptamos el testimonio de Jane Cumming y de su abuela, solo tenemos dos salidas: o admitimos que había dos señoritas de bien practicando sexo lésbico anal o admitimos que estas niñas mienten y que conocían el concepto del sexo lésbico anal. Pase lo que pase, todo el mundo dentro de esa sala se acaba de meter un gol a sí mismo y no hay vuelta atrás.

Los abogados de la señora Cumming Gordon centraron la defensa en demostrar que era posible

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