Roma, Año Santo

Paloma Gómez Borrero

Fragmento

cap-1

Prólogo

C uando en vísperas de 2000, y en ocasión del Año Santo, escribí Caminando por Roma. Una guía del viajero para el Jubileo, recordaba la profecía de Nostradamus en la que predecía el fin del mundo para el 11 de agosto de 1999. A Dios gracias no sólo se equivocó, sino que ya estamos en los umbrales de 2016 con un mundo herido, en muchos aspectos gravemente enfermo, pero sin que las trompetas del Juicio Final se dispongan a sonar.

Es más, en el universo católico se apresta a celebrar un nuevo Jubileo extraordinario, convocado por el Papa Francisco. Roma la bella se prepara para recibir a cientos de miles de peregrinos que acudirán a la Ciudad Eterna a ganar la indulgencia plenaria, cumpliendo las normas establecidas, visitar el Vaticano y pasear por la que fue capital del Imperio romano. Igual que las mujeres atractivas y hermosas, Roma se acicala y abre sus brazos como una hermosa matrona para acogerles y mostrarles los rincones más escondidos.

Existen infinidad de guías de Roma; este libro no pretende ser una más: sólo tiene la intención de ayudar al peregrino o al visitante a descubrir una Roma a veces más oculta o menos conocida. En él está reflejada la caminata por las siete iglesias institucionalizada por san Felipe Neri para alejar a los romanos de la corrupción del carnaval. La iniciativa del santo fue acogida con entusiasmo y fervor, hasta el punto de que existe incluso una calle de las Siete Iglesias. En realidad las basílicas jubilares son ocho. Las cuatro mayores: San Pedro del Vaticano, Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros; las tres menores: Santa Cruz en Jerusalén, San Lorenzo Extramuros y San Sebastián; y la basílica suplente, Santa María en el Trastevere (que más de una vez en el transcurso de los siglos sustituyó a San Pablo, cerrada por epidemias, inundaciones y terremotos). O sea, dicho en italiano; San Pietro in Vaticano, Santa Maria Maggiore, San Giovanni in Laterano, San Paolo Fuori le Mura, Santa Croce in Gerusalemme, San Lorenzo Fuori le Mura, San Sebastiano y Santa Maria in Trastevere, para que no tengan problemas.

Partiendo de estas visitas a las basílicas, este libro sirve para guiar a los viajeros, o hacer que se pierdan por lugares insólitos. Para descubrir la Roma secreta, cargada de historia, señorial y pueblerina. La Roma mística e inaccesible, en perenne equilibrio entre el universo y la provincia. Para gustar hasta el color, que forma parte indisoluble de ella. El rosa de las piedras de travertino, acariciadas por el agua de las fuentes, o el de los mármoles de los palacios al reflejarse el sol. El rosa que se vuelve gris en los días de lluvia y se entinta de rojo en las horas mágicas del ocaso y del alba. Porque, como escribió Stendhal, otro de los enamorados de Roma, en esta ciudad «es necesario perderse, vagabundear por sus calles para conocerla, para amar sus virtudes, sus defectos y sus vicios».

Es sobre todo un libro hecho con mucho amor por esta ciudad indolente, indisciplinada, caótica, pero en la que cada piedra, cada esquina, habla a quienes quieren escuchar. Además de los cinco «itinerarios» más sacros, hay una novedad respecto de la anterior edición publicada en 1999: un itinerario que abarca el corazón de la urbe más cosmopolita, más comercial, más compulsivamente turística, desde la piazza del Popolo a piazza Navona y el Panteón, donde se puede conjugar lo sacro y lo profano y adentrarnos en las calles del triángulo de oro, admirar la escalinata de la plaza de España, recorrer la via dei Condotti y admirar los escaparates de las joyerías de mil y una noches...

Un Año Jubilar que el Santo Padre ha consagrado a la misericordia. ¿Por qué? No es ninguna sorpresa para quienes han seguido la trayectoria de Papa Bergoglio. «Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón» es una de sus frases más conocidas y una constante en su misión pastoral. Para él, la misericordia no es un concepto teórico, sino que exige una realización práctica con sus gestos, las obras espirituales y corporales. Y ha querido dar con este Jubileo la señal más fuerte, diría que gritando a las conciencias del mundo. Lo ha dicho alto y claro: «Un año para ser tocados por el Señor Jesús y transformados por su misericordia, para convertirnos también nosotros en testigos de misericordia; un tiempo favorable para curar heridas, para saber descubrir los muchos signos de la ternura de Dios». Sí, las heridas de ese mundo enfermo al que me refería antes.

La indulgencia jubilar no exige la visita a Roma, ya que podrá obtenerse en todas las catedrales del mundo, y en todas las iglesias (preferentemente basílicas) y santuarios marianos que los obispos designen. Aunque no es necesario un pretexto para volver a la Ciudad Eterna, que nos acogerá de nuevo con su sonrisa milenaria.

La única ciudad que ha dominado el mundo por dos veces. Que nació de un puñado de pastores del Lazio para convertirse en la única urbe del mundo conocido durante siglos; la que dictó las leyes más perfectas de la civilización, que unió sus dominios con la fuerza de las armas y los mantuvo con la de su cultura. No está agotada, ni mucho menos. Cada día se levanta con nuevos bríos, como si los tres mil años a sus espaldas no fueran nada. Es esta Roma que contemplamos admirados y que a su vez nos observa. Como decía Stendhal, «es necesario perderse, vagabundear por sus calles para conocerla, amar sus virtudes, sus defectos y sus vicios. Pero abarcarla por completo es un trabajo imposible. Roma no basta una vida…».

cap-2

Primera parte

cap-3

Antes del Jubileo

«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», había dicho Jesús. Y Pedro había venido a Roma. Y después lo había hecho Pablo, el más cosmopolita y viajero de los apóstoles. Ninguno como él, como dice Montanelli, comprendió que el mundo se gobernaba desde la urbe y que sólo encaminándose por la via Appia, la Flaminia, la Salaria y todas las demás, podría triunfar la Cruz.

Pero cuando la civilización nacida en Roma se vino abajo, cuando la orgullosa Caput Mundi dejó de ser capital de demarcación alguna, no quedó a Roma más crédito que el de la fe. En aquel mundo roto y triste del final del Imperio, todos pensaron que a la ciudad y su historia no les quedaba más camino que el de la decadencia, la destrucción y el olvido de su gloria. Así había sucedido con Babilonia, Tebas, Atenas, Creta, Persia…

Y fue entonces cuando comenzó la segunda vida de la Ciudad Eterna.

Convertida en el «esqueleto de un gigante», ruina de sí misma, reducida a poco más que aquel villorrio fundado por Rómulo y Remo, la urbe no tenía más autoridad que la del Romano Pontífice. Se dice que Roma se convirtió en la meta de las peregrinaciones del mundo cr

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