Nos robaron la juventud

Víctor Amela

Fragmento

cap-1

Prólogo

El higo está maduro, apetitoso. El soldado lo toma, lo muerde. Ay. El higo oculta en su interior un trozo de metralla.

Este libro colecciona detalles así de una guerra.

Un soldado arranca y devora un racimo de uvas. Están impregnadas de trilita. Sabe que padecerá retortijones, le da igual.

En el detalle palpita la verdad.

Una bolita de alcanfor cuelga del cuello del camillero, así distrae el hedor penetrante de la muerte.

El detalle es el gen de toda historia.

La sed acartona la boca del soldado, que se alivia al amanecer chupando una piedrita con rocío.

No colecciono mariposas, sino detalles de una guerra.

El abrazo de un legionario a un «biberón» casi muerto.

El temblor de la anécdota es inmortal.

Un soldado teme disparar: enfrente lucha su hermano.

Ya vendrá luego la Historia a enmarcar con molduras la guerra.

Un tiro por la espalda a un comisario que iba a matar al amigo.

Colecciono la eternidad de lo fugaz.

Una cremallera de cazadora se tiñe de rojo al descorrerse: la sangre de los piojos que aplasta.

La anécdota que engendra toda poesía.

Una voz te llama por tu nombre. Acudes. Cae una bomba justo donde habías estado hace medio minuto. La voz te ha salvado la vida. Pero... no hay nadie en esta trinchera.

El detalle.

Estamos siempre solos.

cap-2

I

Soldados sin querer

cap-3

 

El día de Navidad de 1977 tengo diecisiete años. Voy a comer, con mis padres y hermanos, a casa del tío Josep, hermano mayor de mi padre (que le llama «Pepito»). Su casa está en el barrio de Trinitat Vella, en el extrarradio de Barcelona, en la calle Turó de la Trinitat. La casa es de una planta. Delante hay un hortet con nísperos, matas aromáticas, algún rosal. Detrás, en el nivel superior del desmonte en que se asienta la casa, hay un patio con lavadero y corral que cobijó gallinas y conejos. Dormitan en el patio dos tortugas viejas, y en el desván sin puerta van y vienen gatos sin dueño.

—¿Y la cesta de Navidad, tío? ¡A ver, a ver!

El día de Navidad del año 1977 irrumpo en la casa de mi tío. Aquí nació mi padre en 1929, y el tío Josep en 1920. Mi tío tiene cincuenta y siete años, ha visto morir en esta casa a la yaya, su madre —hace poco, borrada por una demencia senil que aún no llamábamos alzhéimer—; el yayo murió hace mucho —un infarto en 1956, cuatro años antes de nacer yo—, en la misma casa. Los yayos Víctor Amela y Carmen Ferrando, que llegaron en 1914 desde Forcall (Ports de Morella, Castellón), recién casados: con sus solas manos alzaron esta casa en la que nacerán hijos, coserán alpargatas, rezarán el rosario, soportarán la guerra, trabajarán y morirán.

—¡Neules, cuántas neules!

El tío Josep despliega sobre la mesa del modesto comedor botellas de cava y licores, turrones, polvorones, barquillos, embutidos, galletas... Es la legendaria cornucopia que le regala a mi tío cada año la munificiente casa Pirelli: ahí fue botones antes de la guerra (Ronda Universitat, 18), y ahí reingresó tras la guerra como oficinista.

El día de Navidad de 1977, tras la comida con escudella y carn d’olla, y el pollo «rustido» con ciruelas, sigue una larga sobremesa de brazo de gitano y helado, turrones, dulces y copas de champán de cristal verde y boca ancha. Fuera hace frío, y dentro los chavales sorbemos champán con los barquillos (que nunca se acaban). Los mayores se han servido un café, y mi tío Josep ilumina el suyo con este y el otro licor. Y fuma. Y me mira. Y dice:

Vols veure una cosa?

El día de Navidad de 1977 tengo diecisiete años, y ese día no sé aún que diecisiete años tenía también mi tío Josep el día de abril de 1938 en que llegó una carta a esta misma casa. La carta anunciaba que Pepito se iba a la guerra. Hoy Pepito es mi tío Josep, y quizá ha visto que tengo diecisiete años y soy el mayor de sus sobrinos varones. O quizá son los licores. O quizá ambas cosas a la vez. Lo cierto es que en la sobremesa del día de Navidad de 1977 mi tío dice:

—¿Quieres ver una cosa? Mira...

Mi tío Josep, que solo quiebra su sobriedad con algún sarcasmo suave bajo el bigotito recortado, ese día de Navidad de 1977 se achispa... y desabrocha uno, dos, tres botones de su camisa blanca, los tres botones superiores.

—¡Aquí! ¿Ves?

Mi tío Josep deja el cigarrillo en el cenicero de latón y retira con la mano izquierda la tela de la pechera de la camisa, y señala con el dedo índice de la mano derecha su tetilla izquierda.

—¿Ves la cicatriz?

—Sí.

—La bala entró por aquí y salió por ahí.

Una cicatriz. En la tetilla izquierda de mi tío Josep. Veo la marca del mordisco de una remota bala.

En La Pobla de Massaluca, batalla del Ebro. Mientras corremos, el amigo de mi izquierda cae muerto de un balazo en el corazón, me vuelvo hacia él... y llega mi bala, la que iba a partirme el corazón. Pero al estar girándome, entró y salió.

Veo la cicatriz de una bala y ese día de Navidad de 1977, a mis diecisiete años, entiendo que un disparo de fusil pudo matar a Pepito, a mi tío Josep, a la misma edad que ahora tengo yo. Aunque no exactamente, porque mientras cierra la camisa y recupera del cenicero su humeante cigarrillo Lola, mi tío dice:

—Era el 1 de agosto de 1938: el día que yo cumplía dieciocho años.

cap-4

1

«Hice la batalla del Ebro en alpargatas

y sin cartuchera»

JOAN GUASCH

(*Joncosa del Montmell, 16.11.1920 /

† Sant Just Desvern, 19.1.2015)

Entrevistado en julio de 2009

Tengo ochenta y ocho años. Nací en Joncosa del Montmell (Tarragona) y vivo en Sant Just Desvern. Fui payés, y obrero en una fundición. Casado cincuenta y ocho años con Pepita, estoy viudo. Tengo tres hijos y cinco nietos. Soy demócrata republicano, y católico. Perdí una pierna en la batalla del Ebro.

—Subimos ocho por barca ¡y a remar! En diez minutos cruzamos el Ebro. Era la medianoche del 24 al 25 de julio de 1938. Mañana hará setenta y un años. Yo tenía diecisiete. Calzaba alpargatas y no tenía cartuchera: llevaba las balas en un pañuelo.

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