1810, antecedentes, desarrollo y consecuencias

Javier Ocampo Lopez
Mario Fernando
Gustavo Adolfo Quesada
Carlos José Reyes
Clément Thibaud
José Fernando Ocampo

Fragmento

Capítulo 1 La península ibérica a comienzos del siglo XIX

CAPÍTULO 1
LA PENÍNSULA IBÉRICA
A COMIENZOS DEL SIGLO XIX

MARIO JARAMILLO

Por mucho que los españoles peninsulares se empinaran para observar qué sucedía en los territorios ultramarinos, la sobrecogedora altura de los problemas locales impedía la visión. Jamás la América española estuvo tan lejos de la metrópoli como cuando comenzó el siglo XIX. A la distancia física, aún más acentuada por la zozobra que azotaba a unos mares controlados por los británicos, se sumaba la distancia mental, provocada por la magnitud absorbente de cuanto ocurría en la península ibérica. Las preocupaciones, sin duda, eran otras y muchas, y con la derrota de las escuadras españolas en la batalla naval de Trafalgar ante los ingleses, que tuvo lugar en 1805, se inició el preludio de una tragedia que se confirmaría con el transcurso de los años: España había dejado de ser la gran potencia mundial y su imperio sucumbía desde hacía mucho tiempo, aunque los Borbones se empecinaran en no reconocerlo.

El punto de quiebre habría que situarlo, por tanto, más atrás: en la década de 1770. La demanda creciente de ingresos para financiar la política bélica y para darles vida a las reformas borbónicas obligó a la Corona no sólo a incrementar la carga fiscal y a extremar su presión sobre las rentas coloniales, cuyo aporte a la Real Hacienda se duplicó en el último tercio del siglo, sino a recurrir al endeudamiento. A partir de la guerra contra Gran Bretaña, la creación de deuda se tornó indispensable para cubrir las necesidades. Aunque en principio pareció irrelevante, ésta aumentó a medida que se entraba en el siglo XIX y ocurrían los conflictos bélicos. Entre 1793 y 1808, el recurso constante a la emisión de vales provocó su depreciación y disparó la deuda hasta resultar incontrolable. Estaba claro que las finanzas públicas no lograban atender la demanda de recursos, siempre insuficientes. Se trataba de una situación que ofrecía un contraste singular con la solvencia de las arcas registrada durante una buena parte del siglo XVIII, cuando se beneficiaron de una sensible expansión económica generada por la actividad comercial y alimentada por una política de intervención de clara estirpe mercantilista, propia del absolutismo reinante.

LAS REFORMAS BORBÓNICAS

Tras la Guerra de Sucesión, entre 1701 y 1715, que situó a la dinastía borbónica en el trono de los Austrias, la concepción del Estado varió sustancialmente. La etapa de los Austrias, a partir del modelo político consignado desde los tiempos de Fernando el Católico, se caracterizó por el desarrollo de un absolutismo tolerante con la estructura administrativa y política enraizada en los fueros y en las propias leyes de los distintos reinos. Se trataba, por lo tanto, de un absolutismo ajeno a pretensiones verdaderamente unificadoras. Es memorable el mensaje que recibió Felipe IV del Conde Duque de Olivares, su valido, y que no llevó a la práctica: «Tenga V. M. por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, señor, que no se contente V. M. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos reynos de que se compone España, al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia, que si V. M. lo alcanza, será el Príncipe más poderoso del Mundo».[1]

La dinastía borbónica, en cambio, más próxima en origen a las formas despóticas francesas, moldeó bajo el absolutismo ilustrado la idea de una nación más homogénea, centralizada, capaz de aumentar el poder real a través del fomento de la riqueza entre los vasallos y sujeta a una densa e infinita reglamentación, emanada de su compulsivo carácter legislador. Los gobiernos borbónicos se mantuvieron atrapados en las cuerdas de un prolífico aparato burocrático engrasado por un paternalismo que se ejercía desde las dependencias reales por cortesanos amantes del estilo neoclásico. Carlos III, el monarca de la Ilustración por excelencia, delegaba el poder en sus ministros, aunque aparecía como el gran servidor de la sociedad y a quien, por lo tanto, se debía obediencia y lealtad.

De ahí que las reformas borbónicas se hubieran dirigido a la búsqueda de los medios capaces de fortalecer el propio poder monárquico, el único instrumento que por entonces se consideraba apto para lograr la «felicidad de los vasallos», según el lenguaje doctrinal de la época. En el empeño, por supuesto, algunas medidas de intervención impulsaron el crecimiento económico español, pero muchas de ellas no llegaron a fructificar en lo político, sobre todo por la dificultad de su implantación, dada la multiplicidad de normas y la confusión que ellas generaban. Del apogeo reformista, entre 1759 y 1789, se obtuvo menos de lo esperado y más desesperación de lo pensado. Si bien en términos estrictos España se comportó entonces como un Estado moderno —donde el paradigma lo constituye teóricamente la monarquía absoluta— y las reformas borbónicas lo apuntalaron en tal sentido, en la práctica coexistió con algunos patrones medievales, típicos del Antiguo Régimen, incluso hasta más allá de la mitad del siglo XIX. No obstante, el costo político y económico de la puesta en marcha de muchas iniciativas reformistas fue enorme, especialmente en las últimas décadas del siglo XVIII, cuando además se sumaron los errores garrafales cometidos en la política exterior, cuya senda errática se amplió aún más durante las primeras del siglo XIX. Poco o nada quedaba, para entonces, de lo obtenido durante la etapa de expansión.

Las reformas borbónicas, basadas en la instrumentalización de ideas que se pensaba que revertirían en mayores ingresos y mayor poder, también se tradujeron en la América española en el ejercicio de un fuerte control centralizador sobre la estructura existente, en menos libertad para sus habitantes y en un conjunto de cambios que beneficiaron gruesamente las ambiciones de la metrópoli. El control imperial, sobre todo desde los últimos borbones, se estrechó hasta el punto de desmantelar el Estado criollo y restaurar la hegemonía peninsular, amenazada además por Portugal y por las constantes incursiones de ingleses, holandeses y franceses.

Había demasiados pretendientes europeos que ponían en peligro las posesiones de ultramar y no pocos intereses que podían sucumbir ante nuevas tentaciones. «Los cargos más elevados de las audiencias, el ejército y la Hacienda se reservaron entonces casi en exclusiva para los peninsulares, al mismo tiempo que las nuevas oportunidades aparecidas en el mercado trasatlántico se convirtieron en un privilegio especial»,[2] escribió John Lynch en un atinado ensayo. A partir de 1750, el Estado criollo pasó a ser sustituido por el Estado borbónico. De manera peligrosa, se rompió así el equilibrio de fuerzas existente durante el período colonial, con efectos impensables sobre los intereses de los grupos dominantes en América.

Aunque por defecto, y de forma desigual, se impulsó el crecimiento en los territorios ultramarinos

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos