Historia cultural del dolor

Javier Moscoso

Fragmento

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AGRADECIMIENTOS

Durante la redacción de este libro, muchas han sido las personas e instituciones con las que he contraído deudas de muy distinta naturaleza. El Ministerio español de Ciencia y Tecnología, el Wellcome Trust Center for the History of Medicine, o el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, han apoyado esta obra a través de estancias y proyectos de investigación[1]. Al mismo tiempo, la inauguración en febrero de 2004, en el Science Museum de Londres, de la exposición Pain: Passion, Compassion, Sensibility propició la escritura de este libro. Nada de ello hubiera sido posible sin el ofrecimiento que recibí entonces de la editorial Palgrave Macmillan de llevar al papel lo que habíamos intentado exponer a través de objetos provenientes de las colecciones de Henry Wellcome depositadas en el Science Museum de Londres y de otras muchas instituciones europeas y americanas.

Este libro tampoco hubiera sido posible sin la ayuda y la generosidad de muchos amigos y colegas. Espero que sean capaces de disculpar que aquí solo pueda mencionarlos en el más aleatorio de los órdenes. Mis agradecimientos más sentidos para Fernando Broncano, Javier Ordóñez, Montse Iglesias, Carlos Thiebaut, Jesús Vega, David Teira, Reyes Mate, Claudia Stein, Roger Cooter, Juan Pimentel, Manolo Lucena Giraldo, Javier Echeverría, Irina Podgorny, Adelaida Galán, Helena de Felipe, Celia Martínez, Belén Rosa de Egea, Juan Manuel Zaragoza, Antonio Sánchez, Fanny Hernández, Leticia Fernández-Fontecha, William Schupbach, Ken Arnold, Fernando Vidal, Nike Fakiner, Alberto Fragio, Eva Botella, Lola Sarabia, Lucía Díaz Marroquín, Felipe Pereda, Mercedes García-Arenal, Eduardo Manzano, Victoria Diehl, María Gómez Garrido, Marina de la Cruz, Pura Fernández, Rafael Huertas, María Cifuentes, Inés Vergara, Paola Martínez, José Luis Villacañas, Cristina Santamarina, Rosa Peris, Miguel Marinas, José María González García, Mercedes Peris, Sally Bragg, Cristina Garaizábal, José Luis Villacañas, Agustín Serrano de Haro, María Íñigo y Mar Cejas.

Siempre queda para el final quien debería ir al principio. Durante los últimos años me ha visto trabajar en este proyecto, sin tiempo siquiera para darle las gracias por robarle el suyo. Por esto, y por tantas otras cosas, la última nota de agradecimiento debe ser para Reyes, esposa de mi piel, compañera de la vida.

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PRÓLOGO

Las emociones pueden carecer de justificación, pero no de historia. El poema épico La Ilíada, considerado la cuna de la cultura occidental, versa sobre una reacción tan poco edificante como la cólera y, no en vano, el texto se inicia con una invocación de esa pasión, menin. Si tomáramos en serio las enseñanzas de Lucrecio, habría que conceder que los historiadores que se desentiendan de las pasiones humanas nunca podrán escribir más que la historia de la ocultación y la mentira, puesto que, según el pensador latino, la verdad solo aflora en los momentos de incertidumbre y de peligro[1]. Cuando el filósofo alemán Friedrich Nietzsche escribió La gaya ciencia en 1888 también entendía que los historiadores de su tiempo habían dejado de lado las pasiones que daban color a la existencia[2]. Aunque de manera tímida, hace ya algunas décadas que las emociones se han convertido en objeto de las nuevas Humanidades. Los académicos suelen citar como punto de partida un texto de Lucien Febvre de 1941 en el que este historiador francés denunciaba cómo elementos tan básicos de la conducta social como el miedo, el odio, la crueldad o el amor habían quedado excluidos de las narraciones sobre decisiones políticas o actividades económicas. Para Febvre, todas las emociones, incluso aquellas en principio más irracionales, guiaban las decisiones individuales y las acciones colectivas[3]. Como antes para Nietzsche, el historiador francés consideraba que la historia no podía separarse de la vida o distanciarse del presente. Por el contrario, la demanda de una investigación masiva sobre los sentimientos fundamentales de la humanidad tenía una clara inspiración política, una nueva forma de afrontar el pasado que, asumiendo por fin la sangre y las vísceras de la condición humana, pondría las lecciones del ayer al servicio del ahora. Alejados de todos aquellos sistemas filosóficos que habían hecho del ser humano una entelequia por cuyas venas no circulaba sangre real, sino el residuo diluido de la razón, las nuevas ciencias humanas, como se las llamaba entonces, propusieron una filosofía del apercibimiento social y de la reflexión colectiva sobre los aspectos olvidados del pasado.

Siguiendo en parte estas enseñanzas, algunos historiadores culturales comenzaron a escribir sobre el odio, el miedo, la compasión, la ira, el aburrimiento, el resentimiento, la delicadeza o el amor[4]. Aun cuando solemos hablar de «historia de las emociones», muchos académicos incluyen también bajo esa rúbrica otras experiencias subjetivas, como los afectos, las sensaciones, los impulsos o los instintos. Para los proponentes de estos enfoques, dejar de lado el deseo, la aversión, la felicidad, el duelo, la esperanza, el miedo, la modestia, la vergüenza, la ira, el odio o el amor en el estudio de la cultura sería tanto como sustituir la historia de la humanidad por una reconstrucción racional en donde, contra toda evidencia, las acciones aparecieran desprovistas de emociones o de instintos[5]. Esta nueva forma de hacer historia, que podría legítimamente denominarse historia interior, no carece de antecedentes: debe mucho a la fenomenología de la experiencia del idealismo hegeliano, así como a la reivindicación de las pasiones por parte de la genealogía nietzscheana[6].

Aunque el dolor o el sufrimiento se entroncan con las emociones humanas, su historia no se ubica ni en la historia de las pasiones ni en la historia de las ciencias. La historia del dolor remite a la historia de la experiencia, es decir, a la historia de lo que es al mismo tiempo propio y ajeno, de uno y de otros, individual y colectivo. La elección de esta palabra no es arbitraria, pues bajo el concepto de «experiencia» no caben las dicotomías sobre las que se ha construido en Occidente la conciencia moderna. Al abrigo de este término, el cuerpo no se separa del alma, ni la materia del espíritu, ni el yo del nosotros. Los elementos sensoriales no excluyen los

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