Imperios del mundo atlántico

John H. Elliott

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN
MUNDOS DE ULTRAMAR

«¡Oh, cuánto mejor parece la tierra desde el mar que el mar desde la tierra!»[1]. El letrado español que cruzó el Atlántico en 1573 difícilmente pudo ser el único en experimentar tal sentimiento. Después de unas doce semanas de zarandeos en alta mar, los emigrantes europeos (más de un millón y medio entre 1500 y la década de 1780[2]) deben de haber sentido, para comenzar, un alivio sobrecogedor al dar sus primeros pasos vacilantes sobre suelo americano. «Cierto pensamos —escribía María Díaz en 1577 desde la ciudad de México a su hija en Sevilla— perecer en la mar, porque fue tan grande la tempestad que quebró el mástel de la nao, pero con todos estos trabajos fue Dios servido que llegásemos a puerto»[3]. Unos cincuenta años más tarde, Thomas Shepard, un ministro puritano que emigraba a Nueva Inglaterra, escribía tras haber sobrevivido a una tempestad: «Tan grande fue la liberación que en aquellos momentos pensé que, si el Señor alguna vez me llevaba a tierra de nuevo, debería vivir como quien ha resucitado de entre los muertos»[4].

Las diferencias de credo y nación de origen palidecían ante la universalidad de una experiencia que llevaba a los emigrantes a un nuevo y extraño mundo en las lejanas costas del Atlántico occidental, a cinco mil kilómetros o más de sus tierras natales en Europa. Miedo y alivio, aprensión y esperanza, eran sentimientos que no conocían fronteras culturales. Los motivos de los emigrantes eran diversos (trabajar —o no trabajar—, escapar de una vieja sociedad o construir una nueva, adquirir riquezas o, como decían los primeros colonos de Nueva Inglaterra, asegurarse un «holgado sustento»[5]), pero todos ellos se enfrentaban a un mismo reto: pasar de lo conocido a lo desconocido y encarar un medio extraño que les iba a exigir una gran capacidad de adaptación y una gran variedad de nuevas respuestas.

A pesar de ello, en mayor o menor medida, esas respuestas estarían condicionadas por la cultura del país de origen, de cuya influencia formativa nunca podrían escapar del todo, incluso aquellos que la rechazaban con plena conciencia en favor de una nueva vida al otro lado del océano. Los emigrantes al Nuevo Mundo llevaban consigo un bagaje cultural excesivo para deshacerse de él a la ligera al llegar a su nuevo entorno americano. En cualquier caso, tan sólo por referencia a lo conocido, podían intentar comprender de alguna manera lo desconocido, que les rodeaba por completo[6]. Como consecuencia, acabaron construyendo para sí mismos nuevas sociedades que, aun cuando diferían en su intención de las que habían dejado atrás en Europa, reproducían inequívocamente muchas de las características más típicas de las sociedades metropolitanas tal como las conocían —o imaginaban— en el momento de abandonarlas.

Así pues, no es sorprendente que David Hume, en su ensayo Of National Characters («De los caracteres nacionales») afirmara que «una nación seguirá el mismo conjunto de costumbres y se adherirá a ellas por todo el globo, así como a las mismas leyes y lenguas. Las colonias españolas, inglesas, francesas y holandesas son todas distinguibles incluso entre los trópicos»[7]. Según su modo de ver, la naturaleza nunca podía obliterar la educación o crianza(1). Sin embargo, los contemporáneos con experiencia directa de las nuevas sociedades coloniales en proceso de formación al otro lado del Atlántico no dudaban de que se apartaban en aspectos importantes de sus países de origen. Aunque los observadores europeos del siglo XVIII intentaran explicar las divergencias por referencia a un proceso de degeneración supuestamente inherente al medio americano[8], para ellos la existencia de la desviación no era discutible en sí misma. La naturaleza y la crianza habían dado lugar a los nuevos mundos coloniales.

En la práctica, la colonización de las Américas, como toda colonización, consistió en una interacción continua entre, por una parte, actitudes y destrezas importadas y, por otra, condiciones locales a menudo contrarias, que podían llegar a imponerse hasta el extremo de exigir a los colonizadores respuestas que se apartaban ostensiblemente de las normas metropolitanas. El resultado fue la creación de sociedades coloniales que, aunque fueran «distinguibles» la una de la otra —por utilizar los términos de Hume—, también eran distinguibles de las comunidades metropolitanas de las que habían surgido. Está claro que Nueva España no era la vieja España, ni Nueva Inglaterra la vieja Inglaterra.

Ha habido intentos de explicar las diferencias entre las metrópolis imperiales y las colonias periféricas en términos de las fuerzas de la inercia de lo viejo y la atracción de lo nuevo. En una influyente obra publicada en 1964, Louis Hartz describía las nuevas sociedades de ultramar como «fragmentos del más amplio conjunto de Europa desgajados durante el proceso de revolución que introdujo a Occidente en el mundo moderno». Al haberse desprendido en un momento dado de sus sociedades metropolitanas de origen, manifestaron «las inmovilidades de la fragmentación» y quedaron programadas para siempre no sólo por el lugar sino también por el tiempo de su origen[9]. Sus características primordiales fueron las de sus sociedades de origen en el momento de su concepción; cuando éstas avanzaron hacia nuevas fases de desarrollo, sus descendientes coloniales quedaron atrapados en un bucle del tiempo del que no fueron capaces de escapar.

Las sociedades coloniales inmóviles de Hartz constituyen la antítesis de las sociedades coloniales innovadoras que Frederick Jackson Turner y sus seguidores consideraban que surgieron como respuesta a las condiciones de «frontera»[10]. Una frontera, argumentaban, estimulaba la inventiva y un robusto individualismo, y era el elemento más importante en la formación del distintivo carácter «americano». En esta hipótesis, tan ampliamente aceptada como criticada[11], «americano» es sinónimo de «norteamericano». La existencia universal de fronteras, no obstante, permitía ampliar la aplicación de la hipótesis a otras partes del globo. Si existe un fenómeno tal como el «espíritu fronterizo», en principio no parece haber ningún motivo por el que no debiera hallarse en las regiones del Nuevo Mundo colonizadas por los españoles y portugueses tanto como donde se asentaron los británicos[12]. Esta observación se halla en la base del famoso llamamiento que Herbert Bolton, el historiador de las regiones fronterizas norteamericanas, dirigió a sus colegas exhortándoles a escribir una «epopeya de la Gran América», una empresa que tomaría como premisa fundamental que las Américas comparten una historia común[13].

Sin embargo, el llamamiento de Bolton nunca provocó la respuesta que él esperaba[14]. La mera escala de la empresa propuesta era sin duda desalentadora, y a la cautela se sumó el escepticismo a medida que las explicaciones generalizadoras, como la hipótesis de la frontera, no lograron superar la prueba de la investigación sobre el terreno. El diálogo entre los historiadores de las diversas Américas nunca había sido abundante y todavía se redujo más cuando una generación de historiadores de la Norteamérica británica examinó con detalle microscópico ciertos aspectos de la historia de las colonias individuales o, cada vez con mayor frecuencia, de una u otra de las comunidades locales que componían dichas colonias. El provinciani

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