Historia del columpio

Javier Moscoso

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

En España, el columpio llegó al parque infantil en la posguerra, aunque tan sólo se popularizó después de la muerte de Franco.[1] Los chirridos de sus enganches, sus idas y venidas, formaron parte del paisaje de un país que se movía entre el desarrollismo y la pobreza. Muchos críos del tardofranquismo hicieron cola a su lado, sabiendo que sólo podrían disfrutar durante un tiempo de aquella sensación de liviandad. Mientras que a los pequeños había que empujarlos (o «darles», como se decía entonces), los mayores aprendieron a doblar y estirar las piernas al compás de la marcha, de modo que su movimiento corporal permitiera ganar altura y aumentar la velocidad. Los más osados llegaban a colocar la silla casi perpendicular al suelo, como todavía sucede en algunos rituales coreanos o en las competiciones estonias. El trajín hacía inevitables los accidentes. En los casos más graves, el columpio impactaba con fuerza en los pequeños que, ajenos al peligro, correteaban por todas partes. Tampoco escaseaban las miradas furtivas bajo las faldas de las niñas levantadas por el viento, más por curiosidad que por impudicia. Las pocas brechas y contusiones se fueron reduciendo con los años. En el Madrid de los ochenta, mientras el alcalde animaba desde el balcón del ayuntamiento al consumo de cánnabis, las autoridades comenzaron a mejorar los sistemas de seguridad. Más tarde sucedió que el suelo, antes de arena, con su correspondiente y eterno charco, pasó a cubrirse de un material capaz de amortiguar los golpes. También se añadió a las sillas una estructura para las piernas que, a modo de arnés, hacía mucho más complicado el vuelco. Estas modificaciones no alteraron lo esencial de una experiencia que descansaba, desde tiempo inmemorial, en la excitación del sistema vestibular.

La historia del columpio es la historia de una resignificación. Con este artefacto ha ocurrido lo que con otras tantas cosas despreciadas por los adultos: que acaban en las manos de los niños. Sus orígenes mitológicos —¿pues hay acaso otros orígenes?— se remontan al momento en que la diosa Isis se columpió en el pene de su esposo muerto, que también era su hermano, bajo la forma alada de un milano. Conocemos esta historia a través del Libro de los muertos y de algunos otros papiros de la decimonovena dinastía. Hace ahora más de cinco mil años algunos elementos de este relato quedaron inmortalizados en los Textos de las pirámides. Lanzada al aire por la fuerza del amor —y, todo hay que decirlo, también por el pene de Osiris, cuya eyaculación hizo crecer las aguas del río, fertilizando la tierra—, la diosa de los mil nombres alcanzó las regiones del alto y el bajo Nilo (véase fig. 1 del álbum de ilustraciones). Desde allí cruzó el Mediterráneo, atravesó el mar Rojo y el golfo Pérsico hasta el antiguo reino de Kalinga, en el mar de la India, donde su culto se incorporó a las religiones brahmánicas. Fue en el Indostán, en el siglo XIII, donde el rey Narasingha Deva I (reinó c. 1238-1264) se hizo retratar encima de una tabla sostenida por dos cuerdas. Mucho antes, en algún momento del siglo V, en las cuevas de Ajanta, en Maharashtra, una mano había pintado a la nāga Irandati subida en un columpio (véase fig. 2). Del puerto de Orissa, el instrumento se expandió por el sudeste asiático, así como por las tierras de las sociedades nilóticas, en lo que hoy es Sudán del Sur, Uganda, Kenia y el norte de Tanzania.

Muy lejos del parque infantil, el columpio ha estado tradicionalmente asociado al sexo y a la muerte. Sus connotaciones sexuales llegaron a Roma en tiempos de Tiberio, a comienzos del siglo I. De aquellos años decadentes data la moneda de naturaleza erótica que el pintor y coleccionista Pirro Ligorio (c. 1510-1583) incluyó en la edición de uno de los textos más importantes de medicina del Renacimiento: la Gimnástica médica de Girolamo Mercuriale (1530-1606). «La moneda existe, pero no es erótica», decían los eruditos del siglo XIX. Lo cierto es que sí existe, sí es erótica y se conserva en la Biblioteca Nacional de París. Para aumentar la confusión, la misma imagen de una mujer columpiándose se utilizó para ilustrar la sala de los juegos del Castello Estense, en Ferrara. El artefacto que los médicos del Renacimiento conocieron como petauro, y que el poeta latino Marcial (40-104) había comparado con un pene, se mantuvo apartado del humanismo sin dejar apenas rastro en las fuentes literarias.

En Europa, el columpio sobrevivió durante siglos en los márgenes de los manuscritos medievales, asociado muchas veces al mundo de la acrobacia, adonde había llegado probablemente a través del Asia central, transportado por comunidades indo-iranias. Los nobles de la Europa moderna lo redescubrirán a través de la porcelana de la dinastía Ming.[2] Los motivos de los jarrones y las cajas nacaradas incluían con frecuencia el qiūqiān, el instrumento que durante siglos sirvió de entretenimiento a las esposas, concubinas y sirvientas del Reino del Medio.[3] Al otro lado del Atlántico, los colonos americanos convirtieron el balanceo en un símbolo más del nuevo patriotismo: frente a la rigidez de la silla Windsor, decían, la libertad de la mecedora cuáquera. Antes había sido la hamaca precolombina que Colón (1451-1506) redescubrió en su primer viaje a las Indias y que la reina católica incluyó en las Leyes de Burgos. Al parque público llegará en el siglo XIX, sobre todo como entretenimiento para adultos. Como no podía ser de otro modo, los niños tuvieron que esperar rigurosamente su turno.

Este no es un libro sobre la infancia, sino sobre la humanidad. No es obviamente una historia de la humanidad, sino sobre la humanidad. Traza la historia de un objeto que, en mayor o menor medida, nos ha acompañado desde los tiempos inmemoriales de la China preimperial o desde las leyendas de la Grecia clásica. En puridad, no se trata de un único libro, sino de dos que, por economía de medios, se han encuadernado juntos y que, para hacer la lectura más amena, se leen al mismo tiempo. Por un lado, la historia del columpio atañe al estudio de un objeto que, pese a las modificaciones en su diseño, nos resulta perfectamente reconocible.[4] Algunas obras de Paul Delaroche (1797-1856) o del pintor angloamericano John George Brown (1831-1913) reflejan bien esta forma básica de un artefacto que, llegado el siglo XX, se fabricará, sobre todo en Estados Unidos, con los neumáticos inservibles de la creciente industria del automóvil. Porque el objeto es bien conocido, no se trata aquí de desenterrar tesoros ocultos en las arenas, sino de explicar lo que se esconde ante los ojos de todo el mundo.[5] Nuestro estudio se ubica en lo que podríamos llamar una «arqueología de lo visible»: una disciplina que explora la trascendencia de las cosas cotidianas, las circunstancias que determinan sus usos, sus abusos y abandonos.[6]

Pero esta es también la historia de una experiencia: la que depende de la alteración de las estructuras anatómicas responsables de nues

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