El sabor del chocolate

Piero Camporesi

Fragmento

Un triunfo de chocolate

Un triunfo de chocolate

Ma già il ben pettinato entrar di nuovo

tuo damigello i’ veggo; egli a te chiede

quale oggi più delle bevande usate

sorbir ti piaccia in preziosa tazza:

indiche merci son tazze e bevande;

scegli qual più desii. S’oggi ti giova

porger dolci allo stomaco fomenti,

sì che con legge il natural calore

v’arda temprato, e al digerir ti vaglia,

scegli il brun cioccolatte, onde tributo

ti dà il Guatimalese e il Caribbèo

c’ha di barbare penne avvolto il crine.

[Mas veo al camarero bien peinado entrar de nuevo; y te pregunta cuál de las bebidas acostumbradas te apetece hoy sorber en primorosa taza; mercaderías indianas son tazas y bebidas. Elige cuál deseas. Si es que hoy te presta aplicar dulces estímulos al estómago para que en él arda bien temperado el calor natural moderadamente y sea favorecida la digestión, escoge el moreno chocolate con el que te rinde tributo el guatemalteco y el caribe, que llevan su bárbara melena envuelta en plumas.]

Dirigiéndose al «joven señor», a un interlocutor que podía permitirse el lujo de holgar entre cómodas sábanas hasta bien entrada la mañana, el abate Giuseppe Parini, en su poema «Il Giorno», aconsejaba tomar chocolate para un despertar sereno y, por qué no, goloso, alternándolo con el café, más indicado en los casos de gordura incipiente. Oriente, entre el Mediterráneo y el océano Índico, por un lado, y el Extremo Occidente, por otro: si bien, por uno de esos admirables cortocircuitos que tan generosamente nos dispensa la historia, la baya de origen etiópico-yemení hacía ya mucho en la época de Parini que se había adaptado a los climas del Nuevo Mundo. En definitiva, «Indias» habían sido siempre en cualquier caso: solo hacía falta decidir si orientales u occidentales, pero el despertar de los «jóvenes señores» de la época no podía remitirse a otro sitio: ni por lo que se refiere a las bebidas, ni por lo que se refiere a los recipientes, que en ambos casos serían, por supuesto, de porcelana. Siempre, desde luego, «mercaderías indianas».

Europa no podía (¿no puede?) prescindir del exotismo ni del orientalismo; ni siquiera para desayunar. Si quiere definir su identidad, Occidente necesita, en cualquier caso, de Oriente.

Al hablar de las «Indias», en efecto, siempre hay que especificar si se trataba o si se trata de las «occidentales» o de las «orientales».

Sin embargo, el gran Piero Camporesi, cuyo fallecimiento lamentamos todavía y con razón, añadía a su libro El sabor del chocolate un subtítulo que —¿intencionadamente?— mantuvo en la ambigüedad. Y algún que otro periodista, e incluso, ¡ay!, algún que otro especialista se precipitaron en la trampa, se cayeron del guindo, como quien dice. En efecto, hemos leído aquí y allá que el último libro de Camporesi trataba del té —aunque, a decir verdad, si lo podemos definir como un caldo (y, tratándose de una infusión, en realidad podemos), habría habido que definirlo como «caldo chino», como quizá hiciera en el siglo XIII Marco Polo— o que hablaba del café, al que, afortunadamente, por otra parte, nadie ha calificado nunca ni de «caldo etíope», ni de «caldo árabe», ni de «caldo turco». Contratiempos de la gente que se fía de la portada, pero que nunca ha abierto el libro.

A juzgar siempre por el título y el subtítulo, habría cabido esperar, en cualquier caso, con un poco de reduccionismo, un ensayo sobre los libertinos, sobre la estética de lo exótico, sobre el arte de la «cortesía» y del «buen gusto», sobre las relaciones entre todo eso y la cultura eurocolonial del siglo XVIII. Naturalmente, en este libro encontramos eso, pero también muchas cosas distintas; y asimismo hay más.

Desde hace años estamos acostumbrados a la idea de la Edad Moderna como una sucesión de «revoluciones»: la revolución comercial de los siglos XIII-XIV, la de la imprenta y la de los descubrimientos geográficos, así como la de la Reforma entre los siglos XV y XVI, la del pensamiento filosófico-científico entre los siglos XVII y XVIII, y finalmente las dos grandes revoluciones políticas de finales del XVIII.

Y estamos acostumbrados a la idea de que, entre finales del XVII y comienzos del XVIII —casi como si hiciera de enlace entre la revolución científico-tecnológica y las revoluciones políticas, mientras (entre Europa e Inglaterra) estaba madurando ya quizá la más importante de todas esas revoluciones, la industrial—, nació un nuevo pensamiento o al menos una nueva actitud cultural, la de los philosophes, que legitimó la hegemonía de Francia sobre el resto de Europa desde el punto de vista intelectual, aunque desde el político el país estuviera atravesando, después de la muerte de Luis XIV, un periodo de eclipse que, por lo demás, se vería superado por medio de la Revolución y Napoleón.

Paul Hazard ha situado entre 1680 y 1715 la crisis de la conciencia europea, durante la cual el eje continental se desplazó definitivamente del Mediterráneo al mar del Norte. Y a Piero Camporesi le tocó demostrar que también en otros terrenos —y en las páginas de este libro volvió a abordar con lucidez esa demostración—, en torno más o menos a ese periodo de tiempo, entre finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, cambiaron asimismo la cocina y la gastronomía, poniendo de manifiesto cómo de la gran escuela romano-medicea (o, mejor dicho, pontificio-medicea), que había elaborado la cocina cortesana del Renacimiento, se pasó al predominio de la francesa. No vale de mucho discutir que, en el fondo, esta última tenía a su vez sólidas raíces florentinas, ni citar a los cocineros de Catalina de Médicis: es posible que así fuera, es más, es posible que así sea, pero también es cierto que —como dicen los árabes— somos hijos más de nuestra época que de nuestros padres. Y la cocina francesa de los últimos tiempos del Rey Sol y de los años de la Regencia se impuso elaborando los códigos de una auténtica revolución gastronómica, en coherencia, por lo demás, con otras revoluciones.

Una revolución racional, ante todo, que tuvo sus propios phi- losophes: los cocineros. Para hacer la gran cocina no bastaban ya la buena comida ni la rica parafernalia: hacía falta también el especialista sabio y refinado, pues todo debía hacerse racional y profesionalmente. Y los cocineros franceses administraban el arte de cocinar según unos principios revolucionarios: unos principios que —liberando fogones y mesas de la opulencia y de las elaboradas preparaciones renacentistas y barrocas— se basaban en la idea de que el acto de comer formaba parte de unas relaciones sociales nuevas, basadas en la cortesía y el buen gusto, menos materiales y lo más intelectuales posible.

Prohibidas, pues, las especias demasiado sabrosas, prohibidos los perfumes demasiado violentos que hasta ese momento habían constituido una parte destac

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