Leningrado

Anna Reid

Fragmento

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Introducción

Este es el relato del asedio de Leningrado, el sitio de una ciudad que más muertes se ha cobrado en la historia de la humanidad. Leningrado se ubica en el noreste del Báltico, en el extremo oriental del golfo largo y poco profundo que separa las costas meridionales de Finlandia de las del norte de Rusia. Antes de la Revolución de Octubre era la capital del Imperio ruso y se llamó San Petersburgo en honor a su fundador, el zar Pedro el Grande. Tras la caída del comunismo, a comienzos de la década de 1990, recuperó su antiguo nombre, pero para los habitantes de más edad sigue siendo Leningrado, por honrar no tanto a Lenin, sino a los aproximadamente setecientos cincuenta mil civiles que murieron de hambre durante los casi novecientos días (desde septiembre de 1941 a enero de 1944) que duró el asedio perpetrado por la Alemania nazi. Otros asedios de época contemporánea —el de Madrid o el de Sarajevo— duraron más tiempo, pero las víctimas no llegaron ni a una décima parte de las que perecieron en Leningrado, donde murieron treinta y cinco veces más civiles que en el Blitz de Londres y cuatro veces más que en los bombardeos de Nagasaki e Hiroshima juntos.

La mañana del 22 de junio de 1941, el día más largo del año, Alemania atacó a la Unión Soviética. Leningrado no difería mucho de como era antes de la revolución. Una gaviota que volara en círculos alrededor de la aguja dorada del Almirantazgo habría visto el mismo paisaje que veinticuatro años antes: abajo, el río Nevá, agitado y gris, flanqueado por parques y palacios; al oeste, donde el Nevá se abre al mar, las grúas de los astilleros; al norte, los bastiones en forma de zigzag de la fortaleza de Pedro y Pablo y las calles en damero de la isla Vasílievski; al sur, cuatro canales concéntricos —el bello Moika; el Griboyédov, sereno y clásico; el amplio y lujoso Fontanka, y el Obvodni, concurrido los días de diario— y dos grandes avenidas, la Izmáilovski y la Nevski, que forman dos radios simétricos y llegan respectivamente más allá de las estaciones de Varsovia y de Moscú, hasta las chimeneas de las fábricas de los lejanos barrios industriales.

Sin embargo, las apariencias engañan. Visto desde fuera, Leningrado no había experimentado apenas alteraciones, pero por dentro estaba profundamente cambiado y traumatizado. Lo convencional es atribuir a la historia del asedio una progresión, cual película, de alegría, tristeza y, de nuevo, alegría: la paz de una mañana de principios de verano, hecha trizas por la noticia de la invasión; el llamamiento a las armas; el enemigo, a las puertas; el descenso al frío y a la hambruna; la recuperación primaveral; los fuegos artificiales por la victoria. Pero en realidad no fue así. Los leningradenses que tenían más de treinta años al empezar el asedio ya habían vivido tres guerras (la Primera Guerra Mundial, la posterior guerra civil entre bolcheviques y blancos, y la guerra de Invierno con Finlandia en 1939-1940), dos hambrunas (la primera, durante la guerra civil; la segunda, consecuencia de la colectivización decretada por Stalin, en 1932-1933, cuando se expropiaron con violencia las granjas de los campesinos) y dos olas importantes de terror político. Apenas había familias, en especial las pertenecientes a minorías étnicas y las procedentes de la antigua clase media, que no hubieran sufrido muertes, encarcelamientos o deportaciones, aparte de empobrecerse. Para alguien como la poeta Olga Berggolts, hija de un médico judío, no era una exageración dramática afirmar lo siguiente: «Medíamos el tiempo según los intervalos entre un suicidio y otro».[1] El asedio, aunque único por la magnitud de la tasa de mortalidad, fue más un episodio oscuro entre otros que un interludio trágico.

La fatalidad surgió de la combinación de la soberbia de Hitler y la de Stalin. En agosto de 1939 habían dejado boquiabierto al mundo al prescindir de la ideología y firmar un pacto de no agresión según el cual se repartían Polonia. Cuando Hitler se dirigió a Francia la primavera siguiente, Stalin se quedó al margen y continuó proporcionando a su aliado grano, metales, caucho y otros productos vitales. Pese a que está claro, por lo que sabemos ahora de las conversaciones de Stalin con el Politburó, que más tarde o más temprano esperaba verse obligado a entrar en guerra contra Alemania, el momento del ataque nazi —cuyo nombre en clave fue Barbarossa (Barbarroja), en honor del emperador cruzado del Sacro Imperio Romano— produjo una conmoción devastadora. La frontera polaca, nueva y mal defendida, fue arrasada casi de inmediato, y al cabo de pocas semanas el Ejército Rojo se encontró defendiendo las ciudades rusas más importantes.

La víctima principal de la falta de preparación fue Leningrado. Justo antes de la guerra, la ciudad contaba con una población de poco más de tres millones de habitantes. En las doce semanas que transcurrieron hasta mediados de septiembre de 1941, cuando los ejércitos alemán y finlandés la aislaron del resto de la Unión Soviética, llamaron a filas y evacuaron a cerca de medio millón de leningradenses. Así, en la ciudad quedaron atrapados dos millones y medio de civiles, entre los que había al menos cuatrocientos mil niños. El hambre comenzó casi desde el principio, y en octubre la policía empezó a dar parte de la presencia en las calles de cadáveres víctimas de la inanición. Las muertes se cuadruplicaron en diciembre y alcanzaron las cotas más altas en enero y febrero, con unos cien mil fallecimientos al mes. Hacia el final de lo que fue un invierno implacable, incluso para los propios rusos (hubo días en que la temperatura descendió a -30 °C o menos), el frío y el hambre se habían llevado aproximadamente medio millón de vidas. Es en esos meses de mortandad —lo que los historiadores rusos llaman el «periodo heroico» del asedio— en los que se centra este libro. Los dos inviernos siguientes fueron menos letales tanto porque había menos bocas que alimentar como por la llegada de provisiones por el lago Ládoga, el mar interior situado al este de Leningrado, cuyas orillas surorientales seguían defendidas por el Ejército Rojo. En enero de 1943, la batalla abrió un frágil corredor por el cual los soviéticos pudieron construir una línea ferroviaria hasta la ciudad. La mortalidad, no obstante, siguió siendo elevada; llegado enero de 1944, cuando la Wehrmacht inició por fin la larga retirada hacia Berlín, el total de defunciones ascendió a una cifra situada entre las setecientas y las ochocientas mil: una de cada tres o cuatro personas de la población que había justo antes de empezar el asedio.

Curiosamente, en el mundo occidental se ha prestado poca atención al asedio de Leningrado. En 1969 se publicó el relato histórico más conocido, escrito por Harrison Salisbury, un corresponsal de The New York Times en Moscú. Los historiadores militares se han centrado en las batallas de Stalingrado y Moscú, a pesar de que Leningrado fue la primera ciudad en toda Europa que Hitler no consiguió tomar y que, si hubiera caído, le habría proporcionado las fábricas de armas, los astilleros y las plantas siderúrgicas más grandes de la Unión Soviética, le habría posibilitado unir sus ejércitos con los de Finlandia y le habría permitido cortar las vías ferroviarias que transportaban ayuda de los Aliados desde los puertos árticos de Arjánguelsk y Múrmansk. Desde un enfoque más general, el asedio

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