Un pueblo traicionado

Paul Preston

Fragmento

cap-1

Prefacio

Un pueblo traicionado: España, 1874-2014

El filósofo José Ortega y Gasset escribió en 1921: «Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás. Han hecho todo lo contrario. Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales».[1] En la misma línea, el poeta Antonio Machado, durante la Guerra Civil, le escribió a un amigo ruso, el novelista David Vigodski: «En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos —nuestros barinas— invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. En España, no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo. La demofilia es entre nosotros un deber elementalísimo de gratitud».[2]

En el siglo XIX, los viajeros románticos ingleses expresaron opiniones similares. El más célebre, Richard Ford, autor de A Handbook for Travellers in Spain (1845) y de Gatherings from Spain (1846), retrató a los españoles ordinarios como generosos y nobles, refiriéndose constantemente al mal gobierno y al desgobierno: «La causa real y permanente de la decadencia de España, de la falta de cultivo y de la tristeza y miseria, es el MAL GOBIERNO [sic, en mayúsculas], civil y religioso». Afirmó que, en todos los escalones de la Administración, había déspotas siempre dispuestos a aceptar sobornos.[3] Gerald Brenan se mostró de acuerdo hasta cierto punto: «Hay quien ve en España un país de paradojas, en el que un pueblo dotado de gran independencia de carácter se deja guiar por gobernantes corruptos y arbitrarios». Sin embargo, Brenan puntualiza que dichas críticas de Ford son producto de la imagen idealizada que tenía de Gran Bretaña en la época en que escribió sus obras: «Ford habla mucho del mal gobierno y la pobreza en España, pero en aquellos tiempos, ¿quién no habría preferido ser un bracero español en vez de un minero, un obrero industrial o un jornalero ingleses?».[4]

Esta es otra obra escrita por un historiador británico que ama a España y que se ha pasado los últimos cincuenta años estudiando su historia. Como se deduce del título, el libro se hace eco del espíritu de Richard Ford y de muchos comentaristas españoles como Lucas Mallada, Ricardo Macías Picavea, Joaquín Costa, Manuel Azaña y José Ortega y Gasset. Pero, aunque se apoya en algunas de las observaciones de Ford, no comparte la interpretación simplista que se desprende de sus comparaciones entre una España oscurantista y una Gran Bretaña ideal. Del mismo modo, aunque aprovecha algunas de las ideas fruto del análisis crítico de los regeneracionistas, no comparte la opinión de Costa de que el problema de España exigiera una solución autoritaria: el «cirujano de hierro». Este libro no pretende insinuar que España sea un caso único por lo que se refiere a la corrupción o a la incompetencia gubernamental: existen otras naciones europeas a las que podrían aplicarse interpretaciones parecidas en diversos momentos históricos. Por ejemplo, mientras escribía el libro, he vivido a diario durante tres años a la sombra del proceso del Brexit en Gran Bretaña. Me ha dolido presenciar cómo una amalgama de mentiras, inepcia gubernamental y corrupción dividía profundamente al país y amenazaba con provocar la desintegración de Reino Unido.

La rica y trágica historia de España puede abordarse desde múltiples perspectivas. En el presente caso, el libro narra las deficiencias de la clase política española. Abarca desde la restauración de los Borbones con Alfonso XII en 1874 hasta el inicio del reinado de su tataranieto Felipe VI en 2014. Su objetivo es ofrecer una historia completa y fiable de España haciendo hincapié en la forma en que el progreso del país se ha visto obstaculizado por la corrupción y la incompetencia política y demostrando que estas dos características han provocado una ruptura de la cohesión social que a menudo se ha tratado y exacerbado mediante el uso de la violencia por parte de las autoridades. Los tres temas aparecen de forma recurrente en las tensiones existentes entre Madrid y Cataluña. Durante la Restauración, y de forma espectacular, con la dictadura de Primo de Rivera, la corrupción institucional y una asombrosa incompetencia política fueron la norma, lo que allanó el camino para la instauración de la primera democracia en España: la Segunda República.

Desde la instauración de la República en 1931 hasta su fin en 1939, la corrupción fue menos tóxica, sobre todo porque la nueva élite política se inspiró en muchas de las propuestas de los regeneracionistas. Esto no quiere decir que la corrupción no existiera. Un personaje recurrente en este libro, el multimillonario Juan March, que estuvo detrás de la corrupción más espectacular de la dictadura de Primo, permaneció activo durante la República, así como en las primeras décadas de la dictadura franquista. Lo mismo ocurrió con Alejandro Lerroux, un político destacado que estaba a sueldo de March. La trayectoria de corrupción descarada de Lerroux alcanzó su punto culminante en 1935, cuando, como presidente del Gobierno republicano, avaló sin recato alguno la instalación de un sistema de ruletas trucadas, una operación escandalosa que dio lugar al término «estraperlo», que se ha convertido en sinónimo de «malversación de caudales».

La victoria del general Franco supuso el establecimiento de un régimen de terror y pillaje que les permitió, a él y a una élite de secuaces, saquear con impunidad, enriqueciéndose, al mismo tiempo que daba rienda suelta a la ineptitud política que prolongó el atraso económico de España hasta bien entrados los años cincuenta. Irónicamente, a lo largo de su vida, Franco expresó un feroz desprecio por la clase política, a la que consideraba responsable de la pérdida del imperio colonial en 1898. En 1941, en un discurso pronunciado ante el Consejo Nacional de la Falange con motivo del quinto aniversario del estallido de la Guerra Civil, Franco proclamó: «Cuando nos asomamos a la vida, […] vimos nuestra infancia presidida por la torpeza de aquellos hombres que abandonaron al extranjero la mitad del territorio patrio».[5] De hecho, algunos de sus propios errores, fruto de su vanidad personal, superarían con creces a los de esos predecesores a los que escarnecía. El hecho de que Franco no tuviera escrúpulo alguno a la hora de situar su determinación de mantenerse en el poder por encima de los intereses nacionales resulta evidente en sus relaciones con el Tercer Reich y, más tarde, con Estados Unidos. Sus planes absurdos para hacerse rico por arte de magia, mediante la alquimia o la gasolina sintética a base de agua, así como el desastre de la autarquía, contribuyeron al atraso de España hasta que en 1959 le convencieron de que dejara en manos de otros la economía.

Al denunciar a los políticos en 1941, Franco no estaba ni mucho menos solo. Con breves intervalos de optimismo, entre 1931 y 1936 y durante la primera década del rey Juan Carlos en el trono, la actitud de los españoles hacia la clase política de su país ha sido a menudo de un

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