¿Es España diferente?

Nigel Townson

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

Nigel Townson

¿Es España diferente? Desde luego, durante la mayor parte del siglo XX los españoles han estado convencidos de que lo era. Pero esta creencia en la excepcionalidad de su país no estaba fundada en el orgullo por su libertad política, sus logros científicos o tecnológicos, sus conquistas imperiales o su relevante papel como potencia internacional —a diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, con los británicos en el siglo XIX o con los americanos en el XX—. Por el contrario, la excepcionalidad española se basaba en el reconocimiento de una inestabilidad política crónica, de un retraso económico y tecnológico, de una serie de desastres militares y, sobre todo, de la pérdida del Imperio; en resumen, en un sentimiento de inferioridad. Como dijo Antonio Cánovas del Castillo, el personaje político que dominó el último cuarto del siglo XIX, «son españoles… los que no pueden ser otra cosa». Lo que sirvió de catalizador para esta toma de conciencia del fracaso fue la pérdida —inesperada, para la opinión pública— de Cuba, Filipinas y Puerto Rico en la guerra de 1898 con Estados Unidos. «¡Qué amargura! ¡Qué desencanto!», reconoció Santiago Ramón y Cajal, «creíamos ser un imperio glorioso y resulta que no somos nada». La sensación de absoluta debacle que se derivó de aquellos acontecimientos queda bien resumida en el nombre que se les dio: el Desastre. A raíz de ellos surgió la «literatura del 98», un género dedicado a analizar «el problema español» en términos autocríticos y, a menudo, autoconmiserativos; un espíritu autoflagelante, tan católico, que fue reflejado por Ramón del Valle-Inclán en su célebre frase de Luces de bohemia: «España es una deformación grotesca de la civilización europea». Esta percepción tan pesimista del país se proyectó hacia atrás, para evaluar el conjunto del siglo XIX e incluso siglos anteriores; pero también iba a marcar el tono del debate sobre el lugar de España en el mundo durante buena parte del XX.

Al Desastre del 98 le siguieron la inestabilidad política del final de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera en los años veinte y el hundimiento de la II República —el primer experimento democrático en la historia del país— en la matanza fratricida de la Guerra Civil. Todo ello no hizo sino acentuar el sentimiento de fracaso colectivo. El hecho de que España no participara en ninguna de las dos guerras mundiales puede interpretarse como un golpe de fortuna, pero también como una ratificación de su impotencia militar y su falta de relevancia internacional.

Para muchos españoles, la dictadura de Franco confirmó el estigma de la excepcionalidad. El contraste entre la Europa occidental de posguerra, con su libertad política y prosperidad económica sin precedentes, y la sombría y miserable España de Franco no podía ser mayor. La Dictadura parecía incluso disfrutar con su anacrónica singularidad, haciendo alarde de ella en el eslogan turístico de «Spain is different». Sólo a partir del extraordinario crecimiento económico de los años sesenta en adelante, de la transición posfranquista, de la entrada en la OTAN y la Unión Europea y de los grandes éxitos deportivos de las décadas siguientes dejaron los españoles de verse a sí mismos como diferentes; o, al menos, en un sentido negativo, como no fracasados. La confianza en la refundada España era tal, que las antiguas recriminaciones invirtieron ahora su sentido. En la final del torneo de Roland Garros de 2008, en París, la aparición de Rafael Nadal fue saludada por una pancarta que decía «Spain is different». Nadal era «España» y su imagen, estilo y voluntad aparentemente indomable eran «diferentes». El eslogan no significaba ya una expresión de vergüenza sino de orgullo, e incluso de superioridad. Y, además, Nadal ganó.

No han sido sólo los españoles de la era contemporánea los que han considerado a su país como diferente. Por el contrario, existe una larga tradición historiográfica que, explícita o implícitamente, presenta los acontecimientos españoles como excepcionales. «El análisis de la España contemporánea», observa Stanley Payne, «ha girado en gran parte en torno al concepto de diferencia». Un ejemplo destacado es el libro Democracy in Modern Spain, de Richard Gunther, José Ramón Montero y Joan Botella. «Hasta la muerte de Francisco Franco en noviembre de 1975», afirman los autores, «muchos aspectos de la sociedad y la política española colocaban a la nación aparte de otros países industrializados». En 1997, sin embargo, este canon narrativo fue cuestionado por Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox en España: 1808-1996. El desafío de la modernidad. Los autores de esta otra obra afirmaban inequívocamente que su libro «no admite la excepcionalidad española»; por el contrario, insistían, «consideramos a España como un país normal». Lo cual plantea, inevitablemente, la cuestión de qué se debe entender por «normal».

Los politólogos y sociólogos han dedicado mucho tiempo y esfuerzo a construir modelos de modernización, tomados frecuentemente como la medida de la «normalidad». En sentido amplio, se entiende por modernización la transición desde una sociedad «tradicional» a una «moderna». Esto afecta principalmente al terreno económico, con el paso de una producción predominantemente agraria a una industrial (más tarde, de servicios), en la que los mercados locales se ven sustituidos por los nacionales e internacionales; con una división del trabajo altamente especializada, y una economía en crecimiento autosostenido que eleva el nivel de vida y desemboca en una sociedad de consumo. Desde el punto de vista social y cultural, la modernización supone la sustitución de una sociedad rural por una urbana, así como la generalización de la alfabetización y de la secularización. En términos políticos, por último, la modernización se asocia con la expansión y fortalecimiento de un Estado centralizado. Seymour Martin Lipset, por su parte, añadió que la elevación de los niveles de vida estaba íntimamente conectada con la implantación de la democracia. Pero esta afirmación ha sido muy discutida, porque, según eso, hasta el comunismo y el fascismo pueden interpretarse como fenómenos de modernización. Pese a que desde los años ochenta el paradigma de modernización se ha visto sometido a debate, dicho paradigma ha sido el dominante a la hora de interpretar el desarrollo histórico contempo

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