¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa

Tony Judt

Fragmento

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1. ¿Una gran ilusión?

La Comunidad Europea del Carbón y del Acero nació en 1951 de una idea concebida por Jean Monnet y propuesta por Robert Schuman, ministro de Asuntos Exteriores francés, en mayo de 1950. En 1958 se convirtió en la Comunidad Económica Europea, popularmente llamada la «Europa de los seis» (formada por Francia, Alemania Occidental, Italia y Benelux). Esta Europa próspera, «del lejano oeste», admitió luego a Reino Unido, Dinamarca e Irlanda, para convertirse en la «Europa de los nueve», después de lo cual se hizo todavía más grande y pasó a ser la «Europa de los doce», con la integración, en la década de 1980, de Grecia, España y Portugal. Los miembros más recientes —Austria, Suecia y Finlandia— han elevado este número a quince. Cuando se habla de posibles adhesiones futuras, ahora simple y alegremente se dice que un país —Eslovenia, Polonia— «va a unirse a Europa».

Esta curiosa locución ilustra hasta qué punto hoy Europa no es tanto un lugar como una idea, una comunidad internacional pacífica y próspera de intereses compartidos y partes colaboradoras; una «Europa racional», de derechos humanos, de libre movimiento de bienes, ideas y personas, de una cooperación y unidad aún mayor. La aparición de una Europa hiperreal, más europea que el continente mismo, una proyección interior y futura de todos los más elevados valores de la antigua civilización pero despojada de sus rasgos más siniestros, no puede atribuirse sencillamente al encarcelamiento de la otra Europa oriental, la mitad de ella bajo el comunismo. Al fin y al cabo, no sólo las democracias populares se mantuvieron apartadas de esta nueva «Europa», sino también Suiza, Noruega y (hasta hace muy poco) Austria y Suecia, ejemplo de muchas de las virtudes sociales y cívicas que los «europeos» han tratado de encarnar en sus nuevas instituciones. Si pretendemos comprender los orígenes —y, como expondré más adelante, las limitaciones y tal vez los riesgos— de esta «Europa» que ahora se nos presenta como guía y promesa, debemos retroceder a un momento concreto del pasado reciente en el que las perspectivas de cualquier tipo de Europa parecían especialmente desoladoras.

Constituye un error comprensible suponer, desde la retrospectiva, que la Europa occidental de la posguerra fue reconstruida por unos idealistas en un continente unido. Es indudable que existieron personas así, pertenecientes a organizaciones como el Movimiento por la Unidad Europea de 1947. Pero no tuvieron un impacto real visible. Curiosamente, fueron unos líderes británicos que no habrían de desempeñar ningún papel activo en la verdadera construcción de la unidad europea en años posteriores los que más tuvieron que decir sobre el tema de un continente unificado: en octubre de 1942, el primer ministro Winston Churchill le comentó a Anthony Eden, ministro de Asuntos Exteriores, que «constituiría un desastre descomunal que el bolchevismo acabara con la cultura y la independencia de los antiguos Estados de Europa. Por difícil que resulte decirlo en este momento, confío en que la familia europea pueda actuar de forma unida, bajo un Consejo de Europa»[1]. Ciertamente, en 1945 existía un ánimo idealista en los territorios liberados de la Europa continental, pero los objetivos de la mayoría de sus portavoces eran de ámbito doméstico: el cambio y la reforma interior, de acuerdo con las líneas marcadas por las diversas coaliciones que se habían unido durante la guerra para formar los movimientos de resistencia contra la ocupación nazi. Entrada ya la década de 1950, era inusual encontrar intelectuales o políticos en Europa cuyo interés principal fuera el futuro de un continente unido más que la política de su propio país.

No fue el idealismo lo que movió a los europeos en aquellos años, ni tampoco los imperativos evidentes del destino histórico. Fueron muy pocos los que durante los años de la posguerra sugirieron la unión natural e inevitable de los supervivientes de la guerra de Hitler. En 1944, la periodista norteamericana Janet Flanner, en uno de sus habituales despachos para The New Yorker, preveía todo lo contrario: la llegada de una era de competición intraeuropea sobre los escasos recursos de unas naciones desesperadas. Que los Estados de Europa occidental tendrían que cooperar de alguna forma era por supuesto obvio; pero el alcance y las formas de dicha cooperación no se inscribían dentro del mero hecho del agotamiento y la extrema pobreza colectiva. Y muchas posibles formas de cooperación, especialmente las económicas, no tenían nada de idealistas ni conllevaban ninguna implicación de unidad futura.

De hecho, la idea de aunar los intereses económicos para superar los problemas comunes no resultaba en absoluto nueva. A mediados del siglo XIX, algunos habían propuesto ya unos «Estados Unidos de Europa» (como propugnó Le Moniteur, un periódico francés de la Segunda República francesa en febrero de 1848). Hubo varias propuestas para crear una federación económica de Europa conforme al modelo cantonal suizo. Los Zollverein —las uniones aduaneras— supusieron otro tema popular en los debates decimonónicos; hubo propuestas para ampliar la unión aduanera alemana, establecida en 1834, de modo que incluyera a los Países Bajos, Bélgica, Dinamarca e incluso los territorios habsburgo, si bien dichas propuestas no llegaron a ninguna parte.

El tema de los acuerdos comerciales despertó una atención renovada después de la Primera Guerra Mundial, cuando la disolución de los imperios y el consiguiente desbaratamiento de las unidades de producción y los usos comerciales apuntaban a la necesidad urgente de unos cárteles y pactos comerciales, así como a la depreciación de las monedas y la bajada de los precios que marcaron los comienzos de la década de 1920 (por otra parte existía un sentimiento bastante evidente de antiamericanismo, de temor a la competencia de Estados Unidos, que habría de continuar favoreciendo y alentando los acuerdos comerciales intraeuropeos hasta la fecha). El más conocido de estos acuerdos resultantes fue el Cártel Internacional del Acero, firmado en septiembre de 1926, que incluía a Alemania, Francia, Bélgica, Luxemburgo y el Sarre (todavía separado de Alemania según los términos del Tratado de Versalles), y al que un año después se unirían Checoslovaquia, Austria y Hungría. Tras la renuncia de los productores alemanes en 1929, sería abandonado dos años más tarde, en el momento álgido de la Depresión.

También se acometieron otros esfuerzos similares para apuntalar la economía europea de entreguerras: el llamado Grupo de Oslo de 19

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