Historias de las dos Españas

Santos Juliá

Fragmento

1

Inventar la tradición para contar la revolución: los escritores públicos descubren la clave
de la historia

  En España hubo un tiempo en que escritores de mérito, clérigos que abrazaban las luces, catedráticos, juristas y abogados que militaban contra el absolutismo pusieron sus conocimientos y sus energías al servicio de una revolución que comenzó en 1808 como levantamiento popular y continuó como guerra contra el invasor, por decirlo con la trilogía canónica del conde de Toreno. Fue, desde luego, una revolución muy especial, porque en realidad los revolucionarios no emplearon la violencia para derribar al poder establecido ni lo tomaron al asalto; más bien, se vieron en la necesidad de llenar un hueco, un vacío de poder. Juan Valera describió el insólito caso afirmando que «el antiguo régimen no existía cuando vino la revolución», brillante paradoja en la que resuena el eco lejano de una aguda observación de Juan Donoso Cortés: la revolución había llegado cuando «la monarquía no era un poder sino un recuerdo»1. Tanto da llegar como venir: la revolución liberal no derrumbó en España al Antiguo Régimen, sino que, cuando llegó, se lo encontró derruido. «Nosotros no estamos en revolución; nos han revuelto», había exclamado en las Cortes Generales, juntas en 1810, un diputado muy opuesto a las reformas entonces emprendidas, según recordaba Alcalá Galiano2. Sorprendente situación que vale desde luego para ese año, cuando las Cortes comenzaron los trabajos destinados a dar a la nación española su primera Constitución, como para 1833, cuando la Reina gobernadora llamó a los liberales para que salvaran el trono de su hija y abrió las puertas a una nueva y más honda revolución; como valdrá también cien años después, cuando el pueblo en la calle se puso a celebrar la caída de la monarquía y el advenimiento por segunda vez de la república. Revoluciones, por tanto, a las que faltaba el primer requisito para serlo: el derrocamiento violento de un trono,

Historias de las dos Españas la conquista del poder, un detalle que quizá explique mejor su destino que dilucidar si lo ocurrido entre 1808 y 1837 fue o no una revolución burguesa, y que ayuda a entender los peculiares relatos que los escritores públicos se sintieron en la necesidad de elaborar para dar cuenta de lo que estaba ocurriendo bajo sus miradas.

Y lo que aquellos escritores veían era que «abandonada a sí misma la nación, ésta fue la que, por un movimiento espontáneo y general, se levantó declarando una guerra a muerte a nuestros invasores», como recordará luego Ramón Santillán. Pero «una guerra nacional no podía empezar sino por movimientos populares»3, por un «alzamiento general, el más rápido, espontáneo y magnánimo de que la historia hace mención», iniciado en Asturias, baluarte en remotos tiempos de la independencia española, que tuvo ahora la gloria de ser, tras el fecundo y horrible martirio en Madrid de los héroes del Dos de Mayo, «la primera provincia que se levantó audaz y denodada contra la dominación extranjera», como describe el acontecimiento Leopoldo Augusto Cueto, que no se aleja nada de lo recordado por Álvaro Flórez Estrada: apenas recibieron las provincias el llamamiento firmado el 2 de mayo por el alcalde de Móstoles: «“La Patria está en peligro; Madrid perece víctima de la perfidia francesa. Españoles, acudid todos a salvarle”, se conmovieron y clamaron venganza», respondiendo así a la «serenidad y el arrojo que ha manifestado en ese día el pueblo de Madrid»4. Y aunque el poder, o los restos que de él quedaban, seguía en manos de los notables de antaño, gentes que sabían leer y escribir, que disfrutaban de rentas o propiedades e incluso de títulos nobiliarios, o que desempeñaban algún oficio de carácter intelectual, en el hueco abierto por la huida de los monarcas no quedó más remedio que buscar la legitimidad del Estado en el levantamiento popular, que, por serlo, se convertía en nacional contra el invasor. Estaban en guerra, pero se trataba de una guerra tan particular como la revolución, puesto que el Ejército había casi desaparecido y quienes llevaban las armas eran, más que un ejército, unas partidas y, así, la guerra, más que una guerra, era una guerrilla, nombre que se dio a las partidas y que era todo lo que aquellos grupos de gente armada podían hacer; no una guerra convencional, en campo abierto, con ejércitos enfrentados, donde con toda seguridad sólo conocerían la derrota, sino una nueva forma de guerra de atrición y desgaste del enemigo, en la que «el pueblo español [sufría] terribles e incomparables trabajos para adquirir su libertad, de que intenta despojarle un tirano», como escribía en 1809 Pedro Alcánta

Inventar la tradición para contar la revolución ra Corrales en su respuesta a lo que Miguel Artola ha llamado «consulta al país»5.

 
Epopeya de un pueblo en lucha por su libertad e independencia

Fue en Cádiz, con la Junta Central resistiendo el cerco napoleónico después de su estancia en Sevilla, donde se fraguó el relato de aquellos acontecimientos. La Junta había lanzado una consulta al país con objeto de preparar el terreno para una llamada a Cortes, finalmente convocadas por la regencia, que ocupó su lugar. Mientras se producía la convocatoria, y con la libertad de imprenta más que recuperada inaugurada, pudo ampliarse sin límites lo que Manuel José Quintana llamaba en 1808 «opinión pública», a la que tenía por «mucho más fuerte que la autoridad malquista y los exércitos armados» y a la que atribuía el surgimiento de las circunstancias extraordinarias en que se veían los españoles: opinión pública que derribó a Godoy, el favorito insolente que por veinte años estuvo insultando a la nación, y que ha producido «los prodigios de valor que con espanto y admiración de Europa acaban de obrar nuestras provincias». Ésa era la opinión que «coronará nuestros esfuerzos por la independencia que íbamos a perder, y consolidará nuestra fortuna con una organización interior que nos ponga a cubierto de los males que hemos sufrido». Y, en efecto, dos años después de estos augurios, «la voz pública» —como la denomina el conde de Toreno—, junto al vivo y común deseo de gozar pronto de la libertad, consiguió superar todos los obstáculos que se opusieron al progreso de las deliberaciones y alumbró una Constitución. Opinión o voz pública, opinión general, como la definía Flórez Estrada, para quien era «la reina del mundo, cuyo único imperio es indestructible», resultado inmediato de la libertad de prensa, formada en una esfera pública que, por mor del levantamiento y de la guerra contra los franceses, con el consiguiente vacío de poder producido por la ominosa abdicación de los dos Borbones, padre e hijo, gozaba de una insólita autonomía6.

Levantamiento popular y guerrilla sostenían, pues, una clase de revolución en la que había estado muy lejos de producirse aquello que Antonio Alcalá Galiano definirá como «mudanza en las formas o en el espíritu de los Estados, llevada a efecto con violencia y resistidas por una parcialidad más o menos numerosa»7. En Cádiz, la úni

Historias de las dos Españas ca violencia era la ejercida por los franceses, que dominaban toda España y tenían cercada la ciudad. La revolución, pues, no tuvo más remedio que definirse en oposición al francés y a todo lo que el francés representaba y, consciente de sus limitaciones y de lo precario de su fuerza, como restauración de los diversos cuerpos de la legislación

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