PRÓLOGO
«Nosotros, la gente de la Edad Media, sabemos todo eso», era lo que un autor del siglo pasado ponía en boca de uno de sus personajes. Esta frase burlesca tenía por objetivo hacer reír a las personas cultas; pero ¿y las demás? Es decir, aquellas para quienes la «Edad Media» es una inmensa planicie de límites indeterminados, por donde la memoria colectiva hace que pululen reyes, monjes, caballeros, mercaderes, entre una catedral y un castillo con torreón, todos inmersos, hombres y mujeres, en una atmósfera de violencia, piedad y fiestas, una atmósfera «oscurantista». Todos aquellos que reconocen el terreno ante nuestros ojos, políticos, periodistas y gente de los medios de comunicación, suelen, en general desde la ignorancia, proferir juicios perentorios y apresurados basándose en esta idea. Dejémosles a ellos, como en el repertorio del Châtelet[*], el uso del término «oscurantista» y hablemos de «medieval» o de la «época medieval», que es lo mismo pero sin connotaciones despreciativas.
Hace varias décadas Lucien Febvre, y tras él Fernand Braudel, aunque con menos agresividad, se burlaban enormemente de quienes pretendían abordar y describir a estos hombres y mujeres, cambiantes y múltiples, a lo largo de un milenio. Reconocían, como ya había establecido de una vez por todas Marc Bloch, que el campo de la historia era la condición humana, el hombre o los hombres en sociedad; pero consideraban que era pura ficción buscar un prototipo inmutable a lo largo de tanto tiempo y que no existía «el hombre medieval». Sin embargo, éste fue el título que Jacques Le Goff dio, hace veinte años, a un ensayo que acometió junto a diez académicos prestigiosos. Pero supo evitar caer en la generalización de un modelo al decidir pasar revista, como si de una galería se tratase, a simples «tipos sociales»: el monje, el guerrero, el habitante de la ciudad, el hombre del campo, el intelectual, el artista, el comerciante, el santo, el marginado… y la mujer y su familia. Estos retratos extraían su arte y color de todo aquello que aportaban lo económico y lo social, las gestas y lo imaginario, los sistemas de representación y el contexto. De ahí se obtenía una tipología medieval encuadrada en marcos específicos, accesibles a estos seres modernos que somos, de elementos que permitirían también comprender un poco problemas que nos acosan en la actualidad.
Ésa no es mi manera de enfocarlo. Además, ¿por qué dar continuidad o incluso retomar este cuadro, ofreciendo otros «tipos de hombres» o aportando matices y novedades? Un trabajo de este tipo, sector por sector, sería interminable, pesado y poco provechoso; además, iría mucho más allá de mi capacidad. En cambio, me llama la atención que, en este trabajo o en otros más modestos, se hace evidente, aunque los investigadores no parezcan sorprenderse con ello, que todos estos hombres, sea cual sea su origen, comían, dormían, caminaban, defecaban, copulaban e, incluso, pensaban de la misma manera que nosotros: nosotros también comemos con los dedos, tapamos nuestro sexo, pero lo usamos de forma idéntica, nos protegemos como podemos de la lluvia, reímos o lanzamos gritos, y esto era así tanto en la época de Carlomagno como en la de san Luis o Napoleón. Por supuesto, sé perfectamente lo que representan los condicionamientos de la vida cotidiana o de una época, el peso del pensamiento o de la moda; pero, cuando lo contemplamos en la vida cotidiana, hoy como ayer, el ser humano no es más que un mamífero bípedo que necesita oxígeno, agua, calcio y proteínas para sobrevivir en la parte emergida de una bola de hierro y níquel, recubierta de agua salada en las tres cuartas partes de su superficie y, en el resto, ocupada por un océano vegetal que pueblan miles de millones de otras especies. No es, en suma, más que un «animal humano». Este animal es lo que me interesa, y Lucien Febvre se equivocaba al creer que diez o doce siglos podían cambiar todo esto.
Puede que el lector, al leer estas palabras, que juzgará provocadoras, sienta cierta irritación; pero ese malestar que experimentará será un ejemplo estupendo de lo que digo. Esta reticencia, en efecto, mostraría que no es capaz de deshacerse de la idea fundamental en la que se apoya su reflexión: el hombre es un ser excepcional, porque es fruto de la voluntad del Espíritu divino o, si se rechaza este postulado cómodo, porque es un animal dotado de cualidades superiores. Sin embargo, no ve que su vida siempre está amenazada por lo líquido, lo vegetal o lo animal que lo asedian, que está en lucha incesante para no perecer y que, quizá, en esa larga, tan larga historia de nuestro planeta, su paso no signifique mucho más que el de los celacantos o los dinosaurios, de hace cientos de millones de años. Seamos, pues, más modestos y dejemos de examinarnos de manera complaciente.
Con este intento de hacer vacilar «certezas» sólo espero conseguir que el posible lector se interrogue sobre las mismas, a riesgo, por supuesto, de volver a asumirlas si demuestran ser mejores. No oculto que este propósito contiene cierta debilidad. La principal es que tengo la obligación de enmarcar el ser, cuyo cuerpo, alma, cerebro y entorno voy a tratar de describir, en un contexto que corresponde al que me proporcionan mis fuentes, al menos aquellas que puedo dominar. No tengo capacidad para pretender describir en esta ocasión al campesino faraónico o al monje tibetano, ni tampoco al cortesano de Versalles o al minero de Germinal. El Medioevo es la única época en la que me siento a gusto; debido a mi profesión, es cierto que he podido tratar sobre la infantería ateniense o los coraceros de Reichshoffen, pero durante muy poco tiempo. Pero la «Edad Media» tiene sus especificidades, como cualquier otra etapa de la aventura humana: no podría ocultarlas y aplacar así la irritación póstuma de Lucien Febvre. Además hay que saber a qué nos referimos con «Edad Media», expresión universitaria que inventó Guizot o incluso Bossuet. ¿Un periodo en el cual la economía y la sociedad presentaban unas características determinadas, el «feudalismo» de Marx? Pero, de verdad, ¿podemos hablar de lo «feudal»? ¿Una época en la que triunfaba un cristianismo militante y general? ¿Pero acaso el «mal de los ardientes»[**] era efecto del Evangelio según san Juan? No hablemos más de ello, pues se trata de una discusión ociosa. Mi documentación y, de hecho, la mayoría de los trabajos de investigación que voy a utilizar, o a los que me encomiendo, se sitúan entre Carlomagno y Francisco I; y además me centro, como todos los demás y con los mismos argumentos cuestionables, en el perio