Detrás del Muro

Kristina Spohr

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

Crisis económica en la Unión Soviética [...]. Guerra en el Golfo [...]. Caos en Yugoslavia [...]. Un golpe estalinista contra el líder soviético Mijaíl Gorbachov [...]. Movilización en todo el bloque oriental [...]. Invasión soviética de los Balcanes [...]. Occidente llama a filas a los reservistas y pone a la defensa civil en alerta máxima [...].

El 24 de febrero de 1989, al amanecer, miles de tanques del Pacto de Varsovia se adentran en Alemania Occidental desde el Báltico y alcanzan la frontera con Checoslovaquia. El ataque principal se produce en la llanura del norte de Alemania, con una ofensiva secundaria hacia Frankfurt. Al principio, las fuerzas armadas occidentales logran mantener bajo control al enemigo pese a la oleada de refugiados. Pero entonces el Kremlin recurre al uso de gas venenoso contra Gran Bretaña y Alemania septentrional. El 5 de marzo, las fuerzas aliadas empiezan a desmoronarse y la OTAN autoriza por primera vez el uso de armas nucleares tácticas. Sin dejarse amedrentar, los soviéticos intensifican sus ataques, así que el 9 de marzo la OTAN inicia una segunda ofensiva nuclear, en esta ocasión masiva, con veinticinco bombas y misiles atómicos, un tercio de los cuales son lanzados desde Alemania Occidental. Los líderes soviéticos les pagan con la misma moneda y una tormenta atómica engulle buena parte de Alemania Occidental y Oriental. La radiación se propaga por toda Polonia, Checoslovaquia y Hungría [...].[1]

 

Por supuesto, eso no es lo que ocurrió en realidad. Es la trama de Wintex, un juego de guerra bianual de la OTAN. En la versión de 1989, Alemania se convertía en el escenario de una «guerra nuclear limitada», lo cual significaba la aniquilación instantánea de cientos de miles de alemanes y la contaminación radiactiva de todo el corazón histórico de Europa, que condenaba a millones más a una muerte lenta y agónica. Y, lo que era peor, acechaba el fantasma de que un conflicto nuclear localizado pudiera desencadenar la Tercera Guerra Mundial.

Incluso antes de que el juego de guerra comenzara, el relato de Wintex 89, campo de batalla Alemania fue filtrado a la prensa y se convirtió en una noticia sensacionalista en los medios de comunicación alemanes y soviéticos. El panorama que esbozaba la simulación era tan espantoso que Waldemar Schreckenberger (el miembro de la Cancillería elegido para ejercer de comandante en jefe, o Bundeskanzler übungshalber, durante el ejercicio militar mientras el verdadero canciller se dedicaba a los asuntos de gobierno cotidianos en Alemania Occidental) se negó a lanzar un segundo ataque para impedir la tragedia humana. A consecuencia de ello, Wintex 89 fue abortado de forma prematura. En el futuro no habría más simulacros Wintex en la OTAN.

A comienzos de 1989, la plana mayor de la defensa europea seguía tomándose en serio la posibilidad de que el prolongado enfrentamiento entre las superpotencias culminara en un holocausto nuclear mundial. Sin embargo, pocos meses después el futuro de Europa parecía radicalmente distinto. La Guerra Fría tocó a su fin de manera rápida e inesperada, pero no de resultas de la gran explosión en cuyos ensayos las dos facciones armadas habían invertido tanto tiempo, dinero e ingenio.

El conflicto bélico entre el Este y el Oeste no llegó a producirse jamás. El desenlace de la Guerra Fría fue en buena medida un proceso pacífico a partir del cual se creó un nuevo orden global por medio de acuerdos internacionales a los que se llegó en medio de un espíritu de cooperación sin precedentes. Los dos principales catalizadores del cambio fueron un nuevo líder ruso con una visión política diferente y las protestas populares en las calles de Europa del Este. El poder de la gente fue explosivo, pero no en un sentido militar; los manifestantes de 1989, que exigían democracia y reformas, desarmaron a gobiernos que parecían inexpugnables y, en una marea humana de viajeros y migrantes, abrieron el antaño impenetrable Telón de Acero. El momento que cristalizó como símbolo del dramatismo de aquellos meses fue la caída del Muro de Berlín la noche del 9 de noviembre.

En 1989 todo parecía hallarse en un estado de transformación permanente. Las corrientes del cambio revolucionario se elevaban desde abajo mientras quienes ostentaban el poder intentaban llevar a cabo reformas políticas desde arriba.[2] La ideología marxista-leninista del comunismo soviético, en su día la arquitectura mental del bloque soviético, perdió credibilidad e influencia a espuertas. En aquel momento, la democracia capitalista liberal parecía la marejada del futuro; mientras el Este se embarcaba en una transformación a imagen y semejanza de Europa occidental, el mundo parecía emprender un camino de convergencia en torno a los valores estadounidenses. Se hablaba del «fin de la historia».[3]

Nada había preparado a los líderes internacionales para un cambio tan rápido y universal. Durante décadas, habían jugado a simuladores de guerra como Wintex 89. Nunca habían formulado un escenario para una salida pacífica de la Guerra Fría. En el peor de los casos, únicamente contaban con una estrategia militar ficticia para sobrevivir al apocalipsis nuclear, y, en el mejor, con tácticas diplomáticas para gestionar una coexistencia intrincada y competitiva entre dos bloques antagónicos. Difícilmente podrían haber estado menos preparados para el desenlace que se produjo entre 1989 y 1991. Este libro analiza por qué un orden mundial duradero y en apariencia estable se vino abajo en 1989 y aborda el proceso mediante el cual se improvisó un nuevo orden a partir de sus ruinas.[4]

A fin de comprender los caminos y decisiones que tomaron, observo de cerca a hombres de Estado cruciales para ver cómo intentaron entender y controlar las nuevas fuerzas existentes en su mundo. Esos hombres (y una mujer) barajaron toda una serie de opciones a menudo contradictorias en un esfuerzo por gestionar los acontecimientos, imponer la estabilidad y evitar la guerra. A falta de hojas de ruta o proyectos comunes para un orden mundial futuro, se decantaron sobre todo por la cautela ante el desafío del cambio radical: utilizar y adaptar principios e instituciones que habían dado buenos resultados en Occidente durante la Guerra Fría. Sin duda aquello era una revolución diplomática, pero ejecutada, quizá paradójicamente, de manera conservadora.

Los líderes involucrados en todo ello eran un grupo reducido e interconectado. El triángulo de mayor relevancia para Europa estaba formado por la Unión Soviética, Estados Unidos y la República Federal de Alemania: en un nivel, los líderes políticos (Mijaíl Gorbachov, George H. W. Bush y Helmut Kohl);[5] en otro, sus ministros de Asuntos Exteriores: Eduard Shevardnadze, James Baker y Hans-Dietrich Genscher.[6] Fue en esos campos de fuerza donde cobró forma la Europa posterior a la Guerra Fría. En los márgenes había dos figuras po

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