El túnel 29

Helena Merriman

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando nos vemos por primera vez, apenas puedo articular palabra. Joachim vive en la octava planta de un edificio sin ascensor y he llegado arriba con el micrófono en mano pero sin aliento.

Joachim se ríe y me invita a entrar. Lo llamé hace una semana (en octubre de 2018) porque tenía previsto viajar a Berlín y quería hacerle unas preguntas sobre algo que hizo sesenta años atrás. La llamada fue breve, su inglés era limitado y mi alemán aún más, pero hubo un detalle que me sorprendió de nuestra conversación. Durante mi carrera como periodista me he acostumbrado a que la mayoría de mis entrevistados generalicen y resuman su experiencia apelando a las emociones. Pero el relato de Joachim era distinto: daba detalles, recordaba olores, sonidos, medidas, colores. Despertó mi curiosidad y le pregunté si podíamos quedar la semana siguiente. Dijo que sí.

Me enseña el piso. Es luminoso y bien ventilado, con plantas por todas partes, y las estanterías llenas de marionetas, estatuillas de buda y gatos de porcelana. Sobre la puerta del cuarto de baño hay una placa blanca esmaltada con un siete. Joachim me cuenta que una noche la arrancó de la pared de un edificio en la otra punta de la ciudad. El edificio en el que sucedió todo esto.

Nos acercamos a los ventanales y admiro la vista panorámica. A nuestros pies, la ciudad se despereza bajo el sol invernal. El piso de Joachim se halla en una zona limítrofe donde los bloques de viviendas y rascacielos del centro de Berlín se tocan con las coníferas del bosque de Grunewald. Pasados unos minutos, Joachim señala el punto en la lejanía donde antaño se alzaba el muro. Vienen a mi cabeza imágenes de esa noche de 1989 en que la gente se encaramó al muro de hormigón y bailó eufórica antes de derribarlo a martillazo limpio. Un episodio que revivimos todos los años terminados en nueve. Sin embargo, yo estoy más interesada en el otro extremo temporal de la historia del Muro de Berlín: 1961. El año en que se construyó.

¿Qué sucede cuando un gobierno levanta una barrera que parte por la mitad una ciudad o un país? No hacía más que pensar en esto durante mi época como periodista en Egipto. Allí la policía construyó un muro de tres metros ante el Ministerio del Interior que los manifestantes terminaron por destruir. También lo tuve muy presente en Jerusalén, donde me pasaba horas haciendo cola en los puestos de control para entrar en Gaza o Cisjordania. Suele decirse que la caída del Muro de Berlín supuso el fin de una época, y en cierto modo fue así, marcó el final de la Guerra Fría, pero pronto empezó una nueva era: la de los muros. Hoy en día los muros están de moda; más de setenta países —un tercio de los que hay en el mundo— cuentan con algún tipo de muralla o barrera. Algunos de estos muros delimitan fronteras, otros separan zonas de un mismo país e incluso de una misma ciudad. Sea cual sea su escala, con sus torres de vigilancia armada, sus franjas de la muerte y sistemas de alarmas, la mayoría se ha inspirado en el muro por antonomasia: el construido en Berlín en el verano de 1961.

Joachim me indica una mesa para sentarnos. Sujeto un micrófono en su forro polar azul marino y le pregunto qué ha comido para desayunar, como suele hacerse en la radio para ajustar los niveles de voz. Explica que ha desayunado un batido de frutas y un huevo revuelto mientras le subo el volumen del micro al máximo. Joachim habla en un tono de voz bajo, con modestia. Ahora que lo tengo tan cerca me fijo en sus orejas pequeñas y delicadas, en esos ojos azules y brillantes que cierra casi por completo al sonreír. Calculo que debe tener unos ochenta años. Pulso la tecla de grabación.

Ese día estuvimos hablando tres horas; al día siguiente, unas cinco horas más. La entrevista se alargó más de una semana: Joachim contestaba a mis preguntas con asombroso detalle. Su mujer nos traía tazas de té; cada vez que las dejaba en la mesa, le tocaba el hombro con afecto. Durante los tres años siguientes me las arreglé para localizar a todas las personas involucradas en esta historia. Las entrevisté y leí sus cartas y diarios. Más tarde encontré miles de informes de la Stasi: una fuente de información pormenorizada que sería el sueño de cualquier periodista. También descubrí una réplica del túnel, con las dimensiones exactas del «Túnel 29», e hice una grabación en su interior; quería saber lo que se sentía al estar bajo tierra excavando en un espacio no más ancho que un ataúd. Me preguntaba por qué alguien había decidido pasar tanto tiempo ahí abajo por voluntad propia.

Esta investigación ha cambiado mi perspectiva sobre muchas cosas: el final de la Segunda Guerra Mundial, el inicio de la Guerra Fría, la construcción del Muro de Berlín, el arranque de los informativos de televisión, y lo que significa convertirse en un espía y traicionar a las personas de tu entorno. El resultado es este libro.

Todos los diálogos que aparecen en estas páginas proceden directamente de las entrevistas y de las actas de reuniones y transcripciones de interrogatorios de la Stasi. También he recurrido a testimonios orales, mapas, memorias, documentos judiciales, informes desclasificados de la CIA y el Departamento de Estado de Estados Unidos, además de consultar artículos de prensa y programas informativos de radio y televisión para asegurarme de que los nombres y fechas eran correctos, así como para ampliar la investigación. Todos los errores que puedan aparecer son míos.

Joachim

Joachim

Lo primero que le desconcierta es el olor: polvo de carbón. Luego lo nota en su cuerpo. Le cae encima de la cabeza, los hombros, le entra en los ojos hasta cegarlo. Pero Joachim no se detiene y continúa abriéndose paso hacia el piso de arriba a hachazo limpio. El techo se estremece, todo se estremece; siente ese ruido ensordecedor en la médula de sus huesos. De pronto, aire fresco. Ha hecho un agujero lo bastante ancho como para trepar por él. Deja a un lado el hacha y empuña la pistola. Si lo encuentran, de esta no sale vivo. Se limpia el polvo de carbón del ojo con el reverso de la manga. Joachim se prepara para irrumpir en la habitación de arriba sin tener idea de lo que hay en ella. Inmóvil, en silencio absoluto, se pregunta, y no por primera vez: ¿cómo hemos podido acabar así?

1. La playa