Revolución

David Van Reybrouck

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

No hay marejada ni cabrillas ni olas espumosas. En las tranquilas aguas del mar de Java, la luna se refleja en miles de fragmentos de luz perlada que se mecen lánguidamente en las aguas nocturnas. Una brisa del noroeste trae algo de frescor, pero, como sucede siempre cuando los vientos monzones cambian de dirección, el calor se mantiene también después de medianoche, incluso en alta mar. Millones de estrellas centellean en el firmamento, la Vía Láctea es un rastro de tiza sobre una vieja pizarra.

A lo lejos, se entreoye una leve vibración que, al principio, apenas resulta audible; sin embargo, el sonido crece, se acerca, se transforma en un claro golpeteo cada vez más fuerte hasta convertirse en un potente y regular traqueteo. Y a la luz de la luna surgen los inconfundibles contornos de un barco de vapor, una majestuosa mole blanca con una proa recta que surca las aguas. Los mástiles, los botalones y las cubiertas delatan que se trata de un paquebote que transporta carga y pasajeros. Una voluta de humo horizontal ondea en la ancha chimenea, como si de un estandarte se tratara. De vez en cuando, el tubo expulsa un vuelo de chispas rojas: señal de que los fogoneros atizan las brasas en la sala de máquinas. No obstante, las chispas no tardan en extinguirse al entrar en contacto con el aire exterior y el paquebote sigue deslizándose por el agua azul grisácea de la noche.

El barco escora ligeramente hacia estribor, no mucho, solo porque va muy cargado. Sin embargo, poco a poco, el grado de inclinación aumenta y el buque se va escorando cada vez más. En las cubiertas inferiores, los pasajeros miran alarmados a su alrededor. Se oye el sonido de una sirena. Seis toques breves y uno largo: la señal de alarma. Y otra vez, y otra. A partir de ese momento, todo sucede con suma rapidez. En la cubierta aparecen algunos pasajeros del salón; no todos llevan puesto un chaleco salvavidas, intentan congregarse, aunque no es fácil hacerlo en una cubierta que se ha convertido en una rampa. Los fogoneros y los paleros trepan hacia arriba por las empinadas escaleras de mano, pero ¿qué es arriba? Las personas que han conseguido salir se aferran a tubos, cables, cadenas y cabos. Cuando se ven obligadas a soltarlos, resbalan por la cubierta hasta golpearse contra la borda y acaban en el mar. Se oyen gritos, chillidos, crujidos y chapoteos.

Unos minutos más tarde, el barco vuelca y la chimenea choca contra las olas emitiendo un rugido. Se ahoga, escupe agua, vuelve a tomar aliento y acaba asfixiándose entre estertores y atrapada en un remolino de vapor, hollín, carbón y sal. La gran hélice de bronce que sobresale del mar se detiene sin pena ni gloria, mientras que la majestuosa bandera, que ondeaba con orgullo en la popa, flota ahora en el oscuro oleaje.

El buque otrora tan soberbio reposa volcado en las aguas entre los náufragos. Debido a que la dinamo se encuentra a babor, en el costado que ahora está arriba, la iluminación eléctrica de la cubierta permanece encendida en muchos lugares hasta que el barco acaba por fin sumergiéndose hasta el lecho marino. Bombillas resplandecientes en un buque que se hunde. Cubiertas iluminadas, racimos mojados, el crepitar de cortocircuitos. Y después: solo burbujas de aire.

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CAPÍTULO 1

«¿ACASO NO ES VERDAD?»

Por qué Indonesia escribió la historia del mundo

 

 

 

 

En toda mi vida no había oído una explosión como aquella. Me encontraba trabajando en mi habitación de hotel en la jalan (calle) Wahid Hasyim. Sonó como si hubiera caído un enorme trueno cerca, pese a que el cielo matutino estaba tan azul como en los días anteriores. ¿Habría estallado un camión? ¿Un depósito de gas? Desde mi ventana no podía percibir el humo por ningún lado, pero el modesto hotelito solo tenía vistas a un rincón de la ciudad. Con sus diez millones de habitantes, Yakarta es una extensa megalópolis de casi setecientos kilómetros cuadrados que, con las ciudades satélite que la rodean, cobija nada menos que a treinta millones de personas. Cinco minutos más tarde me llamó Jeanne, presa de un pánico impropio de ella. La había conocido medio año antes durante un curso de idiomas en Yogyakarta. Aquella joven francesa, que trabajaba como periodista independiente, era una de las viajeras más serenas que había visto nunca. Había elegido Yakarta como destino y precisamente en aquel momento se dirigía hacia mi hotel. Ese día, como ya habíamos hecho antes, teníamos previsto ir a visitar algunas residencias de ancianos en barrios apartados en busca de testigos oculares, y ella volvería a ejercer de intérprete. Sin embargo, en aquel momento lloraba. «¡Ha habido un atentado! ¡He tenido que correr para esquivar las balas y ahora estoy escondida en el centro comercial que hay al lado de tu hotel!».

Salí a la calle. Vi a cientos y cientos de personas en un lugar donde normalmente se apiñan los coches y donde las bocinas suenan sin cesar. Cientos de brazos sostenían en alto los móviles para filmar la escena. Cuatrocientos metros más allá, en el cruce de mi calle con la jalan Thamrin, el gran eje viario del centro de Yakarta, había un cadáver. Un hombre que acababa de morir yacía de espaldas. Sus pies apuntaban hacia arriba de una forma extraña. Los agentes de policía y los militares apartaban a la muchedumbre. La situación todavía no estaba controlada. Advertí que Jeanne se acercaba por la acera izquierda. Observamos la escena, incrédulos, nos abrazamos y después regresamos a toda prisa a mi habitación de hotel. Aquel día no íbamos a poder hablar de los años treinta y cuarenta.

Los atentados del 14 de enero de 2016 eran los primeros que se producían en Yakarta desde hacía siete años. Los miembros de una organización musulmana extremista se habían dirigido en motocicleta a un puesto de policía y habían abierto fuego. Cerca del Burger King y de una cafetería Starbucks había explotado una bomba —esa era la detonación que yo había oído—, después dos de los terroristas activaron sus bombas suicidas en un aparcamiento; las imágenes todavía pueden verse en internet. A pesar de que cerca de allí había embajadas, hoteles de lujo y unas importantes oficinas de las Naciones Unidas, ninguno de esos emplazamientos resultó ser un objetivo directo

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