Las maravillas del mundo antiguo

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

cap-2

Las siete maravillas

Son las obras más extraordinarias e impresionantes del mundo antiguo, el orgullo de todas las grandes civilizaciones: jardines colgantes sobre el paisaje de Babilonia, construidos por un gran monarca para la esposa que sentía nostalgia de las frondosas montañas del Elam; una pirámide de granito, resplandeciente como un diamante bajo el sol de Egipto, tumba hiperbólica para un solo hombre; una estatua de bronce de treinta y dos metros de altura, el desafío de un discípulo a su inalcanzable maestro; un dios con carne de marfil y ropajes de oro sentado en su trono en el interior de un templo, tan grande que si se hubiera puesto de pie habría atravesado el techo; una torre luminosa en el centro de una isla que, durante la noche, proyectaba un haz de luz a cuarenta kilómetros mar adentro para señalar un puerto seguro a los navegantes desorientados; y otra tumba, un espectacular sepulcro con columnata perteneciente a un pequeño soberano presuntuoso, el templo más grande jamás construido, erigido para la madre de todas las madres.

De todas estas maravillas solo queda en pie la más antigua y sólida, dañada únicamente por el afán destructor de los hombres: la gran pirámide de Guiza.

Estas obras nacieron del convencimiento de que por primera vez existía un mundo ideal que nunca más volvería a repetirse. Todas ellas, un verdadero reto a lo imposible, abarcan un espacio de tiempo de más de veinticinco siglos. Solo ha sobrevivido una, la gran pirámide de Guiza, y el hecho de que todavía perdura indica que únicamente un dios, o un hombre considerado como tal, tuvo la autoridad y el poder de congregar a todo un pueblo para que trabajase durante décadas en su construcción.

No tiene adornos, columnatas, frisos ni entablamento. Gracias a su geometría pura lleva cuarenta y cinco siglos en pie. El resto de las obras se destruyeron en distintas épocas y por causas diversas. Cinco de ellas eran edificios; dos, estatuas monumentales de dimensiones excepcionales, descritas por las fuentes antiguas con palabras de asombro y admiración.

Muchas de esas audaces construcciones tan solo se proyectaron y nunca llegaron a realizarse. Se cuenta que un arquitecto llamado Dinócrates se presentó medio desnudo, cubierto únicamente por una piel de león y asiendo una clava, como si fuera Hércules, ante Alejandro Magno, quien había expresado su deseo de levantar la primera ciudad que llevaría su nombre en el extremo occidental del delta del Nilo, para proponerle un proyecto descomunal, una obra que debía extasiar a quienes la contemplaran. Se trataba de esculpir en la ladera del monte Athos la imagen de Alejandro sentado en su trono haciendo una libación. En una mano sostendría una copa enorme alimentada por las aguas de un río y en la otra, la ciudad entera.

Es lógico preguntarse cómo habría podido funcionar en la práctica semejante asentamiento, cómo habrían podido sus habitantes entrar y salir de la ciudad, aprovisionarse de alimentos, dedicarse al comercio. Pero quizá Dinócrates ya tenía planeada una solución al respecto: puede que la cascada accionara una rueda de paletas que mediante poleas y otras ruedas accionara a su vez un sistema de montacargas. Nunca lo sabremos. Sin embargo, en aquel tiempo todo parecía posible.

Alejandro descartó la idea porque le pareció extravagante; extendió su clámide macedonia sobre el suelo, cerca de la orilla del Mediterráneo, y le dijo a Dinócrates: «Constrúyeme una ciudad de esta guisa, rodeando el golfo». Este esquema con forma de capa se convirtió en la metrópolis más grande del Mediterráneo durante cuatro siglos. Se levantó un dique de más de un kilómetro de largo que unía la isla de Faro, donde debía despuntar una torre de señalización de ciento veinte metros de altura cuya luz iba a ser visible desde cuarenta kilómetros a la redonda, con tierra firme: una de las siete maravillas del mundo.

En el promontorio de enfrente, en la península de Lochias, el palacio real albergaría a su vez la biblioteca más grande del mundo. Un poco más lejos, bajo un gran túmulo de tierra, se construiría la cámara sepulcral de Alejandro, con un sarcófago de oro macizo.

Dinócrates había concebido esas ideas extraordinarias, esas obras titánicas, porque vivía en Egipto y las desmesuradas construcciones que había visto en el valle del Nilo habían incendiado su fantasía de griego. Puede que hubiera visto los colosos de Abu Simbel o el Ramsés del Ramesseo, que debían de haberlo asombrado aún más que las pirámides: seres gigantescos de sonrisa inmortal e inmutable cuyas dimensiones tenían como finalidad convencer al pueblo de que estaba gobernado por los dioses. Quizá el mismo Alejandro, de baja estatura, se inspiró en esta ideología del colosalismo cuando, al desplazar su campamento en las lejanas tierras de la India, dejaba tras de sí armaduras, espadas y lanzas de enormes dimensiones con el objetivo de hacer creer a los adversarios que se enfrentaban a un ejército de guerreros descomunales e invencibles.

Si bien rechazó la propuesta de Dinócrates, Alejandro tuvo que darse cuenta de que aquel hombre era un visionario, de que el coloso que sostenía una ciudad en su mano derecha y el nacimiento de un río en la izquierda era una imagen extraordinaria y asombrosa, y que por ese motivo merecía en cualquier caso ser el constructor de Alejandría.

Se atribuye a Filón de Bizancio, un científico que vivió entre los siglos I a. C. y I d. C., la lista más conocida, una especie de vulgata, de las siete maravillas del mundo antiguo, pero, a juzgar por una serie de elementos estilísticos y filológicos del texto, parece que ese tratado fue escrito en el siglo V d. C.

¿Es posible precisar con exactitud la fecha de redacción de la lista clásica de las siete maravillas? Quizá el único modo sea identificar el intervalo en que las siete coexistieron. La conclusión es que ese período va del 300 al 227 a. C. aproximadamente, año en que un terremoto derrumbó el coloso de Rodas sesenta y seis años después de que Cares de Lindos lo erigiese. Dice la leyenda que cuando el gran arquitecto y escultor se dio cuenta de que había cometido un error irremediable que tarde o temprano provocaría su destrucción se suicidó, incapaz de soportar el dolor. En realidad, las ruinas del coloso siguieron existiendo ocho siglos más y continuaron atrayendo a miles de visitantes procedentes de todo el Mediterráneo y suscitando su asombro.

Pero ¿por qué las maravillas eran siete? ¿No habrían podido ser cinco, diez o doce?

Está claro que sí, y que se trata de una lista arbitraria. En el período helenístico y también durante la decadencia del Imperio romano, estaban en auge obras literarias que describían grandes monumentos, como también grandes prodigios y fenómenos inexplicables. Estos eventos extraordinarios entretenían y distraían a la gente de sus preocupaciones cotidianas, de la conciencia de haber perdido, con el declive de la polis, las libertades políticas y la posibilidad de decidir acerca del futuro y del propio destino.

Esa lista era el recuento de lo más fabuloso y digno de admiración que las civilizaciones antiguas habían dejado en herencia. Se trataba de valores y estéticas incomparables entre sí, completamente diferentes y dispares, que compartían la mención en una lista afortunada, obra de un desconocido, que aún hoy nos emociona.

A menudo se han hecho conjeturas acerca de cuál podr

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