Mujeres en púrpura. Soberanas del medievo bizantino

Judith Herrin

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

A finales del siglo VIII, en el año 787 de nuestra era, se convocó a los representantes de todo el mundo cristiano a la ciudad amurallada de Nicea, ahora llamada Iznik, situada al noroeste de Turquía. El objetivo era poner fin a la iconoclastia, la destrucción de los iconos, devolviendo las imágenes sagradas a su legítimo lugar de veneración en la iglesia. A este VII Concilio Ecuménico acudieron 365 obispos, incluidos dos legados papales y representantes de los otros grandes patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, y 132 monjes. Tras siete sesiones, todos los participantes fueron transportados 80 kilómetros por tierra y cruzaron el Bósforo hasta llegar a Constantinopla, para que los emperadores bizantinos pudieran ser testigos de la triunfante conclusión del concilio. La asamblea se congregó en el palacio llamado Magnaura el 14 de noviembre de 787. Según las actas del concilio,

el patriarca cogió la Definición de la Fe y, junto al concilio entero, pidió a los emperadores que la sellaran con sus sagradas firmas. Tomándola, la emperatriz, verdaderamente resplandeciente y muy devota, la firmó y se la entregó a su hijo y emperador conjunto para que también la firmara.

La emperatriz era Irene, que había gobernado en nombre de su hijo durante siete años, mientras él era menor de edad.

Y al unísono todos los obispos aclamaron a los emperadores de este modo: «Muchos años para los emperadores Constantino e Irene, su madre; muchos años para los emperadores ortodoxos, muchos años para los emperadores victoriosos, muchos años para los emperadores que han logrado la paz. ¡Que el recuerdo del nuevo Constantino y la nueva Helena sea eterno! ¡Oh, Señor, protege al imperio! ¡Otórgales una vida pacífica! ¡Preserva su gobierno! ¡Oh, Dios celestial, guarda [a los que gobiernan] en la tierra!». Luego los emperadores ordenaron que los textos de los Padres que se habían leído y firmado en la cuarta sesión de Nicea se leyeran en voz alta [...] Así concluyó su labor el concilio.

Estas aclamaciones comparan a la emperatriz viuda y a su hijo de dieciséis años con Constantino I, el primer emperador romano que abrazó el cristianismo, y su madre Helena, que descubrió la Veracruz (el madero en el que fue crucificado Jesús) a comienzos del siglo IV. El nuevo Constantino y la nueva Helena del siglo VIII se consideran santos de la Iglesia ortodoxa, cuya festividad se conmemora anualmente el 18 de agosto. Del mismo modo que Constantino I había presidido el I Concilio Ecuménico en 325, también celebrado en Nicea, Irene se ocupó de esta sesión final para destacar su papel dirigente en la restauración de los iconos. No obstante, ella era mujer. Casada con el emperador, había adoptado el papel de gobernante masculino durante la minoría de edad de su hijo y más adelante afirmaría su control único sobre el imperio una vez que éste alcanzó la mayoría de edad y trató de gobernar por su cuenta.

Pasados veintiocho años, el esfuerzo de Irene por restaurar el culto a los iconos iba a fracasar. Pero su nieta Eufrosine desempeñaría un papel clave cuando su hijastro Teófilo tuvo que casarse con aproximadamente dieciséis años. Representó el papel maternal de ayudarle a elegir novia. De las siete candidatas posibles, Teófilo seleccionó a Teodora, y «a la vista del senado, le entregó un anillo de oro para marcar el compromiso imperial. Inmediatamente después, las damas de honor de la emperatriz Eufrosine [...] la acogieron y la atendieron con decencia, decoro y el respeto debido. Pasados veintidós días, la mencionada Teodora fue coronada junto con el emperador Teófilo [...] en la muy santa y venerable iglesia de San Esteban, el protomártir de Dafne».

Veinte años después, Teófilo murió en 842 a los veintinueve años, dejando a Teodora con su hijo de dos años. Ésta decidió proteger su derecho al trono de su padre. Cuando la criticó un asceta, Simeón, que había sido perseguido por Teófilo, dijo: «Puesto que has llegado a esta conclusión, aléjate de mí. Por cuanto he recibido y aprendido de mi cónyuge y esposo, gobernaré con mano firme, ya lo verás». Antes de un año había restaurado la veneración de los iconos. Teodora es celebrada como santa por este acto, que sigue conmemorándose como el Triunfo de la Ortodoxia. De este modo, la nuera de la nieta de Irene repitió el proceso de colocar las imágenes religiosas de Bizancio en una posición dominante. También mantuvo el poder imperial durante los doce años siguientes, hasta que su hijo Miguel llegó a la mayoría de edad y comenzó a gobernar en su propio nombre.

Estas tres viudas ejercieron el poder imperial y cambiaron el curso de la historia del imperio de forma intencional, deliberada y relacionada. Irene, Eufrosine y Teodora disfrutaron de autoridad e influencia en Bizancio en el último cuarto del siglo VIII y la primera parte del IX como esposas de emperadores: León IV (775-780), Miguel II (820-829) y Teófilo (829-842), respectivamente. No se trata sólo de que apoyaran personalmente el culto a los iconos. Primero Irene y luego, definitivamente, Teodora restauraron la veneración de los iconos tras dos periodos de destrucción oficial. Eufrosine también desempeñó un papel crucial como vínculo de las otras dos mujeres. Su contribución es particularmente significativa en la transmisión de la percepción de los deberes que supone el cargo imperial y en el mantenimiento de las responsabilidades dinásticas en condiciones adversas. Como nieta de una emperatriz de grandes logros y suegra efectiva de otra, Eufrosine conectó una repetición sin precedentes de prominencia femenina. Su papel en medio de las dos famosas gobernantes iconódulas resulta mucho más significativo por estar casi oculto para nosotros. Las fuentes contemporáneas no reconocieron su importancia y rara vez ha recibido atención en el análisis histórico.

Al contraer matrimonio dentro de la dinastía gobernante, estas mujeres establecieron una relación especial con la autoridad absoluta del monarca bizantino, primero por mediación de sus esposos y después por la de sus hijos. Como viudas, continuaron vistiendo la púrpura imperial y hallaron modos adicionales de influir en el curso de los acontecimientos. No estuvieron solas en sus esfuerzos y recibieron ayuda masculina. En realidad, restauraron un orden profundamente patriarcal y demostraron ser sus defensoras ciertas. Sin embargo, entre sus méritos se contemplan el uso sagaz de los recursos imperiales, habilidad política y un compromiso firme con la conservación del papel de los iconos cristianos. No parece que exista un ejemplo equivalente de tres generaciones de mujeres colocadas al frente del que se convirtió en un movimiento claramente identificado que superó todos los contratiempos.

Bizancio es famoso por sus emperatrices. El mundo clásico reveló pocas que las igualaran, aparte de Cleopatra y Agripina; el mundo islámico, ninguna. Bajo Camila y Boudicca, los volscos y los antiguos britanos triunfaron sobre las fuerzas romanas, produciendo una impresión colorista que no dejó resultados tangibles. Más adelante, las p

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