La familia Wittgenstein

Alexander Waugh

Fragmento

El debut vienés

Viena suele describirse —de forma exagerada— como una ciudad de paradojas, pero quienes no lo saben o nunca han estado en ella podrían imaginarla como un capricho extraído de los insulsos eslóganes de la Oficina de Turismo Austríaca, un lugar caracterizado por sus deliciosos pasteles de crema, las jarras y las camisetas con la imagen de Mozart, los valses de Año Nuevo, los monumentales edificios adornados de estatuas, las anchas avenidas, las ancianas con abrigo de pieles, los tranvías eléctricos y los caballos lipizanos. La Viena de principios del siglo XX no se publicitaba así. En aquella época no se publicitaba de ningún modo. La otrora indispensable guía de Maria Hornor Lansdale, de 1902, ofrece un retrato de la capital de los Habsburgo que es, al mismo tiempo, más mugriento y dinámico de lo que puedan hacer pensar nuestras actuales guías turísticas. Su libro describe algunas zonas de la Innere Stadt, o centro de la ciudad, como «oscuras, sucias y lúgubres», y la autora escribió lo siguiente del barrio judío: «El interior de las casas es de una sordidez incalificable. Cuando se asciende por la escalera, la desvencijada barandilla se pega a los dedos y las paredes de ambos lados rezuman humedad. Al entrar en una pequeña habitación oscura, el techo se ve cubierto de hollín y los muebles abarrotan la sala».[1]

Un alemán que subiera a un tranvía vienés podría descubrir que era incapaz de intercambiar una sola palabra con los demás pasajeros, pues en aquella época la ciudad albergaba a una población cada vez mayor de magiares, rumanos, italianos, polacos, serbios, checos, eslovenos, eslovacos, croatas, rutenos, dálmatas, istrios y bosnios, todos los cuales convivían en apariencia felizmente. En 1898 un diplomático estadounidense que describió la ciudad anotó lo siguiente:

Es posible que alguien que lleve poco tiempo en Viena sea un alemán de pura cepa, pero su esposa será de Galitzia o polaca; su cocinero, bohemio; la niñera, dálmata; su ayudante, serbio; su cochero, eslavo; su barbero, magiar y el tutor de su hijo, francés. La mayoría de los empleados de la administración son checos, y los húngaros tienen mucha influencia en los asuntos de gobierno. No, ¡Viena no es una ciudad alemana![2]

En el extranjero se consideraba a los vieneses gentes bondadosas, cordiales y muy cultas. Durante el día la clase media se reunía en los cafés, donde pasaban horas conversando con una única taza de café y un vaso de agua, y donde podían leer periódicos y revistas en todos los idiomas. Por las noches se vestían para ir a bailes, a la ópera, al teatro o a las salas de conciertos. Eran entusiastas de estos espectáculos y no perdonaban que un mal actor se olvidara de su parlamento o un cantante cantara en un tono demasiado alto, al tiempo que idolatraban o endiosaban a sus artistas predilectos. El escritor vienés Stefan Zweig recordaba aquella pasión al evocar su juventud: «Mientras en política, en la administración y en la moral todo iba como una seda y la gente se mostraba indiferente y bonachona ante un “desliz” e indulgente ante una falta, no había perdón para las cosas del arte; estaba en juego el honor de la ciudad».[3]

El 1 de diciembre de 1913 el sol no calentaba mucho en la mayor parte de Austria. Al atardecer se cernió una niebla desde las laderas septentrionales de los Cárpatos hasta las ondulantes colinas y las verdes tierras bajas de la región subalpina. En Viena no corría una gota de aire, las calles y las aceras estaban tranquilas y la temperatura era desacostumbradamente fría. Para el joven Paul Wittgenstein, de veintiséis años, era un día de gran nerviosismo y de una tensión espantosa.

Tener los dedos sudados y las manos frías constituye la peor pesadilla de cualquier pianista; el más leve brillo provocado por las glándulas sudoríparas en la yema de los dedos puede hacer que estos resbalen y golpeen al mismo tiempo dos teclas contiguas. El pianista que suele tener los dedos sudorosos es un esclavo de la prudencia. Si tiene las manos demasiado frías, los músculos de los dedos se agarrotarán. El frío en los huesos no impide la transpiración de la piel y, en los peores casos, los dedos pueden quedar paralizados por el frío aun estando resbaladizos por el sudor. Antes de ofrecer un recital en invierno, muchos concertistas pasan un par de horas nerviosos con las manos sumergidas en agua caliente.

El debut en concierto de Paul debía comenzar a las siete y media de la tarde en el Grosser Musikvereinsaal, un lugar reverenciado, de una acústica casi perfecta, donde Brahms, Bruckner y Mahler vieron interpretar muchas de sus obras por primera vez. Desde allí, en concreto desde la Sala de Oro, se retransmite anualmente para todo el mundo la orgía de valses y polcas de Año Nuevo. Paul no esperaba que en su debut se agotaran las entradas. El auditorio tenía un aforo de 1.654 localidades de asiento más otras trescientas de pie. Era lunes, Paul era un desconocido y el programa que había decidido interpretar era un tanto novedoso para el público vienés. Sin embargo, estaba familiarizado con la técnica de llenar un local regalando entradas. Cuando era niño, su madre le había enviado a comprar doscientas entradas para un concierto en el que un amigo de la familia iba a tocar el violín. El responsable de la taquilla creyó que era un revendedor y le gritó a la cara: «¡Si lo que quieres son entradas para la reventa, vete a otra parte!». Paul regresó con su madre y le suplicó que encargara a otro la tarea. Por primera vez en su vida se sintió avergonzado de ser rico.

Si la sala iba a estar medio vacía, al menos en las butacas ocupadas debía haber el mayor número posible de aliados. Quería crear una atmósfera que diera la impresión de que contaba con el sólido apoyo del público. La familia Wittgenstein era numerosa y estaba bien relacionada. Se esperaba que asistieran todos los hermanos, primos y tíos, y que aplaudieran ruidosamente al final de cada pieza, con independencia de lo que les pareciera la interpretación. Repartieron entradas entre los inquilinos de sus casas, los criados y los parientes lejanos de los criados, muchos de los cuales jamás habían asistido a un concierto de música seria, y se les emplazó a acudir. Paul podía haber alquilado una sala más modesta, pero le advirtieron de que en ese caso tal vez no acudieran los críticos. Necesitaba que estuvieran presentes Max Kalbeck, del Neues Wiener Tagblatt, y Julius Korngold, del Neue Freie Presse. Eran los dos críticos musicales más influyentes de Viena.

Se sopesaron con sumo cuidado todos los detalles. Un concierto con la Orquesta Filarmónica de Viena le habría costado casi el doble que con la no tan prestigiosa Orquesta Tonkünstler, pero el dinero no era impedimento. «Al margen del precio —escribió años después—, no quería contratar a la Filarmónica de Viena. Seguramente no iban a tocar como yo quería que lo hicieran y parecía un caballo imposible de montar; además, si el concierto era un éxito, la gente podría decir que era mérito de la orquesta.»[4] Optó por la Tonkünstler.

El director, Oskar Nedbal, era doce años mayor que Paul

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