La plata, la espada y la piedra

Marie Arana

Fragmento

1. Buscando aún El Dorado

1

Buscando aún El Dorado

El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro.[1]

Viejo dicho peruano

En el frío penetrante que justo precede al amanecer, Leonor Gonzáles deja su choza de piedra situada en la cima de una montaña glacial en los Andes peruanos para recorrer penosamente un camino y restregar y lavar astillas de roca en busca de partículas de oro.[2] Como generaciones antes que ella, se ha tambaleado al llevar los pesados sacos de piedras, que ha golpeado con un martillo rudimentario y reducido a gravilla con los pies, machacándolas hasta convertirlas en arena fina. En los raros días en que hay suerte, separa motas infinitesimalmente pequeñas al hacer girar la arenilla en una solución de mercurio. Solo tiene cuarenta y siete años, pero no tiene dientes. Su rostro está quemado por el sol implacable, reseco por los vientos helados. Sus manos tienen el color de la carne curada; sus dedos son nudosos y están deformados. Está algo ciega. Pero cada día, cuando el sol se asoma por el helado promontorio del monte Ananea, se une a las mujeres de La Rinconada, el asentamiento humano situado a mayor altitud del mundo, para escalar el escarpado camino que lleva a las minas, rebuscando cualquier cosa que brille, metiendo piedras en la pesada mochila que cargará montaña abajo al anochecer.

Podría ser una escena de tiempos bíblicos, pero no lo es. Leonor Gonzáles subió ayer esa cumbre durante el pallaqueo, la búsqueda de oro que sus antepasados han llevado a cabo desde tiempos inmemoriales, y la subirá de nuevo mañana, haciendo lo que ha hecho desde que acompañó por primera vez a su madre a trabajar cuando tenía cuatro años. No importa que una compañía minera canadiense situada a menos de cincuenta kilómetros esté realizando la misma tarea de manera más eficiente, con enorme maquinaria propia del siglo XXI, o que poco más allá del lago Titicaca —la cuna de la civilización inca— gigantescas corporaciones australianas, chinas y estadounidenses estén invirtiendo millones en equipamiento de última generación para sumarse a la bonanza minera de América Latina. En este continente, el negocio de excavar las entrañas de la tierra para extraer tesoros relucientes tiene unas raíces antiguas y profundas, y, en muchos sentidos, define en qué nos hemos convertido los latinoamericanos.

Leonor Gonzáles es la encarnación de «la plata, la espada y la piedra», la tríada del título de este libro; tres obsesiones a las que los latinoamericanos han estado expuestos durante el último milenio. La «plata» es la codicia de metales preciosos, un capricho que rige la vida de Leonor como ha regido la de las generaciones que la precedieron; la búsqueda frenética de una recompensa que no puede disfrutar, una sustancia deseada en ciudades que ella nunca verá. La pasión por el oro y la plata es una obsesión que ya ardía intensamente antes de la época de Colón, consumió a España en su incansable conquista de América, condujo a un sistema cruel de esclavitud y explotación colonial, desató una revolución sangrienta, desestabilizó la región durante siglos y se transformó en la mejor esperanza de América Latina para el futuro. Así como los gobernantes incas y aztecas hicieron de la plata y el oro los símbolos de su gloria, así como la España del siglo XVI se hizo rica y poderosa como la principal proveedora de metales preciosos, hoy en día la minería sigue siendo esencial para las esperanzas de América Latina. Esa obsesión pervive —los brillantes tesoros que son extraídos y enviados en grandes cantidades fuera del continente— aunque las minas son finitas. Pero el frenesí debe parar.

Leonor no es menos producto de la «plata» que de la «espada», la cultura imperecedera del hombre fuerte que en América Latina acompaña al metal; la proclividad de la región, como han señalado, entre otros, Gabriel García Márquez, José Martí y Mario Vargas Llosa, a resolver los problemas mediante demostraciones de poder inquietantes y unilaterales. Mediante la brutalidad. Mediante la confianza en la autoridad, la coerción y el amor exagerado por los tiranos y el ejército; la mano dura. Sin duda, la violencia fue un recurso habitual en la época de los belicosos moches, en el 800 d. C., pero aumentó durante los imperios azteca e inca, España la perfeccionó e institucionalizó bajo el cruel tutelaje de Cortés y Pizarro, y acabó arraigando en el siglo XIX, durante las infernales guerras de la independencia latinoamericana. Terrorismo de Estado, dictaduras, revoluciones interminables, la «guerra sucia» en Argentina, Sendero Luminoso en Perú, las FARC en Colombia, los cárteles del crimen organizado en México y las guerras de la droga del siglo XXI son su legado. En América Latina, la espada sigue siendo un instrumento de autoridad y poder como lo era hace quinientos años, cuando el fraile dominico Bartolomé de las Casas se lamentó de que las colonias españolas estuvieran «atascadas con sangre y vísceras indias».[3]

No, Leonor Gonzáles no es ajena a la opresión y la violencia. Los incas conquistaron y obligaron a trabajar a sus antepasados, la gente del altiplano, y luego los conquistadores españoles los reconquistaron y esclavizaron. Durante siglos, su gente fue reasentada a la fuerza según el capricho del mitmaq, el sistema de trabajo obligatorio que el Imperio inca, y luego España, impusieron a los vencidos. O fue llevada a las reducciones de la Iglesia, reasentamientos masivos de poblaciones indígenas cuya misión era salvar sus almas. En el siglo XIX, el pueblo de Leonor fue conducido a punta de espada a luchar y ser sacrificado en bandos opuestos de la revolución. En el siglo XX, se vio empujado a altitudes cada vez mayores de los nevados Andes para escapar de las masacres despiadadas de Sendero Luminoso. Pero incluso en ese lugar recóndito y sin oxígeno, a casi cinco mil quinientos metros sobre el nivel del mar, la espada ha continuado dominando. Hoy en día, en la ciudad minera de La Rinconada, salvaje y sin ley, donde el asesinato y la violación son habituales —donde se ofrecen sacrificios humanos a los demonios de la montaña y ningún jefe de la policía gubernamental se atreve a ir—, Leonor es tan vulnerable a la fuerza bruta como lo fueron sus antepasados hace quinientos años.

Cada día, cuando se levanta, Leonor toca una pequeña piedra gris que atesora en una repisa al lado de su catre, cerca de una fotografía descolorida de su difunto marido, Juan Sixto Ochochoque. Todas las noches, antes de meterse bajo una manta con sus hijos y nietos, la toca de nuevo. «Su alma está ahí en el rumi», me dijo cuando la visité en su helada choza de una habitación, de no más de diez metros cuadrados, donde vive, al borde de un glaciar de montaña, con dos hijos, dos hijas y dos nietos.[4] Ella y Juan, el minero de cara rubicunda de la foto, nunca estuvieron realmente casados; ninguno de los conocidos de Leonor ha prometido los votos de la Iglesia. Para ella, Juan es su esposo y el padre de sus hijos, y, desde el día en que la galería de la mina se desplomó y los pulmones se le llenaron de los gases letales que lo mataron, esa piedra gris, redond

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos