El arte de resistir

Andrea Marcolongo

Fragmento

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LA LECCIÓN DE ENEAS

 

 

 

 

Disce, puer, virtutem ex me verumque laborem, fortunam ex aliis.

 

Aprende, hijo, de mí el valor y el esfuerzo verdadero, de los otros la fortuna.

 

Aen. XII, 435-436

 

 

Si se pudiera resumir la historia de la literatura en una competición entre policías y ladrones, todos, por lo que parece y hasta ayer mismo, nos hemos puesto del lado de los ladrones. A la pregunta: «¿Cuál es tu héroe favorito?», no he oído nunca a nadie responder: «Eneas». Y eso que, durante algún tiempo, he vivido en Roma.

Si alguien tiene una impresión de Eneas, aunque sea lejana —cosa que no debemos descartar, porque lo más frecuente es que no tengamos nada que decir de él; la indiferencia es total—, esta es la del disoluto. La del empleado del Hado un poquito blando. La de quien, casi por casualidad, después de ser lanzado de aquí para allá por los dioses, de pronto se ve a sí mismo fundando un imperio sin saberlo. Y que, cuando le ocurre algo verdaderamente épico, como ser seducido por una irresistible reina de Cartago, dispuesta a entregarle sus dominios, escapa atemorizado. Por lo demás, ¿qué héroe se va a dar una vuelta por el Mediterráneo con las manos unidas en oración, sin contar con más fuerza que su pietas?

Durante mucho tiempo me he preguntado por las razones de los severos prejuicios que pesan sobre el personaje de Eneas y que harían de la Eneida un relato para los débiles de espíritu. Solo recientemente he comprendido que esa incomodidad mezclada con fastidio que se experimenta al leer el poema de Virgilio —o incluso solo cuando se oye hablar de él— no va unida tanto a la figura poco majestuosa de Eneas como al momento en el que se lee la Eneida. Y a ese «recientemente» mencionado poco antes me veo obligada a añadir: por desgracia.

La Eneida no es un poema para tiempos de paz. Sus versos no son propios de un momento en el que las cosas transcurren sin tropiezo. Cuando todo marcha bien, la Eneida no puede ser más que un aburrimiento mortal (y menuda suerte la de los que, a lo largo de los siglos, han gozado del lujo de bostezar con sus hexámetros). Por desgracia, el canto de Eneas está destinado al momento en el que experimentamos la urgencia de tener que orientarnos en un después que nos aturde porque es distinto del antes en el que siempre hemos vivido. Por decirlo con el lenguaje de los partes meteorológicos: la Eneida es la lectura calurosamente recomendada cuando uno está en medio de una tormenta y, además, sin paraguas; en los días de sol sirve para muy poco o para nada.

 

 

Por lo demás, fue así desde el principio. Mejor dicho, era así incluso antes de empezar. Virgilio escribía sobre los trabajos de Eneas y, mientras tanto, intentaba mantenerse firme como mejor pudiera en aquel clima histórico en el que el Imperio romano levantaba con prepotencia la cabeza entre las ruinas de la república.

Sucedió en la Edad Media, cuando no se sabía adónde ir ni a quién pertenecía uno ni qué lengua hablar después del hundimiento del Imperio romano de Occidente: Rómulo Augústulo depuesto por Odoacro con un pellizquito en la mejilla. Así fue también en la Florencia de Dante, dividida, al igual que se separan las células, entre güelfos y gibelinos, entre blancos y negros, a la espera de la llegada, un siglo más tarde, de un Lorenzo el Magnífico. Y también se volvió a pedir cuentas a Virgilio entre los siglos XIX y XX, en un mundo suspendido entre la euforia dictada por la modernidad recién anunciada y el terror de descubrir muy pronto sus efectos colaterales: lo «nuevo» tiene siempre que aguantar un peso incalculable.

Por no hablar del más grande antes y después que divide la historia humana en dos partes no comunicadas, a saber, el nacimiento de Cristo. Durante mucho tiempo se ha intentado encontrar el anuncio de la nueva era cristiana en los versos de Virgilio, superponiéndolos con el fin de dar unos cimientos concretos a lo que, por su propia naturaleza divina, no puede tenerlos, y que, por inaudito, aterra.

En el fondo, resulta natural. En tiempos de paz y de prosperidad, pedimos a Homero que nos enseñe lo que es la vida: justamente reclamamos algo más que una monótona serenidad en la que ir viviendo. Nuestro thymós, θυμός, por decirlo con los filósofos griegos, o sea, nuestro «impulso vital», nuestra hambre de vivir, galopa a velocidad de vértigo; y, si de verdad nos guía por dentro el auriga que Platón teorizaba en Fedro, es desde luego el caballo negro de la pasión el que ahora arrastra nuestro carro, y la racionalidad del caballo blanco puede quedarse muy bien esperando.

Sin embargo, con cada revuelta de la Historia el lector se apresura a dejar encima de la mesilla la Ilíada y la Odisea, y corre a buscar en la estantería la Eneida. Nuestro único impulso es el miedo y la necesidad desesperada de sobrevivir: nuestro auriga invisible ya no se plantea el problema de hacia dónde conducir el carro, sino el de cómo volver a ponerlo en pie después de haber volcado violentamente dejando cojos a los dos caballos.

¿Por qué no se nos ha dicho nunca esto acerca de la Eneida? En tiempos de guerra, no se elaboran, desde luego, exquisitas ediciones críticas. Y, en tiempos de paz, lo único que se quiere es seguir adelante, olvidar.

 

* * *

 

Sentados en la orilla, esperando a que pase el cadáver de otro, es más que legítimo que nos concedamos el lujo de escoger de qué lado ponernos, entre Héctor y Aquiles, u hojear el menú de las aventuras de Ulises, junto con sus mujeres. En cambio, si hay que luchar para que el cadáver que pasa junto al río no sea el nuestro, ahí es cuando necesitamos a Eneas. Y, sin embargo, ¿cómo, aun reconociendo que es muy necesario, no podemos dejar de detestarlo, un poco al menos? Pues porque el héroe de Virgilio no hace nada por consolarnos. Mejor dicho, se atreve incluso a provocarnos.

La Eneida empieza sobre unas ruinas, las de Troya, y no hace más que desmantelar lo que creemos desear y sentir mientras estamos sentados sobre las nuestras. El miedo, sobre todo. Eneas sufre, sufre en cada uno de sus actos y, sin embargo, parece inmune al chantaje de la angustia. Justo donde nosotros nos quedamos consternados —y con toda la razón—, él sigue adelante y no deja de avanzar.

Llora muchísimo, como veremos. Pero al miedo responde siempre con la audacia. No se sustrae al deber de mirar de frente determinadas realidades espeluznantes. No duda en dar nombre a lo que hasta poco antes era desconocido para todos. En enfrentarse a fenómenos que nadie había vivido.

Eneas p

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