Las tres Españas del 36

Paul Preston

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Este libro es un intento de ofrecer una perspectiva diferente a la complejidad de la guerra civil española a través del estudio de las vidas de nueve de sus protagonistas más importantes. En mayor o menor medida todos fueron responsables de la gestación del enfrentamiento. Todos tuvieron un papel importante en el conflicto. Por su parte, la guerra supuso un impacto dramático en la vida de todos. Dos de ellos, Julián Besteiro y José Antonio Primo de Rivera, morirían como resultado directo de la contienda. Cuatro –Manuel Azaña, Indalecio Prieto, Salvador de Madariaga y Dolores Ibárruri– se verían obligados a un duro exilio. Solamente la Pasionaria volvería a España, y eso después de treinta y ocho años de echar de menos a su patria. Tres serían los beneficiarios de la victoria. De ellos, dos, Francisco Franco con José Millán Astray como uno de sus fieles seguidores, serían triunfalistas y vengativos, disfrutando los frutos de la victoria y dedicando la mayor parte del resto de su vida a mantener vivo el espíritu de la guerra civil española.

La tercera, Pilar Primo de Rivera, representa un caso diferente. Su existencia se vio perjudicada por la muerte de dos de sus hermanos, Fernando y José Antonio. Aunque no hay duda de que el proyecto de su vida, la Sección Femenina, benefició al régimen, estuvo marcado por el dolor de la pérdida de sus hermanos.

En cada una de las nueve vidas que se retratan aquí, el esfuerzo de relacionar la vida personal del individuo con su papel político ha dado más énfasis a la tristeza, el dolor y la tragedia de la guerra civil. Con la excepción de Franco y Millán Astray, quienes usaron la violencia y el terror como instrumentos de su propia ambición, el papel político de cada uno de los personajes estudiados recoge una catástrofe personal. En realidad, la vida de los nueve personajes que aparecen en este libro mueve a reflexión sobre la profundidad de la tragedia sufrida por los españoles. La disposición de aquellos dos para sacrificar la vida de sus compatriotas y la agonía mental y las dudas sufridas por los otros siete les convierten a todos en personajes representativos de aquella tragedia.

Es una conclusión comúnmente aceptada que la guerra civil española fue una lucha entre extremos llevada a cabo por fanáticos apasionados de la derecha y de la izquierda, por fascistas contra comunistas, por católicos militantes contra ateos convencidos, por separatistas contra centralistas, por campesinos hambrientos contra terratenientes. No es difícil encontrar los conflictos amargos que parecían hacer la guerra inevitable en los años anteriores a 1936. Sin duda, la guerra civil no era una sola guerra sino muchas, que coexistieron y se solapaban de tal manera que acentuaron el odio. Extremismos que ya existían y hostilidades latentes se vieron estimulados por muchos aspectos de la confrontación. En cualquier guerra se suele dar rienda suelta a los odios reprimidos. Esto se acentuó con el colapso de la legalidad republicana en toda España, al ser sustituida en la zona nacional por militares, curas y falangistas y en la zona republicana por milicias sindicalistas y comités políticos. Fue una oportunidad para vengarse de los resentimientos acumulados. Hubo muchas atrocidades y, junto con las muertes en batalla, provocó el deseo de venganza entre familias y compañeros de las víctimas.

Entre los de izquierda y los de derecha había muchos que consideraban la guerra civil como la oportunidad de resolver conflictos que se habían intensificado durante los últimos cinco años. Una minoría importante fue responsable de los brotes de odio ciego y matanzas irresponsables en toda España. Por ambos lados hubo sacas. Odios religiosos y de clase provocaron atrocidades tremendas en ambas zonas. A menudo fueron llevadas a cabo por grupos incontrolados que preferían matar civiles en la retaguardia a enfrentarse a la dureza del frente. En una anécdota que me contó el político catalán Miquel Roca i Junyent se ejemplariza el aspecto inconsciente de tales extremismos. Su abuelo materno era un carlista catalán importante, Miquel Junyent i Rovira. El 22 de julio de 1936, un grupo de milicianos de la Federación Anarquista Ibérica se presentó en casa de los Junyent y exigió que les acompañara. Como era un político importante de derechas, no había duda de sus intenciones hostiles. Sin embargo, había muerto de un ataque al corazón el día anterior. Cuando la viuda les informó, sospecharon que se trataba de un engaño e insistieron en ver el cadáver. Cuando les llevó hasta el ataúd abierto, enfrentados a la prueba evidente de su fallecimiento, uno de ellos se dirigió a los otros y les dijo: «¡Cojones! Ya os decía que teníamos que haber venido ayer.»1

El sectarismo descontrolado y frívolo que existía detrás de un millar de incidentes parecidos fue algo que las autoridades republicanas en Cataluña y en el resto de España se esforzaron en eliminar, no siempre con éxito. En la zona nacional fue más bien un instrumento político que aprovecharon. En ciudades como Salamanca y Valladolid, las matanzas se convirtieron en un espectáculo público al que asistían personas educadas de la clase media.2 Mientras tanto, la guerra de extremismos no implicaba a todos los que participaban en ella. Había muchos, probablemente la mayoría de la población, incluso de la clase política, para quienes la guerra era algo terrible. Entre los que no aprobaban el hecho de que los intereses partidistas se solucionasen con sangre, había unos cuantos que tenían los medios financieros o capacidades profesionales para poder vivir en el extranjero, y se exiliaron inmediatamente. El resto se vio sumido en la guerra con una sensación de terror. Se vieron involucrados de mil maneras, o como víctimas pasivas de ataques aéreos o en las acciones vengativas de las tropas vencedoras, o más activamente como soldados, porque creían sencillamente que tenían que cumplir con su deber o tenían que hacerlo para sobrevivir. Su implicación involuntaria en la guerra hace difícil asociar a esta gente con las categorías normales de extremismo de la guerra civil española.

Durante los últimos años se ha reconocido que en realidad existían tres Españas más que dos bandos antagónicos. Los casos clásicos han sido personas como Salvador de Madariaga y José Ortega y Gasset, que se negaron a tomar parte en la guerra. Madariaga fue objeto de muchas críticas porque pasó gran parte de la contienda intentando negociar un tratado de paz –probablemente un esfuerzo mal dirigido que sin embargo significó un valor y un sacrificio considerables–. Aunque se consideró que había abandonado la causa republicana, fue criticado duramente dentro de la zona nacional. Otros que no participaban en la guerra eran centristas como el ex presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora y el líder del Partido Radical, Alejandro Lerroux. No fueron aceptados en ninguna zona. Sin embargo la actitud de Madariaga y Ortega y algunos otros de «abstenerse de la guerra», para usar la frase de Madariaga, fue un lujo permitido sólo a una pequeña minor

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