La crisis del antifascismo

Ferran Gallego

Fragmento

1

A la sombra de una jornada en flor

Not the intense moment
Isolated, with no before and after,
But a lifetime burning in every moment. And not the lifetime of a man only
But of old stones that cannot be deciphered.

T. S. Eliot, «East Coker», en The Four Quartets

Las manos sobre la ciudad. El pueblo republicano y la conquista de las calles

El 14 de abril de 1931 contuvo la ambigüedad que impregna las transiciones políticas, con su mezcla de rencor y de entusiasmo pisando la dudosa luz del día. Son jornadas en las que el tiempo pierde su sentido convencional a través de su aire de redención, como lo estableció Walter Benjamin al reflexionar acerca del perpetuo presente del judaísmo, de la negativa a adivinar el futuro y a pensar en las condiciones habituales del progreso, viendo en una constante actualidad una suspensión de la cronología, porque se está en una eternidad caracterizada por el hecho de que, en cualquier momento, puede irrumpir el Mesías.1 La analogía, con su mezcla de paciente espera y jubilosa sorpresa, permitió que el tiempo cobrara forma, que fuera visible en una multitud de creyentes, deambulando por las ciudades conquistadas siendo miembros de tradiciones políticas cuyas fronteras se desvanecían, como los nombres de las tribus del pueblo elegido perdían consistencia en el cauce del pueblo elegido tomando posesión de la tierra en el final del Éxodo. La imagen sagrada nos proporciona la metáfora oportuna para esa fe laica que se desbordó tras las elecciones municipales, y que precisaba de la constatación de un protagonista bendecido por el sustitutivo ilustrado de la Providencia, que es la voluntad general, el progreso, la razón histórica. Las calles cobradas, las placas que las nombraban sustituidas, el lugar personificado por la colectividad en marcha, sobre un espacio recién nombrado. El hecho se vivió como acontecimiento, el día se experimentó como Historia. En las principales capitales se esparció la transversalidad de un entusiasmo dando nuevo aliento a un viejo sujeto político: el pueblo. La palabra mítica ensanchaba su sonoridad y daba cuenta de su significado al incorporarse en las muchedumbres sostenidas de pronto en una interrupción de la existencia, concentradas en un instante eterno, un día cuya densidad permite que los hechos floten sobre sus horas, que los manifestantes queden inmunes a su duración convencional.

No ocurre sólo en nuestro particular 14 de abril. El pueblo no dejará de estar presente en todas las invocaciones de legitimidad del periodo de entreguerras, desde el fascismo hasta el comunismo, pasando por el republicanismo democrático o las nuevas formas de catolicismo social. Se hallará como fórmula teórica, como referencia discursiva, pero también en una mecánica de visibilidad, de manifestación, de presencia física que permite indicar la existencia tangible de la voluntad general. No sólo hay que hablar en nombre del pueblo si se quiere ser escuchado; también se establecen los engranajes de una dinámica de la sociedad de masas que exige mucho más que la referencia verbal, para necesitar otro tipo de «contrato social», menos teórico que realizado por su experimentación constante. La ontología se convierte en estética, porque el ser del pueblo necesita su representación y la armonía de sus elementos didesencantaba el futuro, al cual sucumben los que buscan información en los adivinos. Pero no por eso se convertía el futuro para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Ya que cada segundo era en él una pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías», W. Benjamin, «Tesis de Filosofía de la Historia», en Discursos interrumpidos I, Madrid, 1982, p. 191.

a la sombra de una jornada en flor versos, que constituyen un afán de totalidad unitaria, de voluntad homogénea. La referencia al pueblo fundamenta los discursos, pero incluso el Manifiesto de quienes llegaran a convertirse en ministros señala la importancia de que ese pueblo esté en la calle como justificación de su conducta. La abstracción retórica pasa a concretarse en las multitudes que toman conciencia de su propio existir social, al contemplar el espectáculo de su propio deambular, su manifestación. Adquieren identidad desterrando de su territorio a un régimen que ha dejado de tener esa base social indispensable. Tiene que ser una expresión simbólica, porque no se trata de que todo el pueblo se encuentre allí. Hablamos más bien de que la parte del pueblo que ha salido a ocupar la calle se considere un resumen del conjunto de la comunidad, una nación republicana que se convierte en la totalidad de los ciudadanos, un país que se manifiesta en aquella parte del mismo que pasea por las ciudades, que participa en los gestos como la abolición de los viejos nombres que designaban una avenida, la deposición de una estatua, la entonación de cánticos como La Marsellesa o el Himno de Riego y el sentimiento de calidez que proporciona una aglomeración en la que todos parecen pensar lo mismo, construyendo una voluntad de ser que se presenta como voluntad de poder. Mediante tales acciones, quieren describir una totalidad comunitaria que supera esferas más reducidas, determinadas por la clase, la opción política que se reconoce como parcial, la confesión religiosa que acepta la pluralidad de creencias. Desde el inicio mismo de la política moderna, el pueblo señala el origen legítimo del poder y adquiere una connotación positiva a la que se le atribuyen moralidad, sentido común, honestidad y una vida labrada con esfuerzo. Todas esas características de exaltación del pueblo —un término cuya consagración se expresa en la necesidad de recurrir a otros cuando se desvía en sus acciones del camino de la virtud, convirtiéndose en «populacho» o «turba»— hacen de la palabra un imán de elementos afectivos, de vinculaciones con la ciudadanía auténtica frente a quienes no forman parte de ella. Va mucho más allá de las identidades de clase o de partido, aun cuando pueda incluirlas, hasta el punto de legitimarlas porque se constituyen en el seno de esa entidad mayor. Formar parte del pueblo concede a las clases una existencia más integradora, de la misma manera que una tendencia política sólo puede aceptarse en la medida en que se considere un «momento» del pueblo, un sector que desea crecer en su seno reconociéndole su calidad suprema. Organizaciones que se saben representativas de un fragmento social se denominan opciones populares barcelona, mayo de 1937

y se dirigen al conjunto del pueblo en su discurso, conscientes de que ese llamamiento concede un campo gravitatorio en el que deben girar todas las opciones. Tratándose de un fenómeno con el que habremos de encontrarnos a lo largo de este ensayo, pronunciándose como referencia explícita de su legitimidad —el Frente Popular, las clases populares, el pueblo católico, el pueblo carlista—, habrá ocasión de señalar cómo van dibujándose en la peripecia republicana, hasta llegar a manifestar buena parte de sus contradicciones en la crisis de mayo de 1937.

Lo que importa es la forma en la que el pueblo se exhibe,2 su visualización movilizada, la necesidad de constituir una apariencia que manifieste las características diferenciales del proyecto, su superioridad democrática frente a los demás: la participación de las masas unánimes, que reducen al adversario a un fragmento insignificante de la sociedad que no es el pueblo. La movilización es un recurso y un símbolo, como lo es el sentimiento de pertenencia en diversas condiciones a una sola voluntad de base.3 Un factor que supera en mucho el acuerdo frío y distant

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