Congo

David Van Reybrouck

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

Sigue siendo el océano, por supuesto, aunque hay algo diferente, su color ha cambiado. Las olas anchas y bajas continúan meciéndose con suavidad, lo único que se ve es el mar y, sin embargo, el azul se tiñe gradualmente de amarillo. Y, en contra de lo que creía recordar de la teoría de los colores, el resultado de esta mezcla no es un océano verde, sino uno turbio. Ya no queda nada del esplendoroso azul celeste, ni de las ondas turquesa bajo el sol de la tarde. No queda nada del insondable cobalto del que emergía el sol, del azul ultramarino del crepúsculo, del gris de la noche.

A partir de aquí solo se ve agua sucia.

Un caldo amarillento, ocre oxidado. A pesar de estar aún a cientos de millas de la costa, uno ya lo sabe: aquí empieza la tierra. Es tal la fuerza con la que el río Congo desemboca en el océano Atlántico que tiñe el agua del mar a lo largo de cientos de kilómetros.

En otras épocas, ese cambio de color engañaba al viajero que realizaba por primera vez la travesía en paquebote hacia el Congo haciéndole creer que casi había llegado. Sin embargo, la tripulación y los veteranos de la colonia desengañaban pronto al novato indicándole que, a partir de allí, aún faltaban dos días de navegación, dos días en los que podría ver cómo el agua se volvía cada vez más marrón, cada vez más sucia. De pie, apoyado en la borda de popa, el viajero distinguiría el creciente contraste con el agua azul del océano que la hélice hacía emerger de las profundidades. Después de un tiempo, vería pasar flotando gruesas matas de hierba, cepellones, islotes escupidos por el río que se mecen a merced de las olas en el océano. A través del ojo de buey de su camarote vislumbraría lóbregas formas en el agua, «trozos de madera y árboles arrancados de cuajo, arrebatados mucho antes a la sombría selva, pues los troncos negros ya no tenían hojas y los tocones de ramas gruesas salían a veces a flote girando sobre sí mismos antes de volver a sumergirse».[1]

En las imágenes de satélite se aprecia con claridad: una mancha marrón que, en plena temporada del monzón, se extiende hasta ochocientos kilómetros hacia el oeste. Como si el continente tuviera un escape. Los oceanógrafos lo llaman el «abanico del Congo» o el «penacho del Congo». La primera vez que vi fotos aéreas de la zona me vino de inmediato a la mente la imagen de alguien que se ha cortado las venas y mantiene las muñecas bajo el agua, para toda la eternidad. El agua del Congo, el segundo río más largo de África, se precipita literalmente en el océano. El fondo rocoso hace que su desembocadura sea algo angosta.[2] A diferencia del Nilo, el Congo no confluye en el océano formando un apacible delta, sino que la enorme masa de agua es expulsada al exterior a través del ojo de una cerradura.

El mar debe su color ocre al lodo que el río Congo acumula a lo largo de su viaje de cuatro mil setecientos kilómetros: desde su nacimiento en lo alto en el extremo meridional del país, pasando por la árida sabana, los ensortijados pantanos de Katanga y la inmensa selva ecuatorial que cubre casi la mitad septentrional del país, hasta los paisajes caprichosos del Bajo Congo y los espectrales manglares de la desembocadura. El color le viene también de los cientos de ríos y afluentes que conforman la cuenca del Congo, una zona de unos 3,7 millones de kilómetros cuadrados, más de una décima parte de la superficie de África, que coincide en gran medida con el territorio de la república homónima.

Y todas esas partículas de tierra, todos esos fragmentos erosionados de barro, arcilla y arena se dejan llevar, río abajo, hacia el ancho mar. A veces flotan y se deslizan de forma imperceptible, para volcarse después en una frenética furia que mezcla la luz del día con la oscuridad y la espuma. Otras veces tropiezan. Con una roca. Con una orilla. Con los restos oxidados de un buque que aúlla en silencio a las nubes y alrededor del cual se ha formado un banco de arena. En ocasiones no encuentran nada, nada en absoluto, salvo agua, un agua cambiante que empieza siendo dulce, después salobre y por último salada.

Así empieza un país: mucho antes de alcanzar la costa, diluido en una gran cantidad de agua del océano.

Pero ¿dónde empieza la historia? Tal como sucede con el propio país, también su historia comienza mucho antes de lo que cabría esperar. Hace seis años, cuando con ocasión del quincuagésimo aniversario de su independencia consideré la posibilidad de escribir un libro sobre la turbulenta historia del Congo —no solo del periodo poscolonial, sino también de la época colonial y de una parte de los tiempos precoloniales—, decidí que eso solo tendría sentido si podía dar la palabra al mayor número posible de voces congoleñas. En un intento por reprimir en la medida de lo posible el eurocentrismo que, sin duda, me jugaría malas pasadas, me pareció necesario buscar de forma sistemática la perspectiva local o, mejor dicho, la diversidad de perspectivas locales, puesto que, por supuesto, no existe una única interpretación congoleña de la historia, como tampoco hay una única versión belga, europea o simplemente «blanca». Así pues, había que escuchar voces congoleñas, tantas como fuera posible.

Sin embargo, ¿cómo ponerse manos a la obra en un país donde la esperanza de vida media durante la última década era inferior a los cuarenta y cinco años? El país estaba a punto de cumplir los cincuenta, pero sus habitantes no alcanzaban esa edad. Por supuesto, tenía a mi disposición las voces procedentes de fuentes coloniales, en ocasiones ya olvidadas. Contaba con las magníficas historias y canciones recopiladas por misioneros y etnógrafos; con los innumerables textos escritos por los propios congoleños: para mi sorpresa incluso daría con un documento autobiográfico de finales del siglo XIX. No obstante, yo buscaba también testigos vivos, personas que quisieran compartir conmigo la historia de su vida, incluidas las banalidades. Deseaba aquello que pocas veces se encuentra en los textos, porque la historia es mucho más que lo que acaba consignado por escrito. Eso es algo válido siempre y en todas partes, sobre todo en zonas donde una élite es la única que tiene acceso a la palabra escrita. Como arqueólogo concedo mucho valor a la información no textual, puesto que a menudo ofrece una imagen más completa y más palpable de la realidad. Quería entrevistar a la gente, no necesariamente a personajes influyentes, sino a personas ordinarias, gente común cuya vida está marcada por la Historia con mayúscula. Quería preguntarles qué comían en ese o en aquel periodo. Sentía curiosidad por saber qué ropa vestían, si iban a la iglesia, cómo eran las casas que habitaron durante su infancia.

Claro está que resulta arriesgado extrapolar al pasado basándose en lo que la gente cuenta hoy: no hay nada que se actualice tanto como el recuerdo. Si bien es cierto que las opiniones son particularmente maleables —me encontré con informantes que hablaban maravillas de la colonización: ¿por qué lo hacían? ¿porque las cosas iban tan bien en aquella época o porque v

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