Informe sobre Cataluña

José Enrique Ruiz-Domènec

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

Donald J. Trump tomó posesión del cargo de presidente de Estados Unidos el 20 de enero de 2017 y arrojó una granada contra el orden económico mundial, los acuerdos que rigen la circulación de bienes, servicios y capitales a través de las fronteras y que tratan de garantizar la estabilidad. Estados Unidos desempeñó un papel crucial en la creación de este sistema tras la Segunda Guerra Mundial. En parte gracias a ello, la segunda mitad del siglo XX fue muy diferente de la primera, que había estado marcada por dos guerras mundiales y la Gran Depresión. Todavía no se ha disipado el humo, pero es bastante evidente que el mundo después de Trump va a diferir del que había antes. Mientras que, durante tres cuartos de siglo, se hicieron todos los esfuerzos posibles para crear un mundo más integrado y globalizado, con cadenas de suministro mundiales que habían rebajado enormemente los costes de los productos, Trump le ha recordado a todo el mundo que las fronteras cuentan.

A comienzos de este siglo escribí El malestar en la globalización (que de ahora en adelante llamaré El malestar para abreviar) con el fin de explicar el descontento que la globalización estaba produciendo en muchos países del mundo en desarrollo y que había podido observar desde mi puesto como economista jefe del Banco Mundial. Hablo de la parte del mundo que contiene el 85 por ciento de la población mundial, pero solo el 39 por ciento de sus rentas.[1] La zona en la que había más insatisfacción era el África subsahariana, denominada a menudo, y con razón, una región olvidada, con una población creciente que se prevé que llegue a dos mil cien millones de personas de aquí a 2050, es decir, casi siete veces la población actual de Estados Unidos. Al mismo tiempo, es una zona a la que han robado sus ricos recursos humanos y naturales durante siglos, hasta dejarla hoy con una renta per cápita que representa el 2,5 por ciento de la de Estados Unidos.[2]

Ahora a los opositores de la globalización en los mercados emergentes y los países en desarrollo se han unido miembros de las clases medias y bajas de los países industriales avanzados. Trump aprovechó ese malestar, lo cristalizó y lo amplificó. Aseguró sin ambages que la culpa de los problemas de los trabajadores del cinturón industrial de Estados Unidos era de la globalización, de la firma de los «peores acuerdos comerciales de la historia».

A primera vista, la afirmación resulta muy llamativa. Estados Unidos y otros países avanzados son los que establecieron las normas de la globalización y los que dirigen las organizaciones internacionales que la regulan. La queja de los países en desarrollo consistía en que su forma de escribir las normas y dirigir las organizaciones les perjudicaba. Sin embargo, el presidente Trump afirmó —con enorme apoyo de los votantes estadounidenses— que los acuerdos comerciales y las instituciones inspiradas por Estados Unidos producían resultados injustos para el país.

Hoy los populistas, tanto de los países emergentes como de los avanzados, están dando voz al malestar de sus ciudadanos con la globalización, pero, hace unos años, los políticos de los grandes partidos prometían que la globalización redundaría en beneficio de todos. También la conclusión de dos siglos y medio de investigaciones económicas —empezando por Adam Smith, a finales del siglo XVIII, y David Ricardo, a principios del XIX— era que la globalización parecía beneficiosa para todos los países.[3] Si lo que decían era verdad, ¿cómo explicamos que tanta gente, tanto en los países desarrollados como en los países en desarrollo, la vea con tanta hostilidad? ¿Es posible que no solo los políticos, sino también los economistas, se hubieran equivocado?

Una respuesta que dan en ocasiones los economistas neoliberales —los que piensan que cuanto más libres sean los mercados mejor y que, por tanto, defienden una mayor «liberalización» del comercio— es que la gente sí está mejor, pero no es consciente de ello. Su malestar sería un asunto del que deben ocuparse los psiquiatras, no los economistas.[4]

 

 

LAS COSAS NO VAN TAN BIEN EN LOS PAÍSES AVANZADOS

 

Pero la realidad es que, en los países avanzados, existen grandes segmentos de la población a los que no les van bien las cosas. Los nuevos descontentos han tomado el poder en Estados Unidos, con la presidencia de Trump, en parte porque Estados Unidos hace todo más a lo grande que otros, incluido el hecho de tener más desigualdades que ningún país avanzado. Sin embargo, muchas de las afirmaciones que hago sobre Estados Unidos sirven, tal vez a menor escala, para el resto del mundo avanzado, salvo para algunos países, en particular los escandinavos. Tanto en este caso como cuando me refiero a los nuevos descontentos en la primera parte, utilizo a Estados Unidos para respaldar lo que sostengo.

 

 

Unas estadísticas que dan que pensar

 

Los datos que describen lo que ha ocurrido en Estados Unidos dan que pensar: las rentas de la mayoría de los estadounidenses llevan casi un tercio de siglo estancadas. La vida burguesa —un trabajo decente con un salario decente y cierta seguridad, la capacidad de poseer una vivienda y enviar a los hijos a la universidad y la esperanza de una jubilación razonablemente cómoda— parece algo que está cada vez más fuera del alcance de gran parte del país. Las cifras de pobreza no dejan de crecer y la clase media está siendo aniquilada. El único grupo al que le ha ido bien es el situado en la parte más alta, en particular, ese 1 por ciento, y sobre todo a ese 0,1 por ciento, los centenares de miles de estadounidenses más ricos.

Y así como ascender en la escala social resulta cada vez más difícil, todo el mundo sabe de alguien que ha caído, por lo que tratar de evitarlo ha supuesto una presión añadida para las personas, sin olvidar, como es natural, sus consecuencias para la salud. Ese estrés, unido al incremento de las desigualdades y a la falta de una «red» sanitaria apropiada, ha tenido efectos dramáticos: en 2015, el índice de mortalidad (la probabilidad de morir) de los varones blancos estadounidenses de mediana edad estaba aumentando, mientras que, en el resto del mundo, disminuía[5] (por no hablar, por ejemplo, de la esperanza de vida de los estadounidenses negros, que sigue muy por detrás de la de los blancos). La causa no fue una epidemia de sida, de ébola, ni de ningún otro virus, sino problemas de origen social: el alcoholismo, la drogadicción y el suicidio. En 2016, la esperanza de vida del país en general había disminuido.[6] Una reducción así es poco frecuente: se produce en circunstancias excepcionales, como durante la epidemia de sida en el África subsahariana y en Estados Unidos o la caída de la Unión Sov

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