Montaillou

Emmanuel Le Roy Ladurie

Fragmento

libro-3

PRÓLOGO

Javier Moscoso

No han sido pocas las veces que a lo largo de mi vida he escuchado de este o de aquel político que tenía «España en la cabeza». Una expresión que parecía laudatoria pero que en el fondo venía a reconocer una circunstancia quizá no tan positiva como podría pensarse. Después de todo, bien pudiera ser que la cabeza fuera mucha, pero también que la idea de España fuera poca. Más preocupante todavía: quizá la cabeza del interesado fuera no tanto pequeña como medieval. Después de todo, solo únicamente una cabeza premoderna podría contener en su interior una comunidad política extensa, no solo por lo limitado del mundo, sino por la ausencia de las herramientas intelectuales que las ciencias sociales y las humanidades nos han ido proporcionando a lo largo de los últimos siglos.

Una de esas cabezas fue la de Jacques Fournier, futuro Papa de Aviñón, quien a comienzos del siglo XIV se enfrentó a la responsabilidad de dirigir el tribunal inquisitorial encargado de perseguir la herejía cátara en lo más remoto de los Pirineos. De los 98 expedientes que han llegado hasta nosotros, 25 corresponden a habitantes de Montaillou, una pequeña aldea francesa que en el año 2016 contaba con tan solo 17 habitantes y en la que a comienzos del siglo XIV vivían unas 250 almas. Durante treinta años, de 1294 a 1324, a Jacques Fournier no le cupo ninguna otra cosa en la cabeza. Por sus manos pasaron los testimonios de hombres y mujeres de toda condición, testigos directos y privilegiados de un mundo que, cosas del destino, si no hubiera sido por él, hubiéramos perdido para siempre. Dispuesto a «hacer saltas a las corderas», como decían las víctimas de sus interrogatorios, este «maníaco del detalle», como lo llama Le Roy Ladurie, depositó en el Registro de la Inquisición de Pamiers las palabras literales de sus interrogados. Gracias a su obsesión por el relato exhaustivo, nos ha sido permitido contemplar no solo las ideas religiosas de los investigados, sino sus condiciones de vida, sus gestos, sus trabajos, sus amistades, sus ritos o sus amores. El mundo podía caber en una gota de agua, en una comunidad minúscula, no porque el mundo fuera pequeño, sino porque la cabeza del inquisidor era medieval.

Desde su aparición en 1975, Montaillou abrió el camino a una interpretación de la historia que dependía de la relación mutua entre los unos y los otros, y donde el testimonio, inicialmente proporcionado para una cosa, pasó a utilizarse para otra. Sirviéndose de las herramientas de la antropología y de la etnografía, Le Roy Ladurie se propuso dos cosas en este libro. En primer lugar, reconstruir la vida cotidiana de una aldea remota a través de los comentarios que sus habitantes habían dejado en el registro inquisitorial. En segundo lugar, quiso también servirse de esa reconstrucción para discutir las tendencias historiográficas del momento: no solo el materialismo histórico, tan de moda entonces, sino otras muchas conclusiones provenientes de la historia de las mentalidades. En el primer caso, se requería imaginación y capacidad para poner carne en los huesos del registro, de modo que la vida cotidiana de Montaillou pudiera seguirse y contarse como una novela. En cuanto al segundo caso, la imaginación debía ir acompañada de valentía, pues no se trataba tan solo de transformar el testimonio en relato, sino el relato en evidencia. La gota de agua debía servir para explicar o para cuestionar el mar de los historiadores, para responder preguntas que, hoy en día, siguen teniendo vigencia y que, incluso hoy más que antes, vuelven a preocuparnos.

Mientras que en la primera parte, «Ecología», el libro profundiza en lo que podríamos considerar las formas materiales sobre las que se levanta la geografía de los sentimientos, la segunda parte, que Le Roy Ladurie denomina «Arqueología», explora los aspectos más cotidianos de la aldea occitana, desde la política de los gestos hasta la vida sexual, o desde las creencias religiosas, tan centrales en la forma en la que se ha construido el archivo, hasta la vida conyugal. En su conjunto, se trata de una exploración que, en deuda con la antropología, se sitúa en la vanguardia de la historia cultural, por supuesto, pero también de la etnografía histórica. Mientras habrá quien encuentre más interesante la segunda parte, no hay que perder de vista la primera, ni tampoco la relación entre ambas. Por el contrario, el primer mérito del libro consiste en obligarnos a entrar en una relación dialógica en la que el paisaje y la expresión emocional se implican mutuamente. El utillaje emocional de los habitantes de Montaillou no puede comprenderse sin la configuración material de sus condiciones de vida: la casa, desde luego, pero también la relación entre las distintas propiedades, la pequeña distribución de la aldea en calles estrechas y espacios de civilidad en los que conviven personas y animales. Como en la novela realista, donde la fisiología de los vivos se yergue sobre las ruinas de sus viviendas y en la que los seres humanos adquieren los tintes y texturas de sus posesiones, también en este mundo los habitantes se arremolinan alrededor de sus posesiones, se relacionan entre sí de acuerdo con las reglas de un paisaje que solo a duras penas puede modificarse.

La circunstancia de que Le Roy Ladurie pudiera escribir las vidas de los aldeanos solo viene a confirmar que todo se sabía en la pequeña aldea, y que la red social alrededor de la cual se entreteje el relato determina su forma tanto como su contenido. En un mundo sin intimidad, el énfasis no puede recaer en la relación que lo público pueda tener con lo privado, sino más bien en la forma en que lo secreto pasa a ser expresado. Esa es la primera lección que hay que aprender de este poderoso libro. Después de todo, aquí no se trata de leer para deleitarse, sino para reconocernos en un pasado que sigue vivo entre nosotros. Poco importa que los hechos expuestos hayan sido verbalizados a través de un proceso coercitivo y que el miedo funcione como acicate de la confesión, lo que realmente importa es el conocimiento que los vecinos de este extraño lugar poseen de sí mismos y de los otros. El relato nos llega a través de la lógica del rumor y la desventura de la delación. No hay nada extraño en que las fuentes fueran cuestionadas. Después de todo, ¿qué valor testimonial podríamos otorgar a quienes hablan empujados por el miedo o por el deseo de venganza? ¿Qué será de una historiografía que se sostiene sobre el valor de la confesión forzada o de la delación más mezquina? Y, sin embargo, es justamente en el contexto de estos interrogatorios donde se encuentran el detalle insignificante, las palabras proferidas sin intención, las nimiedades de las que se componen las formas de vida del pasado y, en buena medida, también del presente. Es en el contexto de unas relaciones sociales sin secretos donde cabe preguntarse si acaso el mayor logro de nuestro mundo contemporáneo, el aspecto sobre el cual debería haber un amplio consenso, no fue, según se nos ha explicado tantas veces, el surgimiento de la opinión pública, sino la circunstancia de que, por primera vez en Occidente, la privacidad podía ser reivindicada y atesorada. El celo con el que se cultivó la privacidad simplemente no existe en la aldea medieval. Al contrario: los espacios por los que los habitantes aprenden los secretos de los otros anegan los espacios de intimidad, de modo que todos saben lo de todos. Pueden quizá no d

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