23 de febrero de 1981

Juan Francisco Fuentes

Fragmento

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PRÓLOGO

ÉRASE UNA VEZ EL GOLPISMO

 

 

 

 

Esta no es una historia del golpismo español, pero sí de uno de sus episodios de mayor impacto y trascendencia, tanto por su repercusión mediática —fue la primera asonada militar retransmitida en directo— como por sus consecuencias históricas. El estrepitoso fracaso del golpe trajo consigo la consolidación de una democracia tambaleante y la derrota definitiva del golpismo, del que puede decirse que ya nunca levantó cabeza. El principal protagonismo en la defensa del orden constitucional correspondió al rey Juan Carlos I, jefe de las Fuerzas Armadas, asistido por aquellas autoridades civiles y militares que consiguieron evitar el temido vacío de poder. También Adolfo Suárez, rehén de los golpistas, como el resto del Gobierno y del Congreso, contribuyó a reafirmar con su actuación de aquella noche la supremacía del poder civil frente a sus enemigos, aunque fuera de manera simbólica. Primero permaneció sentado en la cabecera del banco azul, desafiando las órdenes de Tejero —«¡Al suelo todo el mundo!»—, mientras los asaltantes ametrallaban el techo del hemiciclo. Unas horas después, aislado en una salita del Congreso, hizo valer su auctoritas ante el teniente coronel de la Guardia Civil en un tenso cara a cara que el presidente del Gobierno resolvió con una fórmula castrense: «¡Cuádrese!». Tejero, que entró en aquella salita retándole con la mirada y empuñando su pistola, dio media vuelta y se fue. Suárez acababa de escribir, sin saberlo, el epitafio del poder militar en España.

Algunos dirigentes políticos vaticinaron ya ese efecto retardado de la sublevación —el fracaso del involucionismo y el fortalecimiento de la democracia— en la mañana del 24 de febrero de 1981, nada más producirse la liberación del Congreso y terminar aquellos «tres minutos dramáticos y diecisiete horas grotescas» que, en palabras de Leopoldo Calvo-Sotelo, fue el 23-F. Su torpe puesta en escena resultó decisiva para que aquel esperpento acabara siendo un antídoto contra el golpismo; justo lo contrario de lo que pretendían sus artífices. Como reconoció uno de ellos, Ricardo Pardo Zancada, la «estética» del golpe se resintió gravemente en momentos cruciales, como el forcejeo de Tejero y sus hombres con Gutiérrez Mellado, todavía vicepresidente del Gobierno, que se levantó de su escaño nada más irrumpir Tejero en el hemiciclo para obligarle a deponer su actitud, sin importarle que aquel subordinado suyo le apuntara con su arma. A veces la historia hace justicia a tiempo, y el general Manuel Gutiérrez Mellado recibió por su actuación el 23-F un reconocimiento público que compensó, al menos en parte, todo lo que había sufrido en los años de plomo de la transición, como cuando en el entierro de las víctimas de un atentado terrorista tuvo que oír el grito calumnioso de algunos de sus compañeros de armas: «¡Gutiérrez Mellado, tú los has matado!».

Sobre lo que sucedió entre las 18.22 del 23 de febrero de 1981 y las 12.00 del día siguiente se conserva un abundante material audiovisual, que va desde el vídeo de los instantes iniciales del golpe hasta el mensaje del rey por televisión, pasando por las conversaciones telefónicas que mantuvieron Tejero y su amigo García Carrés a lo largo de aquella noche. Sus momentos estelares y las frases que dejó para la posteridad, como el «ni está ni se le espera» de Sabino Fernández Campo sobre Armada, forman parte desde entonces de la memoria colectiva de los españoles, al menos de las generaciones que lo vivieron. Esa familiaridad con los hechos y el exhaustivo escrutinio al que fueron sometidos en su día por la justicia y por historiadores y periodistas de toda condición no han impedido que el 23-F haya dado pábulo a las interpretaciones más peregrinas. No es esto algo que deba sorprendernos. La trascendencia de un acontecimiento histórico se mide por las teorías conspirativas que acaba generando. En el caso que nos ocupa, suelen ser reelaboraciones de las tesis golpistas defendidas sin éxito en el juicio del 23-F, pero que con el tiempo han cobrado una apariencia novedosa y sugestiva. Otras versiones de lo ocurrido que cuestionan la verdad oficial obedecen a un negacionismo histórico que deriva en una suerte de silogismo político: el rey no paró el golpe, el 23-F no fracasó, esto no es una democracia. El viejo relato golpista, reconocible todavía en algunos best sellers, ha acabado confluyendo, pues, con el de una izquierda vintage contraria al llamado «régimen del 78». El nexo de unión es el propósito, compartido por sectores extremos, aparentemente antagónicos, del arco político, de dejar a la actual democracia española sin uno de sus mitos fundadores y hacer más fácil así su demolición. Sobran motivos, como se ve, para que el 23-F siga alimentando una controversia histórica que condiciona en cierta medida nuestra percepción de la actualidad.

Este libro se propone acercar al lector a lo que sucedió durante aquellas horas críticas, pero también en las semanas previas, en las que se gestó la decisión de Adolfo Suárez de abandonar la presidencia del Gobierno tras una larga lucha contra todo tipo de adversidades y enemigos políticos. El anuncio de su dimisión en la tarde del 29 de enero desactivó una alternativa a Suárez que se venía fraguando desde hacía meses y al mismo tiempo precipitó los planes de los más intransigentes, opuestos a la solución continuista representada por Leopoldo Calvo-Sotelo. Aunque conozcamos lo esencial de lo ocurrido, nunca sabremos toda la verdad sobre aquellos días trepidantes que precedieron al golpe de Estado y los factores que determinaron su fracaso. No es que exista una conspiración de silencio que nos impida saberlo todo. Simplemente, la historia es así. Sin embargo, pese al tiempo transcurrido, podemos aspirar todavía a poner algo de orden en ese caos de recuerdos y testimonios orales y escritos que nos ha dejado el 23-F y a comprender mejor su naturaleza histórica como manifestación tardía del intervencionismo militar en España, el país que inventó la palabra «pronunciamiento». No resulta una tarea fácil, porque el factor humano, que está siempre agazapado en la historia, puede ser decisivo en una situación límite como es un golpe de Estado o una revolución. El lector lo podrá comprobar cuando veamos qué circunstancias y qué personajes impidieron, junto con la Corona, que en la tarde del 23-F se produjera el efecto dominó que buscaban los golpistas.

La dificultad de explicar ciertos protagonismos individuales alcanza su cota máxima en el caso del general Alfonso Armada, condenado a treinta años de prisión por su participación en el golpe. En una carta dirigida al autor de este libro, Armada aseguraba haber informado a Gutiérrez Mellado, pocos días antes del 23-F, «de la posibilidad, y para mí certeza, de un próximo golpe militar violento». La frase aclara lo que él mismo desliza enigmáticamente en su libro Al servicio de la Corona sobre la reunión que mantuvo con

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