México a tres bandas

Juan Miguel Zunzunegui
Leopoldo Mendívil López
Pedro J. Fernández

Fragmento

México a tres bandas

PRÓLOGO

¿Quién ha dicho que se requiere ser historiador para divulgar la historia? ¿Quién? Ni Leopoldo Mendívil ni Juan Miguel Zunzunegui ni Pedro J. Fernández, o quien suscribe las presentes líneas a modo de introito para presentar un trabajo de investigación deslumbrante, tenemos una licenciatura en Historia. Si bien prescindimos de un título académico en esta materia, semejante razón no nos impide ni nos impedirá la posibilidad de indagar, de averiguar, de estudiar, escrutar, escudriñar y rastrear lo acontecido en el pasado de México, divulgarlo, y dar las sonoras y debidas voces de alarma, de modo que juntos tratemos de impedir la repetición dolorosa de los hechos a falta de memoria histórica en nuestro país.

No podemos volver a tropezarnos con las mismas piedras ni intentar recorrer los viejos caminos que conducen al desastre al carecer de experiencia, conocimientos o recuerdos de antaño, sobre todo cuando México ya cuenta con ciento treinta millones de habitantes, es decir, diez veces más compatriotas que quienes, en 1913, padecieron los horrores una revolución, una guerra fratricida que destruyó a la nación con un escandaloso reporte de pérdidas de vidas humanas que enlutaron a las familias mexicanas.

De ahí que el trabajo de Mendívil, Zunzunegui y Fernández constituya una lectura inescapable y obligatoria, porque estos tres grandes investigadores rehuyeron con gran talento a los términos académicos y a la construcción sofisticada de nuestro pasado para hacer accesible la lectura a quienes deseen acercarse a esta historia con el fundado ánimo de informarse para descubrir el rostro de nuestros eternos enemigos, así como para saber los errores y aciertos cometidos por nuestros antepasados, cuyos resultados hoy estamos disfrutando o padeciendo.

El faraónico ahínco de estos tres importantes investigadores constituye un ejemplar esfuerzo a seguir a cargo de las generaciones futuras, ya que de las escasas centenas de historiadores graduados en las universidades del país no podemos esperar sorprendentes trabajos reveladores en diferentes aspectos de la materia que nos ocupa. ¿Razones? Quien haya terminado su carrera y decida abordar un tema de alguna manera desconocido, tendrá que dedicar al menos tres años para llegar a conocer a fondo la vida de un personaje o de un hecho concreto. Pensemos en algún joven historiador que deseara redactar la biografía de Joel Poinsett, embajador de los Estados Unidos en los primeros años del México independiente, o la importancia del petróleo mexicano en la Gran Guerra, sin el cual seguramente Inglaterra habría sucumbido ante la ferocidad de las tropas del Káiser Guillermo II. ¿Cómo podría financiar el autor de marras su investigación, sobre todo si es un desconocido en los medios especializados? ¿Quién financiará su patriótica labor mientras se extravía durante años en archivos, hemerotecas, bibliotecas y viaja por el país o al extranjero para hacerse de más fuentes personales o materiales, movido por el justificado deseo de fundar e impulsar debidamente su obra?

Si el autor de mi ejemplo decidiera llevar una vida económica paralela para coronar sus ambiciones con un excelente ensayo histórico, tendría que convencer a una editorial sobre la posibilidad de llevar a cabo la publicación, y aun así, tendría que enfrentar otro enorme desafío: ¿Qué parte del público invertiría sus ahorros en la adquisición de su trabajo? Mi experiencia me indica que tal vez podría vender tres mil ejemplares, después de emplear tres años en la investigación y de padecer severas carencias económicas. ¿Resultado? Un albañil azulejero —debo subrayar mi admiración por ese sector de nuestra sociedad— ganaría más que un recién graduado en Historia después de haber pasado años en las aulas. ¿Conclusión? La inmensa mayoría de los egresados prefieren dar clases en alguna escuela o, tal vez, prestar sus servicios en las páginas de sociales de los diarios de la república para ganarse la vida. De ahí que sea tan difícil encontrar las obras de nuevos historiadores mexicanos en las librerías del país…

Cuando Leopoldo, Juan Miguel y Pedro me hicieron el honor de invitarme a redactar el presente prólogo, acepté entusiasmado porque en México requerimos de cientos de Leopoldos, Juan Migueles y Pedros que lleven a cabo trabajos monumentales de divulgación como el que actualmente tienen en sus manos. Estoy convencido de que para redactar la inmensa obra escrita por ellos son indispensables los siguientes ingredientes para alcanzar el éxito que han conquistado en sus disciplinados trabajos de investigación y redacción: uno, contar con un sólido amor por México; dos, tener algo que decir, material con el que ellos cuentan en abundancia; tres, saber narrar sus descubrimientos, habilidad innegable que ocurre a manos llenas en todos los casos; y cuatro, describir con pasión y certeza los acontecimientos con los que deleitan a sus cientos de miles de lectores.

¿Cómo no agradecerles y reconocerles este colosal recuento de acontecimientos apretados en una síntesis virtuosa, por ejemplo, cuando mencionan a quienes quisieron borrar de un plumazo los tres mil años anteriores a la llegada de los españoles, como si la historia de México hubiera comenzado con el arribo de los europeos a las costas de Veracruz? Imposible pasar por alto la existencia de Nezahualcóyotl, el “rey poeta”, que proponía la existencia de un solo Dios sin sacrificios humanos, ni evitar el hecho de que seiscientos españoles derrotaron a la “mayor civilización que hubiese visto Mesoamérica”, mucho menos desconocer los argumentos mediante los cuales se insistió en etiquetar a la Malinche como una traidora, entre otros tantos que acreditan a Cortés como el “padre” de México.

Ahí están presentes las diferencias ocasionadas por intrigas y envidias entre Carlos V y Cortés, así como la ruindad sentimental con la que el conquistador terminó sus días. Del mismo modo aparecen las consecuencias que tuvo para la Nueva España la llegada de los Borbones y los primeros intentos para lograr la independencia de la metrópoli. ¿A dónde íbamos con una sociedad mexicana que en 1800 tenía unos seis millones de habitantes, de los cuales cinco millones eran indios, además analfabetos, hasta llegar al “Grito de Independencia”, la cual conseguimos años más tarde, después de muchas peripecias y desencuentros narrados con singular maestría? ¿Por qué no fuimos un imperio en lugar de una república después del derrocamiento de Iturbide? ¿Cuál fue el papel de las logias y del embajador Joel Poinsett? ¿Cómo se planteó, antes de la guerra con Estados Unidos, la pérdida de la mitad de nuestro territorio?

Por ahí desfilan, claro está, Vicente Guerrero, primer presidente traicionado y fusilado; Santa Anna y la Guerra de los Pasteles; el entierro y posterior desentierro de la pierna de Su Alteza Serenísma; Benito Juárez y la república itinerante; Napoleón III y Maximiliano inmiscuidos en la Guerra de Secesión en Estados Unidos, hasta llegar a la dictadura porfirista en ágil vuelo de pájaro sin olvidar los detalles de la Revolución Mexicana ni el papel de los petroleros e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos