España fea

Andrés Rubio

Fragmento

Prólogo

Prólogo

La impresión de fealdad surge de un principio de violencia, de destrucción.

THEODOR W. ADORNO, Teoría estética

La cita de Adorno se presenta aquí con el fin de contextualizar el uso del calificativo «fea» aplicado a España, situarlo en las antípodas de un caprichoso uso estético y, dicho sea de paso, para ahuyentar también cualquier intento de dejar caer este libro en una crítica de corrección política. La lectura del texto despeja cualquier duda y aclara que tildar a España de fea, lejos de ser una apreciación personal o un insulto, es la constatación de que el territorio que hoy aún reconocemos con ese nombre ha sido desde hace algo más de un siglo objeto de una acción sostenida, «violenta y destructiva». A pesar de que esto se ha sabido y denunciado desde hace décadas, solo ahora, y este libro seguramente contribuirá a ello, puede quizá reencauzar ese proceso en una actividad reparadora.

Esa acción de signo contrario, y por lo tanto sanadora, dependerá de que los poderes democráticos se hagan eco de lo que se constata cuando uno emprende un viaje atento a lo sucedido en este territorio. Este viaje bien puede ser la lectura de lo que aquí se dice, quizá el primer compendio en el que todos los factores que han llevado a la devastadora situación de nuestras ciudades y nuestros paisajes son detallados, narrados, contrastados y puestos en evidencia en un ejercicio que aúna el mejor periodismo de investigación, en el que la experiencia de Andrés Rubio es incontestable, con la tradición anglosajona del travelogue o monólogo de viaje. En este último despunte, con actitud cervantina, emerge un autor dispuesto a batirse con todos los agentes responsables de lo que en este libro se denuncia.

El ecólogo del paisaje Richard Forman proclama como condición de nuestro tiempo, y probablemente de ningún otro, el hecho de que toda persona viva atesore el recuerdo de un paisaje que, con el curso de los años, ha desaparecido o, cuando menos, se ha visto deteriorado. Por el contrario, el recuerdo de un paisaje devastado en el pasado y hoy recuperado pasa por ser una excepción, que en casi todos los casos es consecuencia de la reparación de los efectos de la violencia y la destrucción asociados a eventos paradigmáticos de esta índole, ya sean artificiales, como la guerra, o naturales, como tantas catástrofes.

Si no hablamos de este tipo de agentes violentos y destructivos, ¿qué otro tipo de acciones son las que producen esta espiral de deterioro de la que todos somos testigos? ¿Quién ha decidido y por qué se ha permitido la desaparición de aquellos paisajes ya inexistentes de nuestra infancia de los que habla Forman como condición de nuestro tiempo? ¿Cuál es el derecho que mantiene impune semejante destrucción y quiénes son sus responsables y ejecutores? Estas son ni más ni menos las preguntas que este libro se hace y que también responde.

Salvatore Settis, ese sabio que revela igual el misterio de La tempestad del Giorgione que interpreta con mirada antigua el friso que Kentridge dibujó en 2016 sobre el espolón del río Tíber, emerge en el texto de Rubio como una de las contadas autoridades que se han empleado a fondo en dilucidar el porqué de tanta devastación. Su libro Paisaje Constitución Cemento. La batalla por el medioambiente contra el deterioro de lo civil (2010) cuestiona incluso la legalidad de las acciones que producen dicha degradación; denuncia «la ley como indulto preventivo», el lugar en el que se amparan los que ya han infligido el daño sobre el patrimonio, y define como rasgo de la idiosincrasia italiana su capacidad para introducir «el pésimo hábito de legitimar por ley la violación de la ley», acción quizá puesta en práctica con aún mayor soberbia en nuestro país.

España fea, sin embargo, entronca con otros dos textos seminales en la defensa del paisaje y la ciudad histórica de Settis, Si Venecia muere (2014) y Arquitectura y democracia (2017). Si Paisaje Constitución Cemento nos hace confrontar las responsabilidades adquiridas por ley para preservar nuestro patrimonio, en Si Venecia muere Settis nos plantea con qué actitud debe la sociedad presenciar la lenta destrucción de una maravilla como la capital de la Serenissima Repubblica. El título, la muerte de Venecia como posibilidad, nos hace ya ponernos en pie dispuestos a defender lo que allí se anuncia. En cierta manera, algo similar nos ocurre frente al título del libro que nos ocupa. Y el efecto es una llamada a toda la sociedad para situarse contra las políticas urbanísticas, pero especialmente las de promoción turística, vigentes. Perpetuar el efecto llamada de la belleza de Venecia no puede ser sino su condena. De la misma manera, la fealdad de España se presenta como evidencia del eclipse de su belleza y como clara advertencia previa a su desaparición.

Hasta aquí lo referente a la legalidad y la responsabilidad, pero el aspecto quizá más arriesgado de España fea es el de abordar el papel que han tenido en ello no solo gobernantes, administradores, burócratas, promotores y constructores, todos ellos claramente responsables, sino los ejecutores de dicha destrucción, los arquitectos. Raro es el texto que, haciendo gala de un conocimiento profundo de la actividad de esta profesión, como este, sea capaz de poner en la picota de una manera tan tajante a este colectivo. El texto no escatima en ejemplos y términos, y no solo denuncia su «estrepitoso fracaso», sino que argumenta la necesidad de desmontar el mito asociado a dicha profesión, devorada no solo por el poder, sino también por el sector inmobiliario.

Para los que hemos sido formados como parte del gremio en este país y hemos tenido la oportunidad o la necesidad de salir de él, la mirada desde fuera, desprovista de la fanfarria de progreso a la que viene asociada, y no focalizada en los minoritarios ejemplos de los que vive la autoadulación de la profesión mediante revistas colegiales y exposiciones comisariadas, sino atendiendo a lo que nos muestra una ventana o ventanilla que se abre a cualquier paisaje contemporáneo, es no solo la de la devastación, sino también la de una oportunidad perdida. El problema no lo es tanto de formación ni de escasez de profesionales, como puede ser en muchos otros países. Sorprende más bien lo contrario, como remarcara Josep Quetglas hablando sobre el momento olímpico que vivió la ciudad de Barcelona. Andrés Rubio, conocedor de las facultades de tantos profesionales de la arquitectura, se muestra atónito por nuestra condición de rehenes, nuestro síndrome de Estocolmo o, dicho de manera clara, nuestra complicidad en la destrucción del territorio y nuestra renuncia a la denuncia.

Ha sido de nuevo Salvatore Settis quien en este sentido ha planteado uno de los argumentos más críticos, pero también más persuasivos, con el que debería confrontarse la profesión de arquitecto. Un argumento que obviamente recae sobre la ética de nuestro quehacer. Si los médicos, se plantea Settis, se comprometen a actuar solo por el bien del paciente bajo el juramento de Hipócrates, ¿no deberían los arquitectos unir ética y conocimiento comprometiéndose a evitar la destrucción del medioambiente? A este compromiso le dio el nombre Settis de «juramento de Vitruvio», en honor al arquitecto romano del siglo I a. C. que vino a perfilar esta figura sobre el conocimiento histórico y el respeto por la salud de nuestro entorno, y no pasó desapercibido en su país, Italia, donde algunos colegios profesionales se hicieron eco de él estableciendo un decálogo o compromiso al que todo arquitecto debería adherirse para el ejercicio de su trabajo. Pero más allá de lo acertado o no de este postulado ético, lo que verdaderamente sorprende, y este libro lo denuncia a gritos desde su cubierta, es el nulo papel que los colegios profesionales y su consejo superior han tenido durante décadas no ya para revertir, sino por lo menos frenar la destrucción.

¿Dónde está la raíz de esta actitud de tintes conspiratorios contra el paisaje y la ciudad histórica? ¿Se trata de un devenir de los tiempos, de una necesidad asociada a condiciones específicas, de un abuso de poder, del resultado del capitalismo rampante? ¿Sucede en todos los países, en los más avanzados y en los que van a la zaga? Estas y otras muchas preguntas se hace este libro y para ellas encuentra siempre un caso específico no solo de denuncia, sino también de consuelo o de esperanza de éxito. Y si bien la búsqueda de soluciones a menudo obliga a recurrir a ejemplos de fuera de nuestras fronteras, el análisis de las condiciones que nos han llevado a este punto se detiene en las causas internas. Difícil sería culpar a nuestros vecinos, y más aún a nuestros huéspedes, del destrozo ocurrido en nuestras costas, por no hablar de las periferias de nuestras ciudades, donde en segundas o primeras residencias se ha construido y destruido más que en toda nuestra historia.

Es este otro de los puntos donde el libro no se amilana, y de nuevo con todo lujo de evidencias entra al trapo de la complicidad en los modos de operar de la España democrática con la España franquista. Un problema que, lejos de ser ventilado en esa denuncia fácil contra el poder, da igual de qué signo sea, es analizado con detenimiento con casos que no dan lugar a dudas. Y, de nuevo, las soluciones, unas de fuera, como el claro ejemplo francés del Conservatorio del Litoral, y otras centradas en la mejora de la formación de todos los agentes, así como en la evaluación de sus acciones y responsabilidades, asuntos ambos que se pasan por alto de modo más que sorprendente. Por utilizar el símil de Settis anterior, sería como si dejásemos no solo las políticas de salud (como de hecho venimos haciendo) en manos de políticos y administradores, sino también los análisis, diagnósticos e intervenciones en manos de operadores hospitalarios, gerentes clínicos e industriales farmacéuticos, y solo ejerciesen los médicos en casos contados, y, eso sí, tratándose de ciudadanos o paisanos de primera.

Sorprende pensar que tanto el paisaje como la ciudad histórica estén tan acosados por nuestra propia acción habiendo conformado durante milenios nuestro propio y único hábitat. El paisaje, como proceso lento de cuidado del territorio con atención a sus recursos y en base a unos medios. La ciudad histórica, como artificio construido sobre experiencias colectivas, no desprovistas de sometimientos, pero de convivencia y protección frente a agentes externos. Dos entornos a los que solo hay que añadir un tercero para completar la superficie que emerge como continente de nuestra existencia, «el material del que se hacen los países», como lo describe Ántonia, la protagonista de la novela homónima de Willa Cather,

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