Iconofagias

Iván de la Nuez

Fragmento

Ingesta

INGESTA

Vivimos gobernados por iconos. Despertamos, y uno nos enciende el mundo. Vamos a dormir, y otro nos lo apaga. Da lo mismo si intentamos saber del tiempo o ubicarnos en el espacio, si queremos demostrar odio o simpatía: todo es cuestión de pinchar en el icono adecuado.

Si alguien destaca en este mundo, ya no se convierte en un héroe o un mártir o un líder, sino en un icono: la idolatría suprema del siglo XXI.

Con el desplome del comunismo quedó certificada la Era Digital-Era Global-Era de la Imagen-Nuevo Orden Visual. Cualquiera de estas denominaciones confirma el asalto al poder por las imágenes, su avasallamiento absoluto de nuestra experiencia, la correspondiente proliferación de selfis y fotos compartidas en redes ubicuas de las que no es posible escapar.

Con las cámaras convertidas en apéndices humanos —tal como ha alertado Joan Fontcuberta—, ya generamos más imágenes de las que podemos consumir; imágenes que nos someten y ante las que conviene sublevarse. Imágenes que nos degluten y a las que, de vez en cuando, conviene deglutir. Imágenes que, bajo la alfombra de sus millones de reproducciones inabarcables, no consiguen ocultar las claves de esta era imaginaria que empezó con la nueva derecha poniendo a volar la cabeza de Lenin sin cuerpo sobre el cielo de Berlín y se alarga hasta un presente en el que la nueva izquierda ha echado a cabalgar el cuerpo sin cabeza de Franco sobre el suelo de Barcelona.

A esa omnipresencia podemos llamarla «Iconocracia», un término que afianza una tiranía iconográfica a la que es preciso contrarrestar, siempre que la entendamos como un ecosistema de poder y contrapoder. Un toma y daca entre gobierno y oposición en el que cabe la vomitona radical de la iconoclasia, pero también la digestión crítica de la iconofagia: ese término que han compartido Norval Baitello Junior o Alfonso Morales, ese concepto que preludiaron Oswald de Andrade, Fernando Ortiz o Claude Lévi-Strauss y que da título a una pionera exposición colectiva mexicana, comisariada por el propio Morales, que reúne algo parecido a una «ingeniería fotográfica». (Esta muestra tuvo lugar en 2005 en el Canal Isabel II de Madrid).

Esas valiosas aportaciones me acompañan en este libro, que funciona como ordenamiento y resumen de mis ideas al respecto. Tal cual el Diccionario de símbolos de Eduardo Cirlot. Pero, lo confieso, tengo una predilección especial por Diccionario Jázaro, de Milorad Pavić, o Enciclopedia de una vida en Rusia, de José Manuel Prieto, los cuales me ayudaron a comprender que en todo glosario se esconden una o más novelas.

No fue hasta 2014 que comencé mi relación, de manera más profunda, con el término, a partir de una charla en la universidad checa de Olomuc y, al mismo tiempo, con la puesta en marcha de Iconocracia. El poder de las imágenes y las imágenes del poder en la Revolución cubana, que se expuso al año siguiente en ARTIUM, Vitoria, y más tarde en el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM), las Palmas de Gran Canaria.

De ahí, también, surge este vocabulario, emplazado como una sola trama y cuyos capítulos no son más que un compendio de mis iconofagias particulares. Palabras-episodios, dispuestas para ser engullidas mediante un proceso de gestión, y digestión, de la iconografía que genera la cultura contemporánea. Términos que van desde la autofagia —somos pescadillas que constantemente nos mordemos la cola— hasta el Zoom, esa forma de iconofagia utilizada sobre todo a partir de la pandemia para —en lugar de devorarnos a nosotros mismos— zamparnos las distancias que nos separan de los otros.

En esa gestión de la digestión pondremos sobre la mesa al selfideglutiendo el retrato, el bar licuando el colonialismo, el exhibicionismo tragándose cualquier secreto o pudor, la postdemocracia dando dentelladas a la democracia, la guerra cultural devorando el futuro, el nepotismo a los méritos, el fin de la geografía al fin de la historia, la exposición al arte, el comisariado a un artista y su obra, la retaguardia a la vanguardia, el neomacartismo al neocomunismo, la extinción a la supervivencia.

Tomen este diccionario como una pequeña letanía diurna en la que repica una y otra vez la misma pregunta: si esta es la era de la imagen, ¿cuál sería, entonces, la imagen de esta era? ¿Cuál, entre todas, calificaría como el icono que la condensara? ¿Cuál, en fin, tendría el sello indiscutible de esa imagen capaz de valer más que otras mil imágenes?

Ahí está el derribo de las Torres Gemelas o las fotos de la protesta en la calle, con el retrato robot del indignado —The Protester— ya bien pulido por Time para su portada. Ahí están las guerras (culturales o anticulturales) que persisten en la post Guerra Fría y algunas estampas de las ciudades después de un atentado. Y los millones de selfis diarios y el inefable retrato de turistas que a su vez retratan. Y la foto del niño Aylan, muerto en la playa: esa tragedia recortada de un cuadro gigantesco que engloba a millones de desplazados (y que se basta por sí misma para personalizar el malestar de esta cultura). Y el asalto al Capitolio en Estados Unidos.

Algunas pertenecen al fotoperiodismo y son habituales en eventos como Visa pour l’Image o World Press Photo. Imágenes en las que la fotografía está amalgamada con la realidad. Pero aquí se tienen en cuenta, también, aquellas iconografías que no «ilustran» o «amplifican» (una catástrofe, un récord, una conquista), sino que evidencian, precisamente, la dificultad de entender lo que está pasando. En fin, esa crítica de las imágenes por las imágenes tan propia de la iconofagia.

Siempre me ha asombrado lo siguiente: ante un hecho tan visualizado como el atentado contra las Torres Gemelas, un artista como Thomas Ruffse aplicó a conciencia este ultimátum. A una distancia normal, vemos el edificio ardiendo y el panorama es bastante obvio. Sin embargo, a medida que nos acercamos, la fotografía se pixela, queda desenfocada, y deja a la vista una imagen brumosa: un paisaje abstracto de todo lo ocurrido que nos deja perplejos.

Mientras más nos hemos aproximado, menos hemos podido discernir.

Si Stockhausen llegó a definir ese atentado como la obra de arte perfecta, a Ruffno le interesa la perfección del horror, sino el obstáculo intrínseco para su conocimiento. Allí donde Stockhausen ve, Ruff percibe la ignorancia del que no alcanza a ver. Y así, cuelga sobre nosotros una imagen que interroga esa demolición que no acabamos de comprender, pero ante la cual, por eso mismo, necesitamos creer.

En esa fe radica la manipulación misma de las imágenes —en solitario o en catarata— que marcan esta época.

Contra esa fe se posiciona este glosario.

Autofagia

«Un oficio del siglo XX». Así definió Guillermo Cabrera Infante la labor del crítico de cine. Y esa convicción le llevó a titular de esa manera su primera antología de reseñas y textos cinematográficos.

Todos afrontamos, sin embargo, el siguiente dilema: si la crítica de cine es un oficio del siglo XX, la iconofagia es una necesidad —fisiológica— del siglo XXI. Si la primera se comporta como un «oficio», la segunda es, sencillamente, una obligación. El primero se escoge, la segunda nos escoge a nosotros.

Un crítico de cine del siglo XX era un especialista, mientras que un iconófago no siempre está en posición de discernir. La crítica de cine plantea una lidia entre un sujeto y su objeto. En la iconofagia esa frontera se disuelve, y a menudo lo que trasluce es una batalla encarnizada entre sujetos que se transforman una y otra vez en objetos de sus depredaciones mutuas.

Hace algunos años escribí una «autocrítica de arte». Pero ¿puede entenderse la autofagia como una autocrítica de las imágenes?

Marta Sanz lo duda, pues le parece que la autofagia es lo opuesto a un canibalismo nutritivo que podría llegar a incluir la crítica cultural o la plataforma política. Así lo demostró, también, Oswald de Andrade con su Manifiesto antropófago en el vanguardista Brasil de hace un siglo.

Para Sanz, el canibalismo es capaz de remover la condición humana porque se abre el amor y el tabú, el miedo o la mística. (Basten los ejemplos de Apocalipsis caníbal, el remake de Las minas del Rey Salomón, o el famoso cuadro Saturno comiéndose a su hijo, de Goya).

Pero… en cuanto se tropieza con un médico anunciando en YouTube las bondades de la autofagia como dieta milagrosa, Sanz retrocede, hace un mohín y se niega a tragar el anzuelo. No es que la autofagia consista en comerse «una misma hasta matarse. Pero se le parece». Esto llega a pensar.

Para mí, la autofagia nos convierte en uróboros que se devoran a sí mismos por el bien de la imagen, por vanidad, por «lucir mejor». Cuando te comes a ti mismo, alcanzas los estándares de la delgadez y te pones, como se dice, en la línea. Cuando te zampas al prójimo, corres el riesgo de engordar.

Por eso la autofagia, más que en una pescadilla, se acaba convirtiendo en una pesadilla que se muerde la cola. Un mal sueño recurrente que resitúa el análisis de clase en medio de la guerra cultural. Los pobres no hacen autofagia, llega a afirmar Sanz. Sencillamente, porque no pueden acometer la cara B del ayuno intermitente ni comprar productos sanos. Tal vez porque se pasan buena parte de la vida leyendo libros de segunda mano en la puerta del Burger.

Ya sabemos que la autofagia cuenta con su premio Nobel —el científico japonés Yoshinori Ohsumi—, y que nos habla de las bondades de regeneraciones celulares, producción de energía, limpieza de células dañadas en el organismo.

Sin embargo, para los intereses de este diccionario, la autofagia acaba resultando un imposible. En el mundo de la imagen, la autofagia implica, el 99 por ciento de las veces, un egotrip que es sinónimo de autobombo. Nuestra autofagia consiste, la mayoría de las veces, en tirar lo que resulta feo, gordo, delator de nuestros defectos y excesos. Es el proceso de selección previo al océano particular de imágenes que lanzamos al cosmos de Instagram o TikTok. El descarte de lo que no nos gustaría subir a las redes. El proceso de autoedición que a cada minuto nos aplicamos, pero no para suprimirnos mejor, sino para exhibirnos mejor.

Aquí el símil con la dieta, que irritó a Marta Sanz, se desvanece. La antropofagia desaparece. La regeneración se disuelve en favor de la ubicuidad.

La autofagia es, acaso, la petulancia de dar vueltas sobre uno mismo ante una pantalla lanzada al último confín de este diccionario: el reino del Zoom.

Allí donde tendrá lugar el encuentro definitivo entre un movimiento circular que anula el desplazamiento y un contacto virtual que anula la distancia.

Bar

Distancia demandan, precisamente, tanto los mitos extraordinarios como los usos ordinarios. Decía Milan Kundera que si cada vez que recordáramos a Robespierre pensáramos en la guillotina, no tendríamos una relación tan romántica con la revolución. Esta idea, digiriéndola con su buena cucharada de hipérbole, podríamos aplicarla al colonialismo. A su pasado, desde luego, pero también a su vigencia. A sus conexiones más terribles y a las más frívolas.

Quizá, si cada vez que nos tomáramos un mojito, o nos fumáramos un habano, absorbiéramos el peso de la plantación, nuestro placer ya no sería tan incauto. Porque ese «latigazo» arrastraría los infinitos latigazos que acompañaron la producción del azúcar, el ron y, en definitiva, al régimen esclavista que puso a circular esos elíxires que hoy saboreamos en cualquier ciudad del mundo.

En esa barra del mojito —en ese humidor del habano— concurrirían las mutaciones de la plantación; actualizada en la economía de servicios que genera el turismo y en los desplazamientos humanos mucho más desesperados y trágicos. En la descolocación de las poblaciones migrantes y en la deslocalización de las empresas globales. En las minas de coltán que sustentan el teléfono móvil que no puede faltarnos un solo segundo de nuestra vida y en los paraísos prometidos para vacacionar que tampoco escasean en la publicidad que nos rodea.

Y en los anuncios de coches Touareg, marca

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