La campaña electoral que llevó a Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos contribuyó, con su altavoz universal, a denunciar la tortura. La difusión de los salvajes métodos de interrogatorio practicados en Irak y en Guantánamo hirió muchas sensibilidades y produjo estupor e indignación. La simple sospecha podía convertir a una persona en un ser infrahumano, sin siquiera el derecho a la integridad del propio cuerpo. Las vergüenzas de la CIA y del muy peliculero Cuerpo de Marines fueron publicadas y el mundo se estremeció al comprobar que, una vez más, en defensa de la libertad se transgredían sus máximos principios.
La CIA tenía catalogadas doce formas de tortura. Preparatorias: desnudez, drogas en los alimentos, alteración del sueño. Correctivas: golpes de todo tipo y con diversos instrumentos, desde los «simples» puñetazos hasta las toallas mojadas enrolladas y las porras flexibles de goma o de acero rígido. Coercitivas: encierro en pequeños espacios agobiantes, a veces con un insecto dentro, prolongadas duchas de agua fría, la asfixia con una bolsa de plástico, por inmersión de la cabeza en agua o con manguerazos persistentes sobre el rostro protegido por una malla, para evitar el ahogo pero no su sensación, el llamado waterboarding. A añadir a un largo etcétera no escrito, dependiente de la morbosa imaginación de los torturadores, a menudo en busca únicamente de violar la intimidad y la dignidad de los prisioneros, como orinarse sobre ellos u obligarlos a defecar en público.
En octubre de 2008, cuando la prensa internacional informaba sobre estos casos, Miguel Núñez González, un hombre que había padecido en sus carnes torturas semejantes, dejaba lista su última contribución a la causa de la dignidad que había defendido durante toda su vida, preparándose para una muerte digna mediante un testamento vital. Dos meses antes, el día anterior a su ochenta y ocho cumpleaños, el 11 de agosto, en una residencia geriátrica de Barcelona, le dijo a la doctora que le trataba un enfisema pulmonar irreversible que leyera detenidamente aquel pliego. El día siguiente, el redondísimo aniversario, se bebió su última botella de champán, un Bollinger Spécial Cuvée. Murió el miércoles 12 de noviembre a las 18.10, y donó su cuerpo a la ciencia.
Miguel Núñez cambió la voz y se afeitó por primera vez mientras luchaba en la Guerra Civil española. El ideal de la emancipación de la clase obrera y la igualdad de derechos le llevó al marxismo, y llegó a ser un alto dirigente del Partido Comunista de España (PCE) y del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC).
Pero lo que le quedó impreso en el corazón, un órgano que no recuerda pero creemos que siente, fue su trato con Miguel Hernández en el penal de Ocaña. Núñez llegó allí al finalizar la guerra, después de que le condenaran a muerte y se la conmutaran por una pena de treinta años. Ocaña era entonces una ciudad suburbio en la que malvivían 7.000 hombres y 2.000 mujeres. Núñez destacaba la sensibilidad extrema del poeta, y rememoraba sus clases de literatura e historia a los presos y los versos que les recitaba. No olvidó tampoco, porque cuando lo rememoraba era como si en aquel instante estuviera en el patio de la cárcel, cuando Ernesto Giménez Caballero, uno de los intelectuales más brillantes del fascismo, se desplazó allí para ofrecer a Miguel Hernández ser el poeta de Falange y, evidentemente, salir en libertad, pero Hernández no quiso traicionar ni al «niño yuntero» ni ir contra los «vientos del pueblo» de su poética, y se negó en redondo. Núñez reproducía letra por letra el final de aquella conversación, que fue más entre colegas que entre enemigos: «Mira, Ernesto, éstos son mis hermanos, vencidos de hoy, vencedores de mañana, y me quedo con ellos».
Tras ese primer paso por la cárcel de posguerra, Santiago Carrillo encargó a Núñez la reorganización del partido en Cataluña. A mediados de la década de 1950 cuajaron las primeras huelgas significativas de los mineros de Asturias, que convirtieron la reivindicación laboral en política, y la policía supo que Miguel Núñez era piedra angular de aquel movimiento que comenzaba a inquietar a la dictadura de Franco. Le pusieron en orden de busca y captura, un wanted de forajido del Oeste. Pero Núñez les burlaba una y otra vez, y la lucha crecía mientras los activistas se multiplicaban. El 18 de junio de 1957, el diario La Vanguardia publicaba un anuncio en el cual la justicia reclamaba que Miguel Núñez González, alias Pepe, Grau y Carrete, natural de Madrid, de treinta y seis años de edad, estado civil casado, se presentara para deponer como encartado en el sumario 159-IV-57, y de no ser así sería declarado en rebeldía.
La policía tardó diez meses en localizarle. El comisario encargado de la represión del comunismo, Antonio Juan Creix, que entonces tenía cuarenta y dos años, se alegró de verlo. Lo recibió con un bofetón de calibre, que hizo perder el equilibrio al detenido. La policía sabía que estaba a su merced la persona que tenía en su cabeza y en sus papeles todo el organigrama comunista en Cataluña, el enemigo del franquismo más organizado y con mayor capacidad operativa, el mayor peligro para el régimen político y las ideas que lo inspiraban. Estaban dispuestos a no escatimar esfuerzos para hacer hablar a aquel hombre, y los emplearon.
Miguel Núñez pasó treinta días en la Jefatura de Policía de Barcelona, en la Vía Layetana, a pocos metros de donde durante la Edad Media se atormentaba a los presos en público, junto a la gótica plaza del Rey. Fue un mes que para Núñez fue un año, pues el sufrimiento hace días de las horas. Le sometieron a las torturas más terribles, las de la CIA y otras más propias de aquellos tiempos pretéritos del escarnio como espectáculo urbano, de picotas o rollos de jurisdicción. Después de aquel mes de dolor instalado en su cuerpo, Núñez partió hacia la cárcel como si de una liberación se tratara, irreconocible por los hematomas, heridas, contusiones y magulladuras. Medio siglo después, parte de aquel cuadro clínico, se lo llevó a la mesa de autopsias para que algún profesor de anatomía patológica explicara a los futuros médicos que las deformaciones crónicas en la mano izquierda y la articulación del hombro mermada se debían a que, cuando era joven, ese cuerpo donado a la ciencia había sido colgado por las esposas a un tubo alto de calefacción durante setenta y dos horas.
El castigo de Núñez lo convirtió en «un héroe de nuestro tiempo», en palabras de un detenido posterior que con los años se convertiría en escritor, Manuel Vázquez Montalbán. Montalbán escuchó por primera vez aquel nombre nada particular cuando los policías que le maceraban para hacerle hablar le aconsejaron, con el fin de evitarle males mayores, que no intentara emular a Miguel Núñez. «¿Qué te crees, que eres Miguel Núñez?», la pregunta se convirtió en un latiguillo del argot policial cada vez que un detenido pretendía resistirse al castigo.
La penúltima vez que estuve con Miguel Núñez fue el 1 de noviembre de 2008, premonitoria jornada de difuntos que nos dio pie al humor negro. Llovía desde hacía tres días, el tope tras el cual la policía tenía que llevar a un detenido ante el juez, pero que un sistema dictatorial se pasa por las horcas caudinas. Al pie del Tibidabo, donde está el geriátrico, Barcelona se vestía definitivamente de un otoño que tardó, no en vano tardor se llama en mi lengua materna la estación en que se cambia la ropa de los armarios, cuando Prévert y Piaf dejaron «las hojas muertas» en campos, caminos, calles y una canción excepcional.
Miguel, encamado, apenas si se levantaba para comer. Estaba conectado a una bombona de oxígeno y le suministraban la dosis de morfina más alta. Se fatigaba al hablar y reposaba, pero seguía con todas sus luces encendidas. Dijo, «esto se acaba, los médicos me han corroborado que ya estoy muy mal». No me soltó la mano y se quiso despedir, pero le convencí de que no lo hiciera, que nos dijéramos «hasta luego» porque yo pensaba volver a verle y no merecía la pena el pathos de hacer de cada adiós cotidiano un adiós definitivo. Le arranqué una sonrisa cuando asintió y le dije «gracias por escucharme, pero ya era hora, yo llevo muchos años escuchándote a ti».
Al día siguiente volví sólo para darnos mutuamente la razón de que convenía no despedirse definitivamente. Le dije «hasta pronto», pero la siguiente vez que le vi ya era una foto rodeada de flores en el Palau de la Generalitat de Cataluña. Aquel 2 de noviembre quiso hablar de las miserias de un partido del que se supo distanciar tanto como para irse a hacer la revolución a Nicaragua, después de culminar su carrera política en España como diputado de las históricas primeras Cortes constitucionales. Durante la visita me comentó: «La libertad es nuestro mayor don. Narciso Julián1 me dijo años atrás que había elegido muy bien mi camino, al dejar de ser diputado y marcharme a Latinoamérica. Yo iba directo a ser burócrata del partido, pero escapé». Luego, con la media sonrisa que sólo esbozaba cuando se sentía satisfecho, añadió: «El Comité de Barcelona del PSUC que yo dirigía fue la primera organización comunista que en 1968 condenó la invasión soviética de Checoslovaquia».
Desde que Núñez llegó a Barcelona para su último viaje hablamos de su detención y de las torturas, que nunca había olvidado pero que la campaña norteamericana le devolvió con fuerza a la cabeza. Deploraba que tantos años después, los Estados Unidos de América, la patria universal de la Carta de Derechos, de la Quinta Enmienda, que veta la tortura y la autoinculpación, redujera otra vez la humanidad a la miseria moral. Durante aquellos meses, en los que le visitaba en la residencia geriátrica, le induje a precisar y a volver mentalmente a la Jefatura Superior de Policía de Barcelona en Vía Layetana a aquellos días terribles de abril de 1958.
—Si te encontraras a Creix por la calle, ¿qué harías?
—Si me lo encuentro hace años, le pego cuatro tiros.
El comisario Antonio Juan Creix (conocido por Comisario Creix y en adelante CC salvo en citas textuales) acabó su carrera de policía de la forma más ignominiosa, con un expediente disciplinario y sanción de tres años de empleo y sueldo, lo que para un sexagenario suponía una jubilación anticipada pero sin derecho a cobrarla. Aunque lo más grave para CC era lo que aquello tenía de extirpación pública de los galones, naturalmente ordenada por sus superiores. No fue el comunismo, al que combatió toda su vida, el que pudo con él, le derrotaron los suyos, los que ostentaban cargos gracias a que durante una guerra represiva de treinta años personas como él les habían allanado el camino, llenando las cárceles de gente y nutriendo los patíbulos desde sórdidas comisarías donde arrancaban sonoras declaraciones que ya habían consagrado el «canto» como metáfora de la autoinculpación y la delación.
CC ejerció todos los cargos posibles en el escalafón policial, desde policía raso en Barcelona al terminar la Guerra Civil, hasta jefe superior del País Vasco y Andalucía. Su especialidad fue la lucha anticomunista y nunca le faltó trabajo, pues el régimen de Franco consideraba el comunismo, no sin razón, su principal enemigo, le achacaba todos los males y le hacía responsable de todo cuanto perjudicara la estabilidad política y social. La dedicación completa a esta causa hizo que CC fuera distinguido con la práctica totalidad de condecoraciones con las que el régimen premiaba los servicios prestados. En el otro lado, las víctimas de esas medallas le temían singularmente y, como los polos opuestos se atraen, entre unos y otros convirtieron a CC en una leyenda.
El expediente disciplinario fue incoado el 29 de agosto de 1974, cuando era el jefe superior de Policía en Sevilla. Para entender el trasfondo del expediente es necesario recordar que, meses antes, Franco había empezado a dar síntomas serios de un declive irreversible. En los meses siguientes se dilucidaría el futuro del país y dentro del mismo franquismo se iniciaba el debate entre quienes querían mantener el sistema y quienes aceptaban la necesidad de reformarlo. La cara más desagradable del régimen se iba a mostrar sin cosmética, y los sectores del franquismo que querían evolucionar hacia un sistema democrático vieron amenazadas sus aspiraciones. La mayoría eran jóvenes, algunos oportunistas, otros inteligentes, y por supuesto la suma en base tres daba uno. Pero había también algún ilustre personaje de la vieja guardia, el paradigma de los cuales fue Tomás Garicano Goñi.
Garicano había nacido en Pamplona, en 1910. Hizo las carreras militar y jurídica y tomó parte activa en el golpe de Estado de Franco, como oficial muy cercano al general Emilio Mola, otro de los grandes artífices de la rebelión contra la República. Tras la guerra, fue nombrado por designación directa de Franco miembro del Consejo Nacional del Movimiento, que era como decidieron llamarse los conspiradores, a partir de la unificación de todas las fuerzas fascistas: Falange Española, las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) y los tradicionalistas Requetés.
Garicano fue gobernador de Guipúzcoa y Barcelona, y en 1969 fue nombrado ministro de la Gobernación. Estuvo media vida al frente de los aparatos represivos del Estado, pero el cumplimiento del deber a veces se le hacía excesivo y terminó por liberalizarse. Es probable que su paso por Cataluña tuviera algo que ver en el trance, pues entabló buenas relaciones con la burguesía catalanista.1
El general Garicano empezó a sentirse más cómodo con el trato civil de «don Tomás» o «señor Garicano» que con el «vuecencia» o «usía» que conllevan las estrellas. Su plácet fue decisivo para el nombramiento de los primeros obispos auxiliares en Barcelona, todos catalanes y todos progresistas.2
El 16 de diciembre de 1974, el Consejo Nacional del Movimiento aprobó un Estatuto de Asociaciones Políticas que a la izquierda le supo a nada, pero que para el mineral más duro del franquismo suponía el primer gran paso hacia la coincidencia con los demócratas, que cristalizaría en la Transición y culminaría con las elecciones del 15 de junio de 1977. Rodolfo Martín Villa y Juan Antonio Samaranch desempeñaron un gran papel en aquella primera maniobra de desplazamiento, pero la intervención más significativa de aquel Consejo fue la de Garicano, que apoyaba la apertura pero le parecía escasa. Dijo: «La labor de los que hicimos la guerra está prácticamente terminada y ahora hemos de tratar de hacer lo más útil para facilitar la convivencia de quienes nos sucedan. Ellos entienden la política de otra manera, y los que no quieren verlo así es porque no tienen hijos o porque no hablan con ellos. Nuestra actitud ha de ser cara al futuro, no en insistente repaso del pasado, para conseguir la continuidad de la vida pública. Con un Estatuto como el que se nos propone temo que no consigamos ni la anuencia de la continuidad».
Hubo franquistas que empezaron a evolucionar mucho antes de la muerte de Franco, lo mismo que los comunistas. La amistad vigente entre Rodolfo Martín Villa y Santiago Carrillo, después de que el primero detuviera al segundo, significa que desde procedencias distintas hubo un momento a partir del cual dejaron de caminar en direcciones opuestas y comenzaron a converger hacia un punto de encuentro.
Santiago Carrillo (Gijón, 1915) fue delegado de Orden Público en el Madrid en armas, y no han dejado de perseguirle las víctimas fusiladas durante su mandato en Paracuellos del Jarama, aunque él siempre negó cualquier responsabilidad. En 1960 fue elegido secretario general del Partido Comunista de España, desde donde fue el máximo impulsor de la «reconciliación nacional». Con ese ánimo creó la Junta Democrática en 1975, y, una vez lograda la unificación del arco democrático, fue uno de los autores con firma de la Transición, aun a costa de tragarse a la monarquía, al rey designado por Franco y a su bandera de un color menos. Fue diputado en las tres primeras legislaturas.
Rodolfo Martín Villa (Santa María del Páramo, León, 1934) se licenció en ingeniería industrial, pero fue mientras era estudiante cuando entró en contacto con el Sindicato Español Universitario (SEU), de tendencia inspirada en Falange Española, el partido que José Antonio Primo de Rivera había fundado calcando el fascismo italiano, que le fascinaba. El León de la década de 1950, cuando Martín Villa se matriculó en la universidad, no tenía nada que ver con Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla o Valencia, ciudades en las que excepcionalmente era posible fugarse de la autarquía. El ecosistema español restante era en general de principio de salida de la miseria —las cartillas de racionamiento se acababan de eliminar—, la oposición democrática había sido fusilada o estaba en la cárcel y la intelectualidad brillante brillaba por su forzada ausencia. Entrar en el SEU en León era para un estudiante con vis política definitivamente lo más normal; lo excéntrico y heroico era afiliarse a un PC mal visto por méritos propios y por la propaganda adversa, o a un PSOE relativamente activo.
Martín Villa nació a la política en el franquismo, pero pronto entendió que los que habían hecho la guerra tenían alrededor de un cuarto de siglo más que él, y que el futuro de un político joven difícilmente estaría en una causa que sólo por una concatenación de milagros no terminó en 1945, con una fórmula letal en Madrid similar a un disparo suicida en un búnker de Berlín o en una horca en Milán.
La carrera política de Martín Villa siguió en la organización sindical de corte vertical; fue delegado provincial en Barcelona y llegó a secretario general. Para ostentar tales cargos, era preceptivo vestir la camisa azul falangista, levantar el brazo y cantar una horrible letra contrapesada por una buena música himnística, el «Cara al sol». Fue posteriormente al Gobierno Civil de Barcelona, que le aupó, con el dictador descansando ya junto a Primo de Rivera, al Ministerio de la Gobernación, más tarde rebautizado como Ministerio del Interior. Fue él quien modificó el nombre de la cartera, toda una visualización del alto mando de una policía que tenía que pasar de perseguir demócratas a protegerlos, y para que la visualización mejorara, les cambió el color gris emblemático de los uniformes por el que eran conocidos. Cuando hay cambio de gobierno, en cuarenta y ocho horas y sin moverse de su despacho, los funcionarios ven cómo les relevan jefe e ideología. Suele ser traumático. Cambiar de régimen ya es un giro copernicano, un jet lag histórico que cuesta años de aclimatación a quienes lo padecen. Mutar de lobo a cordero no es tan rápido como de virus de la gripe.3
En 1974, Samaranch y Martín Villa vivieron una época de equilibrios. Samaranch se movía bien en los patines desde su etapa de portero de hockey y se hizo un buen hueco en el área deportiva, aunque recuperó su puesto en la sociedad civil catalana como sustituto de Muller en la Diputación. Fue él quien, en un poderoso gesto simbólico, cambió el rótulo de «Diputación de Barcelona» por el de «Palau de la Generalitat», en el edificio histórico de la plaza de San Jaime. Martín Villa calcó los pasos de Garicano, gobernador de Barcelona y ministro de la Gobernación, y suplió con tolerancia lo que la ley le prohibía. Autorizó un comprometido recital de Raimon en el Palacio de los Deportes de Barcelona, el 30 de octubre de 1975, una movilización antifranquista con Franco agonizando; además, la correspondencia que obra en los archivos del Gobierno Civil acredita que toreó muchas presiones de su flanco derecho, algunas procedentes de la sala de banderas de la Capitanía General, y que miró hacia otro lado cuando el pitón izquierdo embestía.
En 1974, Miguel Núñez era responsable del Comité de Barcelona del PSUC y miembro de los comités central y ejecutivo del mismo PSUC y del PCE. Vivía clandestinamente utilizando el nombre de guerra de Saltor y sus pasos iban directos al encuentro con los pasos del enemigo que evolucionaba a adversario, en sintonía con la política de reconciliación nacional que habían promovido sus amigos Santiago Carrillo y Gregorio López Raimundo.
Núñez trató mucho con los estudiantes del partido, que el tiempo repartió en la totalidad del espacio político, como quedó patente en el almuerzo, práctico almuerzo de despedida, que los dirigentes universitarios de aquellos años (1970-1975) le dimos poco antes de su muerte. En aquella mesa se sentaron desde altos cargos del gobierno de Maragall en la Generalitat, hasta una ex ministra del PP y el último estudiante maltratado por la policía, alto cargo igualmente en un gobierno de la derecha. Sostenía Núñez que su contacto con la juventud le hizo reflexionar, y su modestia le llevaba a la hipérbole de que aprendió de ellos más de lo que les pudiera haber enseñado. Abominó del estalinismo y de la burocracia, abrió la prensa comunista a otras ideologías y levantó la excomunión a cristianos, homosexuales y rockeros. Finalmente, después de obtener el acta de diputado en el Congreso, lo que suponía un doctorado honoris causa a su carrera política, Núñez acabó poniendo un océano entre el partido y él, y se largó como un Stevenson más a hacer una revolución diferente a un trasunto de la isla Vailina. La Nicaragua sandinista.
Tomás Garicano había conocido a CC cuando éste era jefe de la Brigada Social en Barcelona y lo nombró jefe superior de Policía en Sevilla, en 1970.
Cuatro años después de su nombramiento como jefe superior de Policía de Andalucía, con sede en Sevilla, a finales de febrero de 1974, CC fue cesado de la peor manera, por teléfono, y tiempo después sería acusado poco menos que de ladrón; el policía se convirtió en delincuente. El último director general de Seguridad nombrado por Franco, el militar Francisco Dueñas Gavilán, fue el encargado de hacer aquella llamada que CC jamás hubiera esperado. El cese fulminante por parte de quien hasta un minuto antes consideraba su amigo le hirió en el sentimiento mucho más de lo que le habían hecho sufrir los comunistas, y probablemente tanto como él les había hecho sufrir a ellos. La primera sensación fue de asombro, pero enseguida siguió la indefensión, para terminar con una sobredosis de angostura en la boca del estómago. El odio es posterior, desciende con la gota de sudor frappé que recorre la columna vertebral sin mojar la ropa. Quienes han vivido una situación similar, pueden entenderlo mejor.
Dueñas, general del ejército, fue nombrado director general de Seguridad en el Consejo de Ministros del 1 de febrero de 1974, pero era un hombre que miraba al futuro, como quien fue nombrado director general del INI en el mismo Consejo, Francisco Fernández Ordóñez, que ostentaría el cargo de ministro de Exteriores durante el segundo gobierno socialista. El nuevo director general de Seguridad no agotó ni los días del mes más corto del año para cesar a CC. Le contó mentiras sobre la necesaria renovación: «Has trabajado mucho y es hora de que otros vengan a relevarnos», pero le echaron sin dejarle dar el relevo a su sucesor, como regía el protocolo, y posteriormente, a los dos meses de haber llegado a su casa de Barcelona, le llegó un tiro de gracia con acuse de recibo en forma de expediente sancionador, consecuencia de una investigación secreta que le habían abierto, sin que él supiera nada. Estaba fechado el 29 de agosto: sanción disciplinaria de suspensión de funciones durante tres años, lo que para un hombre de sesenta supone el fin de su carrera y la imposibilidad de acogerse al beneficio de la prórroga de edad en la jubilación. Peor que la sanción le sentó su motivación: «Falta muy grave de probidad moral y material que le ha sido estimada en concepto de autor y único responsable». En román paladino, le acusaban de haber obtenido dinero de forma irregular para arreglar su vivienda al llegar a Sevilla, de alojarse en un hotel mientras se realizaban las reformas y de llevarse a su casa de Barcelona algunos de los electrodomésticos comprados con tal financiación irregular: «Un farol, dos extractores de aire, cuatro sillas usadas y un soldador eléctrico». No se ahorraron la bajeza de enumerar los utensilios, pero lo que más daño le hizo a CC fue la referencia explícita a la falta de probidad, cuyo sinónimo más al uso es honradez. Si lo hubieran sancionado por torturador se habrían autoinculpado.
CC recurrió por la vía de lo contencioso-administrativo, pero el recurso 849/75, presentado por el procurador Joaquín Alfaro y defendido por el letrado Fernando Elola-Olaso, hijo de un alto cargo franquista, fue desestimado. CC estaba tan indefenso como lo habían estado sus detenidos ante él e invocó lo que ellos habían invocado ajustándose a derecho: nulo margen de defensa, no comprobación de las acusaciones, imposibilidad de citar testigos favorables, tendenciosidad en el redactado de acusación, ausencia de imparcialidad y exceso de celo del funcionario que incoó el atestado. Y el celebérrimo aserto del derecho romano, in dubio, pro reo, ante la duda favorecer al acusado, que por supuesto toda la policía política del franquismo y sus tribunales se cepillaron de oficio y tradujeron en la práctica —no te