Nacidos para ser héroes

Christopher McDougall

Fragmento

cap-1

1

Solo tienes que ponerte en la piel del Carnicero.

Supón, por unos segundos, que eres el general Friedrich-Wilhelm Müller, uno de los dos comandantes alemanes destinados a la isla griega de Creta. Hitler teme que algo terrible está a punto de ocurrir delante de tus narices, algo que podría afectar gravemente a la ofensiva germana, pero tú lo tienes todo bajo control. La isla es pequeña y tus fuerzas son enormes. Dispones, en rigor, de cien mil hombres de tropa avezados, con aviones de reconocimiento escudriñando las montañas y lanchas patrulleras vigilando las playas. Tienes a la Gestapo a tu disposición y provocas suficiente pavor en la población local como para que te hayan dado el mote de «el Carnicero». Nadie va a jugar contigo.

Entonces te despiertas, la mañana del 24 de abril de 1944, y descubres que tu alter ego ya no está: el general Heinrich Kreipe, que comparte el mando contigo, ha desaparecido y no hay siquiera indicios de juego sucio: no hay rastro de disparos o de derramamiento de sangre, ni signo alguno de que haya habido una escaramuza.

Más extraño aún: el general se evaporó en algún punto próximo a la capital, el rincón mejor resguardado con diferencia de la isla. Lo que sea que haya ocurrido, ha sido justo delante de los hombres del propio general. Kreipe tampoco era un soldadito de plomo, sino un tipo duro, un superviviente de la Primera Guerra Mundial condecorado con la Cruz de Hierro, un oficial que se había ganado en combate sus galones y acababa de ser transferido a Creta desde el frente ruso. Contaba con una fuerza de seguridad personal y un chófer armado, y una villa rodeada de perros de presa, alambradas y torretas con ametralladoras.

¿Dónde estaba, entonces?

Todo lo que el Carnicero sabía era esto: poco después de las nueve de la noche, Kreipe dejó el puesto de mando a su cargo y condujo hasta el centro de la ciudad. Era sábado, así que el trasiego peatonal era más denso de lo habitual. Las tropas de las guarniciones periféricas habían sido trasladadas en autobús para ver una película y las calles estaban abarrotadas de soldados. La película acababa de terminar; el Carnicero lo supo porque cientos de soldados habían visto el sedán negro con la enseña del general en el guardabarros abriéndose paso por las calles atestadas. De hecho, el conductor tuvo que hacer sonar el claxon para que se apartaran, e incluso hubo un momento en que bajó el cristal de su ventanilla para advertir en alemán: «Generals Wagen!». Kreipe iba a su lado, erguido en el asiento del pasajero, asintiendo y devolviendo los saludos con la cabeza. Cualquier ruta posible en un kilómetro a la redonda estaba vigilada por puestos de control. El vehículo del general pasó frente al cuartel de la Gestapo y enfiló hacia el último de esos puestos, el estrecho paso abierto en la Puerta de Canae. «Gute Nacht», se oyó decir al chófer del general, y el sedán se deslizó bajo la barrera alzada y abandonó la ciudad.

A primera hora de la mañana siguiente, se encontró el automóvil del general en un trozo de playa justo a las afueras de la ciudad. El oficial y su chófer ya no estaban, como tampoco los estandartes con las águilas estampadas que ornamentaban el guardabarros delantero. Alrededor del coche había una serie de extraños objetos: una novela de Agatha Christie, el envoltorio de una chocolatina Cadbury, varias colillas de cigarrillos ingleses Player’s y una boina verde de las que usaban los comandos británicos. En el salpicadero del vehículo había una carta. Estaba dirigida a «las autoridades alemanas en Creta» y decía que Kreipe había sido capturado por una fuerza expedicionaria británica, que ya lo había puesto a buen recaudo fuera de la isla. La carta estaba protocolariamente sellada con cera roja y con emblemas circulares, e incluía una desenfadada posdata: «Sentimos de veras tener que dejar atrás este hermoso vehículo».

Algo no encajaba. El general debía de haber sido capturado después de abandonar la ciudad, pero su vehículo fue hallado a solo veintinueve minutos de ella, yendo por la carretera. De modo que, en ese breve lapso de tiempo, los misteriosos firmantes habían perpetrado una emboscada, desarmado y reducido a dos prisioneros, fumado un paquete de cigarrillos, compartido algunos tentempiés, perdido una boina, calentado y derretido la cera y... ¿qué más? ¿Hojeado el periódico? ¿Era esto un secuestro o unas vacaciones en familia? Además, esa franja de costa estaba profusamente iluminada por potentes reflectores antiaéreos y vigilada regularmente por aviones. ¿Por qué iba un grupo de comandos entrenados a escoger la parte más expuesta de la isla como punto de extracción del rehén? Desde esa playa en particular, el barco de rescate tendría que haberse dirigido al norte y atravesado cientos de millas por aguas infestadas de alemanes, lo que lo hubiera convertido en un pato de feria nada más despuntar el alba.

Quienquiera que hubiese hecho esto estaba empeñado en demostrar abiertamente que era británico, que estaba calmado y que tenía todo bajo control. Solo que el Carnicero no compraba esa hipótesis. Esta era la segunda guerra mundial en su haber y, hasta donde él sabía, nunca antes un general había sido secuestrado. No había precedentes de esta clase de acciones, ni tácticas para ello, así que debían de haber procedido sobre la marcha; lo cual implicaba que, tarde o temprano, meterían la pata y caerían directamente en sus manos. En rigor, ya habían cometido un grave error: el de subestimar seriamente a su adversario. Porque el Carnicero había considerado sus estratagemas y se había dado cuenta de dos cosas: que aún se encontraban en su isla, y que estaban en plena huida para ponerse a salvo.

cap-2

2

Los valerosos que maten serán asesinados.

Los valerosos que no maten vivirán.

LAO-TZU

Una mañana primaveral del año 2012, me detuve en el punto donde fue hallado el automóvil del general, preguntándome lo mismo que el Carnicero: ¿adónde diablos podían haberse dirigido?

A mis espaldas está el mar Egeo. Delante no hay más que un embrollo de zarzas hasta la altura de mi pecho, y que conducen a un acantilado. En la lejanía y dividiendo la isla en dos, cual gigantesca valla fronteriza, se yergue la escarpada sierra en que destaca el nevado monte Ida, la cumbre más alta de Grecia. La única vía de escape posible es la costa meridional, pero solo hay una forma de llegar hasta allí, y es sorteando esa cumbre de 2.400 metros de altura. La sola caminata supondría un desafío enorme, pero... ¿hacerla, además, con un prisionero rebelde a rastras y una numerosa partida de caza pisándote los talones? Imposible.

—¡Eh! —oigo de pronto, un grito desde algún punto entre las zarzas, y luego veo una mano que sale de ellas, como si quisiera parar un taxi—. Acércate.

Chris White permanece anclado en el sitio, alzando el brazo para que yo pueda localizarlo, con los ojos fijos en lo que sea que ha encontrado. De inmediato, me cuelgo la mochila a los hombros y comienzo a abrirme paso con dificultad hacia él, los arbustos me rasgan la ropa. Nadie que hoy esté vivo sabe más que Chris White de lo que sucedió con el general Kreipe, lo cual es en sí extraño: no hay ninguna razón para que Chris White deba saber algo de lo que ocurrió con el general Kreipe. No es un académico ni un experto en historia militar. No habla griego ni alemán y, siendo un pacifista de toda la vida, no es aficionado a los episodios bélicos. En su vida diaria, Chris es un trabajador social a cargo del cuidado de ancianos y personas con discapacidades intelectuales en la apacible ciudad inglesa de Oxford, pero por las noches, y durante los fines de semana, se entierra bajo una pila de mapas topográficos y libros descatalogados, en un cuartito de madera detrás de su cabaña en el campo. Siguiendo la tradición de los grandes obsesivos británicos aficionados a un tema, Chris se ha pasado los últimos diez años juntando los fragmentos del gran misterio al que se enfrentó el Carnicero aquella mañana del 24 de abril de 1944: ¿cómo se hace desaparecer a un general alemán en una isla que es un enjambre de tropas alemanas?

Era cuestión de magia. Y eso era lo que fascinaba a Chris White de todo este asunto. Era una trama tan absolutamente ajena al espíritu nazi, que resultaba un desafío: en lugar de la fuerza y la brutalidad, el plan era confundir a Hitler con una estratagema desbordante de ingenuidad y finura. No habría balas, ni sangre, ni civiles de por medio. Matar al general lo hubiera convertido solo en una baja más de la guerra; no matarlo, en cambio, equivaldría a descargar un puñetazo encima de la mesa y causar una pizca de temor en los individuos que en esos momentos aterrorizaban a toda Europa. El auténtico enigma resultante lograría enloquecer a los nazis y plantaría la comezón de la duda en la mente de cada soldado: si esos fantasmas eran capaces de raptar al hombre más protegido de una isla completamente fortificada, ¿acaso había alguien de veras a salvo?

Pero raptarlo era solo el principio. El Carnicero habría de asignar todos los efectivos disponibles a la cacería, y estos eran cuantiosos. Pondría a sus tropas a peinar los bosques, perros de presa a buscar cualquier rastro, aviones de reconocimiento a zumbar sobre las montañas y fotografiar los senderos por los que brincaban las cabras, para que luego los exploradores sobre el terreno los siguieran a pie. La Gestapo ofrecería sobornos y recompensas, y activaría su red de colaboracionistas locales. El Carnicero contaba con más de un soldado por cada cuatro civiles, lo que le confería un nivel de seguridad mayor incluso que el de una prisión de máxima seguridad, y eso era precisamente en lo que se había convertido Creta: una prisión vallada por el mar. Ante todo, Creta nunca había sido una isla cualquiera, al menos a los ojos de Hitler. El Führer consideraba Creta como un punto crucial en el trasiego de tropas y suministros alemanes destinados al frente ruso, y pretendía mantenerla a resguardo como a una cámara acorazada de un banco. El menor indicio de resistencia cretense, había dicho Hitler, debía ser aplastado con eine gewisse Brutalität («una buena pizca de brutalidad»).

Y para que quedara claro lo que quería decir con Brutalität, puso la isla en manos de su guerrero soñado: el general Müller, un veterano del 17, con una Cruz de Hierro concedida por su valor extremo y cuya cualidad implacable le granjeó muy pronto el apodo de «el Carnicero de Creta». El principal asistente del Carnicero era un sargento de la Gestapo llamado Fritz Schubert, un alemán nacido en Oriente Medio, más conocido como «el Turco». Con su piel aceitunada y su gran fluidez en griego e inglés, el Turco era capaz de disfrazarse de pastor y olfatear información aquí y allá, en los cafés y plazas de los pueblos. Su truco preferido era ponerse un uniforme inglés, sacar del calabozo a un cretense condenado a muerte y ofrecerle la libertad si accedía a presentar al Turco en el entorno de su aldea como el integrante de un comando británico que había venido a colaborar con la Resistencia. «Eran muy habilidosos, acostumbrados como estaban a engañar a gente candorosa», recordaría tiempo después un superviviente cretense.

Pero en esta ocasión existía la posibilidad de que fuera el propio Carnicero el timado. Quizá si los captores se excedieron deliberadamente en dejar todos aquellos rastros en torno al vehículo del general era porque querían jugar con él y obligarle a preguntarse, en efecto, si Kreipe estaría aún en la isla. En consecuencia, desplegaría todas sus tropas en las montañas... solo para dar vueltas por ahí y descubrir de un momento a otro que las tropas aliadas estaban en las playas. Si era así, ¡bravo!: el Carnicero tenía que aplaudir su astucia.

Creta, esa isla remota y pequeñita, constituía en secreto una de las fuentes constantes de ansiedad para Hitler. «En enero de 1943 afloró el miedo a que Grecia y Creta fueran invadidas», me explicó Antony Beevor, el historiador militar inglés cuyo padre sirvió en el área de inteligencia en tiempos de guerra. «El terror alemán más profundo era a un levantamiento cretense en la retaguardia.» Las fuerzas de Hitler comenzaban a estar dispersas y a menguar peligrosamente, al ocupar más de una docena de países, mientras libraban feroces batallas en toda Rusia y el norte de África. Una puñalada en la espalda en Creta podía ser un desastre. Fuera como fuese, el Carnicero tenía que resolver en breve este lío: cuanto más tiempo estuviese perdido el general, más débil y vulnerable se veía él mismo, a ojos de sus enemigos y también a los de sus hombres.

Así que al mediodía de esa primera mañana, elaboró un plan para atrapar a las ratas. Desde muy temprano, sus aviones arrojaron octavillas sobre Heraklion, la ciudad costera que habría de convertirse en la capital de Creta:

SI EL GENERAL NO ES LIBERADO EN UN LAPSO DE TRES DÍAS,

TODAS LAS ALDEAS DEL DISTRITO DE HERAKLION SERÁN

QUEMADAS HASTA LOS CIMIENTOS. LAS MÁS SEVERAS MEDIDAS

DE REPRESALIA CAERÁN SOBRE LA POBLACIÓN CIVIL.

El reloj avanzaba. El Carnicero contaba con muchos y valientes soldados; lo que ahora precisaba eran civiles asustados. «Veamos cuán lejos llegan esos bandidos cuando todo el mundo en la isla se vuelva contra ellos.»

Chris White apartó las zarzas y me indicó algo. En el polvo del terreno, un débil rastro conducía a un túnel a ras de suelo que se adentraba en la maleza. No era precisamente un rastro, pero sí lo mejor que habíamos encontrado en toda la mañana.

—Pasaron por aquí —dijo Chris—. Vamos.

cap-3

3

Chris tomó la delantera. Las zarzas formaban una maraña espesa a lo largo del sendero y el suelo era inestable a causa de los guijarros. La huella insistía en virajes donde no debía —dando media vuelta o desapareciendo en barrancos imprevistos—, pero Chris no cejaba de avanzar. Siempre que el sendero parecía terminar, él a su vez desaparecía entre la maraña hasta que, finalmente, la indicación de su mano me llegaba de nuevo:

—¡Eh!

«No», me decían mis entrañas, «esto está mal». ¿Para qué iba alguien a despejar un camino que de pronto se daba de bruces con una roca? ¿O se introducía en un barranco, y luego salía de él, en lugar de bordearlo? Tuve que recordarme que estábamos avanzando según la lógica de las cabras; en Creta, las cabras abren la marcha y los pastores las siguen, adaptándose al instinto del animal en el paisaje. Una vez que dejé de dudar de la lógica cabruna, reparé en lo pulido de las piedras y recordé algo más: el agua solo circula en una dirección. No importaba lo raros que fuesen los giros a que nos condenaban esos vericuetos; estábamos ganando altitud. De manera imperceptible, estábamos abriendo un hoyo, igual que un gusano, en el promontorio y hacia arriba.

—¿No te impresiona? —dijo Chris—. Es posible que, antes de que llegáramos nosotros, nadie haya caminado por este sendero desde la ocupación alemana. Es como entrar en un antiguo sepulcro.

Muy pronto, nos hallamos traqueteando a un paso constante por la senda. O, más bien, Chris traqueteaba y yo lo seguía. Él abría la marcha y avanzaba sin problemas, mientras yo me concentraba en mantener su ritmo. Soy diez años más joven que Chris y, según creía, estoy en mucha mejor forma que él, por lo que resultó humillante enfrentarme al hecho de que este funcionario de servicios sociales sesentón, que nunca hace ejercicio y que parecería más cómodo sentado en una mecedora leyendo el periódico de los domingos, pudiese avergonzarme con su resistencia y agilidad cerro arriba.

—Debe de ser algo innato —me dijo, encogiéndose de hombros.

¿Lo era? Para averiguarlo estaba yo en Creta, precisamente.

En la Antigüedad, los hombres llamaban a Creta «la Astilla», y cuando el avión en el que viajamos está a punto de aterrizar, sin que exista ningún indicio de tierra a la vista, entendemos por qué. Justo cuando parece que vamos a hundirnos en el mar, el piloto escora el avión y la isla aflora ante nuestros ojos con sus bordes de espuma, como si acabara de surgir de las profundidades. En el puerto situado detrás del aeropuerto, se yergue una lóbrega fortaleza de piedra, una reliquia veneciana del siglo XVI, que solo contribuye otro poco a la sensación de estar entrando en un túnel del tiempo, a un paso de ingresar en un mundo convocado desde el pasado.

Creta cuenta con otro apodo —«la Isla de los Héroes»— que descubrí solo por accidente. Estaba investigando acerca de Filípides, el antiguo mensajero griego que inspiró el maratón olímpico, cuando me topé con una extraña referencia a un Filípides moderno llamado George Psychoundakis, más conocido como «el Payaso». El Payaso inspiraba algo reverencial. Cuando las fuerzas de Hitler invadieron Creta, de la noche a la mañana pasó de ser un criador de ovejas a ser un correo en las montañas de la isla al servicio de la Resistencia. De algún modo, George fue capaz de sortear desafíos que asombrarían a cualquier atleta olímpico: podía escalar promontorios nevados con una mochila de treinta kilos a la espalda, correr ochenta kilómetros o más por la noche a base de una dieta famélica que solo consistía en heno hervido, y ser más astuto que un escuadrón de la muerte de la Gestapo que lo tenía acorralado. George no era siquiera un soldado entrenado; era un pastor que llevaba una vida lenta y apacible hasta el día en que los paracaidistas alemanes comenzaron a caer sobre su casa.

Hasta entonces, yo creía que los secretos de antiguos héroes como Filípides eran en parte un mito o se habían perdido para siempre, pero ahora había, según decían, un hombre normal que realizaba las mismas hazañas de hacía dos mil quinientos. Y no estaba solo en su cometido. El propio George contaba la historia de un compañero de pastoreo que había salvado él solo a una aldea llena de mujeres y niños cuando estaban a punto de ser masacrados por los alemanes. Estos habían acudido al pueblo buscando armas y sospecharon al ver que todos los hombres se habían marchado y ninguna mujer se negaba a decir nada. El comandante alemán alineó a las mujeres para su ejecución, pero justo cuando iba a dar la orden de fuego, su cabeza estalló en el aire. Un pastor llamado Costi Paterakis había corrido al rescate a través de los bosques, y llegó justo a tiempo de hacer puntería desde una distancia de cuatrocientos metros. Los demás alemanes se dispersaron para ponerse a cubierto... y quedaron al alcance de las miras telescópicas de los combatientes de la Resistencia que venían pisándole los talones a Costi.

«Aún me parece uno de los momentos más espectaculares de la guerra», decía un agente británico de la Resistencia local que salvó la vida gracias al silencio de esas valerosas mujeres. La historia es tan conmovedora que nos resulta fácil olvidar lo que verdaderamente se necesitó para que ocurriera. Costi hubo de dejar a un lado su instinto de conservación y exponer su propio cuerpo al peligro; tuvo que cubrir varios kilómetros a campo abierto y a toda velocidad, sin desfallecer; tuvo que dominar con rapidez la rabia, el pánico y la fatiga, y refrenar su corazón agitado en el momento de apuntar con firmeza su arma. No fue solo un acto de coraje: fue el triunfo del heroísmo innato y el autodominio del cuerpo.

Cuanto más he indagado en Creta durante los años de la Resistencia, más historias como esa he encontrado. ¿Hubo de veras un estudiante de secundaria peleando codo con codo con los rebeldes tras las líneas alemanas? ¿Quién fue el prisionero famélico que escapó de un campo de prisioneros de guerra y se convirtió en maestro de las represalias, llegando a ser conocido como «el León»? Y sobre todo, ¿qué ocurrió realmente cuando un puñado de inadaptados intentó sacar a hurtadillas de la isla al comandante alemán? Hasta los nazis comprendieron, al desembarcar en Creta, que habían entrado en un tipo absolutamente distinto de combate. El día que fue condenado a muerte por crímenes de guerra, el jefe del Estado Mayor de Hitler no culpó a los jueces de Nuremberg por su destino. No culpó a sus tropas por perder la guerra; ni siquiera al Führer por abandonarlo a su suerte. Echó la culpa a la Isla de los Héroes.

«La resistencia increíblemente tenaz de los griegos retrasó en dos o tres meses vitales el ataque alemán a Rusia», se lamentó el general Wilhelm Keitel poco antes de ser conducido a la horca. «De no ser por ese prolongado retraso, el resultado de la guerra hubiese sido completamente distinto ... y otros estarían hoy aquí sentados.»

Y en ningún otro punto de Grecia fue la Resistencia más ingeniosa, más diligente y duradera que en Creta. Cabe preguntarse, entonces, ¿en qué se apoyaba exactamente?

Hubo una época en que esa pregunta no habría supuesto ningún misterio. Durante buena parte de la historia de la humanidad, el arte del heroísmo no se dejaba en manos del azar; era más bien un empeño multidisciplinario centrado en la nutrición óptima, el autodominio corporal y el condicionamiento psicológico. Las destrezas del héroe eran estudiadas, practicadas y perfeccionadas, y enseguida pasaban de padres a hijos y de maestros a discípulos. El arte del heroísmo no consistía solo en ser valiente; era cuestión de ser tan competente que la valentía dejaba de ser la cuestión. No se trataba de que uno cayera por una buena causa; el objetivo era resolver el modo de no ser abatido. Aquiles y Ulises (Odiseo) y el resto de los héroes clásicos detestaban la idea de morir y se aferraban con uñas y dientes a cada segundo de vida. El gran logro de un héroe en términos de inmortalidad era ser recordado como un paladín, y los paladines no mueren absurdamente. Todo giraba en torno a la habilidad de desencadenar los tremendos recursos de fuerza, resistencia y agilidad que mucha gente no se da cuenta que posee.

Los héroes aprendían a utilizar su propia grasa corporal como combustible en vez de depender de grandes explosiones de azúcar, como hacemos casi todos hoy en día. Aproximadamente, una quinta parte de nuestro cuerpo es grasa almacenada; un cúmulo de valiosa energía calórica lista para ser quemada y suficiente para impulsarnos a subir y bajar una montaña sin ingerir una pizca de comida... siempre y cuando sepamos cómo sacarle provecho. Valerse de la grasa como combustible es un secreto que suelen olvidar los atletas participantes en pruebas de resistencia, pero cuando en efecto lo recuperan, los resultados son asombrosos. Mark Allen, el mayor triatleta de la historia, dio el gran salto adelante cuando descubrió una forma de quemar la grasa corporal en lugar de los carbohidratos. Esto revolucionó su enfoque de la disciplina y lo condujo a seis títulos de Ironman y a terminar siempre entre los tres primeros en casi cualquier carrera, durante toda su trayectoria, además de ser reconocido en 1997 como el «hombre en mejor forma del mundo».

Los héroes tampoco acumulan gran masa muscular; en lugar de ello, se valen de la fuerza magra, pero muy eficaz, de la fascia, el poderoso tejido conjuntivo que recubre nuestro cuerpo como un gran envoltorio de goma. Bruce Lee era un practicante regular de las artes marciales hasta que quedó fascinado con el Wing Chun, la única arte marcial creada por una mujer. El Wing Chun se apoya en golpes secos «fasciales» en lugar de la fuerza muscular. Lee se volvió tan asiduo a controlar el poder de su fascia que terminó perfeccionando un golpe de unos tres centímetros de alcance, un breve latigazo en que el puño apenas se movía y podía hacer volar por la habitación a un hombre que era el doble de su tamaño. El poder de la fascia es un recurso igualitario y casi inagotable. Es la razón de que los guerreros masái, en sus rituales de saltos, puedan brincar hasta la altura de un hombre, y es la esencia del pancracio griego y el jiu-jitsu al estilo brasileño, dos de las modalidades más letales de autodefensa jamás ideadas.

Los héroes han de ser maestros de lo impredecible. Entrenan su amígdala practicando «movimientos naturales», que solían ser el único tipo de movimientos que conocíamos. Solo para sobrevivir, los humanos debían ser capaces de correr por el páramo sorteando por encima o rodeando cualquier obstáculo en su camino, saltando sin miedo y aterrizando con precisión. Al inicio de la década de 1900, un oficial de marina francés llamado Georges Hébert se volcó en el estudio del movimiento natural, observando la forma de jugar de los niños —cuando correteaban, trepaban y reñían— y comenzó a apreciar la importancia de la espontaneidad y la improvisación. Cuando después se evaluó a los discípulos del movimiento natural de Hébert en cuanto a su fuerza, velocidad, agilidad y resistencia, alcanzaron marcas que estaban a la par de las que obtenían los decatletas de clase mundial.

Esta es la razón por la que los griegos no esperaban a que los héroes aparecieran; ellos los forjaban. Perfeccionaban la dieta de un héroe que frena el hambre, aumenta el poderío individual y transforma la grasa corporal en combustible para la acción. Desarrollaban técnicas para controlar el miedo y las descargas de adrenalina, y aprendían a disponer de la fuerza oculta y muy notable del tejido elástico corporal, que es mucho más poderosa y efectiva que los músculos. Hace más de dos mil años se tomaron muy en serio el asunto de liberar a nuestro héroe interior. Y luego desaparecieron de escena.

O quizá no. Cuando un profesor de enseñanza secundaria de la localidad de San Antonio, en Texas, llamado Rick Riordan empezó a reflexionar acerca de los chicos problemáticos de su clase, quedó sorprendido por una idea que, en rigor, venía a ponerlo todo patas arriba: o bien los más salvajes de entre esos chicos no eran hiperactivos, o bien eran tan solo héroes fuera de contexto. Después de todo, en otra época, el mismo comportamiento que hoy en día se aplaca mediante el Ritalin y sanciones disciplinarias hubiera sido un sello de grandeza, el florecimiento temprano de un verdadero paladín. Riordan barajó esta idea, imaginando las posibilidades. ¿Qué pasaría si a los niños fuertes y asertivos se los reorientase en lugar de desalentarlos? ¿Y si hubiera para ellos un lugar, un campamento de entrenamiento al aire libre que fuese como un parque recreativo, donde pudieran dar rienda suelta a esos instintos naturales de correr, luchar, trepar, nadar y explorar? Lo llamaríamos Campamento Híbrido, fue lo que concluyó Riordan, porque eso es lo que en realidad somos: mitad animales y mitad seres superiores, a medio camino entre ambos y no muy seguros respecto a cómo equilibrarlos. Riordan se empleó en la escritura y dio origen a un personaje que es un chico problemático de un hogar disfuncional llamado Percy Jackson, quien llega a un campamento en mitad del bosque y se transforma cuando el atleta olímpico que lleva dentro se manifiesta, es pulido y reorientado.

La fantasía de Riordan, de una escuela para héroes, de hecho existe hoy en día: en pequeñas partes dispersas en todo el planeta. Las habilidades han sido fragmentadas, pero buscando un poco, uno da con todas ellas. En un parque público de Brooklyn, una antigua bailarina de ballet se precipita hacia la vegetación circundante y regresa con una bolsa de la compra repleta de los mismos superalimentos en que confiaron en su momento los antiguos griegos. En Brasil, el que fue un vendedor ambulante en las playas está reviviendo el arte olvidado del movimiento natural. Y en una cuenca polvorienta de Arizona llamada Oráculo, un genio silencioso desaparece en el desierto tras brindar sus enseñanzas a unos pocos y grandes atletas, y aunque parezca extraño, a Johnny Cash y los Red Hot Chili Peppers: es decir, el antiguo secreto de emplear la grasa corporal como combustible.

Pero el mejor de todos los laboratorios de enseñanza fue una cueva en una montaña detrás de las líneas enemigas; fue allí donde, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, un puñado de pastores griegos y aficionados británicos se confabularon para hacer frente a cien mil soldados alemanes. No eran gente fuerte por naturaleza, ni estaban entrenados de modo profesional, ni eran conocidos singularmente por su coraje. Eran hombres buscados, que serían inmediatamente ejecutados si daban con ellos, pero que, apoyándose en una dieta de hambre, crecieron en su potencial. Cazados y perseguidos por una jauría, se fortalecieron. Se convirtieron en personas nacidas para ser héroes que decidieron seguir las huellas del mayor de todos, Ulises, e intentar su propia versión del caballo de Troya.

Era una misión suicida... Suicida, claro está, para cualquiera que no dominase cierto arte muy, muy antiguo.

cap-4

4

Cuando Hitler tomó el poder, Churchill no apeló a su juicio sino a una de sus intuiciones más hondas ... Y eso era justo lo que necesitábamos.

C. P. SNOW

Científico y maestro del espionaje en

tiempos de guerra. Conferencia «Ciencia

y gobierno» (Harvard, 1961)

Cuatro años antes, Inglaterra parecía condenada sin remedio. Fue la realidad a la que Churchill se enfrentó al asumir el cargo de primer ministro en 1940.

«Se nos informa que herr Hitler tiene un plan para invadir las islas británicas», anunció él mismo. De hecho, en ese preciso momento el comandante de blindados Erwin Rommel hacía estragos a orillas del canal de la Mancha con su legendaria «División Fantasma», así conocida porque irrumpía en territorio enemigo a tal velocidad y de una forma tan sobrenatural —en una ocasión avanzó cerca de trescientos kilómetros en un solo día—, que se pensaba que Rommel caería sobre Londres veinticuatro horas después de un estrepitoso desembarco en las playas británicas.

Claramente, la rendición era la única esperanza para Inglaterra. Por cada avión británico, Hitler tenía tres; por cada soldado inglés, Hitler tenía dos. Las manadas de lobos submarinos (los U-Boot) y las minas magnéticas habían convertido el canal de la Mancha en una trampa mortal, dejando inutilizados nada menos que once de los cuarenta destructores de la Marina Real. Los soldados británicos tenían los ojos inyectados en sangre, pero apenas contaban con armamento; decenas de miles habían sido ya capturados o muertos, y los supervivientes se habían desembarazado de sus armas y equipo en la huida precipitada desde el continente. Las tropas alemanas, por el contrario, eran tan disciplinadas y feroces y estaban tan eufóricas, que Hitler deseaba realmente que calmaran su ímpetu y no se dispersaran en exceso por avanzar a tanta velocidad.

«Caballeros, han visto por sí mismos la locura criminal que fue intentar defender esta ciudad», dijo el propio Hitler al recorrer los restos humeantes de Varsovia, que había sido bombardeada hasta quedar convertida en un páramo de pesadilla, sembrada de escombros y cuerpos en descomposición, mientras su alcalde era arrastrado hacia Dachau. «Solo desearía que algunos estadistas de otras naciones, que parecen deseosos de transformar Europa en una segunda Varsovia, tuviesen la posibilidad de apreciar, como han hecho ustedes, el verdadero significado de la guerra.»

Pero Churchill sí apreciaba el verdadero significado de Hitler. Durante los primeros y caóticos meses de la embestida nazi, pocos intuyeron más rápido que él, a través del humo de sus cañones y el boato del Tercer Reich, lo que anidaba en el interior del hombre que estaba detrás de toda aquella destrucción. «Si piensan que están tratando con un estadista como otros», advirtió el líder inglés al Parlamento, «o un forjador de imperios, o incluso un vulgar megalómano, están cometiendo un terrible error». La guerra no era el medio del que se servía Hitler para lograr un fin más grande; para él la guerra era en sí misma lo más grande de todo.

«El poder nazi», insistía Churchill, «deriva de su fuerza y del placer de la persecución». El miedo y el dolor eran una pasión erótica para «estos individuos siniestros». Según había comentado el propio Hitler, el día más maravilloso de su juventud fue uno de los más oscuros en la historia de la humanidad: el día que se vio «superado por un éxtasis de entusiasmo» al oír que había estallado la Primera Guerra Mundial. «En ese momento caí de rodillas y di gracias al cielo, con el corazón desbordante.» Como soldado, el cabo Hitler adoraba el escenario macabro de la primera línea de fuego; se resistió al momento de ser evacuado de las trincheras, cuando la metralla le desgarró el muslo, y en su primera noche de vuelta al frente, una vez recuperado de las heridas, estaba demasiado excitado para poder dormir y se dedicó a rondar por ahí con una linterna en la mano, ensartando ratas con su bayoneta, hasta que alguien le arrojó una bota y le conminó a que lo dejara.

«Cuando vemos la malevolencia tan original y la agresión tan ocurrente que nuestro enemigo despliega», advertía Churchill, «debemos ciertamente estar preparados para toda clase de novedosas estratagemas y toda clase de maniobras brutales y traicioneras».

De modo que Churchill mismo recurrió a una novedosa maniobra de su invención. Este era un nuevo tipo de combate, así que Churchill deseaba contar con un nuevo tipo de combatiente: fantasmas solitarios con la inventiva y la autoconfianza necesarias para poner a prueba «las leyes no escritas de la guerra», en palabras del primer ministro, y causar cualquier estrago que pudieran imaginar. El ejército británico era superado en armamento y en número, pero por esa vía quizá lograran emparejar la situación, haciendo que regimientos enteros de alemanes quedaran atados en la búsqueda de un solo hombre. O una sola mujer. O una sola mujer que, en el caso de un voluntario en particular, en realidad era un hombre. Lo que Churchill buscaba era que, cuando un soldado alemán cerrara los ojos para intentar dormir, se viera acosado —y perseguido— por sombras letales.

Para una operación semejante no podía valerse de soldados veteranos en el campo de batalla; todo aquel combatiente preparado para luchar era necesario en las trincheras. En cambio, la nueva operación ideada por Churchill comenzó a reclutar poetas, profesores, arqueólogos... A quienquiera que hubiese viajado un poco y se desenvolviera bien en países extranjeros. Dos profesores de mediana edad sintieron tal entusiasmo cuando oyeron lo que Churchill tramaba, que revirtieron su condición de objetores de conciencia y decidieron que lo mejor era pelear. Para los académicos británicos, esto era como su mundo de fantasía hecho realidad. Los clásicos eran equivalentes a sus tebeos; habían crecido leyendo las Vidas de Plutarco —«la Biblia de los héroes», como había dicho Emerson— y alcanzado la madurez con la mente puesta en las aventuras de Ulises y Ricardo Corazón de León, y Sigurdo el Cazador de Dragones. Sabían bien que, en la antigua Grecia, guerras enteras podían cambiar de rumbo por la acción de uno o dos individuos extraordinarios.

Un momento... El alto mando británico quedó horrorizado. ¿De verdad pensaba Churchill enviar a estos bichos raros a enfrentarse con los más implacables asesinos del planeta? Los nazis ya habían arrasado los ejércitos de nueve naciones europeas y el contragolpe que Churchill tenía en mente era... ¿este? No son comandos, argüían los generales del primer ministro; son una calamidad.

Si sus pasaportes falsos y su ridículo acento no los delatan, los aldeanos de por allí lo harán; tan pronto como estos inadaptados sean arrojados tras las líneas enemigas, dependerán, para alimentarse y ocultarse, de la misma gente que muy probablemente los entregará a la primera ocasión. ¿Por qué motivo iba un granjero a cambiar su propia vida por la de un británico, cuando se viera con las armas de las tropas de asalto apuntándole a la cara? Los aventureros de Churchill no tendrían escapatoria si comenzaban a buscarlos, y ninguna esperanza si al final los atrapaban; en el código de guerra, si no hay un uniforme a la vista, no hay clemencia. No los conducirían en fila hasta los campos donde los visitaría la Cruz Roja, como a otros prisioneros de guerra; por el contrario, serían apaleados y torturados hasta confesar a gritos cualquier secreto que ocultaran y luego serían ejecutados allí mismo.

Pese a ello, Churchill se mostró inflexible. Pocos sabían que, en los primeros años de su vida, él mismo había sido una de esas calamidades. Difícilmente podía considerárselo de «la estirpe de la que están hechos los gladiadores», señalaba William Manchester, su biógrafo y autor de The Last Lion. «Enfermizo, descoordinado y debilucho, de manos blancas y frágiles como las de una niña, con un ceceo constante y un leve tartamudeo al hablar, siempre estuvo a merced de los bravucones, que lo golpeaban, escarnecían y agredían arrojándole pelotas de críquet. Tembloroso y humillado, solía ir a ocultarse en un bosque cercano.» El joven Winston estaba tan lejos de la rudeza que solo podía tolerar ropa interior de seda, e incluso en invierno tenía que dormir desnudo bajo unas sábanas que también eran de seda. «He sido maldecido con un cuerpo tan débil», se quejaba, «que a duras penas soporto las fatigas de cada día». Con el tiempo, sin embargo, Churchill se las arregló para dejar de ser un alfeñique amedrentado y convertirse en un arrojado corresponsal de guerra y oficial del ejército que llegaría a ser, al mismo tiempo, el mayor defensor de la libertad en Gran Bretaña, con un cigarro puro siempre asomado en la comisura de los labios y su aspereza de bulldog. Si él pudo hacerlo, sus pares igual de inadaptados también podrían, Churchill estaba seguro de eso.

Y sus inadaptados le creyeron..., pues algunos de ellos habían visto ya en carne y hueso a un auténtico superhéroe. Sucedía cuando miraban por la ventana y esperaban a que apareciera Thomas Edward Lawrence —vencedor de duelos a cuchillo, conquistador de malhechores, cabecilla de los bandidos del desierto— montado en su gran motocicleta Brough Superior, recorriendo con estruendo los campos de Dorset. Lawrence de Arabia era más que un ídolo para ellos; era su hoja de ruta evolutiva, una guía de la transformación que él mismo había experimentado, y que le sirvió para dejar de ser como ellos y convertirse en... él. A comienzos de la Primera Guerra Mundial, Lawrence había sido una rata de biblioteca y tan inepto como estos inadaptados lo eran ahora; como académico de Oxford, con la complexión propia de una chica preadolescente y una aversión conocida a los deportes de cierta rudeza, por no hablar de las peleas, Lawrence fue asignado, en un primer momento, a dibujar mapas y sellos postales del ejército, y estaba tan fuera de lugar en el campo de batalla que un superior lo descartó para estos menesteres, diciendo que era «un joven cretino y presuntuoso» que «lo que busca es que le den una buena paliza».

Entonces ocurrió algo. Lawrence cabalgó adentrándose en el desierto, y alguien más cabalgó para salir de su interior. El «hombrecillo de camisas de seda», como se describía a sí mismo, desapareció, y en su lugar había ahora un guerrero con turbante y una cimitarra al cinto, cicatrices de heridas de bala en el pecho y, colgado a la espalda, un rifle de infantería con muescas de las presas abatidas. Nadie esperaba que todavía estuviese vivo, no digamos ya comandando una banda de salteadores árabes. Lawrence se las había ingeniado para organizar a esos nómadas tribales y convertirlos en un pelotón de asalto montado en camellos, liderándolos en incursiones relámpago (atacar y replegarse, esa era la consigna) contra las fuerzas del Imperio otomano. El graduado de Oxford era capaz de dar un brinco y quedar a horcajadas sobre un camello a toda velocidad, arrojar cartuchos de dinamita contra el enemigo y desvanecerse en las tormentas de arena, para luego reaparecer a varios miles de kilómetros de distancia y alejarse al galope de los hierros retorcidos de otro tren recién saboteado. El mismo coronel que había pretendido doblegar la altanería de Lawrence, estaba ahora impresionado por su «valentía y aguante»; entretanto, sus enemigos le hacían un cumplido aún mayor: los turcos habían fijado una recompensa de quince mil libras esterlinas por su cabeza, vivo o muerto, que es el equivalente actual a más de medio millón de dólares.

Allí, en la tierra salvaje, Lawrence había aprendido un secreto. Había retornado en el tiempo, a un lugar en que los héroes no eran una raza aparte: solo tenían una crianza diferente. Eran tipos corrientes que habían conseguido dominar habilidades extraordinarias y descubierto que al recurrir a cierto tipo de conocimientos arcaicos, podían funcionar con notables dosis de vigor, fuerza, valor y astucia. Los griegos antiguos lo sabían; toda su cultura se sustentaba sobre la premisa de que cada uno está tocado, en alguna medida, por la divinidad. Para ser un héroe, uno debía aprender a pensar, correr, pelear y hablar —incluso a comer, dormir y gatear— como un héroe.

Sin duda, unas excelentes noticias si uno era un arqueólogo tuerto como John Pendlebury, o un joven artista sin un duro como Xan Fielding, o un poeta y playboy errante como Patrick Leigh Fermor; tres hombres cuyo destino quedaría entreverado en Creta. Posiblemente, Churchill les ofrecía, a inadaptados como ellos, una sentencia de muerte —y para muchos al final lo fue—, pero además les ofrecía una nueva forma de vida. Si Lawrence de Arabia pudo aprender el arte del heroísmo, ellos también podían.

Esta era su oportunidad.

cap-5

5

El hombre apropiado en el lugar apropiado es un arma devastadora.

Lema de las Fuerzas Especiales

del Ejército de Estados Unidos

Mi versión personal de Lawrence de Arabia —la persona que me hizo ver por primera vez que el heroísmo era una habilidad, no una virtud— fue una mujer de mediana edad con grandes gafas redondas que dirigía una pequeña escuela de primaria en el área rural de Pennsylvania. El 2 de febrero de 2001, Norina Bentzel estaba en su despacho cuando un hombre armado con un machete irrumpió en el centro escolar para atacar a los niños que tenía a su cargo. Han pasado diez años desde que oí lo sucedido y solo ahora empiezo a entender la respuesta a una pregunta:

¿Por qué no escapó Norina?

¿Cómo puede una directora de escuela de cuarenta y dos años, que nunca ha participado en una pelea, hacer frente a un veterano de guerra desquiciado y ponerse a luchar con él, una lucha sin cuartel y valiéndose solo de sus manos, levantando un metro sesenta del suelo? Ya es notable que tuviera la tenacidad de encararse con él, pero el auténtico enigma es la razón por la que insistió en su empeño cuando, al poco de comenzar, se dio cuenta de que estaba condenada a perder esa batalla. Porque esa es la terrible verdad del heroísmo: las pruebas no comienzan cuando uno está preparado para ellas o cesan cuando uno está cansado. Uno no goza de tiempos muertos, precalentamientos o permisos para ir al baño. No importa que uno esté sufriendo dolor de cabeza o usando los pantalones equivocados o —como de hecho le ocurrió a Norina— vistiendo una faldita y tacones bajos en mitad de un pasillo de la escuela que a cada segundo se torna más resbaladizo con su propia sangre.

Michael Stankewicz era un profesor de Ciencias Sociales en una escuela de secundaria de Baltimore cuando comenzó a experimentar raptos de ira y paranoia después de que su tercera esposa lo abandonara. Sus violentas amenazas le granjearon el despido, el internamiento hospitalario y, eventualmente, la cárcel. Una vez quedó libre, cogió un machete y condujo hasta el colegio en el que sus hijastros habían asistido tiempo atrás: la Escuela Básica de North Hopewell-Winterstown, situada en el apacible condado rural de York (Pennsylvania). Justo antes de la hora de comer, Norina Bentzel miró casualmente por la ventana y vio a alguien colándose en el colegio por la puerta principal, detrás de una madre con sus dos hijos pequeños. Cuando fue a ver de quién se trataba, descubrió a un extraño escudriñando hacia el interior del jardín de infancia.

—Señor, disculpe —le dijo—. ¿Puedo ayudarle? ¿Busca a alguien?

Stankewicz se dio la vuelta de sopetón, de pronto extrajo el machete del bolsillo de su pierna izquierda y lanzó un corte a la garganta a Norina; falló por un pelo y solo logró cortar la identificación que colgaba de su cuello. Por la mente de Norina cruzó al instante un pensamiento desolador, extrañamente articulado: «No hay nadie alrededor que pueda ayudarme». Estaba sola ante esa situación. Lo que hiciera en los siguientes, breves, segundos determinaría quién saldría con vida del colegio.

Norina podría haber gritado y huido. Podría haberse hecho un ovillo y rogar misericordia, o haber arremetido contra Stankewicz para sujetarle la muñeca; sin embargo, en lugar de eso, cruzó los brazos delante de su cara haciendo una X y retrocedió alejándose de él. Stankewicz siguió dando machetazos a destajo, pero Norina se movía al compás de las embestidas, sin apartar nunca la vista de él o permitirle que acortara la distancia que los separaba y la tirara al suelo. Norina condujo a Stankewicz por el pasillo lejos de las aulas y en dirección a su oficina, donde se las arregló para colarse dentro, echar el cerrojo a la puerta y presionar la alarma que dejaba encerrados a los niños en el aula, todo ello con su mano llena de heridas y empapada en sangre.

Lo hizo un segundo demasiado tarde. Justo en ese momento, algunos de los niños estaban saliendo de clase cuando sonó la alarma y Stankewicz fue tras ellos. Enseguida le hizo un tajo a la maestra en el brazo, a una niña le cortó la coleta del pelo y a un chico le rompió el brazo. Los críos corrieron hacia la oficina, donde Norina se enfrentó una vez más a Stankewicz. El machete impactó con fuerza en sus manos, seccionándole dos dedos. Norina parecía estar acabada, de manera que el agresor dio media vuelta en busca de nuevas víctimas... y ese fue el momento en que Norina brincó hacia delante, envolviéndolo en un abrazo de oso, colgándose de su espalda con las últimas fuerzas que le quedaban, al tiempo que el agresor lanzaba golpes a diestro y siniestro y arremetía y...

Clinc.

El hombre soltó el machete. La enfermera del colegio lo recogió y corrió a ocultarlo en una sala. Stankewicz se tambaleó hacia el escritorio, con Norina aún aferrada a él por detrás. Muy pronto les llegó el ruido de sirenas y sonoros pasos aproximándose. Norina había perdido casi la mitad de su sangre, pero la trasladaron a toda prisa al hospital, justo a tiempo para salvarle la vida. Stankewicz se rindió.

Las palabras «suerte» y «coraje» fueron mencionadas con frecuencia en los días que siguieron al ataque, solo que, de todos los factores involucrados, la suerte y el coraje eran los menos significativos. El coraje lo mete a uno en líos, no necesariamente lo ayuda a salir de ellos. Y a menos que el sujeto resbale y caiga, no hay nada de afortunado en el hecho de enfrentarse a un hombre que se aproxima armado con un machete. Norina Bentzel sobrevivió, ante todo, porque tomó una serie de decisiones de manera instantánea y sometida a una presión extraordinaria, y su índice de éxito fue lo que marcó la diferencia entre la vida y la muerte.

Al cruzarse de brazos y retroceder, adoptó de manera instintiva exactamente la misma postura recomendada en el pancracio, el antiguo arte griego de la lucha sin reglas, incorporado más adelante en la Segunda Guerra Mundial por los «Mellizos Celestiales», Bill Sykes y William Fairbairn, cuya técnica de combate cuerpo a cuerpo aún la utilizan en las Fuerzas Especiales. Norina no se tambaleó frenéticamente o huyó a un callejón sin salida, sino que maniobró hacia atrás con un objetivo claro. Si hubiese permitido que su adrenalina alcanzara el nivel crítico, habría quemado toda su energía al instante y quedado indefensa. En cambio, fue Stankewicz quien se quedó sin gasolina, permitiendo que Norina esperara su oportunidad y lo redujera.

En términos de fuerza, contundencia y salvajismo, el agresor de Norina la superaba abrumadoramente. Así, en vez de entrar en una pugna de músculo contra músculo, dio con una solución mejor. Se apoyó en su fascia, el tejido conjuntivo fibroso que encapsula nuestros cuerpos bajo la piel. La parte superior del cuerpo cuenta con un cinturón de fascia, o aponeurosis, que recubre el pecho desde una mano hasta la otra. Al rodear por detrás a Stankewicz con sus brazos, Norina cerró la brecha en la fascia, se transformó en un lazo humano

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