Una mujer con atributos

Lillian Hellman

Fragmento

Prólogo

Dicen que su voz era a la vez furibunda, divertida, triste, afectuosa, áspera y sutilmente femenina. Dicen que se reía a menudo como para suavizar la seguridad con la que soltaba algunas de sus aseveraciones. Cuando habla de sí misma de joven, me gusta imaginarla como una Rosalind Russell en la película Luna nueva: ácida, brillante y provocadora, poniendo en tela de juicio cada palabra que suelta un Cary Grant perplejo que no logra seguir su ritmo. El relato de su vida tiene el poderoso imán de esa voz, la de una mujer sin domesticar que jamás vivió en cautiverio, aunque tuviera que pagar un precio por ello, sin ir más lejos, ese largo pleito en su vejez contra la también escritora Mary McCarthy, a la que denunció por difamación.

Lillian Hellman fue una mujer con carácter, como se decía antes, de convicciones firmes defendidas hasta la terquedad. Nada de relativismos morales. En 1952, ante el Comité de Actividades Anti-Americanas, declaró sin dudarlo: «No puedo recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año». Me gusta el símil, tan femenino, de modista. Si Hellman podía trivializar lo serio es porque se tomaba muy en serio lo cotidiano. ¿Quizá fuera eso más fácil cuando ella se formó, en los años veinte y treinta del siglo pasado, que en 2014? Esta es una de las preguntas que sugiere la lectura de sus memorias. Parece que entonces fuera más sencillo ignorar las convenciones puesto que eran tan claras, saltarse los límites puesto que eran tantos, sorprender puesto que tantas cosas eran nuevas. Sin embargo no es el sabor de lo añejo lo que nos deparan sus memorias, sino una sorprendente vigencia. Hellman vivió tiempos convulsos, de cambios sociales, económicos y políticos, cambios en los valores y las costumbres no muy distintos de los de ahora. Tuvo una profesión, la de guionista y dramaturga, marcada por la incertidumbre, donde la continuidad dependía estrictamente de su propia fuerza e inventiva, como les ocurre hoy a tantos profesionales, pertenezcan o no a sectores creativos.

En lo personal, he de confesar que enfrentarme a las memorias de esta gran mujer me ha llevado a enfrentarme casi sin querer a mi propia biografía. Viéndome con el ejemplar de Pentimento en la mano, mi madre me recordó que mi padre había conocido personalmente a Lillian Hellman. Yo no lo recordaba, pero claro, apenas debía de ser una adolescente entonces. Sí recordaba el entusiasmo que mi padre, el productor, guionista y director de cine José María González Sinde, tenía por la obra y la vida de Hellmann. Hasta 1979 no se publicaron sus memorias en España, aunque Mujer inacabada es de 1969, y Pentimento, de 1973, pues se dice que ella tenía prohibido publicar o representar sus obras mientras viviese Franco y en España hubiese una dictadura. Mi padre corrió a comprarlas y se las regaló a mi madre exactamente en el día de San Valentín, con el jocoso ruego en la dedicatoria de que no se tomase lo de «mujer inacabada» personalmente. Que no iba con segundas, vamos.

Debió de ser entonces, en los primeros ochenta (Hellman murió en junio de 1984), cuando mi padre atravesó los previsibles obstáculos hasta llegar a una artista célebre y logró entrevistarla. Él era español, lo cual supongo que para la señora Hellman era ya una buena carta de presentación, pero nada vinculaba a mi padre con el mundo personal o profesional de la gran autora, salvo que él también era un hombre de izquierdas y también trabajaba en el cine. Pertenecían a generaciones muy distintas (mi padre nació en el año 1941, ella en 1905), pero ambos compartían una sensibilidad social o, digamos, una afinidad electiva que en el caso de mi padre le llevó a la militancia comunista en la clandestinidad, y a ella a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que la incluyó en la lista negra de guionistas no contratables, provocó su ruina económica, le hizo perder su casa de campo y mandó a la cárcel a su pareja, Dashiell Hammett, escritor de novela negra.

En 1969, cuando Mujer inacabada se publicó, Hellman contaba sesenta y cuatro años y hacía ocho que su pareja, Hammett, quince años mayor que ella, había muerto. Para entonces ella había ido dejando poco a poco el cine y el teatro, y pasó a dar clases en la universidad. Con Mujer inacabada ganó el National Book Award. Pentimento, que es un complemento perfecto del primer libro, llegó en 1973. En 1976 Hellman publicó su tercer volumen de memorias, Scoundrel Time, en castellano Tiempo de canallas, no incluido en este volumen, pues versa exclusivamente sobre la persecución política a la que ella y Hammett, junto a muchos otros, fueron sometidos en los años cincuenta. Mi padre compró la edición mexicana. Quizá era ese el período con el que, junto con las andanzas de Hellman en la Guerra Civil española, más se identificaba. Había una mezcla de admiración y agradecimiento hacia los intelectuales extranjeros que defendieron la República, pero especialmente hacia los norteamericanos que décadas después sufrirían una nueva persecución por esas ideas izquierdistas. En los sesenta, mi padre también estuvo en prisión por sus convicciones políticas, como Dashiell Hammett, y también creía, como en cierto modo lo hacía la señora Hellman, que el cine, el teatro y la literatura podían y debían contener visiones de la realidad que contribuyeran a transformar la sociedad o al menos a advertir de cuanto en ella no funciona.

Al recordarme mi madre algo que yo había olvidado por completo, que mi padre había pasado quizá una tarde, o incluso más tiempo con Hellman en su casa de Martha’s Vineyard, sentí una enorme alegría. Poca introducción iba a tener que redactar. Con transcribir el texto de mi padre, trabajo hecho. ¿Quién mejor que la propia autora respondiendo de viva voz a las preguntas de un español para presentarla a los lectores y lectoras contemporáneos? ¡Una entrevista exclusiva e inédita! Frotándome las manos, empecé a abrir cajas y archivadores. Removí cielo y tierra, maleteros y trasteros, pero mi padre murió en 1992 y desde entonces el tiempo ha hecho su propio trabajo: hoy, varias mudanzas después, la carpeta con la etiqueta «LILLIAN HELLMAN» ha desaparecido. De aquella tarde, quizá de ese lunch regado con algún martini, no ha quedado rastro.

A cambio de esas palabras de primera mano perdidas que posiblemente afloren algún día (yo nunca tiro la toalla), puedo contar que la vida me ha concedido otras pistas y otras herramientas para comprender a Hellman. También yo he terminado siendo guionista de cine, cosa que no imaginaba cuando con dieciocho o diecinueve años leí sus libros y sus obras de teatro (mi padre quería montar La loba y un verano estuvimos haciendo una versión en castellano mano a mano). También yo he vivido en el sur de los Estados Unidos, conocí Nueva Orleans en 1982, cuando estudiaba en Jackson, capital del estado de Mississippi, y puedo asegurar que ese paisaje geográfico y humano era tan mágico, extraño y misterioso como se desprende del recuento de Hellman, y tan lleno de conflictos, tensiones y contradicciones en las relaciones personales, sea por las diferencias de clase o de raza, como ella dibuja en su intenso y peculiar afecto por su cocinera negra Helen o por el haya que la crió, Sofronia. Por otra parte, también yo he acabado por embarullarme públicamente en política y también, como la señora Hellman, he padecido algún desencanto.

Aunque Hellman no se detiene en ello, pues las mujeres de su generación, aunque se tuvieran por feministas, no veían necesario hacer bandera de sus convicciones y hubieran encontrado humillante que alguien señalara para bien y para mal su condición de escritoras; ser mujer y escribir profesionalmente en los años treinta o cuarenta no era frecuente. Puede dar la impresión de que sí lo fuera, porque algunas escritoras como ella o su íntima amiga Dorothy Parker tuvieron mucho éxito, pero es una percepción distorsionada. Eran pocas y no era fácil que las tomaran en serio. No es que desde entonces hayamos avanzado mucho; las artes siguen siendo uno de los sectores más reacios a la igualdad. El del cine es un gremio duro, como también lo es el del teatro; hay mucho riesgo y mucho dinero en juego, y aunque el trabajo en equipo en el que todos dependemos de todos favorezca la camaradería, también hay que tener los pies muy bien asentados en la tierra para que los éxitos y los fracasos te pillen entera. Lillian Hellman se hundió más de una vez, como nos confiesa sin tapujos, pero tenía el instinto y la inteligencia para recuperarse y volver a sentarse ante la máquina de escribir. Ese era su secreto: trabajar, trabajar y trabajar. Trabajando es cómo logró ganarse el respeto de pesos pesados de la industria, como el productor Samuel Goldwyn o el director William Wyler. Y además pronunciando frases como «no hay nada en mi vida de lo que me avergüence», palabras con las que dejaba a todos planchados, sobre todo, porque las creía, las defendía y las practicaba.

Hellman, además de crear personajes de ficción para doce obras de teatro y once películas, se convirtió en personaje ella misma. Empezó Dashiell Hammett, de quien se dice que la usó como modelo para Nora Charles, la leal e inteligente esposa del detective Nick Charles, protagonista de El hombre delgado, la novela policíaca y luego película protagonizada por William Powell y Myrna Loy. Después llegó la película Julia, en 1977, dirigida por Fred Zinnemann, protagonizada por Jane Fonda en el papel de Hellman y Vanessa Redgrave en el de su amiga Julia, y basada en uno de los capítulos de Pentimento, un capítulo, por cierto, no exento de polémica, pues años después una mujer acusó a Hellman de haberse apropiado de su historia personal para el libro.

Como los enemigos acérrimos, las polémicas y los enfrentamientos abundaron en la vida de Hellman, tras su muerte siguió la fascinación por ella; se continuaron publicando extensas biografías y se escribieron nuevas obras de teatro, como Cakewalk, de 1993, del escritor Peter Feibleman, uno de sus últimos amigos o amantes. Y hay más: en 1999, Kathy Bates dirigió una película para televisión, Dash and Lilly, y en 2002 Nora Ephron estrenó una obra de teatro titulada Imaginary friends basada en enfrentamiento en los tribunales de Hellman y May McCarthy. Basten estos ejemplos como ilustración, porque la lista es larga, como también es larga y constante la lista de reposiciones de sus obras.

Si hoy, cuando se cumplen treinta años de su muerte, la personalidad de Lillian Hellman y el modo en que vivió su vida siguen generando preguntas, reflexiones y el deseo de conocerla y seguirle el rastro, no es solo porque sus experiencias contengan alguna clase de lección de los tiempos pasados que resulta útil para las nuevas generaciones; es que esa voz furibunda, divertida, triste, afectuosa, áspera y sutilmente femenina que encontrarán ustedes en estas páginas sigue viva y nos sigue apresando.

ÁNGELES GONZÁLEZ-SINDE

junio de 2014

Mujer inacabada

 

A Hannah, Dick y Mike

1

Nací en Nueva Orleans; mi madre, Julia Newhouse, de Demopolis, Alabama, se enamoró, y continuó enamorada, de Max Hellman, cuyos padres habían llegado a Nueva Orleans con la inmigración alemana de los años 1845-1848 y allí tuvieron a sus hijos: mi padre y sus dos hermanas. Mucho antes de nacer yo, la familia de mi madre se trasladó de Demopolis a Cincinnati y luego a Nueva Orleans, ambas ciudades convenientes, supongo, para tres muchachas casaderas.

Pero mi primer recuerdo los sitúa en un gran apartamento de Nueva York: mis dos tías jóvenes y muy guapas; su taciturno hermano de rostro adusto, y la mujer callada, poderosa, severa, que era su madre, Sophie Newhouse, mi abuela. Sus hijos, sus criados, todos sus parientes, a excepción de su hermano Jake, la temían, y otro tanto me ocurría a mí. Ya de pequeña me disgustaba sentir ese miedo y fanfarroneaba para protegerme de él.

El apartamento de los Newhouse poseía, en la calidad de los objetos y en la actitud de las personas, ese talante de la clase media alta que nunca llega a tener verdadero estilo. Un ambiente pesado pendía sobre las preciosas habitaciones ovaladas. Ciertamente, había fiestas para mis tías, pero las fiestas, a juicio de una niña que atisbaba desde el cuarto de los criados, resultaban tan calladas que durante mucho tiempo estuve convencida de que en las ocasiones especiales los adultos movían los labios sin emitir ningún sonido. Los días posteriores a la fiesta se oían anécdotas emocionantes sobre los nuevos pretendientes, pero estos no eran nunca lo bastante buenos y las fiestas, sin duda, no eran lo suficientemente buenas para quienes podrían haberlo sido. Por otra parte estaba la comida de los domingos, a veces con la asistencia de tíos y tías abuelos, llenas de manifiesta maledicencia sobre quién tenía más dinero, o quién lo gastaba con excesiva prodigalidad, quién heredaría qué, quién había comprado una alfombra que duraría eternamente, quién una joya de la que más le valdría haber prescindido. Eran reuniones corporativas, en las que mi abuela ocupaba el inesperado puesto de vicepresidenta. El presidente era su hermano Jake, el único ser humano ante el que la vi ceder. Al principio pensé que eso se debía a que él era más rico y se encargaba de lo que llamaban administrar el dinero de ella. Pero se trataba de una explicación demasiado sencilla: era un hombre con una gran fuerza, proclive, al igual que ella, a doblegar el espíritu de la gente por el mero placer de ejercitarse. Pero también era ingenioso, tenía bastante mundo y consideraba que sus maquinaciones financieras eran naturales no solo para su propio provecho, sino también para el del país, lo cual le parecía cómico. (Solo una vez tuve verdadero contacto con mi tío Jake: cuando a los quince años acabé el colegio, me regaló un anillo que llevé a una casa de empeños de la calle Cincuenta y nueve, me dieron veinticinco dólares y me compré libros. De inmediato fui a decírselo, pues ese día, creo, decidí que alguna vez debía producirse la ruptura. Se me quedó mirando y al cabo de un rato se rió y pronunció las palabras que más tarde usé en The Little Foxes: «Veo que a pesar de todo tienes carácter. Casi todos los demás están hechos de almíbar».)

Pero aquel apartamento de Nueva York que visitábamos varias veces por semana, la casa de veraneo adonde acudíamos una vez al año en calidad de hija y nieta pobres, me convirtió en una niña airada y me provocó para siempre una desenfrenada prodigalidad mezclada con respeto hacia el dinero y quienes lo poseen. Las épocas de respeto estuvieron cargadas de autodesprecio y siempre cometí mis peores errores durante esos períodos. Sin embargo, una vez escrita y sepultada The Little Foxes, ese conflicto perdió importancia, de la misma manera que la imagen de la familia de mi madre se iría desdibujando hasta casi desvanecerse.

No dejaba de ser natural que mi primer afecto se dirigiera hacia la familia de mi padre. Él y sus dos hermanas eran libres, generosos, divertidos. Pero, del mismo modo que yo pintaba a toda la familia materna de un solo color, consideraba excesivamente extraordinaria a la familia de mi padre, y más tarde volví ambos juicios extremos contra mi madre.

En realidad mi madre era una excéntrica de carácter dulce, la única mujer de clase media que he conocido que no rechazó la clase media —eso habría constituido un acto de voluntad—, sino que la esquivó de todas todas. Le gustaban la vida sencilla y las gentes sencillas, y habría sido más feliz, creo, de haber permanecido en la atrasada zona rural de Alabama, cabalgando a sus anchas los caballos de los que hablaba tan a menudo, en lugar de añorar toda su vida a los hombres y las mujeres negros que le enseñaron la única religión que conoció. Yo ignoraba qué decía cuando movía los labios en una iglesia baptista, en una catedral católica o, más raras veces, en una sinagoga, pero estaba claro que era posible hallar a Dios en todas partes, pues varias veces a la semana nos deteníamos en una iglesia, la que fuera, y al parecer se sentía a gusto en todas.

Pero las naturalezas simples también pueden ser complejas, y eso crea problemas a los niños, que desean que todos los adultos sean nítidamente una cosa u otra. Me desconcertaba e irritaba la pasividad de mi madre porque se combinaba con una inquebrantable obstinación. (Mi padre no fue considerado un marido adecuado para una muchacha rica y guapa, pero el profundo temor que mi madre sentía hacia la suya no logró vencer su profundo amor por mi padre, si bien debido a ese mismo temor mis tías no se casaron nunca y mi tío no contrajo matrimonio hasta que murió su madre.)

Daba la impresión de que mamá solo hacía lo que quería mi padre y, sin embargo, vivíamos tal como ella quería que viviésemos. Deseaba fervientemente retenerlo y complacerlo, pero las protestas de mi padre no lograban alterar las extrañas manías ya identificadas por Freud. La hechizaban las ventanas, las puertas y las estufas, y muchas veces se pasaba hasta media hora ante ellas, o al salir de casa se empeñaba en volver mientras la esperábamos en la calle hiciera el tiempo que hiciese. Y traía a casa tristes señoras de mediana edad que conocía por casualidad en un banco del parque, para que llenaran de miserias la sala de estar: relatos sencillos de enfermedades, de pobreza o de soledad a lo largo de la tarde acababan a menudo con una invitación a cenar, con gran fastidio por parte de mi padre.

Recuerdo una ocasión en que pintaron nuestro apartamento y la semana que en principio debía durar el trabajo se alargó hasta convertirse en tres porque uno de los dos pintores, un hombre bajito y enfermizo con acento italiano, no tardó en descubrir que mi madre era una oyente comprensiva. Cumpliendo con su deber, se subía a la escalera a las nueve de la mañana, pero a las once ya estaba sentado en el sofá con el cuento de la joven esposa que murió de parto, el niño que se había quedado en Italia, la madre enferma y medio muerta de hambre que vivía en la Toscana, las noches en Nueva York, donde no conocía a nadie con quien comer o charlar. Después del almuerzo, que preparaba nuestra malhumorada cocinera irlandesa y que servía mi madre para ocultar el malhumor de la otra, el pintor se encaramaba otra vez a la escalera y pintaba durante un par de horas, mientras mi madre le instaba a que dejara de trabajar y saliera a disfrutar de un día agradable al sol. Una vez, hacia el final de la larga tarea —el otro pintor no volvió después de los primeros días—, regresé a casa con varios libros de la biblioteca y me molestó encontrar al pintor instalado en mi silla preferida. Me detuve en el umbral y, mientras miraba enfadada a mi madre, el pintor le preguntó:

—Su hija. ¿Cuántos años?

—Quince —respondió mi madre.

—En Italia, quince no es joven. ¿Está sana?

—Muy sana —afirmó mi madre—. Los de su generación tienen los pies más grandes que nosotros.

—Lo pensaré —dijo el pintor—. Ya le diré algo.

Advertí que mi madre no entendía a qué se refería, pues sonrió y asintió con la cabeza como hacía siempre que sus pensamientos estaban en otra parte, pero yo me enfurecí y se lo conté a mi padre durante la cena. Él se rió y yo me levanté de la mesa, aunque después le dijo a mi madre que el pintor no debía volver por casa. Unos años después, cuando llevé a cenar a un joven apuesto y despreocupado que se emborrachó como una cuba e insistió en descender por el muro del edificio desde nuestro apartamento del octavo piso, mi padre, que lo miraba desde la ventana, comentó: «Tal vez deberíamos intentar localizar a ese pintor de paredes italiano». Mi madre llevaba cinco años muerta cuando comprendí que yo la había querido muchísimo.

Mi parto había sido peligrosamente mal llevado por un elegante doctor de Nueva Orleans y a ella le quedó el permanente temor a volver a pasar por el trance, de modo que fui hija única. (Veintiún años después, estando yo casada y encinta, sintió el mismo temor por mí y no ocultó su satisfacción cuando perdí al bebé.) Yo tenía treinta y cuatro años, había estrenado dos obras con éxito y llevaba catorce o quince años bebiendo mucho aun teniendo un cuerpo que se llevaba mal con la anarquía, cuando un médico me habló de los problemas que afectaban a los hijos únicos durante toda su vida. Ciertamente necesitaba que un médico me revelara la violencia y el desorden de mi vida, si bien siempre supe qué poderes tenía una hija única. No fui más mala ni menos generosa ni más desagradable que otros niños, pero no acababa de encontrar el equilibrio en un mundo en el que sabía cuán importante era para otras dos personas que sin duda me amaban por lo que era, pero que también disfrutaban utilizándome para atacarse mutuamente. Creo que no lo hacían de manera consciente, en general se trataba de bromas afectuosas, aunque pronto descubrí que las chanzas de mi padre sobre lo mucho que le gustaba el dinero a la familia de mi madre, sobre cómo mi abuela materna había cortado las alas a sus hijos, sobre su deseo de considerarnos —a él y a mí— unos vagabundos ajenos a la familia y sin valor en el mercado, eran más que simple choteo. Deseaba conquistarme para que me pusiera de su lado, y lo consiguió. Era un hombre atractivo, ocurrente, irascible, orgulloso, y —como intuí muy joven pero no supe con certeza hasta mucho después— en su vida hubo otras mujeres. Por lo tanto sus ataques a la familia de mamá no obedecían siempre a los motivos invocados.

Cuando yo tenía unos seis años, mi padre perdió la importante dote de mi madre. Nos mudamos a Nueva York y fuimos pobres de solemnidad hasta que por fin él comenzó a ganarse bien la vida como viajante de comercio. Durante aquel tiempo regresamos cada año a Nueva Orleans para pasar seis meses con sus hermanas. Por lo tanto me trasladaban de la escuela de Nueva York a la de Nueva Orleans sin prestar atención a la época del año o la calidad del colegio. Esta constante necesidad de adaptarme a dos mundos muy distintos convirtió mi formación académica en una especie de frenético partido de tenis, unas veces contra niños que golpeaban con fuerza y brillantez, otras contra niños que apenas sabían sostener la raqueta. Este es posiblemente el motivo por el que nunca destaqué en la escuela ni en la universidad y la razón de que deseara que me dejaran en paz para poder leer a solas. Descubrí a muy temprana edad que ante cualquier otra prueba que no fuera la lectura conseguía saltar con gracia y facilidad el primer obstáculo, pero caía de bruces al correr hacia el siguiente.

2

En la parte del jardín donde la casa hacía esquina se alzaba una gran higuera que tres encinas situadas delante de ella y a los lados impedían ver desde la pensión de mis tías. Supongo que no descubrí los placeres de la higuera hasta los ocho o nueve años y, aunque después he vivido en muchas casas, algunas de ellas construidas para mí, todavía la considero mi primer y más querido hogar.

En aquella extraña vida mitad en Nueva York y mitad en Nueva Orleans, no tardé en advertir que a mis profesores de Nueva Orleans les incomodaba porque iba adelantada respecto a mis compañeros de clase, y que a mis profesores de Nueva York les irritaba porque iba demasiado atrasada. Pero en Nueva Orleans encontré una solución: hacía novillos al menos una vez a la semana, y con frecuencia dos veces, a sabiendas de que nadie se preocuparía ni se molestaría en dar cuenta de mi ausencia. Aquellos días salía muy arreglada hacia la escuela, con los zapatos de hebilla bien lustrados y un elegante sombrero para protegerme de lo que llamaban «el clima», con mis libros y una cestita llena de deliciosos manjares que mi tía Jenny y Carrie, la cocinera, me preparaban para el almuerzo. Doblaba en la bocacalle, seguía hasta Saint Charles Avenue y me quedaba sentada en un banco como si esperase un tranvía, hasta que los huéspedes de la pensión y los vecinos se habían ido a trabajar o retirado para el descanso que todas las señoras del Sur consideraban necesario después del desayuno. Entonces corría hacia la higuera, ocultándome detrás de los arbustos para asegurarme de que no me amenazaba ningún peligro en la casa. La higuera era grande, sólida, acogedora, y con el tiempo llegué a convencerme de que me quería, me echaba de menos cuando yo no estaba y aprobaba todos los aparejos que había dispuesto para los días felices que pasaba en sus brazos: tenía un columpio para dejar los libros de texto, una cuerda para izar la cesta del almuerzo, un agujero para guardar la botella de refresco que tomaba por la tarde, una caña de pescar y una maloliente bolsita de carnada añeja, una almohada bordada con el retrato de Henry Clay montado a caballo que le había robado a la señora Stillman, huésped de mis tías, y un colgador de verdad para dejar el vestido y los zapatos y tenerlos limpios cuando regresara a casa.

En aquel árbol aprendí a leer, inundada de las pasiones que solo experimentan los amantes de los libros, ávida, muy joven, desconcertada por casi todo lo que leía, sudando para tratar de entender un mundo de adultos del que huía en la vida real pero al que deseaba desesperadamente incorporarme en los libros. (No relacionaba los hombres y las mujeres adultos de la literatura con los que veía a mi alrededor. Constituían una especie distinta para mí.)

En la higuera descubrí que me entusiasmaban todos los seres que vivían en el agua. Cierto es que el agua era agua de alcantarilla y que la pesca difícilmente podía llamarse así; a veces las cosas que flotaban en las acequias de Nueva Orleans no eran bonitas, pero yo no sabía qué era bonito y todas me gustaban. Después del almuerzo —los huéspedes varones regresaban a la pensión para una buena comida y una siesta— la calle volvía a ser un lugar seguro, con solo el ruido de Carrie y sus ayudantes en la cocina, y tenía la certeza de que jamás pasarían del porche trasero o del gallinero. Entonces bajaba de mi árbol para sentarme junto a la acequia con mi caña y la carnada. Con frecuencia atrapaba algún cangrejo que había subido desde el golfo, más a menudo pescaba mi presa preferida, la langosta, y a esa hora segura a veces conseguía al menos seis para mi cesta. Hacia las dos y media, cuando la casa y la calle empezaban a animarse de nuevo, regresaba a mi árbol y durante otro par de horas leía, dormitaba o pasaba lo que yo llamaba la hora enferma. Ha transcurrido demasiado tiempo y ya no recuerdo por qué consideraba «enferma» esa hora, pero desde luego no me refería a un malestar físico. Creo que pensaba en un atisbo de tristeza, un primer reconocimiento de que había tanto que entender que tal vez nunca se llegaba a encontrar el camino, y los primeros indicios, quizá, de que ese camino no sería fácil para un carácter como el mío. No estoy segura de que sintiera todo eso entonces, pero sé con seguridad que estaba subida en la higuera cuando, unos años más tarde, me sorprendió por primera vez el conflicto que me perseguiría, me perjudicaría y me beneficiaría durante el resto de mi vida: simplemente, el deseo obstinado, incesante, imperioso de estar sola y el encontronazo con el deseo de no estar sola cuando no quería estarlo. Ya intuía que los demás no lo tolerarían, aunque, siendo hija única, durante el resto de mi vida actué como si a mí me lo toleraran y debieran tolerármelo.

Me gustaba mucho más la temporada en Nueva Orleans que los seis meses que vivíamos en el apartamento de Nueva York. La vida en la pensión de mis tías me parecía extraordinariamente sustanciosa. Y qué curioso conjunto formaba mi familia. Mis dos tías, Jenny y Hannah, hermanas de mi padre, eran mujeres altas y corpulentas, divertidas y generosas, hijas de una tradición alemana culta y refinada, que se habían visto en la necesidad de ganarse la vida y se la ganaban sin quejarse, si bien Jenny, la más guapa y enrevesada, tenía frecuentes arranques de un mal genio interesante. Era raro, pensaba yo entonces, que trataran a mi madre, quien tan a menudo me irritaba, como si fuera una valiosa pieza de loza china llegada de un mundo desconocido para ellas. Y en cierto sentido así era: mi madre procedía de una familia rica, era menuda, de cuerpo delicado y encantadora —en realidad era una mujer fuerte y valerosa, pero tardé años en averiguarlo—, y puesto que mis tías querían mucho a mi padre, se portaban bien con ella y la protegían de los huéspedes de cuna más humilde. Dudo que comprendieran —yo sí lo entendía en virtud de cierta malicia infantil— que disfrutaba con los inquilinos y los escuchaba con la simpatía que Jenny no podía permitirse. Supongo que ninguno de ellos ofrecía gran interés, pero me fascinaba lo que imaginaba que ocurría tras sus puertas.

Advertía que el señor Stillman, un hombre corpulento, desenvuelto y bien parecido, flirteaba con mi madre y desafinaba al cantar. Sabía que un huésped llamado Collie, un hombre demasiado delgado y triste de edad indefinida, trabajaba en el banco de su tío y se emborrachaba todas las noches. Era el preferido de las huéspedes de la pensión, pues creían que no viviría mucho. (Se equivocaban: más de veinte años después, cierta vez que fui a visitar a mis tías ya jubiladas, me lo encontré en el restaurante Galatoire y tenía exactamente el mismo aspecto.) Y había dos hermanas ajadas, sensuales y risueñas que se llamaban Fizzy y Sarah y decían querer a los niños y a todos los árboles. Una vez oí una pelea entre mi madre y mi padre en la que ella dijo que a él le gustaba Sarah. Me pareció indigno de mi madre y me alegré cuando mi padre rechazó riendo la acusación. Decía la verdad por lo que respectaba a Sarah: la que le gustaba era Fizzy, y el día que los vi reunirse delante de un restaurante de Jackson Avenue y subir a un taxi no se borró de mi memoria durante muchos años. Me sentí invadida por una ira ciega, por unas ganas de llorar que no sabía explicar, por la compasión y el desprecio hacia mi madre, por un deseo intenso de seguirles para ver lo que quiera que fueran a hacer y matarles. Al cabo de una hora me arrojé desde la copa de la higuera y me rompí la nariz, aunque no me di cuenta de que me había roto un hueso y solo sentí un dolor espantoso.

Corrí de inmediato en busca de Sophronia, que había sido mi niñera cuando yo era pequeña, antes de que nos mudáramos, o medio mudáramos, a Nueva York. Trabajaba para una familia que vivía en una casa grande a la que había que ir en tranvía desde la nuestra y cuidaba a dos chiquillos pelirrojos a quienes yo detestaba, regocijándome en mis perversos celos. Sophronia fue el primer y más inequívoco amor de mi vida. (Años más tarde, cuando era una muchacha peligrosamente rebelde, mi padre solía decir que, si hubiera podido seguir pagando a Sophronia durante todos esos años, yo habría estado sometida al único control que había llegado a aceptar.) Era una mujer alta, guapa, de tez ligeramente morena —todavía conservo muchas fotos de su rostro meditabundo—, y para mí, como para tantos otros niños blancos del Sur, fue el único anclaje seguro, tan necesario en los primeros años y tan olvidado después. (No ocurrió así en nuestro caso: nos escribimos y nos vimos tan a menudo como fue posible hasta que murió, cuando yo tenía veintitantos años, y la primera paga que gané en mi vida me la devolvió convertida en una cadena de oro.) Mis visitas a Sophronia no eran del agrado de la madre de los dos niños pelirrojos y por eso siempre llamaba a la puerta trasera.

Pero Sophronia no estaba en casa el día que me caí. Me senté en el umbral de la cocina y lloré con la cara entre las manos hasta que la cocinera envió a la doncella a buscarla a Audubon Park. Sophronia acudió, corriendo, creo que por primera vez en su vida de majestuosos movimientos, y se deshizo de los dos pelirrojos. Me llevó a su habitación y me lavó la cara, me palpó la nariz y me tapó la boca cuando grité. Comentó que debíamos ir a ver inmediatamente al doctor Fenner, pero cuando le dije que me había tirado del árbol dejó de hablar del médico, me vendó la cara, me dio una pastilla, me acostó en su cama y se tendió a mi lado. Le conté lo de mi padre y Fizzy y me dormí. Cuando desperté, me dijo que me acompañaría a casa. Por el camino me ordenó que no le contara a nadie lo de Fizzy y que, si al cabo de un par de días todavía me dolía la nariz, me limitara a decir que me había caído en la calle y me negara a responder a cualquier pregunta sobre cómo había sido la caída. A una manzana de la casa de mis tías, nos sentamos en el portal de la iglesia baptista. Sophronia parecía triste y comprendí que la había disgustado. Le acaricié la cara, gesto que siempre había sido mi manera de indicar que le pedía perdón.

—No vayas por la vida creando problemas a la gente —me dijo.

—Si te digo que no contaré lo de Fizzy, es que no lo contaré.

—Corre a casa. Adiós.

Sería un adiós para todo un año, pues había olvidado que regresábamos a Nueva York al cabo de dos días y, cuando telefoneé para decírselo, la mujer para la que trabajaba Sophronia me prohibió que volviera a llamarla. El caso es que pronto olvidé lo de Fizzy y cuando me quitaron la venda de la nariz —se veía distinta pero no muy distinta— nuestro médico de Nueva York dijo que se curaría sola, o cualquier otra tontería aceptada entonces en lo tocante a narices rotas.

Regresamos a Nueva Orleans el año siguiente y en los años sucesivos hasta que cumplí los dieciséis, y esos fueron siempre los mejores períodos de mi vida. La tía Hannah me llevaba cada sábado al cine y después al Barrio Francés, donde comprábamos malolientes libros viejos encuadernados en cuero y ella me contaba cómo era todo aquello en su niñez; me hablaba de mi abuela —yo la recordaba—, una mujer muy alta de rostro severo y arrugado y carácter amable; de mi abuelo, fallecido antes de nacer yo, quien en el retrato que había sobre la chimenea tenía un aspecto demasiado serio y distinguido. Era evidente que, en un mundo de clase media, habían sido una pareja poco corriente, pues siguieron su camino sin pensar demasiado en la posición social ni el dinero, amados y respetados por sus hijos. «Tu abuelo solía decir» era una forma habitual de iniciar una frase y, a pesar de que su palabra había sido ley, permitió, en una época y un lugar poco afectos a los excéntricos, las muchas excentricidades de mi padre y mis tías, hasta el punto de que ninguno de sus hijos supo nunca que eran distintos de los demás. Por ejemplo, un día Hannah se enfadó —fue la única ocasión en que la vi dar muestras de mal genio— porque mi madre insistió en que me terminara la cena; mi tía se levantó, dio un manotazo en la mesa y le dijo a mi madre y a los sorprendidos huéspedes que a los doce años había decidido no volver a comer con otras personas y, en consecuencia, se sentaba en las escaleras del porche delantero, adonde durante dos años mi abuela le llevó la comida en una bandeja, sin hacer ningún comentario; y así las cosas, ¿qué tenía de malo que una vez yo no quisiera acabarme la cena?

Creo que tanto Hannah como Jenny eran vírgenes pero, en tal caso, no parecían en absoluto unas solteronas. Hablaban con simpatía de las personas casadas, eran generosas con los niños y el sexo era algo para pasar un buen rato. Jenny había sido consejera de muchas jóvenes del barrio en vísperas de su noche de bodas o de la noche con su primer amante. Entre ellas había una tontuela rica que Jenny consideraba irritante y desagradable. Cuando tenía dieciséis años, me las encontré enfrascadas en una conversación muy seria en el jardín, y luego Jenny me dijo que la muchacha había ido a consultarle cómo podía evitar quedarse encinta.

—¿Qué le has dicho?

—Le he dicho que tomara un vaso de agua helada justo antes del acto sagrado y tres sorbos durante el mismo.

Cuando acabamos de reír, comenté:

—Pero se quedará encinta.

—Él se casa por dinero y la dejará cuando lo haya conseguido. De esa forma tal vez a ella le queden al menos unas cuantas criaturas.

Cuatro años más tarde, cuando escribí a mis tías que iba a casarme, recibí un telegrama: OLVÍDATE DEL VASO DE AGUA HELADA. LOS TIEMPOS HAN CAMBIADO.

Creo que en esa casa aprendí a reír y a hacer punto, a bordar, a coser los dobladillos rectos y a cocinar. Los domingos me tocaba limpiar las langostas para la fantástica sopa de mariscos, y Jenny y Carrie, la cocinera, me enseñaron a hacer sopa de tortuga y a matar pollos sin quejas de señorita sobre el horror de dispensar la muerte, y a desplumar y cocinar los patos silvestres que los vendedores ambulantes pregonaban en nuestra calle los domingos por la mañana. También aprendí que hay que dar sin compasión ni jactancia. Una de las normas de mi abuelo, cuando mi padre y mis tías eran niños, era que jamás había que rechazar a ningún pobre que pidiera algo, y sus hijos cumplían el precepto. Nueva Orleans era una ciudad con muchos pobres, sobre todo de raza negra, y después de la cena la mayor parte de las noches la cocina de la pensión se convertía en un lugar muy agradable: con frecuencia hasta ocho o diez personas blancas y negras, casi siempre muy viejas o muy jóvenes, se sentaban a la mesa del porche de la cocina y Carrie nos ordenaba a las sirvientas y a mí que les lleváramos fuentes y cafeteras humeantes.

Una de esas noches vi por primera vez a Leah, una muchacha de tez morena clara, de unos quince años, pelirroja y con pecas, cara fea y aplastada y una gran barriga. Supongo que yo tendría unos catorce años, pero la recuerdo muy bien porque me miró fijamente mientras comía hambrienta. Volvió alrededor de una semana más tarde y Carrie la llevó aparte y le susurró algo, pero creo que la chica no le contestó, pues Carrie se encogió de hombros y se alejó. A la mañana siguiente Hannah, que siempre se levantaba a las seis para ayudar a Jenny antes de irse a trabajar a la oficina, soltó un grito junto a la ventana de mi dormitorio. Al asomarme vi que señalaba debajo de la casa mientras decía en voz baja:

—Sal de ahí.

La chica morena y pelirroja salió arrastrándose despacio.

—No debes meterte ahí —dijo Hannah—. Hay mucha humedad. Entra, niña, y sécate.

A partir de ese día Leah vivió en algún lugar de la casa y al cabo de unos meses dio a luz en el hospital municipal. Por consejo de Sophronia, el bebé fue entregado en adopción con una pequeña propina que dio mi madre. Nunca supe qué hacía Leah en la casa, pues cuando ayudaba a lavar los platos Carrie perdía los estribos, y cuando se ponía a hacer las camas Jenny le pedía que lo dejara, y una vez que estaba rastrillando las hojas del césped el jardinero le gritó: «Tú no estás bien de la cabeza», de modo que al final optó por seguirme a todas partes.

Yo, según me decían, me estaba convirtiendo en una criatura difícil. La señora Stillman decía que era rebelde, el señor Stillman comentaba que sin duda haría sufrir a mi madre y a mi padre, y Fizzy decía que era lisa y llanamente de una perversidad detestable. Había tenido un mes malo. Una noche me quedé dormida en la higuera y al bajar por la mañana me negué a decirle a mi madre dónde había estado. James Denery III me golpeó muy fuerte cuando jugábamos a tirar de la cuerda y esperé hasta el día siguiente para atizarle en la cabeza con una cafetera de porcelana y después su madre se quejó a la mía. También me negué a volver a las clases de danza.

Y por aquel entonces pasaba la mayor parte del tiempo con un grupo de un orfanato que había en nuestra misma manzana. Supongo que el grupo de huérfanos no era más atractivo que cualquier otro, pero ser huérfano me parecía algo deseable y una forma de independencia a la medida. El caso es que los huérfanos me interesaban más que mis compañeros de colegio y, aunque sus juegos eran más rudos, se quejaban menos. Frances, una belleza morena de mi edad, se comportaba como si reinara sobre los otros porque a su padre lo había asesinado la mafia. Miriam, pequeña y nervuda, me robaba regularmente el dinero del bolso rojo que me había regalado mi tía, y me dio una tunda la única vez que protesté. Louis Calda era religioso y me hablaba de eso. Pancho era moreno, triste y, a mis ojos, un poeta, porque una vez me dijo en español: «Te amo». No pude dormir ni una noche entera después de esa declaración y debido a eso en adelante sentí siempre una mezcla de compasión e irritación respecto a las primeras inquietudes sexuales de las niñas, tan encubiertas, tan complejas, tan absurdas en comparación con el sexo de los niños. Louis Calda nos llevó a Pancho y a mí a una misa católica que pudo transformarme en una conversa de catorce años. Pero Louis aclaró que no me consideraba digna y Pancho, para atajar mis lágrimas, se cortó un mechón con una navaja, me lo dio como si fuera un regalo de la realeza y me tiró de un empujón a la acequia. No sé por qué lo consideré un acto afectuoso, pero así fue, y al llegar a casa abrí la tapa del reloj de pulsera nuevo que me había regalado mi padre por mi cumpleaños y metí el mechón en la caja. Cuando el reloj se paró al día siguiente, mi padre insistió en que se lo diera en el acto y declaró que el relojero no era digno de confianza.

Esa fue la noche que desaparecí y esa noche Fizzy dijo que yo era de una perversidad detestable y el señor Stillman dijo que haría sufrir siempre a mi madre y a mi padre, y mi padre se encaró con los dos y les dijo que los asuntos de su familia los resolvía él solo, sin comentarios de extraños. Pero lo dijo demasiado tarde. Había regresado a casa muy enfadado conmigo: el relojero, al quejarse mi padre de que no era digno de confianza, había descubierto el mechón de cabello en la caja del reloj. La reprimenda de mi padre empezó siendo suave pero se volvió airada cuando me negué a explicar el origen del mechón. (Con frecuencia se enfadaba cuando más me parecía a él.) Estaba tan enojado que no advirtió que me estaba atacando delante de los Stillman, de mi antigua rival Fizzy y de la complacida señora Dreyfus, una huésped nueva y rica, que esa misma tarde se había quejado de mis malos modales. Mi madre salió de la habitación cuando mi padre se enfureció conmigo. Hannah, que pasaba por allí, levantó la mano como si quisiera contener a mi padre y, asustada por la mirada que él le lanzó, salió al porche. Yo estaba sentada en el sofá, sorprendida por el dolor de cabeza que tenía. Quise levantarme, pero se me torció el tobillo y volví a sentarme, consciente por primera vez de la agitación que podía causar la ira en mí. La habitación empezó a adoptar formas distintas, los presentes ya no eran hombres y mujeres, mi cabeza no me pertenecía. Me dije que mi cabeza se había ido a otra parte y apenas recuerdo qué ocurrió después de que mi tía Jenny entrara en la habitación y le preguntara a mi padre: «¿Ya no te acuerdas?». Nunca he sabido a qué se refería, pero supe que luego empecé a subir por la escalera, que resbalé y caí unos cuantos peldaños, que cuando desperté en mi cama horas más tarde encontré una porción de bizcocho blanco —un vieja muestra de cariño, una vieja costumbre— que mi madre había dejado sobre la almohada. El dolor de cabeza había empeorado y vomité por la ventana. Después me vestí, cogí mi bolso rojo y caminé un largo tramo de Saint Charles Avenue. En el jardín trasero de una mansión de esa avenida había una famosa casa de muñecas, una minuciosa copia de la propia mansión, construida años antes para la hija pequeña. Al pasar por delante de esa maravilla divisé a un policía y corrí hacia el palacio de muñecas y me escondí dentro. Esa ridícula casita no me habría resultado tan terrible si hubiera tenido noticia de las fantasías que acosan a las personas asustadas. Estaba rodeada de recargadas reproducciones talladas del mobiliario de la mansión, a escala infantil, figuritas de porcelana en miniatura, una taza de váter chapada en oro del tamaño adecuado y en buen estado de funcionamiento, pequeñas colgaduras de damasco con un cartelito que decía «Del damasco de María Antonieta», un samovar en miniatura con pequeñas tacitas de bronce y un diminuto diván como el de madame Récamier en el que pasé la noche, con las piernas en el suelo. Debí de dormir, pues desperté de una pesadilla y tiré una figurita de porcelana. El ruido me asustó y, como ya casi clareaba, en una de esas espléndidas mañanas brumosas de finales de primavera, cuando todas las f

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