PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE 2014
Este libro fue publicado por primera vez en septiembre de 2001 y la fecha de puesta a la venta «oficial» fue el día 24, coincidiendo con el décimo aniversario de Nevermind. Esa efeméride pasó prácticamente inadvertida en la prensa convencional, ya que los ataques del 11 de septiembre eclipsaron el mundo aquel mes, incluido el aniversario relacionado con Nirvana.
En los años transcurridos desde la publicación de Heavier Than Heaven he recibido miles de cartas y correos electrónicos de lectores, pero ninguno tan memorable como uno que llegó tan solo una semana después de los atentados del 11-S. El hombre que lo escribió había trabajado en una de las torres del World Trade Center. De hecho, estaba en su mesa leyendo Heavier Than Heaven cuando el primer avión impactó contra la torre que tenía al lado. Fue evacuado y sobrevivió, pero quería que yo supiera que había dejado su ejemplar de Heavier Than Heaven en el edificio. Pedí a mi editorial que le enviara de inmediato otro por correo, pues me comentó que no había terminado de leerlo. Fue un extraño giro surrealista que de alguna manera relacionó esta obra creativa con aquella tragedia, o al menos hizo que yo sintiera que existía cierta relación, por indirecta que fuera.
Esa sensación personal —incluso en medio de una tragedia inimaginable o desde una distancia incalculable— refleja lo que muchos lectores de este libro han expresado a lo largo de los años acerca del vínculo que sienten con Kurt Cobain. Casi ninguno de ellos lo conocía, pero aun así sintieron su muerte como una pérdida personal. Y en cierto modo lo fue, ya que la muerte de Kurt supuso asimismo el fin de Nirvana, y quienes amaban a esa banda perdieron algo con su desaparición. Fue una pérdida sentida por una generación o dos, incluso para aquellos que nunca vieron a Nirvana en concierto, que no conocieron personalmente a Kurt, que no hablan inglés o que ni siquiera habían nacido antes de que él dejara este mundo hace veinte años.
Yo siento esa pérdida incluso trece años después de la publicación de este libro, y dos décadas después de su muerte. Rara vez pasa una semana sin que me invada la tristeza al pensar qué podría haber sido o cómo podría haber cambiado el destino.
Kurt era un personaje público de tal magnitud, con una vida siempre convertida en noticia, que resulta fácil olvidar que su muerte fue una tragedia aún mayor para aquellos que lo conocían en persona. Y mientras escribía este libro, muchas de esas personas entraron en mi vida, y muchas han seguido formando parte de ella. Todo biógrafo inteligente sabe que un escritor solo puede mostrar una parte muy pequeña —un pedazo, por así decirlo— de la vida del biografiado, por muy extenso que sea su libro. Virginia Woolf señaló en su día que una biografía «se considera completa si explica meramente seis o siete yoes de una persona, cuando esta podría llegar a tener hasta un millar». Yo intento escribir las biografías para los lectores en general, no para los amigos íntimos del sujeto en cuestión; sin embargo, cuando los que lo conocían te dicen que has sabido captar una parte de su esencia, uno de ese millar de yoes, te sientes justificado. Albergas la esperanza de que tu libro ha servido para que alguien se reencuentre con su amigo perdido, aunque solo sea por un instante He oído pronunciar estas palabras sobre ese libro, y me han hecho sentir que el esfuerzo ha merecido la pena.
Si ahora me propusiera escribir Heavier Than Heaven, explicaría de un modo más directo el proceso por medio del cual tuve acceso a los diarios, las cartas y los papeles de Kurt (este libro se escribió sin la «autorización» de nadie, aunque alguna que otra vez he visto que se insinuaba lo contrario en internet). Para consultar tan diverso material me serví de varias fuentes, entre ellas Courtney Love, que controlaba la mayor parte de los diarios de Kurt. Otras cuatro entidades poseían asimismo un alijo de diarios o cartas. Love me permitió leer los que obraban en su poder sin ninguna contrapartida. No leyó mi manuscrito de antemano, y al final no estuvo de acuerdo con algunas de las cosas que se decían en él.
El entonces manager de Love fue quien lo organizó todo para que yo pudiera revisar los diarios de Kurt. Me dejaron completamente solo durante tres días con varias bolsas de lona llenas de diarios de Kurt y Courtney, papeles y creaciones artísticas, en una casa situada en un cañón cerca de Los Ángeles. No creo que nadie relacionado con esa información fuera consciente de lo que contenían aquellas bolsas, ya que muchos de los documentos eran muy personales, entre ellos historiales médicos y declaraciones de impuestos. Mientras estuvieron juntos, Kurt y Courtney vivieron en medio del caos, y me imagino que tras la muerte de Kurt sus efectos personales acabaron metidos en un armario dentro de aquellas bolsas, donde permanecieron intactos hasta que yo los revisé.
Los diarios eran extraordinarios. En muchas de las páginas había manchas, quizá de café, de refresco, o tal vez incluso de desechos derivados del consumo de drogas. También se apreciaban manchas de sangre seca.
Estando un día en aquella casa vacía a altas horas de la noche, di con unas páginas en las que Kurt le suplicaba a Dios que lo ayudara a dejar la adicción. Tener aquellas palabras entre mis manos fue uno de los momentos más sobrecogedores y tristes de mi vida. No puedo explicarme por qué Kurt nunca fue capaz de estar limpio y sobrio, y, en cambio, otros sí. Escribir Heavier Than Heaven me brindó mucha información útil para entender mejor la historia de la primera infancia que modeló a Kurt Cobain, pero también me suscitó preguntas espirituales más importantes a las que es imposible responder.
Si volviera a escribir este libro hoy en día, me replantearía asimismo la estructura del último capítulo. Como lector, no me gusta encontrarme notas a pie de página dentro del texto, pues tengo la sensación de que me apartan del trance en el que confío entrar y de las imágenes que veo en mi mente al leer una biografía. No obstante, a lo largo de los años me han escrito algunos lectores jóvenes para preguntarme cómo sabía, por ejemplo, qué cedé estaba escuchando Kurt en los últimos momentos de su vida, o si «me lo inventé» sin más.
Redacté este libro a partir de trescientas entrevistas, pero también a partir de extensos informes policiales. Dado que el suicidio de Kurt fue investigado a fondo —a pesar de los rumores sin fundamento que circulan por internet, sugiriendo que fue debida a un asesinato o una conspiración—, tuve acceso a multitud de documentos que me ayudaron a reconstruir los últimos días de Kurt. El cedé de Automatic for the People, de los R.E.M., estaba puesto en el reproductor, que encendieron cuando la policía inspeccionó la sala; habían apagado el equipo de música cuando las partidas de rescate registraron la casa unos días antes en busca de Kurt. Ya solo esos detalles acerca de este hecho en concreto habrían dado para una extensísima nota a pie de página referida a una sola frase.
Asimismo, intenté no introducirme en el texto como narrador en primera persona. Me constaba que Kurt apretó con fuerza el bolígrafo al escribir la nota de suicidio porque tuve esa nota en mi mano, y observé las impresiones tan profundas que habían dejado las palabras en el papel. Ha pasado casi una década y media desde que sostuve esa nota en mi mano, pero todavía siento su peso emocional. Había puntos que Kurt había escrito ejerciendo tal presión que el bolígrafo había traspasado el papel. Para escribir este libro me documenté investigando notas de suicidio, y observé que a veces sus autores exhiben una caligrafía mucho más cuidada de lo normal, en un afán por comunicarse con el mundo por última vez. En este caso, también podría haber mencionado esos detalles en forma de una larga nota a pie de página, pero habría resultado invasivo para la historia.
Desde la publicación de este libro en 2001, algunas partes de la historia han tenido su continuación, ya que se trata de una saga que sigue desarrollándose. Muchas de las personas a las que entrevisté en su día han fallecido, entre ellas el abuelo de Kurt, a quien llegué a conocer bien a lo largo de los años. A pesar de que esta obra lo retrata de un modo parcialmente condenatorio, Leland Cobain asistió a la presentación del libro en Aberdeen en septiembre de 2001. Se sentó en primera fila y, dada su reputación por algunos episodios de violencia, me pregunté si aquella vez intentaría agredirme. Sin embargo, tras el acto, se dedicó a firmar ejemplares con orgullo compartiendo mesa conmigo. Estoy convencido de que nunca leyó Heavier Than Heaven. Me recibió en numerosas ocasiones en su caravana, y la edad debió de atenuar su arrogancia. Tenía un parecido extraordinario con Kurt.
Algunas de las personas citadas en el libro que se criaron con Kurt en Aberdeen, o que salían con él en Seattle, han muerto en el transcurso de estos años por causas relacionadas con el consumo de drogas y alcohol. Se trata de una terrible continuación de esta historia, pero no dejan de ser asimismo pruebas de una triste realidad que he sostenido desde hace tiempo: que las luchas adictivas de Kurt tenían sus raíces tanto en las circunstancias que vivió en su niñez y en su constitución genética como en la fama.
Entiendo que todos buscamos respuestas a la muerte, en especial al suicidio, y que en el caso de Kurt es más fácil culpar a los demás que a las decisiones que él tomó por sí mismo. Si amabas la música de Kurt, también lo amabas a él, y la rabia y el desencanto inherentes a su suicidio resultan difíciles de asimilar. Incluso veinte años después de su muerte cuesta comprender dónde se hallaba emocionalmente aquel día, las decisiones que tomó, los momentos finales.
No obstante, en medio de ese dolor, el arte continúa existiendo y tiene vida propia. Sigue respirando, lleno de vitalidad y tan importante, afirmaría, como lo era hace dos décadas. La de Kurt fue una vida que me sigue cautivando y a veces me sirve de inspiración, teniendo en cuenta lo que logró superar. Kurt se valió de su sufrimiento para crear arte, y eso fue sin duda admirable. Es mucho lo que aún podemos aprender de ello.
CHARLES R. CROSS
Marzo de 2014
NOTA DEL AUTOR
A poco más de un kilómetro de mi casa se halla un edificio que hace que un fúnebre escalofrío me recorra la espalda con la misma facilidad que una película de Alfred Hitchcock. La construcción gris de una sola planta se ve rodeada por una valla de tela metálica, una medida de seguridad poco corriente en un vecindario de clase media plagado de viviendas y sandwicherías. Tras la alambrada hay tres negocios: una peluquería, una oficina de seguros de State Farm Insurance y la armería Stan Baker, Shooting Sports. Fue en este último comercio donde el 30 de marzo de 1994 Kurt Cobain y un amigo suyo adquirieron una escopeta Remington. El propietario del negocio declararía posteriormente a un periódico que le extrañó que alguien comprara un arma como aquella cuando no estaban en «temporada de caza».
Cada vez que paso por delante de la tienda de Stan Baker siento como si hubiera presenciado un accidente de tráfico especialmente horrible, y en cierto modo así ha sido. Los hechos que siguieron a la adquisición de aquella escopeta por parte de Kurt me inspiran un profundo desasosiego, así como el deseo de hacer unas averiguaciones que por su naturaleza me consta que no pueden llegar a conocerse. Se trata de cuestiones relacionadas con la espiritualidad, con el papel de la locura en la genialidad artística, con los estragos de las drogas en el alma y con el deseo de entender el abismo que separa al ser interior del ser exterior. Todas estas cuestiones son más que reales en el seno de una familia que sufre los efectos de una adicción, una depresión o un suicidio. Para las familias sumidas en semejante pozo de oscuridad —incluida la mía—, dicha necesidad de plantearse preguntas que no tienen respuesta constituye su propia obsesión.
Dichos misterios han acabado alimentando este libro, pero en cierto modo su génesis se gestó años antes, durante mi juventud en una pequeña población del estado de Washington, donde los envíos mensuales de Columbia Record y Tape Club me brindaban una forma de evadirme por medio del rock and roll. Inspirado en parte por aquellos álbumes que compraba por correo, abandoné el entorno rural para convertirme en escritor y director de una revista en Seattle. Al otro lado del estado, unos años más tarde, Kurt Cobain halló una trascendencia similar a través del mismo club de discos y convirtió aquella inquietud en una carrera musical. Nuestros caminos se cruzarían en 1989, cuando mi revista presentó por primera vez a Nirvana en portada.
Era fácil sentir fascinación por Nirvana, pues por mucha fama y éxito que alcanzaran siempre tenían aspecto de desvalidos, y lo mismo podía decirse del propio Kurt. El líder de aquel grupo inició su trayectoria artística en una caravana copiando ilustraciones de Norman Rockwell y acabó desarrollando un talento para la narrativa que conferiría una belleza especial a su música. Como estrella del rock nunca pareció encajar del todo en su papel, pero me encantaba el modo en que conjugaba un humor adolescente con la bilis de un anciano. Cuando lo veías por Seattle —imposible que pasara desapercibido llevando aquel ridículo gorro con orejeras—, te parecía todo un personaje en una industria donde escaseaban los personajes de verdad.
Durante la redacción de este libro hubo muchas ocasiones en las que dicho humor parecía el único rayo de luz en una labor propia de Sísifo. Heavier Than Heaven comprende cuatro años de investigación, cuatrocientas entrevistas, pilas inmensas de documentos, centenares de grabaciones musicales, muchas noches sin dormir y kilómetros y kilómetros de carretera entre Seattle y Aberdeen. La búsqueda de información me llevó a lugares, tanto físicos como emocionales, que nunca imaginé que conocería. Hubo momentos de gran euforia, como cuando oí por primera vez «You Know You’re Right», un tema inédito que en mi opinión se encuentra entre los mejores de Kurt. Sin embargo, por cada feliz descubrimiento había momentos de un dolor casi insoportable, como cuando sostuve en mi mano la nota de suicidio de Kurt, la cual estaba guardada en una caja en forma de corazón junto a un mechón rubio de su cabello.
Con Heavier Than Heaven me propuse honrar la memoria de Kurt Cobain contando la historia de su vida —de aquel mechón y de aquella nota— sin emitir juicio alguno. Dicho enfoque solo fue viable gracias a la generosa colaboración de los amigos más íntimos, la familia y los compañeros de grupo de Kurt. Casi todas las personas a las que deseaba entrevistar accedieron finalmente a compartir sus recuerdos, con la única excepción de aquellos pocos que albergaban la intención de escribir sus propias historias, a quienes les deseo todo lo mejor en sus proyectos. La vida de Kurt constituía un complejo rompecabezas, tanto más complejo por las numerosas partes que él se afanaba en ocultar, y dicha compartimentación supuso tanto una consecuencia final de la adicción que sufría como su caldo de cultivo. A veces me imaginaba investigando a un espía, a un hábil doble agente que había llegado a dominar el arte de asegurarse de que nadie conocía todos los entresijos de su vida.
Una amiga mía, toxicómana en fase de rehabilitación, me habló un día de lo que ella llamaba la norma del «no hablar» imperante en las familias como la suya. «Nos criamos en una casa —me explicaba ella— donde se pasaban el día diciéndonos: “No preguntes, no hables, no cuentes nada”. Era un código de secretismo, y con tantos secretos y mentiras acabó invadiéndome una enorme vergüenza.» Este libro va dirigido a todos aquellos que tienen el valor de contar la verdad, de hacer preguntas dolorosas y de liberarse de las sombras del pasado.
CHARLES R. CROSS
Seattle, Washington, abril de 2001
Heavier Than Heaven (Más duro que el cielo)
—Un eslogan empleado por promotores de conciertos británicos para anunciar la gira por Inglaterra que realizó Nirvana en 1989 junto con el grupo Tad. La doble acepción de heavy («duro» y «pesado» en inglés) servía para aludir con un solo término tanto al sonido «duro» de Nirvana como a los 135 kilos de peso de Tad Doyle.
La primera vez que vio el cielo fue exactamente seis horas y cincuenta y siete minutos después del instante en que una generación entera se enamoró de él. Se trató sin duda de su muerte inicial, la primera de una larga sucesión de pequeñas muertes. Para la generación que lo adoraba supuso un poderoso y apasionado acto de devoción que la unía a él, como la clase de amor que ya desde el principio uno intuye que está predestinado a romperle el corazón y a acabar como una tragedia griega.
Era el 12 de enero de 1992, una despejada aunque fría mañana de domingo. La temperatura en la ciudad de Nueva York acabaría alcanzando casi los siete grados, pero a las siete de la mañana, en una pequeña suite del hotel Omni, faltaba poco para estar bajo cero. Habían dejado una ventana abierta para ventilar el hedor a tabaco, y la mañana de Manhattan se había llevado todo el calor. Parecía como si una tempestad se hubiera tragado la habitación: había montones de vestidos, camisas y zapatos esparcidos por el suelo, con el desorden que sembraría un ciego en un mercadillo callejero. De camino a las puertas dobles de la suite yacía media docena de bandejas del servicio de habitaciones cubiertas con restos de comida de varios días, con panecillos a medio comer y rodajas rancias de queso desparramados por encima y un puñado de moscas de la fruta cerniéndose sobre unas hojas de lechuga mustia. Aquel no era el aspecto habitual de la habitación de un hotel de cuatro estrellas, sino la consecuencia de haber negado la entrada al servicio de limpieza, modificando el cartel de «No molesten» para que se leyera «¡No molesten EN NINGÚN MOMENTO! ¡Estamos follando!».
Aquella mañana no hubo relaciones sexuales. Dormida en la enorme cama de matrimonio se hallaba Courtney Love. La joven de veintiséis años llevaba una combinación victoriana de época y su larga melena rubia se veía extendida sobre las sábanas como los cabellos de la protagonista de un cuento. Junto a ella la ropa de cama presentaba una profunda huella donde hasta hacía poco había reposado una persona. En medio de la estancia, como en la primera escena de una película de cine negro, yacía un cuerpo sin vida.
«Me desperté a las siete de la mañana y no estaba en la cama —recordaría posteriormente Love—. Nunca me he asustado tanto.»[1]
Fuera de la cama estaba Kurt Cobain. Hacía menos de siete horas el músico de veinticuatro años y su grupo Nirvana habían actuado en Saturday Night Live. Su aparición en dicho programa marcaría un hito en la historia del rock and roll, pues fue la primera vez que una banda grunge tocó en directo en una emisión televisiva a nivel nacional. La actuación coincidió con el fin de semana en que el debut discográfico de Nirvana con una multinacional, Nevermind, desbancó del número uno de la lista de éxitos Billboard a Michael Jackson, convirtiéndose así en el álbum más vendido de todo el país. Aunque no se trataba exactamente de un éxito repentino —el grupo se había formado hacía cuatro años—, el modo en que Nirvana había cogido desprevenida a la industria de la música no tenía precedentes. Prácticamente desconocidos un año antes, Nirvana irrumpió en las listas de éxitos con su canción «Smells Like Teen Spirit», la cual acabó convirtiéndose en el tema más reconocible de 1991, con un riff de guitarra inicial que marcaría el verdadero comienzo del rock de los años noventa.
Y nunca antes había habido una estrella del rock como Kurt Cobain, quien se comportaba como una antiestrella más que como una celebridad, negándose a acudir a la cadena NBC en limusina y confiriendo a todo lo que hacía una sensibilidad concienciada siempre con las causas más desfavorecidas. Para la actuación de Saturday Night Live se vistió con la misma ropa que los dos días anteriores: un par de zapatillas Converse, unos vaqueros con enormes agujeros en las rodillas, una camiseta de un grupo siniestro y un jersey de punto al estilo de Míster Rogers. Llevaba una semana sin lavarse el pelo, pero se lo había teñido con polvos Kool Aid de fresa, por lo que parecía tener los mechones rubios enmarañados con sangre seca. Nunca antes en la historia de la televisión en directo había puesto un artista tan poco cuidado en su apariencia o aseo personal, o eso parecía.
Kurt era un misántropo complejo y contradictorio, y lo que a veces parecía ser una revolución accidental mostraba indicios de una esmerada orquestación. En muchas entrevistas manifestaba su aversión por la publicidad que había conseguido en la MTV, sin embargo llamaba con insistencia a sus managers para quejarse de que la cadena no emitía sus vídeos lo suficiente. Planeaba de forma obsesiva y compulsiva todos y cada uno de sus movimientos a nivel musical o profesional, anotando las ideas en sus diarios años antes de ejecutarlos; sin embargo, cuando le otorgaban los honores que ansiaba, actuaba como si le molestara salir de la cama. Era un hombre dotado de una voluntad impresionante; no obstante, se veía igualmente movido por un exaltado odio hacia sí mismo. Incluso los que mejor lo conocían tenían la sensación de no conocerlo apenas, como evidenciarían los sucesos de aquella mañana de domingo.
Tras acabar la actuación en Saturday Night Live y eludir la fiesta organizada para los invitados, aduciendo que «no iba con su estilo», Kurt concedió una entrevista de dos horas a un periodista de radio que finalizó a las cuatro de la madrugada. Por fin había terminado su jornada laboral, la cual había resultado excepcionalmente fructífera se mirara por donde se mirara: había encabezado la programación de Saturday Night Live, había visto ascender su álbum al primer puesto de las listas de éxitos y «Weird Al» Yankovic le había pedido permiso para parodiar el tema «Smells Like Teen Spirit». Dichos acontecimientos, tomados en su conjunto, marcaron sin duda el apogeo de su corta carrera, la clase de reconocimiento con la que sueñan la mayoría de los artistas, y con la que el propio Kurt había fantaseado siendo un quinceañero.
Durante sus años de infancia y adolescencia en un pequeño pueblo del sudoeste del estado de Washington, Kurt nunca se había perdido una entrega de Saturday Night Live, y ante sus amigos del colegio alardeaba de que algún día sería una estrella. Una década después había pasado a convertirse en la figura más célebre del panorama musical. Tras el lanzamiento de su segundo álbum lo aclamaban como el mejor compositor de su generación; tan solo dos años antes había rechazado una oferta de empleo para limpiar una residencia canina.
Pero en las horas previas al amanecer de aquel día Kurt no sentía la necesidad de reivindicar ni de celebrar nada; a lo sumo, veía aumentado su malestar habitual ante la atención recibida. Se sentía físicamente enfermo, aquejado de lo que describía como unos «ardores de estómago recurrentes que dan náuseas», los cuales se agravaban con el estrés. La fama y el éxito solo parecían servir para hacerle sentir peor. Kurt y su novia, Courtney Love, eran la pareja de la que más se hablaba en el mundo del rock and roll, aunque parte de lo que se hablaba giraba en torno a su afición a las drogas. Kurt siempre había creído que el reconocimiento de su talento pondría remedio a muchos de los males emocionales que marcaron los primeros años de su vida; el éxito cosechado no había servido sino para poner de manifiesto la insensatez de dicho supuesto y aumentar la vergüenza que Kurt sentía al ver que su popularidad en auge coincidía con una drogadicción creciente.
En la habitación del hotel donde estaba alojado, ya de madrugada, Kurt cogió una bolsita llena de heroína blanca como la porcelana, la preparó para introducirla en una jeringuilla y se la inyectó en el brazo. Aquel no era un hecho aislado, pues Kurt llevaba varios meses pinchándose con regularidad, y Love lo acompañaba desde que se habían emparejado hacía dos meses. Pero aquella noche en particular, mientras Courtney dormía, Kurt —en un acto temerario o tal vez intencionado— se inyectó mucha más heroína de la cuenta. A causa de la sobredosis su piel se volvió de un color verde aguamarina, se le cortó la respiración y se le agarrotaron los músculos hasta quedar más rígidos que un cable coaxial. Se deslizó de la cama y cayó de bruces sobre un montón de ropa, donde se quedó tumbado como un cadáver arrojado de cualquier manera por un asesino en serie.
«No es que se hubiera metido una SOBREDOSIS —recordaría posteriormente Love—. Es que estaba MUERTO. Si no me hubiera despertado a las siete… No sé, quizá tuve un presentimiento. Fue tan jodido… Un rollo chungo y superraro.»[2] Love inició entonces un desesperado intento por resucitarlo, lo que acabaría convirtiéndose en algo habitual para ella: le tiró agua fría por encima y le golpeó el plexo solar para que empezara a entrarle aire en los pulmones. Ante la falta de respuesta a sus primeros auxilios, Courtney repitió de nuevo el ciclo como un sanitario resuelto en socorro de una víctima de infarto. Finalmente, tras varios minutos de esfuerzo, Courtney oyó un jadeo, lo que significaba que Kurt había recobrado la respiración. Su novia perseveró en su empeño de reanimarlo arrojándole agua en la cara y moviéndole las extremidades. Al cabo de unos minutos, Kurt estaba incorporado, hablando y, aunque muy colocado aún, luciendo una sonrisa serena, casi como si se sintiera orgulloso de su hazaña. Fue su primera sobredosis casi mortal, y se produjo el mismo día que Kurt se había convertido en una estrella.
En el transcurso de un solo día, Kurt había nacido a ojos del público, muerto en la intimidad de su propia oscuridad, y resucitado gracias a la fuerza del amor. Se trató de una proeza extraordinaria, inverosímil y casi imposible, pero lo mismo podía decirse con respecto a la mayor parte de su magnificada vida, empezando por sus orígenes.
Para hacerse entender cuando lo necesita, al principio grita alto, y luego se echa a llorar si la primera táctica no le funciona.
—Fragmento de un escrito de su tía sobre Kurt Cobain en su decimoctavo mes de vida.
Kurt Cobain nació el 20 de febrero de 1967 en un hospital enclavado en lo alto de una colina con vistas a Aberdeen, Washington. Sus padres vivían en la vecina población de Hoquiam, pero fue apropiado que Aberdeen rezara como lugar de nacimiento de Kurt, pues tres cuartas partes de su vida transcurrirían a menos de veinte kilómetros a la redonda del hospital y su figura quedaría ligada para siempre a dicho entorno.
Cualquiera que se hubiera asomado a alguna de las ventanas del hospital comunitario de Grays Harbor aquel lluvioso lunes de febrero habría visto un bello paisaje de bruscos contrastes, donde bosques, montañas, ríos y un amplio mar se entrelazaban en una vista espléndida. Las colinas pobladas de árboles rodeaban la confluencia de tres ríos, los cuales desembocaban en el cercano océano Pacífico. En medio de dicho paraje se hallaba Aberdeen, la ciudad más grande del condado de Grays Harbor, con una población de diecinueve mil personas. Justo al oeste se encontraba la localidad más pequeña de Hoquiam, donde los padres de Kurt, Don y Wendy, residían en una casa diminuta de una sola planta. Y al otro lado del río Chehalis, al sur, se hallaba Cosmopolis, de donde era oriunda la familia de su madre, los Fradenburg. El día que no llovía, lo cual no se daba con frecuencia en una región que superaba los dos metros de precipitaciones al año, se alcanzaba a ver los quince kilómetros de paisaje que se extendían hasta Montesano, donde se había criado el abuelo de Kurt, Leland Cobain. Se trataba de un mundo bastante reducido, en el que Kurt acabaría convirtiéndose en el producto más famoso de Aberdeen.
La vista desde el hospital de tres plantas se veía dominada por el sexto puerto industrial de la costa oeste. Había tanta madera flotando en el Chehalis que uno podía imaginarse cruzando la desembocadura de tres kilómetros del río sin tocar el agua. Al este se hallaba el centro de Aberdeen, donde los comerciantes se quejaban de que el estruendo incesante de los camiones madereros ahuyentaba a los compradores. Era una ciudad en movimiento, un movimiento que dependía prácticamente por completo del proceso de transformación de los abetos Douglas de las montañas circundantes en productos aptos para su comercio. Aberdeen albergaba hasta treinta y siete aserraderos e industrias distintas de madera, pasta y tablillas, cuyas chimeneas empequeñecían el edificio más elevado de la ciudad, de solo siete pisos de altura. A los pies de la colina del hospital se hallaba la gigantesca chimenea de Rayonier Mill, la mayor de todas, que se alzaba cuarenta y cinco metros hacia el cielo y arrojaba una interminable nube celestial del efluente que genera la pasta celulosa.
Sin embargo, pese a la actividad febril de Aberdeen, en el momento en que nació Kurt la economía de la ciudad sufría un lento retroceso. Aquel era uno de los pocos condados del estado con una población cada vez más mermada por la marcha de los desempleados en busca de nuevos horizontes donde probar suerte. La industria maderera había empezado a acusar las consecuencias de la competencia foránea y la sobreexplotación forestal. El paisaje mostraba ya signos notables de dicho abuso, con grandes extensiones de bosques enteros talados a las afueras de la ciudad, convertidos ya entonces en un mero recuerdo de los primeros colonizadores que habían «tratado de talarlo todo», según el título de un libro de historia local. El desempleo se cobró un precio social más funesto aún en la comunidad, con el aumento del alcoholismo, la violencia doméstica y los casos de suicidio. En 1967 había veintisiete tabernas en Aberdeen, y en el centro se veían numerosos edificios abandonados, algunos de los cuales habían sido prostíbulos antes de que los cerraran a finales de los cincuenta. La ciudad tenía tan mala fama por la presencia de dichos locales que en 1952 la revista Look la calificó como «uno de los puntos calientes de la batalla contra el pecado que libra Estados Unidos».
Sin embargo, la desertización urbana del centro de Aberdeen se veía igualada por un tejido social muy unido donde los vecinos se ayudaban mutuamente, los padres se implicaban en los colegios, y los lazos familiares se mantenían fuertes entre una variada población inmigrante. El número de iglesias superaba el de tabernas, y Aberdeen era un lugar donde, al igual que ocurría en la mayoría de las poblaciones pequeñas del país a mediados de los sesenta, los niños podían campar a sus anchas por el vecindario en bicicleta. La ciudad entera se convertiría en el patio de recreo de Kurt durante su infancia.
Como ocurre en la mayoría de los casos con el nacimiento del hijo primogénito, la llegada de Kurt fue un acontecimiento señalado, tanto para sus padres como para el resto de la familia. Kurt tenía seis tías y tíos por parte de madre y dos tíos por parte de padre, y era el primer nieto de la familia por ambas partes. Dado que en ambos casos se trataba de familias numerosas, cuando su madre fue a imprimir las tarjetas de natalicio, necesitó más de cincuenta solo para los parientes directos. Una escueta frase en la columna de nacimientos del Aberdeen Daily World del 23 de febrero anunciaba la llegada de Kurt al resto del mundo: «Para el señor Donald Cobain y señora, avenida Aberdeen, 2.8301/2, Hoquiam, 20 de febrero, en hospital comunitario, un varón».
Kurt nació con tres kilos y cuatrocientos gramos de peso y cabello y tez oscuros. A los cinco meses el pelo de bebé se le volvería rubio y su color de piel se tornaría blanco. De su familia paterna, la cual tenía raíces francesas e irlandesas —habían emigrado de Skey Townland, en el condado irlandés de Tyrone, en 1875—, Kurt heredó el mentón anguloso. De la materna, los Fradenburg —de ascendencia alemana, irlandesa e inglesa—, Kurt sacó las mejillas sonrosadas y el cabello rubio. Pero su rasgo más llamativo con mucho eran sus extraordinarios ojos azules; hasta las enfermeras del hospital comentaban lo bonitos que los tenía.
Corrían los años sesenta, en plena guerra de Vietnam, pero aparte de los esporádicos partes informativos desde el frente, Aberdeen se correspondía más con una estampa de Estados Unidos propia de los cincuenta. El día que nació Kurt el Aberdeen Daily World contrastaba la noticia de portada de una victoria norteamericana en la ciudad de Quang Ngai con crónicas locales sobre el volumen de la recolección de madera y anuncios de JCPenney, donde con motivo de la festividad por el nacimiento de Washington se ofrecían camisas de franela rebajadas a 2,48 dólares. ¿Quién teme a Virginia Woolf? había obtenido trece candidaturas para los Oscar en Los Ángeles aquella noche, pero en el autocine de Aberdeen ponían Girls on the Beach.
El padre de Kurt, Don, de veintiún años, trabajaba en la gasolinera Chevron de Hoquiam como mecánico. Don era un joven apuesto y atlético, pero con el corte a cepillo y aquellas gafas a lo Buddy Holly que llevaba tenía algo de bicho raro. La madre de Kurt, Wendy, de diecinueve años, tenía en cambio una belleza clásica, tanto en la apariencia como en el vestir, que guardaba cierto parecido con Marcia Brady. Los padres de Kurt se habían conocido en el instituto, donde Wendy recibía el apodo de «la Fácil». En junio del año anterior, solo unas semanas después de la graduación, Wendy se había quedado embarazada. Don le pidió prestado el coche a su padre e inventó una excusa para poder viajar con Wendy a Idaho y casarse sin el consentimiento de sus padres.
En el momento del nacimiento de Kurt la joven pareja vivía en una casa diminuta situada en el patio de otra casa de Hoquiam. Don trabajaba más horas que un reloj en la gasolinera mientras Wendy cuidaba del bebé. Kurt dormía en una cunita de mimbre blanca con una cubierta de color amarillo vivo. Aunque iban escasos de dinero, unas semanas después del nacimiento consiguieron reunir lo suficiente para mudarse a otra casa de alquiler más grande en el número 2.830 de la avenida Aberdeen. «Solo valía cinco dólares más al mes —recordaba Don—, pero en aquella época cinco dólares era mucho dinero.»
Si se presagiaba la aparición de problemas en el seno familiar, la cuestión económica estaba llamada a ser el detonante. Aunque a Don le habían nombrado «jefe» de la gasolinera a principios de 1968, su salario no superaba los seis mil dólares al año. La mayoría de sus vecinos y amigos trabajaban en la industria maderera, donde el trabajo exigía un gran esfuerzo físico —en un estudio se calificó aquella profesión de «causante de más muertes que la guerra»— pero a cambio reportaba sueldos más elevados. Los Cobain procuraban por todos los medios no salirse del presupuesto que se marcaban, pero cuando se trataba de Kurt se aseguraban de que fuera bien vestido, e incluso se permitían el lujo de hacerle fotos profesionales. En una serie de instantáneas de aquella época se ve a Kurt posando con una camisa de etiqueta blanca, una corbata negra y un traje gris, como si fuera el pequeño lord Fauntleroy, aunque todavía tenía las mejillas rellenas y mofletudas de bebé. En otra fotografía lleva un chaleco y una chaqueta azul a juego y un sombrero más propio de Phillip Marlowe que de un niño de un año y medio.
En mayo de 1968, cuando Kurt tenía quince meses, la hermana de catorce años de Wendy, Mari, escribió una redacción sobre su sobrino para la clase de economía doméstica. «Su madre cuida de él la mayor parte del tiempo —escribió Mari—. Le muestra su cariño cogiéndolo en brazos, premiándole con un elogio cuando lo merece y participando en muchas de sus actividades. Ante su padre reacciona con una sonrisa al verlo, y le gusta que lo coja en brazos. Para hacerse entender cuando lo necesita, al principio grita alto, y luego se echa a llorar si la primera táctica no le funciona.» Mari recordaba que el juego favorito de Kurt era el de esconderse, que el primer diente le empezó a salir a los ocho meses y que sus primeras palabras fueron «coco, mamá, papá, pelota, tostada, adiós, hola, bebé, me, amor, hot dog y gatito».
Mari enumeró entre sus juguetes preferidos una armónica, un tambor, un balón de baloncesto, coches, camiones, cubos, una base para martillear, una tele de juguete y un teléfono. Sobre la rutina diaria de Kurt escribió que «a la hora de dormir se echa a llorar cuando lo tumban en la cuna. Está tan unido a su familia que no quiere separarse de ellos». Para concluir su redacción, Mari añadía: «Es un bebé feliz y risueño y la personalidad que está desarrollando es como es por el cuidado y el amor que recibe».
Wendy era una madre comprometida con su condición como tal, que leía libros sobre el aprendizaje en los niños, compraba tarjetas didácticas y, con ayuda de sus hermanos y hermanas, se aseguraba de que Kurt recibiera la atención debida. La familia entera se sumó a la celebración por la llegada de aquel bebé, y Kurt creció rodeado de cuidados. «No puedo decir con palabras la alegría y la vida que trajo Kurt a nuestra familia —recordaba Mari—. Era una personita rebosante de vida. Tenía carisma ya de bebé. Era divertido, y muy listo.» Kurt era tan espabilado que cuando su tía no veía la forma de bajar los barrotes de protección de la cuna, iba el niño y lo hacía, con solo un año y medio. Wendy estaba tan entusiasmada con las gracias de su hijo que alquiló una cámara de Súper 8 y rodó unas cuantas películas de él, un gasto que la familia a duras penas podía permitirse. En una de las filmaciones se ve a un niño pequeño feliz y sonriente que corta su pastel de segundo cumpleaños y que parece ser el centro del universo de sus padres.
En las navidades del segundo año de vida de Kurt afloraría ya su interés por la música. Los Fradenburg eran una familia de tradición musical: el hermano mayor de Wendy, Chuck, estaba en un grupo llamado los Beachcombers, Mari tocaba la guitarra y el tío abuelo Delbert había hecho carrera como tenor en su Irlanda natal, llegando a aparecer incluso en la película El rey del jazz. Cuando los Cobain visitaban Cosmopolis, Kurt se quedaba fascinado con las actuaciones improvisadas de la familia. Sus tías y tíos lo grabaron cantando «Hey Jude» de los Beatles, «Motorcycle Song» de Arlo Guthrie y el tema del programa de televisión The Monkees. A Kurt le encantaba inventarse sus propias letras, ya desde muy pequeño. Cuando tenía cuatro años, a su regreso de una salida al parque con Mari, se sentó al piano y compuso una sencilla canción sobre su aventura. «Hemos ido al parque, hemos comprado caramelos», decía la letra. «Me quedé atónita —recordaría posteriormente Mari—. Tendría que haberlo grabado; seguramente fue su primera canción.»
Poco después de cumplir los dos años, Kurt creó un amigo imaginario al que llamó Buda. Sus padres acabaron preocupándose por el apego que tenía a aquel ser inventado, así que cuando enviaron a un tío suyo a Vietnam, le dijeron que habían reclutado también a Buda. Pero Kurt no se tragó del todo aquel cuento. Un día, ya con tres años, Kurt se puso a jugar con la grabadora de su tía y, estando esta colocada en la posición de «eco», oyó el eco y preguntó: «¿Esa voz me habla a mí? ¿Buda? ¿Buda?».
En septiembre de 1969, cuando Kurt tenía dos años y medio, Don y Wendy compraron su primera casa en el número 1.210 de la calle Primera Este, en Aberdeen. Era una vivienda de dos plantas y noventa metros cuadrados, con jardín y garaje. Pagaron 7.950 dólares por ella. La construcción, de 1923, se hallaba en un vecindario al que algunos se referían con el nombre despectivo de «las Casas del Crimen». Al norte del domicilio de los Cobain se encontraba el río Wishkah, que se desbordaba con frecuencia, y al sudeste se hallaba un peñasco boscoso conocido entre los lugareños como «la colina de Piensa en Mí», sobre el cual a principios de siglo había habido un anuncio de puros Think of Me (Piensa en mí).
Se trataba de una casa de clase media situada en un vecindario de clase media, que Kurt describiría más tarde como «chusma blanca que van de burgueses». En la primera planta se hallaba el salón, el comedor, la cocina y el dormitorio de Wendy y Don. En el piso de arriba había tres estancias: una pequeña sala de juegos y dos dormitorios, uno de los cuales lo ocuparía Kurt. El otro se reservó para el hermano o hermana de Kurt; aquel mes Wendy se enteró de que se había quedado embarazada de nuevo.
Kurt tenía tres años cuando nació su hermana Kimberly, que ya de pequeña guardaba un asombroso parecido con su hermano, con los mismos ojos azules hipnotizadores y el cabello rubio claro. Cuando llevaron a Kimberly del hospital a casa, Kurt insistió en entrar con ella en brazos. «La quería muchísimo —recordaba su padre—. Y al principio eran inseparables.» La diferencia de tres años de edad entre ellos resultó ideal, pues la atención que profesaba Kurt hacia su hermana pasó a convertirse en uno de sus principales temas de conversación. Dicha circunstancia serviría para forjar un rasgo de carácter que marcaría ya la personalidad de Kurt para el resto de su vida y que se definiría por una sensibilidad, en ocasiones desmesurada, ante las necesidades y el dolor de los demás.
El hecho de tener dos niños cambió la dinámica del hogar de los Cobain, y el poco tiempo libre que tenían lo ocupaban en visitar a la familia o en secundar el interés de Don por los deportes que se organizaban en el seno de la comunidad. Don jugaba en una liga de baloncesto en invierno y en un equipo de béisbol en verano, y gran parte de su vida social giraba en torno a los partidos y los actos que se celebraban después. A través del deporte los Cobain conocieron y entablaron amistad con Rod y Dres Herling. «Formaban una buena familia, y siempre estaban haciendo cosas con los críos», recordaba Rod Herling. En comparación con muchos de sus conciudadanos en el Estados Unidos de los años sesenta, los Cobain eran además de un convencional que llamaba la atención, pues nadie en su círculo social fumaba maría, y Don y Wendy rara vez bebían.
Una noche de verano los Herling estaban en casa de los Cobain jugando a las cartas, cuando Don entró en el salón y anunció: «Tengo una rata». Las ratas se veían con frecuencia en Aberdeen debido a la baja elevación del terreno y la abundancia de agua. Don ideó una especie de lanza rudimentaria sujetando un cuchillo de carnicero al palo de una escoba. Aquel invento casero llamó la atención del pequeño Kurt de cinco años, que siguió a su padre hasta el garaje, donde el roedor se hallaba metido en un cubo de basura. Don ordenó a Kurt que se quedara atrás, orden imposible de cumplir para un niño tan curioso, quien siguió avanzando poco a poco hasta agarrarse a la pernera de su padre. El plan consistía en que Rod Herling levantara la tapa del cubo para que Don, acto seguido, matara la rata con la lanza. Herling levantó la tapa y Don lanzó el palo de escoba, pero no logró dar a la rata y la lanza se clavó en el suelo. Mientras Don trataba en vano de desclavar la lanza, la rata trepó a duras penas y, medio aturdida por el palo de la escoba, se escabulló por el hombro de Don para bajar luego al suelo y pasó por encima de los pies de Kurt al tiempo que este salía del garaje. Todo sucedió en una fracción de segundo, pero la expresión del rostro de Don sumada a los ojos desorbitados de Kurt provocó las carcajadas de todos los presentes. Estuvieron riéndose horas de aquel incidente, el cual se convertiría en un episodio del anecdotario de la familia: «Eh, ¿recordáis aquella vez que papá intentó atravesar la rata con la lanza?». Nadie reía con más ganas que Kurt, pero con cinco años todo le causaba risa. Tenía una risa hermosa, como el sonido de un bebé al que le hacen cosquillas, que se escuchaba a todas horas.
En septiembre de 1972, Kurt empezó a ir a la guardería en la escuela primaria Robert Gray, situada a tres manzanas al norte de su casa. Wendy lo llevó a la escuela el primer día, pero después se acostumbró a ir solo; la calle Primera y sus inmediaciones se habían convertido en su territorio. Los maestros lo conocían bien y lo tenían por un alumno precoz y curioso que siempre llevaba una fiambrera de Snoopy. En la cartilla de notas de aquel año su maestro anotó que se trataba de un «estudiante muy bueno». No era nada tímido. Cuando organizaron un espectáculo infantil en la escuela para el que trajeron un osezno, Kurt fue uno de los pocos niños que accedió a posar con él para que le hicieran fotos.
La asignatura en la que más destacaba era plástica. A los cinco años se veía ya a todas luces que tenía unas dotes artísticas excepcionales, pues pintaba unos cuadros de gran realismo. Tony Hirschman conoció a Kurt en la guardería y se quedó impresionado con el talento de su compañero de clase: «Dibujaba de todo. Un día estuvimos viendo imágenes de hombres lobo, y dibujó uno que parecía una foto». En la serie de dibujos que Kurt realizó aquel año representó a Aquaman, el Monstruo de la Laguna Negra, Mickey Mouse y Pluto. Por vacaciones o para su cumpleaños su familia aprovechaba para regalarle material de dibujo, con lo que su cuarto empezó a tener la apariencia de un estudio de pintura.
La vena artística de Kurt se vio alentada por su abuela paterna, Iris Cobain, quien coleccionaba objetos de recuerdo de Norman Rockwell en forma de platos de Franklin Mint decorados con ilustraciones de la revista Saturday Evening Post. La propia Iris se dedicaba a reproducir muchas de las imágenes de Rockwell en cañamazo, y el cuadro más famoso del pintor —Freedom From Want, una estampa que resumía la quintaesencia de la cena de Acción de Gracias en Estados Unidos— colgaba de la pared de la caravana doble donde vivía en Montesano. Su abuela llegó incluso a convencerle para que se aficionara a una de sus manualidades preferidas: tallar con ayuda de un palillo toscas reproducciones de cuadros de Rockwell en la parte superior de setas recién cogidas. Al secarse los enormes hongos, las marcas hechas a palillo perduraban, como los huesos de ballena que solían tallar y decorar antiguamente los navegantes allende los mares.
El marido de Iris y abuelo de Kurt, Leland Cobain, carecía de sensibilidad artística —su trabajo como conductor de una asfaltadora se había cobrado gran parte de su capacidad auditiva—, pero enseñó a Kurt a trabajar la madera en labores de carpintería. Leland tenía un carácter rudo y malhumorado, y cuando su nieto le mostró con orgullo un dibujo que había hecho de Mickey Mouse (a Kurt le encantaban los personajes de Disney), Leland lo acusó de haberlo calcado. «No lo he calcado», respondió Kurt. «Ya lo creo que sí», repuso su abuelo. Leland le dio entonces a su nieto una hoja de papel en blanco y un lápiz y le retó a que dibujara lo mismo para que él pudiera ver cómo lo hacía. El pequeño de seis años tomó asiento y, sin un modelo del que copiar, dibujó una imagen casi perfecta del Pato Donald y otra de Goofy. Luego alzó la vista del papel con una enorme sonrisa, tan satisfecho por dejar en ridículo a su abuelo como por crear a su querido pato.
Su creatividad fue extendiéndose cada vez más hacia la música. Aunque nunca había recibido clases formales de piano, era capaz de tocar una melodía sencilla de oído. «Ya incluso de muy pequeño —recordaba su hermana Kim— se sentaba al piano y tocaba algo que había oído por la radio. Tenía la capacidad artística de pasar al papel o convertir en música cualquier cosa que tuviera en la cabeza.» Para animarlo, Don y Wendy le compraron una batería de Mickey Mouse que Kurt se dedicaba a aporrear con energía cada día al volver de la escuela. Aunque le encantaban los tambores de plástico, aún le atraían más los tambores de verdad que había en casa de su tío Chuck, pues con ellos podía hacer más ruido. También le gustaba colgarse en bandolera la guitarra de su tía, aunque le pesaba tanto que se le doblaban las rodillas. Solía rasgarla mientras inventaba canciones. Aquel año Kurt se compró su primer disco, un empalagoso single de Terry Jacks llamado «Seasons in the Sun».
También le fascinaba mirar los discos de sus tíos y tías. En una ocasión, cuando tenía seis años, fue a visitar a su tía Mari y, estando inmerso en pleno repaso de su colección de discos en busca de un álbum de los Beatles —uno de sus grupos favoritos—, de repente soltó un grito y fue corriendo hacia su tía, presa del pánico. Llevaba en la mano una copia de Yesterday and Today de los Beatles, con aquella famosa «portada del carnicero», en la que salía el grupo retratado con trozos de carne encima. «Aquello me hizo darme cuenta de lo impresionable que era Kurt a aquella edad», afirmó Mari.
Al pequeño también le afectaba el creciente clima de tensión que veía entre sus padres. Durante los primeros años de su vida Kurt no había presenciado muchas peleas en casa, pero tampoco había habido grandes muestras de amor. Al igual que muchos matrimonios jóvenes, Don y Wendy eran dos personas abrumadas por las circunstancias. Sus hijos se habían convertido en el centro de sus vidas, y el poco romanticismo que pudiera haber existido en su corta relación de pareja antes de ser padres resultaba difícil de reavivar. Los apuros económicos tenían desmoralizado a Don; Wendy se veía consumida por el cuidado que exigían sus dos hijos. Empezaron a discutir cada vez más y a gritarse el uno al otro delante de los niños. «No tienes ni idea de lo duro que trabajo», le espetaba a gritos Don a Wendy, quien se hacía eco a su vez de las quejas de su marido.
Sin embargo, para Kurt sus primeros años de infancia estuvieron llenos de alegría. En verano pasaban las vacaciones en una cabaña que tenía la familia Fradenburg en Washaway Beach, en la costa de Washington. En invierno iban a montar en trineo. En Aberdeen rara vez nevaba, así que se trasladaban al este, a las pequeñas colinas situadas más allá del pueblo maderero de Porter, así como al monte conocido como Fuzzy Top Mountain o «la montaña de la cumbre rizada». En dichas excursiones la familia siempre seguía el mismo ritual: después de aparcar sacaban un trineo para Don y Wendy, un platillo plateado para Kim y el deslizador Flexible Flyer de Kurt y se preparaban para lanzarse por la colina. Kurt agarraba su trineo, tomaba carrerilla y se tiraba cuesta abajo de la misma forma que un atleta daría los primeros pasos previos a un salto de longitud. Cuando llegaba abajo saludaba a sus padres con la mano, en señal de que había sobrevivido al viaje. El resto de la familia le seguía y después subían de nuevo la colina todos juntos. Repetían el ciclo entero una y otra vez durante horas, hasta que oscurecía o Kurt caía agotado. De vuelta al coche, Kurt les hacía prometer que regresarían el fin de semana siguiente. Kurt rememoraría posteriormente aquellos momentos como los recuerdos más entrañables de su niñez.
Cuando Kurt tenía seis años la familia acudió a un estudio de fotografía del centro y posó para un retrato formal de Navidad. En la instantánea se ve a Wendy en el centro de la composición, con un foco de luz creando un halo detrás de su cabeza, sentada en una enorme silla de madera de respaldo alto y ataviada con un largo vestido victoriano de rayas blancas y rosas con volantes en los puños. Alrededor del cuello luce una gargantilla negra y la melena rubia rojiza hasta los hombros se ve dividida en dos, sin un solo pelo fuera de su sitio. Con esa postura perfecta y el modo en que sus muñecas reposan sobre los brazos de la silla, tiene la apariencia de una reina.
La pequeña Kim de tres años aparece sentada sobre el regazo de su madre. Engalanada con un largo vestido blanco y unos zapatos de charol, parece una réplica en miniatura de su madre. Está mirando directamente a la cámara, con la expresión de una niña que podría romper a llorar en cualquier momento.
Don posa de pie detrás de la silla, lo bastante cerca como para no salirse del plano pero distraído. Tiene los hombros un tanto encorvados y muestra una expresión de desconcierto más que una sonrisa natural. Lleva una camisa de manga larga de color morado claro con un cuello de medio palmo y un chaleco gris, un modelo de los que se pondrían Steve Martin o Dan Aykroyd para hacer de «chicos alocados» en sus parodias de Saturday Night Live. Tiene una mirada distante, como si estuviera preguntándose por qué lo habrían arrastrado hasta aquel estudio de fotografía cuando podría estar jugando al béisbol.
Kurt se halla de pie a la izquierda de la escena, delante de su padre, a uno o dos palmos de la silla. Lleva unos pantalones azules a rayas de dos tonos con un chaleco a juego y una camisa de manga larga de color rojo vivo que le viene un poco grande, con las mangas cubriéndole parte de las manos. Como el verdadero animador de la familia, no solo esboza una sonrisa, sino que sale riendo. Se le ve radiante de felicidad, como un niño pequeño que estuviera divirtiéndose un sábado con su familia.
La imagen presenta una familia que destaca por su atractivo y cuya apariencia externa deja entrever un linaje típicamente norteamericano: cabello claro, dientes blancos y una indumentaria tan bien planchada y estilizada que podrían parecer sacados de un catálogo de Sears de principios de los años setenta. Sin embargo, si se observa con más detenimiento, revela una dinámica que incluso al fotógrafo debió de resultarle más que evidente, pues se trata de un retrato de familia, pero no de un retrato de matrimonio. Don y Wendy ni siquiera se rozan, y no hay muestra alguna de cariño entre ellos; de hecho, es como si no salieran en la misma imagen. Con Kurt delante de Don y Kim en el regazo de Wendy, se podrían coger unas tijeras y cortar la fotografía —y la familia— por la mitad. Así se obtendrían dos familias separadas, cada una formada por un adulto y un niño, divididas por sexos: las ataviadas con un vestido victoriano a un lado y los varones con camisas de cuello ancho al otro.
Odio a mamá, odio a papá.
—De un poema escrito en la pared del dormitorio de Kurt.
La tensión en el seno familiar aumentó en 1974, cuando Don Cobain decidió cambiar de trabajo y entrar en la industria maderera. Don no era un hombre de gran corpulencia, y no le atraía mucho la idea de talar árboles de sesenta metros de altura, así pues aceptó un puesto de oficina en Mayr Brothers. Le constaba que a la larga podría ganar más dinero en el sector de la madera que en la gasolinera; por desgracia, entró a trabajar como empleado en prácticas, cobrando 4,10 dólares la hora, menos aún de lo que ganaba como mecánico. Los fines de semana se sacaba un sobresueldo haciendo inventario en la fábrica, y muchas veces se llevaba a Kurt con él. «Se paseaba con su pequeña bicicleta por el jardín», recordaba Don. Kurt se burlaría posteriormente del empleo de su padre, y afirmaría que era un suplicio acompañarlo a trabajar, pero en aquel momento le complacía que contaran con él. Aunque pasó toda su vida de adulto tratando de dar a entender lo contrario, el reconocimiento y la atención de su padre tenían una importancia crucial para Kurt, y nunca eran suficientes: siempre quería más. Posteriormente confesaría que sus recuerdos más felices correspondían a sus primeros años en el seno familiar. «Lo cierto es que tuve una infancia genial —declaró a la revista Spin en 1992, aunque no sin añadir a renglón seguido—: hasta los nueve años.»[1]
Don y Wendy se veían obligados a menudo a pedir dinero prestado para pagar las facturas, una de sus principales fuentes de discusión. Leland e Iris guardaban un billete de veinte dólares en la cocina, al que en tono jocoso se referían como «los veinte que van y vienen», pues cada mes se lo prestaban a su hijo para que comprara comida y, tan pronto lo devolvía, lo pedía prestado de nuevo. «Iba a todas partes, pagaba las facturas y luego venía a casa —recordaba Leland—. Nos pagaba los veinte dólares y nos decía: “Vaya, esta semana lo he hecho bastante bien. Me quedan treinta y cinco o cuarenta céntimos”.» Leland, al que nunca le gustó Wendy porque veía que «se las daba de superior a los Cobain», recordaba que la joven familia salía entonces directa al restaurante Blue Beacon Drive-In de la calle Boone para gastar la calderilla en unas hamburguesas. Aunque Don se llevaba bien con su suegro, Charles Fradenburg —que trabajaba para el condado llevando una niveladora—, Leland y Wendy nunca congeniaron.
La tensión entre ambos llegó a un punto crítico cuando Leland ayudó a Don y Wendy a reformar la casa de la calle Primera. Leland se ofreció a construirles una chimenea falsa en el salón y a colocar una encimera nueva, pero durante el proceso las peleas entre Wendy y su suegro fueron en aumento. Leland acabó advirtiendo a su hijo que si no hacía que Wendy dejara de incordiarle se marcharía dejando el trabajo a medio terminar. «Fue la primera vez que oí a Donnie replicar a su mujer —recordaba Leland—. Ella no paraba de quejarse de esto y lo otro, hasta que al final él le dijo: “Cállate de una puñetera vez o cogerá las herramientas y se largará”. Y por una vez su mujer cerró la boca.»
Al igual que su padre antes que él, Don se mostraba muy severo con sus hijos. Una de las quejas de Wendy era que su marido esperaba de los niños que supieran comportarse en todo momento —algo imposible de conseguir— y exigía a Kurt que actuara como un «pequeño adulto». Kurt era a veces un diablo, como todos los niños, si bien la mayoría de sus travesuras no revestían gravedad, pues como mucho se limitaban a escribir en la pared, cerrar la puerta de un portazo o hacer rabiar a su hermana. Dichas acciones le valían a menudo una paliza, pero el castigo físico más habitual —y casi diario— de Don consistía en golpearle la sien o el pecho con dos dedos. Aquel gesto apenas dolía, pero causaba un daño psicológico profundo, pues hacía que el hijo temiera un castigo físico mayor y servía al mismo tiempo para reforzar el dominio de Don. Kurt empezó a buscar refugio en el armario de su cuarto. La clase de espacios cerrados y reducidos que a otros les provocaba un ataque de pánico eran los lugares que Kurt tenía como santuario.
Y había cosas de las que merecía la pena esconderse, pues tanto su padre como su madre podían tratarlo con mofa y sarcasmo. Cuando Kurt se mostraba lo bastante inmaduro como para creerlos, Don y Wendy le advertían que Papá Noel le traería un trozo de carbón si no se portaba bien, sobre todo si se peleaba con su hermana. Para hacer la gracia, le dejaban unos cuantos trozos de carbón en el calcetín. «Solo era una broma —recordaba Don—. Lo hacíamos cada año. Le caían regalos y todo eso; nunca se los dábamos en mano.» Sin embargo, Kurt no le veía la gracia, al menos por lo que contaría más tarde a lo largo de su vida. Según relataba, un día le prometieron que le traerían un arma de juguete de Starsky y Hutch, pero aquel regalo no llegó jamás. En lugar de ello, aseguraba que solo le cayó un trozo de carbón cuidadosamente envuelto. El relato de Kurt tenía algo de exagerado, pero en su imaginación interna había empezado a hacerse una idea propia de su familia.
De vez en cuando, Kim y Kurt hacían las paces y jugaban juntos. Aunque Kim nunca tuvo el talento artístico de Kurt, y jamás sintió la rivalidad de tener al resto de la familia pendiente de su hermano, desarrolló la capacidad de imitar voces. Las que mejor le salían eran las de Mickey Mouse y el Pato Donald, con las que hacía reír a Kurt a más no poder. Las dotes vocales de Kim dieron pie a que Wendy se montara una nueva fantasía. «Era el gran sueño de mamá —declararía posteriormente Kim—, que Kurt y yo acabáramos en Disneylandia, trabajando allí los dos, él dibujando y yo haciendo voces.»
Marzo de 1975 fue un mes lleno de alegría para el pequeño Kurt de ocho años, ya que por fin visitaría Disneylandia, y volaría en avión por primera vez. Leland se había jubilado en 1974 y aquel año Iris y él fueron a pasar el invierno a Arizona. Don y Wendy llevaron en coche a Kurt a Seattle, lo metieron en un avión y Leland recogió al muchacho en Yuma, antes de dirigirse a California del Sur. En una frenética ruta de dos días visitaron Disneylandia, el parque de Knotts Berry Farm y las instalaciones de Universal Studios. En Disneylandia Kurt se quedó fascinado con la atracción de «Piratas del Caribe», e insistió en que se montaran todos tres veces. En Knotts Berry Farm se atrevió a subir a la gigantesca montaña rusa, pero al salir de la atracción estaba pálido como un fantasma. Cuando Leland le preguntó si ya tenía suficiente, el rostro de Kurt recobró de golpe el color y volvió a montarse una vez más. En la visita guiada por Universal Studios Kurt asomó medio cuerpo fuera del tren al pasar por delante de la criatura de Tiburón, lo que pr