Corazón revuelto. Una biografía de Carmen Laforet

Gema Moraleda

Fragmento

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El amor por la lectura

Los libros nos brindan la oportunidad de conocer otras vidas. Sus historias nos sirven a menudo como espejo, pero también como refugio, como lugar al que evadirnos para desconectar de la angustia y los problemas del aquí y el ahora. La literatura es la patria de las almas perdidas, de quienes necesitan consuelo y descanso, de quienes buscan incansablemente otra realidad. Y eso es algo que Carmen Laforet descubrió muy pronto de la mano de su madre, Teodora, ávida lectora, que instauró la costumbre familiar de dedicar la sobremesa a la lectura, sobre todo de clásicos castellanos.

Desde muy pequeña, con apenas tres o cuatro años, Carmen esperaba impaciente el momento de la lectura. La voz de Teodora daba vida a personajes como el Quijote, el Lazarillo de Tormes o el Guzmán de Alfarache, que, en la mente de su hija, se convertían en auténticos héroes. Carmen se dejaba atrapar por ellos y por sus historias; le fascinaba, sobre todo, la libertad de los pícaros, siempre de un lado a otro buscándose la vida. Desde su casa en Las Palmas, los paisajes peninsulares descritos en aquellos libros le parecían tan ajenos y extraños como los de otro planeta.

En cuanto aprendió a leer, Carmen ya no paró. Por suerte, en casa tenía a su disposición una amplísima biblioteca llena de volúmenes de todo tipo. Con los años, ya en su adolescencia, descubriría las voces de Benito Pérez Galdós y Pío Baroja, entre muchos otros, que sentarían las bases de su vocación escritora. Aquellas horas de lectura acabarían siendo uno de los pocos recuerdos que Carmen Laforet conservaría de su madre.

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Un terrible accidente

Con poco más de dos años, Carmen bebió por error una gota de potasa, un potente abrasivo que se usaba para limpiar baños y que una criada confundió con agua. Fue Teodora quien comprendió lo que había pasado al oír los gritos de su hija y quien salió a la calle con ella en brazos en busca de ayuda.

Las consiguientes curas para sanar la quemadura química que el líquido le causó en el esófago fue otra de las cosas que Carmen asoció siempre con su madre. Unas curas que se alargaron hasta sus ocho años y que se convirtieron en una piedra en el zapato; algo molesto y siempre presente. Cada día, el médico o su madre le pasaban una sonda por la garganta para procurar que la herida cicatrizara correctamente. Además, no podía comer ni pan, ni carne, ni muchos otros alimentos importantes en la etapa de crecimiento, por lo que Carmen se convirtió en una niña flaca, siempre con hambre.

Sin embargo, aprendió muy pronto que no debía quejarse. Que su dolor causaba dolor a quienes la rodeaban y que era mejor disimularlo y mostrarse tranquila y feliz. Tomasa le recordaba a menudo lo afortunada que había sido de no haber tomado un trago entero de aquel terrible líquido, puesto que eso la habría matado, y Carmen asentía con una serenidad y una resignación impropias de su edad, con un deseo profundo de agradar y, sobre todo, de no molestar. No le gustaba preocupar a su madre.

La arcadia

El accidente de la potasa sucedió poco después de que los padres de Carmen, Eduardo y Teodora, se instalaran en Las Palmas procedentes de Barcelona. Fue precisamente en la Ciudad Condal, en casa de sus abuelos paternos, donde llegó al mundo Carmen Laforet el 6 de septiembre de 1921. Sus primeros recuerdos, necesariamente imprecisos e idealizados, se formaron en aquel piso de la esquina entre Aribau y Consejo de Ciento, en pleno Ensanche. Era una vivienda amplia, de largos pasillos y con grandes ventanas, impregnada del aroma a pintura y a disolventes que salía del estudio donde pintaba el abuelo, y de la voz dulce de la abuela, siempre risueña, amable y dispuesta a contar historias familiares. Carmen fue su primera nieta, y ellos la colmaron de cariño y atenciones hasta que Eduardo y Teodora decidieron mudarse a Canarias en 1923. A pesar de su corta edad, Carmen guardaría siempre un precioso recuerdo de ellos y de aquellos días: «Los dos me quisieron mucho», escribiría muchos años después a su amigo y escritor Ramón J. Sender.

Más tarde, en 1930 Carmen regresaría unas semanas de visita a Barcelona con sus padres y sus hermanos. Aquellos días le sirvieron para fijar definitivamente el recuerdo del que había sido su primer hogar y también la luz, los sonidos y las fachadas de los edificios de Barcelona, que dejaron una honda huella en su memoria. Aquella ciudad era muy distinta de Las Palmas, y el amor y el ambiente que se respiraban en casa de sus abuelos la hacían sentirse reconfortada y aliviada. Carmen guardó con celo todas aquellas imágenes en sus recuerdos hasta convertirlas también en otro refugio, una arcadia feliz con la que soñaría insistentemente más adelante, cuando la vida le diera otro revés.

Un fantasma joven

Teodora conoció a su marido con apenas diecinueve años, cuando él era ya un hombre de veintiocho que daba clases en la Escuela Normal de Toledo, donde ella iba a estudiar Magisterio. En 1919, tras un breve noviazgo, la pareja se casó y se mudó a Barcelona; en 1923 se instaló en Las Palmas y en 1926 ya tenía tres hijos: Carmen, Eduardo y Juan José. El matrimonio y la concatenación de partos hizo que Teodora jamás llegara a ejercer como maestra, a pesar de que acabó la carrera, y se vio obligada a convertirse en madre y ama de casa mientras Eduardo, que trabajaba como arquitecto municipal de Las Palmas, disfrutaba de una animada vida social. Siete años después de casarse, la relación de Eduardo y Teodora hacía aguas. Él consideraba a su mujer poco interesante y demasiado temperamental; ella vivía consumida por los celos, alimentados por los rumores y las habladurías, así como por la actitud desdeñosa de él.

Tras el nacimiento del tercer hermano, en 1926, Carmen vio cómo su madre se sumía lentamente en la tristeza hasta caer enferma poco después. Con tres hijos a su cargo, uno recién nacido, Eduardo pidió a su madre que fuera de visita para echarle una mano. Carmen celebró la llegada de su querida abuela paterna, a la que hacía largo tiempo que no veía, pero aquella felicidad no podía borrar el hecho de que su madre estaba postrada en la cama y ya no le leía historias después de comer.

Al cabo de unos meses, Teodora se levantó de la cama y la abuela regresó a Barcelona, pero Carmen notó que su madre ya no era la misma. La mujer recta y cariñosa que le había inculcado la obligación de mostrarse siempre alegre y afrontar las consecuencias de sus actos se desdibujaba sin remedio, y Carmen empezó a refugiarse en los libros para compensar aquella ausencia, aquellos silencios.

Cuando Carmen tenía siete años, la familia se mudó a una casa de pescadores aislada, cerca del mar, en La Laja. La ausencia de vecinos evitaba habladurías sobre el estado de salud de Teodora, y su privilegiada ubicación abrió un nuevo mundo de posibilidades para Carmen y sus hermanos. Allí, empujada por su padre, que era un gran atleta y aficionado al deporte, Carmen adquirió el gusto por el aire libre y el mar y descubrió el placer de correr por la playa de arena oscura, con el sonido de las olas de fondo, sola o acompañada de sus hermanos, pero siempre libre. Fue también en aquella playa donde su padre le enseñó a nadar, un hábito que ya no abandonaría. Años después, evocando aquella casa en un artículo para ABC, Carmen Laforet mencionaría el «fantasma joven de mi madre» que habitaba los muros de aquella pequeña casa. Su ausencia en vida era cada vez más patente y Carmen empezó a acostumbrarse a ella. Por el lado bueno, aquel

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