Umbral

Fragmento

Nota a la presente edición

Nota a la presente edición

En esta nueva edición de la biografía de Francisco Umbral he revisado algunas afirmaciones o juicios que muy pronto me parecieron demasiado tajantes o excesivos y he corregido asimismo algunos, pocos, datos erróneos, gracias a las aportaciones de testimonios con los que no pude contar en la versión de 2004. Fundamentalmente, agradezco a José Antonio Perelétegui, Juan Manuel de Prada y Jorge Urrutia sus valiosas aportaciones, confirmando las mías de entonces. Los lectores de la primera edición descubrirán pequeños cambios que no alteran en absoluto la visión general del personaje ni la estructura de los capítulos, respetándose en todo el carácter del año en que fue publicada, cuando dispuse únicamente de la información que pude recabar por mí misma, ya que no sólo no conté con el apoyo del escritor, como se expone en el libro, sino que sigo contando con la manifiesta hostilidad de la fundación que lleva su nombre.

En todo caso, lo que quiero decir es que me es imposible incorporar a esta edición la sustantiva transformación que ha experimentado la figura de Umbral en la opinión pública, debida en buena parte a la explicación que de ella se da en El frío de una vida. Hacerlo supondría alterar, y mucho, la estructura de mi argumentación, ajena a los delirios hagiográficos. La diferencia más importante en relación a la primera edición es el añadido de un nuevo epílogo dando cuenta somera de los últimos años del escritor y del cierre de algunos interrogantes que habían quedado abiertos en 2004.

Barcelona, enero de 2022

Advertencia preliminar

Advertencia preliminar

He hablado con muchas personas que conocen bien a Francisco Umbral o bien que se han cruzado en algún momento en su camino; a todas agradezco la deferencia, la cordialidad y, en algunos casos, la amistad con que me han tratado. Sin sus comentarios y aportaciones mi trabajo hubiera sido casi inhumano. Pero debo decir que soy la única responsable de la información que se maneja a lo largo del libro, así como de la libre interpretación de los principales datos biográficos del escritor.

Este ensayo utiliza categorías psicológicas porque éstas se han convertido en categorías políticas.

HERBERT MARCUSE,

prefacio a Eros y civilización. Contribución a Freud

Somos tan superficiales, tan vanos, que casi nunca diferenciamos una conducta de una vida. ¿Qué sabemos nosotros de la vida interna de Lorca, de su metal último y más verdadero?

FRANCISCO UMBRAL,

Lorca, poeta maldito

Escribir es mi única redención, mi única realización. Es mi manera de estar en el mundo. Una especie de locura. Quisiera quemarme escribiendo y viviendo, y te aseguro que a veces duelen las quemaduras.

FRANCISCO UMBRAL,

carta a Miguel Delibes, enero de 1970

Yo no tengo escrúpulos. No me parece tampoco inmoral ni ilegítimo que digan de mí lo que quieran. Aunque creo que de mí se pueden decir pocas cosas, porque soy muy alto y muy guapo.

FRANCISCO UMBRAL,

entrevista concedida a José Miguel Ullán,

El País, 28 de junio de 1981

1. Historia de un libro

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Historia de un libro

La idea inicial de este libro arranca de un momento preciso, la noche del 12 de septiembre de 1997, cuando Francisco Umbral obtuvo el segundo Premio Fernando Lara, en Sevilla, con una novela titulada La forja de un ladrón. Era un premio nacido el año anterior a la sombra del accidente de tráfico sufrido por el hijo del fundador de Planeta y principal responsable de su dirección literaria desde la jubilación de José Manuel Lara, de modo que el fallecimiento de Fernando Lara Bosch había supuesto una seria crisis interna en la editorial. El año anterior, y primero de su convocatoria, el premio lo había obtenido Terenci Moix con su novela El amargo don de la belleza. La tarde de la concesión del galardón, Francisco Umbral estaba en Sevilla acompañado entre otros por Fernando Rodríguez Lafuente, Eduardo Haro Tecglen, Miguel García-Posada,[1] Fernando Sánchez Dragó y un largo etcétera de escritores y periodistas invitados por la editorial catalana. Umbral se hospedaba, acompañado de su mujer España, en el hotel Alfonso XIII, y el hecho de que se hubiera desplazado hasta allí, en tren, era señal inequívoca de su victoria. Aquel mismo día los titulares de diversos periódicos nacionales daban a Umbral como firme candidato al premio, aunque se hubiera presentado bajo el pseudónimo fácilmente reconocible (como veremos) de Alejandro de Miguel. El premio estaba dotado con veinte millones de pesetas (unos ciento veinte mil euros), sólo superado económicamente por los cincuenta millones del Premio Planeta de novela.[2]

No había aparentemente razón alguna para la inquietud, pero la inesperada presencia del novelista José María Gironella en Sevilla angustió a Umbral hasta el extremo de comportarse groseramente con el reconocido autor de Los cipreses creen en Dios. ¿Es que Gironella se había desplazado a Sevilla por las mismas razones que él? ¿Para quién era el Premio Fernando Lara? Se trata de un sentimiento incontrolable para Umbral que lo hace reaccionar de una forma no sólo imprudente sino chocante: «¿Qué hace ahí ese viejo?», no dejaba de comentar en voz alta sorprendiendo a quienes lo veían dominado por un momento de pánico. Finalmente, y de acuerdo con el guion que estaba previsto, no hubo sorpresas y a José María Gironella, que atravesaba un difícil momento económico, se le dio un accésit de diez millones de pesetas (unos sesenta mil euros) que apenas oscureció su avidez de protagonismo. En la rueda de prensa posterior a la concesión del premio, el escritor afirmó que no reconocía la novela como suya. Le atribuyó una sólida arquitectura narrativa y habló de «novedad» respecto de sus libros anteriores:

No parece mía, hay muchos diálogos y tiene una construcción muy rigurosa. Me hace ilusión haber hecho una cosa nueva.

Eran las declaraciones lógicas de un escritor que confía en seguir vendiendo novelas y por tanto tiene que marcar las diferencias con sus libros anteriores para que no parezcan el mismo. La forja de un ladrón era su novela número cuarenta, un cálculo en el que no confío demasiado porque es muy difícil a veces precisar los géneros y las fechas de publicación en el conjunto de su obra: el material literario utilizado por el escritor viene reciclándose en formatos diversos y a lo largo de los años. Pero de algún modo, en aquella ocasión, como también le ha ocurrido otras veces, Umbral tenía que justificar su escritura, la aparición de un nuevo libro, ante la concesión de un premio importante. De no mediar algo así, el escritor, lógicamente, no tiene por qué justificar los motivos de la publicación de un nuevo libro, aunque tenga por costumbre señalar la novedad de sus novelas (o insistir en que «se venden muy bien») a fin de salir al paso de las suspicacias que suscita el hecho de ser autor de una obra literalmente inabarcable. Pero es que a finales de 1993 había publicado un libro, Madrid, 1940. Memorias de un joven fascista, que meses después fue replicado por Julio Rodríguez Puértolas denunciando en un artículo las coincidencias de esta novela con otras dos novelas: Memorias de un joven fascista (1976), de Fernando González, y muy especialmente Checas de Madrid (1940), de Tomás Borrás. El crítico e historiador de la literatura señalaba no sólo las correspondencias, sino el mimetismo del procedimiento narrativo adoptado: los horrores que Borrás atribuía a los rojos en el Madrid de la Guerra Civil, Umbral los trasladaba, tal cual, a los falangistas.[3]

Aunque había seguido publicando libros de creación (Madrid 650 y Capital del dolor, por ejemplo), era consciente de que la falta de una sólida estructura argumental es el reproche más frecuente que se hace a su obra y que, por otra parte, un lector común puede pensar que ya está ahíto de una literatura que crece a un ritmo imparable. Umbral insistió en los dos aspectos (diálogo y estructura) que podían doblegar al indeciso para preguntarse al fin y al cabo: «¿Y si ésta fuera su novela de verdad, la que puede esperarse de un hombre de su talento?».

Naturalmente, al publicarse La forja de un ladrón un lector no demasiado ingenuo pudo comprobar en la obra los motivos y la forma narrativa habitual del escritor: ¿cuántas veces no ha escrito Umbral el episodio de la manicura con su madre? Un libro más, pues, sobre los temas de siempre. Yo había creído en las declaraciones del escritor sin reparar en que no eran sino eso, un recurso para encajar otro libro, una escritura que a mí me parecía, al menos aparentemente, exhausta. Pero no importa, otros lectores debieron de quedar seducidos, como yo misma, por el espejismo, y eso es lo único que cuenta. Umbral, como él mismo ha admitido en alguna ocasión, no siente demasiados escrúpulos morales, de modo que no tenía por qué plantearse las razones de un nuevo libro suyo. Otro libro. Un libro más.

Desde luego el escritor tenía interés en lograr un cierto éxito de ventas con La forja de un ladrón. Curiosamente, él no ganaría nunca el Premio Planeta, pese a ser un autor de su escudería desde 1970, cuando publicó El Giocondo, con un mínimo de ocho reediciones. Es seguro, sin embargo, conociendo las costumbres de la editorial, que de haber intuido que podía ser un ganador claro se lo habrían ofrecido en alguna ocasión de las más de treinta que han tenido desde entonces. No lo hicieron. No lo han hecho. Todo lo más, quedó finalista en 1985 con Pío XII, la escolta mora y un general sin ojo. Aquel año ganó el Premio Planeta el psiquiatra y ensayista Juan Antonio Vallejo-Nágera con el relato novelado de los 43 primeros días de José Bonaparte en España. Su título, Yo, el rey. El testimonio de Juan Manuel de Prada es, en este sentido, muy iluminador cuando me explica la historia de ese libro: «En 1997 Umbral se presentó al Premio Planeta con una novela que luego se titularía La forja de un ladrón. Al parecer, había propuesto al “viejo Lara” formar tándem con Carmen Rigalt en el premio. Pero el “viejo Lara” no estaba muy convencido de la operación y la novela de Umbral fue desviada a un premio menor de la editorial [el Fernando Lara]». Aquel año ganó precisamente un joven Juan Manuel de Prada con una novela titulada La tempestad, que se había presentado bajo seudónimo. Umbral nunca lo olvidaría.

Un libro extraño, La forja de un ladrón. Y me refiero a su insistencia en el hurto y en el malditismo como vocación y como destino del protagonista. Como novela, el lector encuentra en ella los motivos habituales en la literatura umbraliana. Al poco de publicarse, empecé a leer: «Él no sabe de quién viene. En aquella ciudad de entonces vivaqueaban los nuevos pícaros de un imperio que sólo era de sangre y retórica. Hay un clima de posguerra que para unos es autobiografía doliente y para otros es ya acerba literatura interminable». ¿Cuál de los dos es su caso? ¿Son experiencias independientes? Por supuesto que no. Mi primera impresión fue la de hallarme ante una escritura manierista y repetitiva. Me pareció haber topado ya con la sombra de un hombre de otro tiempo que recompone antiguas cenizas, antiguos fantasmas. Que vuelve sobre sus raíces familiares una vez más: descripciones distorsionadas, desenfocadas, incluso delirantes, con ramalazos de una sinceridad brutal. Los mismos temas incansablemente, una y otra vez. Pero ¿acaso no es éste también el modo que tiene un escritor de profundizar en la verdad?

Volvamos a la rueda de prensa. Los críticos, escritores y periodistas presentes en el hotel Alfonso XIII de Sevilla recibieron la noticia del premio con indiferencia. Como si fuera un asunto de trámite. Apenas hubo preguntas sobre el libro: que Umbral publique un libro ha formado parte de la vida cultural española desde 1965. Pero hubo una frase de sus declaraciones que me llamó la atención. Fue cuando comentó que la primera parte del libro llevaba por título El cine de mamá, y explicó por encima su sentido:

Un joven y su madre hablan de las películas que han visto en las salas de cine. Pero en realidad es el trasfondo de una conversación más seria.

No dijo cuál. ¿Cómo es posible que Umbral haya escrito un libro más sobre su madre? Fue en lo primero que pensé. Recuerdo haber ido a las estanterías dedicadas al género autobiográfico en mi biblioteca y buscar su libro anterior: Los cuadernos de Luis Vives, publicado en septiembre de 1996. Hojeando el prólogo a los Cuadernos reparé en que el escritor reconocía en él haber dibujado, una vez más, una moneda de doble faz. En una de las caras podía encontrarse el retrato de un artista adolescente; en la otra, el retrato de su madre. Y lo consideraba un libro de postrimerías.

Apenas unos meses después volvía Umbral sobre lo mismo, después de los Cuadernos, después de haber escrito no menos de seis libros en los que su madre es una figura central y dominante en lo narrativo. No pude evitar algo más que la simple curiosidad pasajera, fugaz, de otras ocasiones. De nuevo escribía Umbral sobre Valladolid, los años cuarenta, su infancia, la posguerra y, sobre todo, sobre su madre y su al parecer honda relación con el escritor. ¿Por qué un hombre de su fuste literario volvía una y otra vez a su recuerdo de forma tan obsesiva? ¿No resultaba excesivo como recurso temático? Haría falta un nuevo enfoque —pensé—, una aproximación diferente para justificarlo, y eso parecía difícil después de algunos libros, como Las ánimas del purgatorio, donde, en clave onírica, el narrador se sumergía en la sexualidad de su madre, en la escena primitiva, por así decirlo, de la fecundación del hijo. Un acercamiento que resultaba difícil de superar en dolor y atrevimiento. Aunque años después hubiera aparecido El fulgor de África, donde el protagonista, un niño ilegítimo (bastardo, se insiste en el libro) que ignora cuál de las dos mujeres más próximas a él —tía Clara y tía Algadefina— es su madre, se propone escribir la crónica familiar con sus afectos y resentimientos. El muchacho hará el amor con una de las dos mujeres («su tía/madre/ amante/novia/muerta/viva») y la mujer, una de las dos, morirá en sus brazos. Y por supuesto había que contar con Los males sagrados, El hijo de Greta Garbo, Memorias de un niño de derechas, Los helechos arborescentes y Los cuadernos de Luis Vives entre los más evidentes. Incluso en un libro como Las palabras de la tribu, lectura vivísima y personal de la tradición literaria (de Galdós a Cela), pero libro de reflexión literaria al fin y al cabo, Umbral se las arregla para incluir un capítulo breve pero central —porque está situado en el punto medio del libro— titulado «Los libros de mamá».

A estas primeras preguntas surgidas al hilo de la lectura de La forja de un ladrón siguieron otras. Por ejemplo: ¿puede haber otra explicación para esa fijación temática del escritor que la del simple azar? El ser humano, por lo general, no guarda esa memoria viva, lacerante, de su infancia a no ser que en ella estén depositadas las raíces de un dolor que perdura, tal vez de una humillación o de un trauma. Me quedó la curiosidad de saber qué pudo ocurrirle a Umbral que permitiera explicar el incontenible impulso que mueve su sangre hacia atrás y no hacia delante, en busca de sus orígenes. ¿En busca del origen, tal vez?

Por todo ello la lectura de La forja de un ladrón fue distinta. Quería averiguar qué había en el fondo de esa escritura perpetuamente anclada en una palabra: «mamá». Pasaría algún tiempo antes de comprender lo que salta a la vista. Y es que Umbral ha escrito «mamá» muchas, muchísimas veces en sus libros porque nunca pudo llamarla así mientras vivió. «Él no sabe de quién viene» (FL), «hijo de nadie» (FA), «aquel niño huérfano de mi infancia, aquel niño que fui, tiene ya un padre, que soy yo» (MR). Su obra literaria hay que leerla e interpretarla en función de una titánica lucha interior, la de un hombre que ha tenido que hacerse a sí mismo desde la nada, desde el vacío de un nacimiento incómodo y humillante que lo arrojó de inmediato a una posición marginal, fuera de la sociedad, expulsado del paraíso al que todo niño debería tener derecho por el simple hecho de nacer: unos padres que acompañen suavemente su incorporación al mundo. Umbral no tuvo eso y ha vivido esclavizado por sus demonios interiores, por la obsesión dramática de ser engullido por la nada, de naufragar en los márgenes del río de la vida a causa del espejo negro del no-ser. Sabe que todo depende de él y de sus fuerzas para mantenerse vivo entre los vivos. Imposible acercarse al escritor a la luz de la crítica literaria convencional y querer averiguar, por ejemplo, si sus libros son novelas o no lo son; ese es un camino que, por experiencia propia, no conduce a ninguna parte. A ninguna parte de la verdad, me refiero. Ese fue el comienzo de mi interés por el escritor, aunque en aquel momento no tuve conciencia de ello. Digamos que la lectura de La forja de un ladrón me defraudó y aparentemente me olvidé del asunto. Pero un año después el tema surgió de nuevo. En la revista de la Unidad de Estudios Biográficos, de la que soy responsable, se nos había planteado una necesidad: abordar el tema de la autoficción en la literatura reciente. Era (lo es hasta cierto punto) un tema de moda, una especie de cajón de sastre, de casilla vacía en la propuesta teórica de Philippe Lejeune[4] para definir la autobiografía: ¿qué pasa cuando un escritor juega con su identidad en una narración, permite e incluso fomenta que el lector haga una lectura autobiográfica de ésta sin asumir el riesgo del compromiso o de la veracidad? Es una casilla que, de estar vacía en el año 75 (cuando Lejeune publicó Le pacte autobiographique), no deja de llenarse con nombres y más nombres de autores que experimentan con las posibilidades de la ficción autobiográfica. El profesor Manuel Alberca[5] y yo misma pensamos en la obra de Umbral (yo tenía en la cabeza esos interrogantes que he mencionado buscando dónde asirse) para vertebrar un monográfico dedicado a este tema y nos pusimos a trabajar preparando una cronología que pudiera utilizarse como referencia complementaria de la obra. Se encargaron los artículos de fondo a buenos conocedores de la literatura umbraliana (entre ellos, Jean Pierre Castellani y Mariana Genoud de Fourcade) y yo me centré en preparar una cronología a fin de que el lector del Boletín pudiera contrastar el universo literario del escritor con algunos datos biográficos y pudiera sacar sus propias conclusiones. Ingenuamente, estaba convencida de que este trabajo sería suficiente para aclarar el deslizamiento constante que se produce de un espacio a otro y por tanto suficiente también para comprender las claves de su obra.

A los pocos días, y después de consultar los pocos libros con información biográfica que había disponibles, me di cuenta de que era imposible hacer nada sin contar con él (de hecho, cuantos me habían precedido en el interés y la curiosidad habían hecho lo mismo: acudir directamente a Paco). Las preguntas más sencillas no tenían una respuesta precisa. Todas las fechas bailaban: ¿dónde había nacido, en Madrid o en Valladolid? ¿En qué año? ¿En el 35, el 36, el 37? ¿Cuál era su segundo apellido? La información biográfica era un barullo prodigioso: corta, confusa, temerosa de saltar la barrera infranqueable... Apenas se podía contar con ella porque carecía de rigor, a veces incluso de sentido común en cuestiones muy elementales. Con el tiempo he podido comprobar que la confusión sobre su identidad alcanza proporciones mayúsculas. Un ejemplo: la primera vez que acudí (mucho después) al Archivo de la Administración General del Estado, en Alcalá de Henares, y vi la meticulosidad policial con que el Ministerio de Información y Turismo llenaba las fichas de los escritores que publicaban durante el franquismo, me relajé de inmediato y sentí una dicha infantil. Se trataba de fichas minuciosas sin que importara para nada la envergadura del libro: una reedición de Heidi de Juana Spry dispone de un expediente tan escrupulosamente cumplimentado como el que pueda tener La playa de los locos de Elena Soriano, que no logró pasar la censura en su momento y generó un abultado expediente.

Pues bien, censores y funcionarios se unían al desconcierto general y Umbral aparecía en los ficheros de la Administración Pública como «Umbral» y no con su nombre real, como se procede, sin embargo, con los autores que utilizan un pseudónimo literario, según pude comprobar. Y los expedientes relacionados con su obra registraban toda clase de variantes: a veces podía leerse «Francisco Umbral», a secas; otras «Francisco Umbral Pérez» y, la forma más sorprendente, «Francisco Umbral López». Aquella fue una mañana difícil: me pareció que mis posibilidades de llegar a alguna conclusión eran casi nulas, aunque me viera empujada a seguir intentándolo. En el mundo de la ficción este tipo de fracasos suele preceder a un golpe de suerte que de pronto permite que se le abran al investigador las puertas del éxito y su trabajo avance firme y de forma emocionante. Siento tener que decir que yo no he tenido golpes de suerte, ni «gargantas profundas» que me abrieran el camino. Por no tener, no he contado siquiera con la colaboración del escritor. En cuanto a las puertas del éxito...

Gracias a Luis García Jambrina conseguí su teléfono y llamé a Francisco Umbral. Días antes le había escrito una carta invitándole a participar en un coloquio sobre la crónica y el diario íntimo que habíamos proyectado en la Universidad de Barcelona (en el sobre añadí mi libro Narcisos de tinta, por supuesto dedicado, para que viera que el tema me interesaba de verdad). En la carta le decía que lo llamaría unos días más tarde y así lo hice. Luis me había recomendado llamarlo entre las doce y la una del mediodía, cuando ya han salido de su máquina los dos o tres artículos para el día siguiente. Un día de octubre a las doce en punto lo llamé. Su voz no invita a preguntar por él: ya se sabe. Había recibido la carta y leído lo suficiente de mi libro como para hacerme comentarios atinados sobre él. No hubo que insistir. Aceptó con gusto la invitación y se mostró amable y generoso. Le dije lo que le pagaríamos, pero me contestó «eso da igual» y me pidió que le reserváramos habitación en el hotel Avenida Palace. No quiso saber nada de los nuevos hoteles de la ciudad olímpica, tal vez más lujosos o confortables (puede decirse que el progreso de Barcelona en los últimos años se ha concentrado en la mejora de la oferta hotelera, no sé si para contento y satisfacción de los barceloneses). «Éste lo conozco bien», me dijo, «y no tengo que perder tiempo cuando llego a la habitación buscando dónde tiene el teléfono o el cuarto de baño». Después comprobé que ésta era su forma de proceder habitual: la suya no es una personalidad flexible y —excepto con las mujeres, por las que siente una verdadera curiosidad— no muestra interés en conocer cosas nuevas. Sencillamente busca reconocer lo que es ya familiar para él. Creo que literariamente procede del mismo modo: cualquier tema lo trata Umbral de acuerdo a una impresión que ya tiene «congelada» sobre él. El «tema» José María Gironella, por ejemplo, para él se reduce a la anécdota sobre Cien españoles y Dios[6] y es la que repite cuando surge la necesidad de referirse al estimable autor de Los cipreses creen en Dios o Condenados a vivir. Y así ha ocurrido a raíz de la muerte del novelista gerundense en enero de 2003: el conocer las privaciones de sus últimos años no ha cambiado para nada su enfoque del «tema Gironella». En su columna repitió crudamente su conocida anécdota. Y, si se piensa, los gestos de su vida pública son rutinarios y por tanto cargados de costumbre: acudir al hotel Palace de Madrid para sus citas; participar en verano en los cursos de El Escorial; reunirse con unos pocos amigos en casa de Inés Oriol, de Camilo José Cela y Marina Castaño... Un radio de acción mínimo en los últimos años.

Lo recogí a mediodía en su hotel. Almorzamos en el Senyor Parellada, un restaurante con el perfume de las fondas catalanas de antes: camareros con mandiles hasta media pierna y guisos tradicionales aderezados en una nueva y atractiva presentación. No hubo manera de que Umbral se interesara por la carta: pidió un arroz hervido y agua mineral. El propietario se mostró lógicamente preocupado por su indiferencia y yo me esforcé en acordar una paella con verduras que comió sin hacer la menor alusión al cambio de plato. También me daría cuenta en los escasos encuentros posteriores de que no muestra una sensibilidad por la cocina. Mezcla con indiferencia la Coca-Cola con el vaso de leche, las pastas de té con los cacahuetes, la aguja de ternera con el whisky de malta, lo dulce con lo salado, el vaso alto con el cartón de un tetrabrik. La verdad es que podría describir aquel día con bastante exactitud porque para mí fue un día importante (y de esos días hay pocos), pero recuerdo sobre todo una impresión: su falta de respuesta emocional, subjetiva, a los estímulos. Había algo mecánico y ceremonioso en su comportamiento, una especie de rigidez lo mantenía alejado de todo aquello que fuera ajeno a sus propias fijaciones (la habitual seriedad de su rostro hace que cuando sonríe parezca otro, un ser diferente y vulnerable). Impresiona su aire apático. Una apatía en la que parece sumergido y de la que suele desprenderse cuando conoce a una mujer atractiva o se habla de su obra.

Su intervención en el aula magna de la universidad fue magnífica, y un éxito de público. No habló solo. Gracias a Pere Gimferrer la mesa de ponentes prevista en un principio era más que sugerente: Francisco Umbral, Oriol Bohigas, Josep Maria Castellet, Arcadi Espada y Fernando Valls. Estaba prevista también la participación de Gimferrer, pero después de ser el objeto de su obsesión por unos días (no es necesario detenerse en las llamadas y contrallamadas que recibí por haber tenido la deferencia de invitarlo, dada su amistad con Umbral) se puso enfermo. Yo tenía idea de que fuera un coloquio sobre el diario personal y la crónica, sin embargo no fue así. Cada uno leyó sus papeles, y el coloquio no prosperó. Umbral ignoró al resto de ponentes con la ligera (y obligada) excepción de Castellet, viejo conocido. No cruzó palabra con el periodista de El País Arcadi Espada, y esa indiferencia la mantendría con él durante la cena posterior. Digamos que Umbral actuaba de acuerdo con sus propios intereses y rechazos. Sin embargo, era muy aparente su falta de ductilidad, su desconsiderada actitud hacia aquellos que por alguna razón eliminaba de su campo visual. Simplemente no existían. Y daba que pensar la forma en que lo hacía, como si una espesa cortina se interpusiera entre él y la compañía molesta. Su indiferencia despertaba una lógica inquietud. Tiempo después yo misma tendría ocasión de caer en esa especie de ojo ciego. En todo caso, aproveché aquel día para comentarle mi propósito de preparar algo biográfico sobre él que completara los artículos que preparábamos y le pedí su colaboración. También le expresé mi extrañeza por la falta de información sólida en relación con su vida personal, aunque se sonrió amigablemente. Creo que le gustó la idea, o quizás pensó que era mejor ver de cerca cómo evolucionaba, y se mostró de nuevo dispuesto y generoso.

En algún momento de la tarde, Umbral tuvo que cumplimentar la típica burocracia para poder cobrar su intervención. Yo le pedí su carnet de identidad: se había creado una corriente de confianza entre los dos suficiente para que yo se lo pidiera como hago siempre, es decir, sin pensar en nada más que en los papeles y en sus honorarios. Umbral me contestó que no llevaba encima su documento de identidad, pero, de todos modos, conociendo a la secretaria del departamento, empecé a pedirle los datos que exigía el formulario y él me contestó. ¿Apellidos? Pérez Martínez, dijo él. ¿Nombre? Francisco, me dije a mí misma. ¿Fecha de nacimiento? En mi torpeza no había reparado en lo embarazoso del asunto hasta que el escritor resolvió con delicadeza enviarme una fotocopia de su documento de identidad por correo. Me pareció una buena idea que por supuesto nunca se concretó. Yo lo llamé varias veces en las semanas que siguieron porque la secretaria del departamento me lo exigía para tramitar el pago: siempre había surgido alguna contrariedad de su parte que lo hacía imposible. Por fin —me costó lo mío— comprendí la verdad: Umbral nunca me enviaría su documento de identidad y al hecho de no cobrar su intervención en la universidad no le daba ninguna importancia. Imagino que cuando aceptó la invitación era consciente de todo ello. Tal vez el hecho de que se prodigue poco en medios institucionales (a no ser los cursos de verano de El Escorial) tenga algo que ver con su resistencia a mostrar una documentación que le resulta comprometedora.

Pero seguimos en contacto: teníamos una cronología pendiente. Umbral fue generoso en la medida de sus posibilidades, es decir, me alentó a continuar, pero manteniéndose en una prudente reserva. En otras palabras: sí pero no. Tuvimos tres largas conversaciones en Madrid, todas en el hotel Palace. Incluso presenté un libro suyo, Diario político y sentimental, en los mullidos salones del Teatro Real: fue una experiencia perturbadora por la envarada atmósfera que rodeó el acto. Pero allí estaba Mariano Rajoy, recién nombrado ministro de Cultura, Santiago Carrillo y por supuesto parte de ese pequeño Guermantes madrileño que entra y sale de sus crónicas (cada vez menos, por cierto). No se me olvida la expresión de disgusto de Eduardo Haro Tecglen (aunque después me ha insistido en su sincero aprecio a Umbral) y tampoco el encontronazo entre Fernando Lázaro Carreter y Miguel García-Posada por un pasaje de La quencia que al primero había indignado y al que reaccionó molesto cuando vio que debía compartir mesa con el entonces crítico literario de El País. García-Posada fue sustituido precipitadamente en la mesa presidencial por Javier Villán.

Eran los buenos tiempos de nuestra relación. Siento que yo entonces podía haber aprovechado las oportunidades que me proporcionó Umbral y hacerle preguntas precisas sobre aspectos que me interesaban. No lo hice, todo se diluía finalmente en encuentros amistosos, incluso cómplices, en los que hablábamos de mucha gente sin concretar nada, y faltaría a la verdad si no dijera que alguna vez pasó un ángel entre nosotros y tuve la oportunidad de ver a un hombre vulnerable, tierno, enamoradizo y bastante perdido consigo mismo. En cualquier caso, yo estaba más preocupada por obtener su consentimiento a mi trabajo que por hacerlo de verdad. Pero aun así comprendí que no adelantaba cuando necesitaba hacerlo y lo invité de nuevo a la Universidad de Barcelona: tal vez un encuentro con estudiantes de doctorado y buenos lectores de la obra de Umbral aportaría alguna luz. Aceptó y quedamos para un día del mes de abril de 1999. Hice la reserva de hotel oportuna y se le envió un billete de avión. Lo normal. Lo anormal fue que no acudió. Al día siguiente del fallido acto recibí una carta urgente que decía lo siguiente:[7]

Querida Anna:

Mi familia materna está raleada y casi extinguida. Me quedan dos primos de mi edad, bastante intelectuales, que entienden esto perfectamente: me refiero a tu biografía.

En cuanto a la familia de mi padre, es plural, numerosa, presente en la vida madrileña. Todavía me quedan hermanos, hermanas, sobrinos, dos o tres generaciones vivas, y un sobrinito que cuenta todos los días en el colegio que él es primo de Francisco Umbral, o sobrino, según le dé, ante el pasmo de los colegiales. (No tengo inconveniente en que incluyas esta carta en tu/mi biografía, si es que insistes en hacerla). Pero me han dejado claro que ellos no tienen por qué salir en paños menores en un libro mío o sobre mí, ni tienen necesidad de explicar a los pequeños cómo fueron las cosas. Incluso recurrirían judicialmente. Por eso nunca he dicho la verdad (poco interesante) y he utilizado siempre claves poéticas. Conseguiste ponerme a tu favor, con tu insistencia, inteligencia y asiduidad, pero esta consulta a la familia paterna me parecía necesaria y ha salido como yo me temía.

Dado que el principal motivo de mi viaje era contarte cosas al parecer «incontables», tal viaje ya no tiene sentido, pues la charla podemos dejarla para otro momento. En cuanto a tus dudas sobre mi interés por la biografía, te prometo que son eso, tuyas, nunca mías, ya que quiero ser biografiado por una persona tan entendida e inteligente como tú. ¿Comprendes ahora por qué he sido siempre reacio a hablar? No por mí, sino por los míos. Pienso que esto me ha beneficiado literariamente, pues mis claves literarias valen más que la verdad (también Delibes me pedía siempre la verdad: es un realista, qué le vamos a hacer). Tengo muchas ganas de verte y hablar contigo, pero no hay más procedimiento que tu venida a Madrid, y si estás harta de este complicado caballero, también lo comprendo. Con el cariño de siempre y más,

UMBRAL

Ni que decir tiene que la carta me desanimó. ¿Qué es lo que podrían recurrir judicialmente los familiares de Umbral? ¿Acaso él no tiene derecho a que se conozcan sus raíces familiares? Quién puede impedir que lo haga si así lo desea. Resultaba incomprensible que sus familiares por línea paterna pudieran molestarse por hacer público su parentesco con el escritor y que, al mismo tiempo, tuviera un sobrino que presumiera de ello ante sus compañeros de colegio. Si lo indecible —revelar la identidad de su padre, por ejemplo— era un secreto familiar, no parece que el sobrino estuviera por la labor de preservarlo. A mí, como ya he dicho, me preocupaba saber qué datos de su infancia y formación eran fiables y cuáles no. No creo que haya otro modo de encarar una investigación biográfica, una simple cronología vital, que asegurarse de la fiabilidad de los datos que se ofrecen. Pero ¿cómo elegir el dato correcto cuando la información disponible resulta tan confusa?

Sin embargo, entiendo que la decisión de facilitarme el trabajo y autorizar la «biografía» (es decir, no impedir u obstaculizar la obtención de información, como después ha hecho, aunque admito que con mucha discreción) es suya, de nadie más. Y por supuesto está en su derecho de denegarme el apoyo, cualquier tipo de apoyo. Incluso de llevarme a los tribunales si lo que escribo atenta contra la verdad, pero como digo la decisión debía ser suya y no parapetarse tras una cortina de humo trasladando su voluntad a unos personajes fantasma y a una argumentación que me pareció insostenible. Pensé, como es natural, que con la carta buscaba desanimarme (esa amenaza sutil al recurso judicial...), aparentando mantenerse, sin embargo, al margen de la situación creada. «A mí me da igual» es una frase típicamente suya con la que aparenta conjurar sus hondos temores. Pero todo aquello que le concierne le importa muchísimo. De hecho, es lo único que cuenta para él.

Unas semanas después decidí aprovechar un curso de doctorado que di en la Universidad de Salamanca. Pasé unos días en Valladolid tanteando la posibilidad de preparar yo sola la deseada cronología. Encontré información valiosa, comprobé por ejemplo que Umbral nunca había dicho la verdad sobre su edad, hablé con personas que lo conocían y esbocé unas cuartillas porque resultaba inviable proporcionar la información obtenida —la partida de defunción de su madre, por ejemplo, donde constan los mismos apellidos del escritor— sin contextualizarla debidamente. Le envié las cuartillas redactadas esperando alguna respuesta. Al no tenerla lo llamé y se mostró muy dolido y enfadado por teléfono. Diría que traicionado. Me reprochó que sólo buscara el morbo de su biografía. «Sólo hay un dato que verdaderamente te interese en lo que has escrito, nada más», me dijo, furioso. Sus razones y las mías finalmente quedaron enfrentadas y nuestra conversación fue áspera y violenta.

La deslegitimación intelectual con que suele rodearse la escritura biográfica ha sido una piedra con la que he tropezado muchas veces a lo largo de mi experiencia preparando este libro: muchas personas han menospreciado de forma más o menos abierta mi propósito: «Lo único que importa es la obra» es una frase no por tópica menos repetida y que roza el ridículo: como si una trayectoria literaria fuera una manzana que cuelga del vacío celestial. Se admite que pueda pelarse, abrirse, incluso hacerla añicos para saber cómo es, pero se reprueba tácitamente que alguien quiera averiguar si hay un manzano por los alrededores. Por otra parte, y en términos más concretos, la curiosidad biográfica, tratándose de Umbral, es un fruto generado por la misma lectura de su obra. Si él no hubiera escrito tantos libros asediando dramáticamente su infancia, velándola y desvelándola al mismo tiempo, manipulándola a conveniencia, no habría de qué interesarse.

El caso es que nuestra conversación telefónica acabó bruscamente. Yo estaba dolida por su cerrada actitud y él, lógicamente, por mi inesperada «traición». Pero tomé un avión a Madrid al cabo de un par de días y me reuní con él por última vez (hasta el momento, largo momento, de redactar el libro) en el hotel Palace.[8] Almorzamos. Umbral pidió una crema de patata y un filete de ternera «carbonizado». Bebió agua mineral. Nuestra conversación fue relajada y comprendí que aun sin decirlo aceptaba que siguiera adelante y me corrigió cuestiones de detalle. Por ejemplo, lo relacionado con el colegio donde estudió su mujer, España (la gran ausente en su obra) y que yo ignoraba por completo.

El biógrafo de Umbral corre un grave riesgo, que es convertirse en mero amplificador de las interpretaciones que el escritor tiene elaboradas sobre sí mismo: así ha ocurrido con un periodista de talento, Javier Villán, devorado por la vanidad del escritor, ante la cual toda humildad es poca, y también por su férreo control del discurso sobre sí mismo. Por lo demás, cuantos se han acercado a su figura han vivido una experiencia similar a la mía: a un primer momento de generosidad y franqueza impensables en un hombre de su prestigio social ha seguido la hostilidad y finalmente el silencio. De pronto Umbral corta con el recién llegado los puentes que ha tendido generosamente: una nueva marca roja que añadir a su larga lista de enemigos. El último en precipitarse al vacío de su indiferencia radical ha sido Eduardo Martínez Rico, autor de un libro de conversaciones que revela un elevado grado de confianza por parte de Umbral hacia el joven universitario. Publicado el libro, de pronto, sin saber por qué, Martínez Rico se ha visto ignorado de forma manifiesta por el escritor. No hay término medio, no hay diálogo posible. O se aceptan las reglas del juego —ser mero altavoz de sus intereses— o, sencillamente, se cruza esa línea invisible marcada, sin embargo, con el fuego de la guerra y se pasa a la categoría de adversario.

Diría que la dificultad de mantener una relación duradera con el escritor, a no ser que formes parte de un extraño círculo de amistades donde todo viene de muy atrás, es el exponente de un hecho: el pulso permanente del escritor con su propia biografía,[9] pulso indisociable de su forma de concebir la literatura y que le ha servido para desvelar y ocultar al mismo tiempo, manipulándolo a conciencia, el secreto de su vida, como ya he dicho. Paralelo al proceso del escritor que manipula su vida sometiéndola al efecto del arte surge otro proceso, y es el del lector que ve cómo aumenta su deseo de transgredirlo, es decir, de rebasar el control impuesto por el artista sobre sí mismo e ir a la búsqueda de explicaciones satisfactorias a una escritura que las reclama. Pero ahí se topa con él, celoso guardián del secreto. En los últimos tiempos la preocupación de Umbral por fijar la hermenéutica de su obra, después de haber insistido en todos sus libros en la raíz autobiográfica de su escritura, le ha conducido a la conclusión natural, que es la de convertirse en el principal exegeta de sí mismo, como ya señalara hace años Fernando Fernán Gómez.[10] Y digo natural porque nadie más que él, que conoce lo que oculta, lo que sufre y por qué lo hace, puede aquilatar como él cree que se merece el sentido y alcance de muchos de sus libros. Produciéndose situaciones anómalas, como la derivada recientemente del prólogo a Los Alucinados —recopilación de sus artículos con ese título en la última página de El Cultural—, escrito por José Antonio Marina, a petición de Umbral. Marina había sido también, meses antes, el presentador de su libro Un ser de lejanías. Éste habla de estilo y de creación verbal: «El monismo del estilo no es una pose, es un esteticismo desesperado de sálvese quien pueda. Umbral es un alucinado luminoso, con un fondo oscuro».[11] Pero a Umbral, en el doloroso proceso al que se vio sometido a raíz del Premio Cervantes, la insistencia en el continente del lenguaje le pareció pobre e insatisfactoria y una semana después de publicarse el libro decidió matizar lo dicho por Marina, comentándose, finalmente, a sí mismo:

El profesor José Antonio Marina ha prologado un libro mío con largueza poniendo el énfasis en la manera, en la escritura, en el estilo. Mucho agradezco estas valoraciones al joven maestro, y sólo en este sentido quisiera puntualizarlas.

Está muy bien, es muy moderno, suena todavía a estructuralista eso de estudiar un fenómeno lingüístico sin entrar jamás en los contenidos. Pero el caso es que si no hubiera contenidos o no valiesen la pena, ni siquiera se ocuparía del libro.

Los contenidos de Mortal y rosa son obvios y los de Un ser de lejanías sobreabundan en todo el libro. Pero el profesor, muy riguroso, se atiene a la morfología del lenguaje. Para nada se alude en los comentarios a Un ser de lejanías al individuo que ahí se deshuesa, se desata, se derrama, se esparce, se disipa y se entrega.[12]

Umbral estaba exigiendo un mayor compromiso por parte de Marina hacia su obra, encontrarse con la afirmación feliz de que lo que escribía era interesante y por qué. Ante la salida inocua de Marina hablando de la morfología del lenguaje umbraliano, el escritor coge sus propios textos por el pitón: «Yo les aseguro a los lectores que quien se mueve en las páginas de estos tres libros son hombres y mujeres, desde el solitario de lejanías hasta Cuqui Fierro sirviendo el chocolate de su santo». Él es el solitario de lejanías, enrocado en el ensimismamiento y la decepción, separado de las cosas por un espacio vacío. Pero también es el que se resiste con desespero a que se le trate como un fino estilista de la prosa cuando ha mirado a su alrededor y ha dotado sus observaciones con la sangre de sus venas hasta vaciarse.

Expongo resumidas mis ideas de entonces para decir que seguí adelante y el trabajo preparado en colaboración con Marcos Maurel, finalmente, se publicó en la revista Unidad de Estudios Biográficos con el consentimiento implícito del escritor, que no encontró tampoco la forma de impedirlo.[13] Sin embargo, el hilo tenue de la confianza se había roto entre nosotros. La situación se hizo irreversible con la concesión del Premio Cervantes, en diciembre del año 2000. El interés de los periodistas por Umbral hizo que la semblanza del Boletín adquiriera una desdichada notoriedad. El País envió a Arcadi Espada para la obligada entrevista con el galardonado: la decisión del periódico de enviar a su periodista más incisivo y menos complaciente con sus entrevistados no estaba, por supuesto, exenta de intención. Y allí salió, crudamente, el dato más traumático de su vida. Debí llamarlo enseguida, pero, con cierto sentimiento de culpabilidad por lo sucedido, no lo hice hasta pasados unos días. Aun sin ser responsable de la forma en que había aparecido la información intenté disculparme, pero fue inútil. «No haber tenido tan mala leche» fueron sus últimas palabras antes de colgarme el teléfono. Desde entonces una espesa capa de silencio ha caído sobre mis intentos de comunicarme con él para decirle que, después de todo, seguiría adelante con mi proyecto.

Yo continuaba pensando en los numerosos interrogantes que habían quedado abiertos, en tratar de encontrar una respuesta a su obcecación por afirmarse a sí mismo. Parte inherente de la formación entomológica de nuestra cultura es la voluntad de querer analizar las cosas buscando en ellas un sentido, una explicación pacificadora. Aunque proceder a reconstruir las huellas visibles de una vida activa e influyente en un país sumido en la hipocresía moral durante años (por no hablar de siglos) no es fácil. Larra, escritor con el que tanto se ha identificado Umbral, decía que escribir era llorar en Madrid. Sin entrar en detalles, las mismas lágrimas podrían derramarse por lo que lleva consigo investigar en nuestro país: el mismo vacío, la misma soledad. Un modelo en el que no he dejado de pensar en la difícil preparación de este libro es el proporcionado por el arqueólogo inglés Howard Carter al descubrir la tumba de Tutankamon. Durante meses procedió a observar los más leves detalles que rodeaban la cámara donde se hallaba la momia del joven faraón prematuramente fallecido. Después, fue descubriendo cómo una máscara tras otra protegía y al mismo tiempo ocultaba al faraón de la mirada humana ¿Qué esperaba encontrar Carter después de años de esfuerzo bajo aquellas envolturas y estuches sucesivos? Lo esperaba todo, pero encontró una momia destruida a causa de los excesivos aceites utilizados precisamente para preservarla. No le debió de importar demasiado al irascible Carter, consciente, en cualquier caso, de la trascendencia de su hallazgo. Como dice Ernst Jünger, cuando los élitros vibran, todo, hasta la piedra más dura, resucita.

Por último, ¿por qué interesarse por la biografía de un escritor vivo en lugar de acogerse a la convención que prudentemente aconseja esperar a que fallezca para poder actuar libremente? Creo que Umbral ha sido el escritor con más talento literario en el panorama español contemporáneo: «Podía haber sido el mejor escritor español de los últimos cincuenta años», me decía, convencido, el editor Andreu Teixidor cuando fui a entrevistarlo. Otro editor, Rafael Borrás, mantiene que «no sólo es el mejor escritor de su generación, sino también de las siguientes por el simple hecho de que no ha dejado de escribir». Y Vicente Verdú me dice: «Umbral ha desafiado las leyes del mercado. No sólo eso. Ha subido el listón del entendimiento popular compartiendo con el lector medio asuntos de difícil comprensión». Y es que hay libros suyos, pasajes, con una fuerza interior deslumbrante, sin un solo adjetivo tópico o una palabra que sobre. Muchos escritores, editores, periodistas —pienso en los que le han conocido bien: Delibes, Crémer, Leguineche, García Nieto, Vergès, Cela— vieron en el joven Umbral al niño prodigio que no tendría competencia en el futuro para alzarse con el reconocimiento unánime de la profesión. Sin embargo, no ha sido así, o no de la forma que cabía esperar al menos. Ahora mismo es uno de los escritores más discutidos de la cultura española. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? «Asombra la incapacidad de la sociedad literaria para discriminar», escribe Jordi Gracia aludiendo a Umbral y a otros escritores (Pere Gimferrer) caricaturizados sistemáticamente. La rareza o la excentricidad son valores positivos sólo en sociedades seguras de sí mismas, menos frágiles moralmente, más francas y abiertas. Aquí incluso cazar mariposas serviría para ridiculizar la obra o la persona de un escritor, aunque se llamara Nabokov».[14] En efecto, para ahondar en una trayectoria literaria hay que disponer de libertad. Me pregunto si es lícito hurgar en el dolor de los demás, querer averiguar las razones que han conducido a un escritor muy lejos tal vez de su ambición primitiva. En este sentido, los esfuerzos de Umbral sobre sí mismo y los míos sobre él se complementan: mientras él ha mostrado un gran interés por sobreponerse a los virajes de su obra hasta convencerse de que su abundancia y exceso han sido necesarios, mi interés está en querer recuperar el hilo hondo y confesional que ha impulsado algunos libros memorables. Y digamos que no es del todo aventurado afirmar que mi decisión de escribir sobre él indagando libremente ha afectado sustancialmente a su escritura: desde el momento en que recibió el primer esbozo del artículo publicado finalmente en el Boletín mencionado y comprendió las posibilidades interpretativas que ofrecía su obra, no ha vuelto a escribir ni una palabra más sobre el mayor tema de su vida y de su literatura. Mi interés vino a sellar el suyo: cuando se dio cuenta de que el tema ya no le pertenecía, que su radio de influencia había trascendido el escenario estrictamente literario para vivir en la conciencia de muchos lectores, dejó de escribir sobre él. Ni una palabra más. Creo que desde entonces —Ser de lejanías— Umbral es un escritor perdido en su propio mito.

En todo caso, y para terminar con las razones que han impulsado la escritura de este libro, debo decir que yo no he elegido al personaje. Se apoderó de mí de la forma que he explicado; eso es todo.

2. El imperio del nombre

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El imperio del nombre

La columna que Umbral escribe diariamente en El Mundo —periódico en el que viene colaborando desde 1989— del 3 de julio de 2001 era en realidad una columna-testamento. En ella expresaba el deseo de que Inés Oriol, musa de sus postrimerías literarias, esparciera las cenizas de su cuerpo en el mar. El artículo olía a muerte, y no es que ese sea un tema infrecuente en la escritura umbraliana, como tampoco lo es despedirse de los lectores anunciando prematuramente el final de su carrera literaria, aunque después la prosiga con normalidad y sin más explicaciones. Pero aquel escrito era diferente y expresaba un dolor vívido, casi sobrecogedor: quedaba claro que Umbral estaba pasando por un momento difícil, una crisis que lo había sumido en la peor de las catástrofes: la parálisis literaria. El lector podía leer en ella una afirmación dramática: «Porque ya no me sale ni una puñetera columna», una confesión inusual en alguien que ha hecho gala de su grado de profesionalización y de no tardar más de veinte minutos en escribir sus artículos. Al día siguiente, en su página semanal de El Cultural titulada «Aprendizaje del dolor» daba más detalles del momento álgido de la crisis en la que se hallaba durante el verano de su gran premio (que, sin embargo, será sólo un «premiercillo» dos años después, en Cela: un cadáver exquisito.)[1] Leamos:

Salgo de casa del médico absolutamente mareado y entro en una farmacia. La farmacéutica me lo sirve todo en una bolsa pequeñita. Ve mis esfuerzos por hacerlo caber todo en la bolsa, pero soy ya un cliente pretérito y cobrado, de modo que ni caso. Me voy con mi impedimenta farmacopea a un bar cercano y distribuyo mis cajas en la barra, mientras pido un vaso de leche y repaso las instrucciones.

En el bar se tomó su vaso de leche con azúcar (es muy aficionado a los dulces: «El azúcar, ternura casi única que he encontrado en el mundo», DEB) y se fue. Seguía estando muy mareado, pero debía acudir al homenaje que le dedicaba aquella tarde la Feria del Libro de Madrid. Es probable que el taxista que lo llevó desde Majadahonda hasta la carpa donde debía transcurrir el evento, en el parque del Retiro, quisiera darle conversación, pero Umbral no tenía ganas de hablar y el calor sofocante lo hacía todo más inhóspito y difícil. Llegó al recinto con antelación y amedrentado por los fuertes mareos, similares a los que había sufrido en otras ocasiones igualmente críticas. Los organizadores lo acompañaron a las bambalinas del escenario y allí habilitaron un espacio para él. Se tendió sobre la moqueta queriendo vencer la inestabilidad provocada por el vértigo. Por fin salió, con media hora de retraso, con el porte algo más rígido de lo que tiene por costumbre en los últimos años. El público —que en estas ocasiones entra, mira y sale con indiferencia—, lo acogió con un aplauso cortés pero frío. En el acto, organizado por la editorial Planeta, no intervenía ningún escritor, sólo participaban críticos o responsables de suplementos literarios: Fernando Rodríguez Lafuente (responsable de ABC Cultural), Blanca Berasátegui (responsable de El Cultural) y Miguel García-Posada (crítico literario en Babelia).

Umbral fue el último en hablar y el tono de sus palabras no pudo ser más sombrío. Se refirió a su libro más reciente, Un ser de lejanías (publicado en abril de 2001) como un libro de postrimerías, observación que había hecho ya hablando de otros libros: «No sé si por mi edad o por las enfermedades, he procurado que tuviera el tono de mi último libro». «Aunque no lo es», puntualizará.[2] (Y no lo fue). Cualquier lector umbraliano desconfía de ese comentario, tan familiar. Al igual que uno de sus maestros más reconocidos, Ramón Gómez de la Serna, en Páginas póstumas de mi vida o Cartas escritas a mí mismo, Umbral hace mucho tiempo que ha empezado a considerar sus escritos como póstumos, es decir, como fruto de sucesivas resurrecciones que de algún modo le permiten justificar el carácter prolífico e hiperabundante de su obra. El hecho simple de estar permanentemente en activo. De seguir escribiendo y publicando con la misma naturalidad y costumbre con que las estaciones del año se suceden sin proponérselo.

Y el lector, en su lógica, se pregunta ¿por qué darle a Ser de lejanías el tono de un último libro si se piensa seguir escribiendo? En su intervención Umbral planteaba la novedad de Un ser de lejanías, una obra, dijo, escrita contra sí mismo; como antes y de forma parecida había ofrecido La forja de un ladrón (o después su Diccionario de Literatura, El socialista sentimental y otros muchos): como novelas que no parecían suyas. Estrategias para mantenerse en pie, para envolver de algún modo el hecho de seguir publicando libros de forma regular y previsible. «El eterno retorno de uno mismo» que Umbral, en su vértigo narcisista, identifica con el mundo exterior:

Escribo, escribo. Escribir es una manera obsesiva, en mí, de prolongar el hilo de la cotidianidad, de ir desenredando la madeja del tiempo en la hebra de la prosa. Cuanto más inminente es que se corte el hilo, con mayor fiebre escribo. Escribir ya no es en mí un acto vil de afirmación personal (lo cual tampoco me importaría confesar), sino un acto de afirmación del mundo en su costumbre. Publicar también. (DEB)

No era pues su primer libro escrito «contra sí mismo» (Diario de un escritor burgués sigue siendo el más logrado en este sentido), pero sí reúne los ingredientes de su mejor literatura introspectiva. Ahí tenemos a un hombre deshaciendo, una vez más, el nudo de su propia personalidad y encarándose a la inteligibilidad de la vida interior, con estallidos de una franqueza sorprendente. Lo es, en efecto, que una escritura profesionalizada al máximo como la suya, atrapada en un universo a veces demasiado retórico y reiterativo, se abra de pronto al lector con una sinceridad inusitada y conmovedora. Espaciadamente, calculadamente también, Umbral se abre el pecho y exhibe sus heridas, sus crisis personales, sus fracasos vitales, sus depresiones, sus celos profesionales, sus rencores, deteniéndose en todo ello con la morosidad con que podría hacerlo un novelista decimonónico. Aunque en sus libros no haya nunca otro héroe que él mismo, pero expuesto de una forma tan dramática y vívida que permite recordar a Nietzsche y decir con él: ecce homo. Pues siente el mismo miedo que el filósofo alemán a que se lo pueda confundir con los otros. No creo que existan muchos escritores capaces de ir más allá de sí mismos vaciándose en una forma de expresión. Creo que son casos aislados, una especie rara, pero sin duda aportan algo importante a la literatura al escribir sin imponerse las restricciones que coartan la libertad de la mayoría de nosotros.

Pero hubo algo más en aquella tarde de la Feria del Libro de Madrid. En el frío homenaje, aun a pesar del calor sofocante, Umbral necesitaba aliviar la tensión generada a su alrededor a causa de sus desafortunadas declaraciones al concedérsele el Premio Cervantes y las más desafortunadas todavía de Pedro J. Ramírez. Recuerden: «Nos ha costado más que el indulto de Liaño». Sí, pero les hemos ganado» replicó Umbral. Ambos habían planteado la victoria en unos términos de lucha y enfrentamiento que enemistaron a buena parte de la sociedad mediática y literaria. Hasta el extremo de que ni un solo escritor, a excepción de su aval Camilo José Cela, acudió a la solemne y tradicional entrega del premio, el 23 de abril de 2001, en Alcalá de Henares. Su soledad allí fue más que patente, estruendosa, aunque Umbral esté acostumbrado a la derrota y la crítica tanto como al elogio y la popularidad. Lo cierto es que habían pasado seis meses desde la concesión del premio y era el momento de hacerse perdonar. Recurrió para ello a la compasión: se presentaba ante el público ignorante de su drama interior como un escritor vapuleado y abatido: «Ya no creo en ese vitalismo que ha habido en gran parte de mi obra», dijo como alguien a quien acaba de caérsele la venda de los ojos. ¿Quién podía atreverse con un hombre que confiesa con tal mansedumbre su desengaño y decepción? (En efecto, nadie lo hizo y el homenaje pasó en silencio, lo que, tratándose de él, ya es un logro). Era su forma de marcar una pausa, de rebajar la animadversión tejida a su alrededor por aquellas inoportunas declaraciones ofreciéndose a la vista de todos como un ser dolorido y enfermo. Diferente a todos. En cierto modo, abatido.

Pocos días después su columna diaria en El Mundo dejó de publicarse, cosa que ha ocurrido raras veces en su caso, a lo largo de una carrera literaria que pronto cumplirá los cuarenta y cinco años. El escritor no volvió hasta septiembre con un tema del momento. Las razones de la crisis fueron varias. La más inmediata, el recrudecimiento de los vértigos que ya había sufrido de forma aguda en 1966 y que cuando se intensifican le causan una inestabilidad y confusión muy grandes (en alguna ocasión ha llegado a estar ingresado a causa de los mareos). Umbral es, a sus setenta y un años y por encima de cualquier otra consideración, un hombre triste al que parece que sólo la literatura mantiene en pie: «Yo soy un cadáver que vive de la vida infundida de los libros. Sé que sólo ellos, con su olor y su imaginación, me alimentan», puede leerse en ese «libro de postrimerías» que indudablemente es Ser de lejanías.

Cualquiera puede pensar que no es extraña esa fatiga, después de haber escrito alrededor de treinta y cinco mil artículos, después de unos ciento diez libros publicados y de obtener en los últimos años los premios más sobresalientes (Premio Francisco Cerecedo de Periodismo, Premio Príncipe de Asturias en Humanidades, Premio Nacional de las Letras, Premio Cervantes): «Mis propios libros, que me desconciertan, ya, cuando salen dos o tres juntos, aunque sean reediciones, recopilaciones, cosas. ¿Quién ha escrito todo eso, cuándo, para qué?» (DEB). Lo ha escrito él. En cerca de cincuenta años siendo un profesional de la literatura. ¿Para qué? Es cierto, para qué. Cualquiera puede preguntarse qué necesidad tiene Umbral de batearse todavía el cobre escribiendo a diario. La colaboración diaria exige mucho, es difícil, obliga a una tensión constante y al mismo tiempo fuerza al columnista a una exposición permanente de la que es imposible salir indemne:

La literatura está llena de cuchilladas nocturnas, secretos mediocres, delincuentes con buena letra y meretrices que han arruinado con su lepra sexual a los grandes poetas. La historia de la literatura es un vasto cementerio que todavía huele a la sangre derramada de los clásicos y al cadáver reciente del crimen erudito de anteayer. (SL)

Umbral parece olvidar aquí, en este desagradable y decepcionado veredicto de lo literario, que él ha contribuido de forma bastante activa al clima emponzoñado y traicionero que tanto lamenta. Y al que, por otra parte, no está dispuesto a renunciar: «Que mi palabra sea y yo me coma el guiso de los perros» (SL).[3]

Pero hay una pregunta que ha quedado en el aire. Qué vacío satisface su necesidad de ocupar permanentemente el papel de la prensa. En Un ser de lejanías, el escritor evoca una conversación mantenida con Camilo José Cela en los años noventa. Cela le insistía en que abandonara el periodismo militante y se concentrara en los libros que deseaba escribir, a lo que Umbral contesta: «Y ¿de qué vivo, Camilo? Yo no tengo el Nobel». Resulta evidente que el escritor no necesita del Premio Nobel para vivir junto a su mujer, España Suárez Garrido, confortablemente de la literatura, aunque su sensación pueda ser todavía la de que escribe para mantenerse. Cuando le concedieron el Premio Cervantes comentó que el monto del galardón (quince millones de pesetas, unos noventa mil euros) le permitiría trabajar sin el apremio de antes. Conociéndolo, podía suponerse que Umbral recurría a una frase hecha de esas que dice sin sentirse vinculado a lo que expresan. Naturalmente, continuó escribiendo en El Mundo como de costumbre. Pero interesa poner de relieve que a estas alturas de su vida no hace falta que Umbral apele a la necesidad para justificar su presencia en el columnismo diario. El escritor no sigue en él por dinero, como quiere hacer creer —y tal vez se convenza a sí mismo de ello—, sino porque sólo las circunstancias podrán alejarlo de la perversa entropía que le domina:

He dicho millones de palabras, las he escrito, me las han leído, me las han comprado, pero mi palabra sigo sin decirla. La tristeza simple, la soledad sencilla e inconsolable que me habita, aquella cocina apagada que llevo en el pecho: eso sigue ahí, callado, nunca dicho. (DEB)

En primer lugar, resulta extraño conciliar ese comentario («¿de qué vivo, Camilo?») y tantos que podrían aducirse, con otros igualmente numerosos en los que hace mención al hecho de que no le ha ido mal escribiendo: «Yo veo que otros escritores, con más talento que yo, no están tan bien situados», por ejemplo.[4] O bien: «A mí Pedro J. me ha dado mucho dinero, me ha multiplicado lo que yo ganaba en El País de una manera asombrosa».[5] ¿Es posible que no repare en la incoherencia de sus observaciones, formuladas en fechas próximas? La pregunta naturalmente no es esta sino otra: ¿acaso el dinero no es la forma convencional de materializar el triunfo social, de volverlo visible? «El complejo de triunfo, la necesidad de exterminar al igual exterminando el mundo: triunfando. Todo muy sucio y turbio, pero qué soberano impulso» puede leerse, por ejemplo, en El fulgor de África.

No hay término medio: habla de exterminio. El Premio Cervantes, que a él finalmente le llegó revuelto con los lodos que no había conseguido dejar atrás —la estela de tanta lucha es difícil de borrar—, ha sido como un catalizador de su aislamiento literario. Fue un premio agridulce, diría que muy amargo en el fondo, que lo enfrentó a un sector importante de la vida literaria. «¿No es en esa meta apetecida donde sobrevienen las mayores decepciones?», inquiría Gonzalo Torrente Ballester en su prólogo a Ramón y las vanguardias pensando en Umbral, o quizás en sí mismo. En efecto, la decepción del escritor no tuvo paliativos y acabó en un desmoronamiento físico. El esforzado viaje de tantos años hasta la cima del triunfo concluía con una dosis imprevista de cicuta. Ciertamente la cuesta del viaje había resultado larga, oscura y fría y se volvió Gólgota para Umbral: en julio de aquel año, 2001, estaba, paradójicamente, en pleno calvario.

Con todo, había triunfado una vez más cuando recibió su premio. Consiguió llegar a lo más alto del escalafón literario, cuando la mayoría de escritores con los que compartió sus comienzos habían quedado por el camino. Olvidados. Para alguien como él, siempre al margen de la cultura canónica, bordeando la frivolidad y la iconoclastia, no había sido un triunfo fácil llegar a lo más alto del reconocimiento institucional. Su formación intelectual y literaria se forjó, en su día, en la soledad más absoluta, corregida tan sólo por el fecundo diálogo con los pocos libros y periódicos que estaban a su alcance y que el adolescente exprimió con pasión e inteligencia. Es pues el triunfo del arribista[6] que volcó en la escritura sus inmensas aspiraciones de legitimidad. Un Julien Sorel que ha preferido exponerse al riesgo de saturar el mercado con su escritura incombustible antes que renunciar a la púrpura fugaz del reconocimiento social.

Pero hemos abandonado la pregunta inicial: ¿qué necesidad tiene Francisco Umbral de seguir escribiendo a diario desde hace cuarenta y cinco años? Algo más que el dinero o la posición le empuja a estar continuamente presente en el mundo de las letras. En una entrevista conducida por Fernando Sánchez Dragó (Negro sobre blanco,[7] TVE) puede hallarse la clave de esa obsesión. Umbral reconocía ingenuamente en el programa su honda satisfacción (en los años más productivos de su carrera) al pasar por un quiosco y comprobar que la mayor parte de las publicaciones expuestas llevaban una colaboración suya:

A veces por Argüelles, por Princesa, que había muchos quioscos, y los sigue habiendo, me paraba delante de un quiosco, y veía: «A ver en qué revista no escribo yo». Y miraba alguna: «En ésa no he escrito nunca y me interesa». Y al día siguiente me presentaba al director con un trabajo que me parecía bueno y, zas, se lo colocaba. Tenía el ansia de estar en todo el quiosco, y yo creo que llegué a conseguirlo; me jodía que hubiera una revista donde no se publicara nada mío, me jodía muchísimo. Sobre todo en las revistas, porque en los periódicos había que estar fijo.

De igual modo, cuando se le ha preguntado por su interés por los premios literarios, su respuesta, rápida, siempre ha sido: «Sólo si me los dan a mí». Cuando la periodista Núria Navarro le preguntó: «Puestos a poner a un ministro convergente, ¿por qué no a Paco Umbral?». Este respondió riendo: «No aceptaría ni un Ministerio de Cultura... Sería un desastre, porque me daría todos los premios».[8] Se daría todos los premios, ocuparía todas las publicaciones a la venta en un quiosco con su firma, escribiría todos los libros, no puede alejarse del columnismo diario... En una palabra, cubriría, a poder ser, todos los huecos disponibles con su firma. Su atracción por la escritura se diría que es el reflejo de una fijación que Maurice Barrès llamó significativamente «el culto del yo». Ante la pregunta: «A estas alturas de tu vida, ¿qué es lo más importante para ti?» formulada por el universitario Eduardo Martínez Rico ha contestado: «Ser Francisco Umbral».[9] Se trata de un hombre de setenta años pujando por su identidad como un niño a quien dan papel y lápiz y lo primero que escribe es su nombre. No hay ninguna necesidad de que la respuesta del escritor a esta pregunta sea «el futuro del ser humano», «las consecuencias de la globalización» o «la paz interior», por supuesto, pero resulta chocante encontrarse con esa frase cerrada, aislada del exterior, excluyente de todo aquello que no sea su propia proyección literaria. Y que se retroalimenta sin cesar.

Tomemos una semana cualquiera de su vida. Una semana cualquiera de 1977, uno de sus años más fecundos, por ejemplo. Encontramos a Umbral publicando un artículo diario (sección «Diario de un snob») en El País y otro artículo, también diario, para la agencia Colpisa que lo distribuye entre los periódicos autonómicos asociados a ella. Tiene un artículo semanal en Interviú (unas «cartas horteras» en las que ensaya diversas fórmulas coloquiales) y otro, más exigente, en el semanario Destino. A estas colaboraciones regulares hay que añadir un artículo mensual de contenido erótico para la revista Siesta y bimensualmente un cuento erótico que aparece en la misma revista. Y a ellas deben sumarse otras colaboraciones que va teniendo en Cambio 16, Triunfo, Hermano Lobo, Por favor... No tengo en cuenta los textos aleatorios surgidos al hilo de la vida profesional, pero sí recordaré los libros que publicó aquel año tomado como ejemplo (1977): La prosa y otra cosa, Diccionario para pobres, La noche que llegué al Café Gijón, Las jais, Teoría de Lola y otros cuentos y Tratado de perversiones. Seis libros, cuatro de ellos de creación. Es

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