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UN ENCUENTRO ESPERADO
No sueñes tu vida, vive tu sueño.
Verano de 2003
Como cada año, tenía lugar el Salón Internacional de Esoterismo y Terapias Naturales en el palacio de Miramar, un edificio de estilo inglés construido en 1893. Siempre había querido asistir a aquel encuentro, y por fin estaba allí, recorriendo los anchos pasillos de techos altos, admirando las increíbles lámparas art déco y las paredes recubiertas de madera oscura, en el lugar que había servido de residencia de verano a la monarquía española. Estaba nervioso. A medida que avanzaba por las estancias podía sentir la historia de aquel lugar, pero no era eso lo que me provocaba ese estado de excitación, sino lo que me había traído hasta allí. Iba a asistir a una charla de la que decían que era la médium más importante del mundo, Marilyn Rossner. Solo la había visto en televisión hacía años, pero, aun así, recordaba haber sentido una conexión muy fuerte con ella. Ahora, mientras esperaba en la cola de acceso, a escasos minutos de que tuviera lugar el gran momento, volvía a sentir aquella emoción.
La sala era espectacular. Los amplios ventanales ofrecían unas vistas impresionantes de la bahía de La Concha. Había dispuestas unas sillas de terciopelo en lo que parecía haber sido un salón de baile o algo por el estilo, a juzgar por su tamaño. Me acompañaban mis amigos y mi pareja, que prefirieron sentarse hacia la mitad de la sala. Sin embargo, yo, que normalmente me hubiera quedado con el resto del grupo, estaba tan ilusionado que sentí el impulso de sentarme en primera fila, a la derecha del estrado, para así poder estar lo más cerca de ella.
Marilyn entró cinco minutos después de la hora prevista. Llevaba un vestido estampado cuajado de flores rosas y azules, unas grandes gafas de pasta roja, el pelo largo pelirrojo y unas bailarinas de color naranja a juego con su melena. Era una mujer menuda, pero trasmitía una gran fuerza. Su presencia llenó toda la sala y, de golpe, al acercarse a mí, me dio un vuelco el corazón. Una gran sonrisa se dibujó en mi cara, me sentía rebosante de felicidad y no podía dejar de sonreír. La conexión con ella fue total. Ocurrió algo entre nosotros que no sabría cómo explicar, una emoción similar a la de dos viejos amigos que se reencuentran tras un largo tiempo sin verse.
Mientras hablaba del karma y de la importancia de los Siete Secretos, la miraba intentando absorber todo lo que decía. No necesitaba traducción. Comprendía cada palabra. Entonces anunció que iba a hacer dos demostraciones de mediumnidad en directo con un par de miembros del público: la primera sería más breve, y la segunda, después de la meditación, algo más larga. Deseaba con todas mis fuerzas ser uno de los elegidos para recibir el mensaje del otro lado, tener esa fortuna. Pero pronto comprendí que había otras personas que lo necesitaban más que yo.
Cuando llegó la hora, me fascinó ver cómo se movía de un lado del pasillo al otro, de una fila a la otra, de delante hacia atrás. La traductora tenía muchas tablas y pude seguir sin problemas su demostración. ¡Fue increíble!
También me fascinó su forma de comunicarse. Lo rápido que conectaba con su mediumnidad, la precisión de sus mensajes y los consejos que extraía del mundo espiritual. ¡Fue una emoción increíble! La miraba y pensaba: «Eso es lo que yo quiero hacer». Sin proponérmelo, ese pensamiento se manifestó en mí: «Esto es lo que harás».
La alegría se convirtió en euforia, tuve que esforzarme para permanecer sentado en mi asiento. Me maravilló ver a Marilyn trasladar aquellos mensajes del mundo de los espíritus. ¡Me vi tan reflejado...!
Desconozco si ella pudo sentir el amor y la conexión que yo sentía por ella en ese instante, pero no podía dejar de mirarla y de sonreír de gozo. Casi al final de su ponencia, explicó que ofrecía dos becas para pasar un mínimo de seis meses con ella en Montreal. Los únicos requisitos eran saber inglés y manejarse bien con el ordenador. Giré la cabeza buscando el lugar donde estaban sentados mis amigos y mi pareja. Me estaban mirando, señalándome con el dedo índice y susurrando: «Eres tú, tú». Ellos habían sentido lo mismo: que yo tenía que ser una de esas dos personas.
—Si alguien está interesado, que hable conmigo después —concluyó Marilyn.
Al salir, todos insistieron en que me acercara a hablar con ella. Yo me resistía, les puse todo tipo de excusas. Les decía que me daba vergüenza, que quizá mi inglés no era lo suficientemente bueno, que a lo mejor ya tenía a alguien, lo que fuera. La verdad es que sentía una mezcla de terror, de pánico incluso, y de absoluta fascinación por lo que aquella decisión podría suponer para mí. Quería hacerlo, algo en mi estómago me impulsaba a ir hacia ella, pero al mismo tiempo el miedo a ser rechazado, la vergüenza de no dar la talla y el temor a perder a mi pareja y a mis amistades me paralizaba. Sabía que si daba ese paso no sería solo por seis meses. Porque aquello era lo que siempre había querido, y no solo era dar un paso, sino un gran salto adelante que lo cambiaría todo. Lo sabía con la misma fuerza con que lo sentía. Llevaba un pantalón corto de color naranja y una camiseta bastante llamativa con dibujos de pollitos, e imaginaba que aquello le gustaría, pero me resistía a acercarme.
Para acceder a la salida teníamos que pasar sí o sí por donde estaba Marilyn. Un grupo de gente se arremolinaba a su alrededor mientras le hacían un sinfín de fotos y de preguntas. Según avanzábamos, mi pareja hizo un amago de cambiar de lado para que yo me moviera más hacia la derecha, más cerca de donde estaba, y me empujó con tal fuerza que choqué literalmente con ella.
—Hellooo... —me dijo con su vocecilla. Y siguió hablando con una chica.
Buscaba una palabra que yo le traduje, y entonces se giró de golpe, ignorando al resto de los presentes. Puso una mano sobre la mía y la otra sobre mi hombro y repitió con suavidad su saludo. Me miró de arriba abajo, como si me analizara con un escáner.
—Tú estabas en primera fila, ¿verdad?
—Sí —respondí, hecho un manojo de nervios.
Me preguntó algunas cosas sobre mi trabajo y mi vida, y comprobó que mi inglés era suficientemente bueno.
—Te estaba esperando. Sabía que un día vendrías —me dijo.
Aquello me impactó. ¿Acaso ella sentía lo mismo que yo? Antes de que pudiera preguntarle nada sobre Canadá o sobre las becas que acababa de mencionar, me dijo que yo tenía un gran don aún sin desarrollar, y que tenía que ir a su centro los seis meses. Acto seguido, cogió uno de los folletos y un bolígrafo de una mesa cercana y, sin mediar palabra, escribió su email y su página web.
—Escríbeme, ¡no te olvidaré! —dijo mientras me daba el papel.
Y se fue sin más. Dijo algo de una entrevista y de que tenía prisa. Ni siquiera se despidió. Mientras se alejaba se giró varias veces hacia mí y repitió:
—¡Escríbeme! ¡No te olvidaré!
De pronto me vi solo en mitad de la sala. No había nadie más. Toda aquella gente que la rodeaba había desaparecido, incluidos los organizadores del evento. Me sentía como si el tiempo se hubiese detenido y algo hubiera pasado, aunque aún no entendía bien qué. Miré hacia atrás. Mi pareja me esperaba cerca de la salida.
—Vamos —me dijo—; los demás nos están esperando en el bar.
Aquel encuentro me impactó. En mi interior estaba seguro de haber encontrado mi camino y de que algo grande estaba a punto de sucederme. No había experimentado una conexión similar con nadie, parecía que hubiera sido orquestada desde arriba. De aquel encuentro extraje dos conclusiones: que ella había sentido lo mismo que yo, y que acababa de dar el primer paso hacia mi nueva vida.
Permanecí en silencio. Me quedé tocado, comencé a preocuparme por mi pareja, por qué le diría a mi familia y cómo iba a organizarlo todo en mi trabajo y con mis compañeros de piso. No me daba ningún miedo marcharme a Canadá tras los pasos de Marilyn. No tenía ninguna duda de lo que supondría ese viaje: no solo implicaba un cambio de país, sino que además me permitiría encontrarme a mí mismo, entrar en contacto con mi alma y abrazar mi destino. Sencillamente, lo sabía. Pero también era consciente de que, al dar aquel paso, mi vida iba a cambiar tanto que no estaba seguro de cuándo regresaría.
Aquella noche, en el bar con mis amigos, estuve inusualmente callado. Mientras nos comíamos unos bocadillos, todos hablaban de sus cosas menos yo. No me salían las palabras. En mi mente permanecía el recuerdo del encuentro con aquella mujer, más que el hecho de haber presenciado, por primera vez, en directo, la mediumnidad en otra persona. Sentí algo muy profundo. Mi corazón trataba de asimilar en silencio aquella conexión única, y miraba hacia el futuro con esperanza, imaginando la maravillosa oportunidad que se presentaba ante mí.
Mi vida estaba a punto de cambiar por completo.
2
CANADÁ
La misión de vida es un camino espiritual. Cuando lo emprendes, empiezas a preguntarte: ¿Cuál es mi misión? ¿Cuál es mi propósito?
Abril de 2004
Apenas un año después, me subí a un avión con destino a Montreal, Canadá. No sabía qué esperar.
La víspera, dejé el que había sido mi hogar en San Sebastián durante casi cuatro años y a mis dos compañeros de piso, con los que había compartido todo tipo de aventuras. Antes de cerrar la puerta, me dieron el último abrazo.
—¡Aquí estaremos esperándote! ¡Tendrás tu habitación cuando vuelvas! —me dijeron. Asentí con una media sonrisa y los ojos algo llorosos.
Agradecí mucho sus palabras de aliento y de cariño, pero sentía que emprendía un viaje sin retorno, al menos en mi camino espiritual. Algo estaba a punto de cambiar. Llevaba sintiéndome así desde que conocí a Marilyn el año anterior, pero a pocas horas de emprender mi viaje esa sensación era cada vez más intensa.
Tras despedirme de mis amigos, cerré la puerta, sujeté con la mano la correa de mi maleta que rodeaba mi pecho, y con un largo y profundo suspiró comencé a bajar los seis escalones que me separaban de la calle. Ellos no lo sabían, pero este era un viaje distinto. Podía sentirlo. Avanzaba hacia una experiencia que me cambiaría, algo de lo que no quería escapar ni pensar en dejar atrás. No se trataba de unas vacaciones. Me esperaba mi destino, y creo que nadie, ni siquiera yo mismo, comprendía en ese momento cuán transcendental sería para mí aquel viaje. A pesar del sacrificio que suponía dejar a mi pareja, amigos y familia, estaba decidido a escuchar la llamada de mi destino. Estaba convencido de que hacía lo correcto, de que me iba a mi verdadera casa, no que me alejaba de ella. Era una sensación difícil de explicar. Solo sabía que algo estaba cambiando, y que esa era la trasformación que tanto necesitaba y quería enfrentar desde siempre. Como cuando, a punto de ahogarse, el pez consigue saltar al agua. Salvado en el último aliento, el último instante. Así me sentía yo.
Aquellos primeros pasos hacia la estación del tren dirección Zumárraga, que me llevaría a casa de mis padres, fueron agridulces. Me notaba raro. No pude evitar derramar alguna lágrima, extrañamente acompañada de una tímida sonrisa. Nunca me había sentido así, tan confuso y a la vez con el convencimiento de que hacía lo que consideraba mejor para mí.
Esa noche cenamos todos juntos; también vino mi hermano José Ramón. Mi madre me había hecho tortilla de patatas, sabía que me encantaba. Sentados a la mesa, los miraba tratando de averiguar qué estarían sintiendo. ¿En qué pensarían? ¿Se habrían tragado la mentira que les conté sobre el motivo de mi viaje a Canadá? Sabía que mis padres nunca aprobarían que yo me fuera a desarrollar mi mediumnidad a una «escuela de médiums» —y mucho menos tan lejos—, así que preferí inventarme una «verdad alternativa». Ya era mayor de edad, independiente..., resumiendo: un hombre hecho y derecho. Me veía a mí mismo en ese gran país, pensando en las clases a las que asistiría, en lo que aprendería y en cuánta gente iba a conocer. Me preguntaba si yo les gustaría, y lo reconozco, me preocupaba cuándo y cómo podría explicárselo a mis padres. Decirles quién era yo en realidad y lo que suponía aquel viaje para mí. En el fondo sabía que no lo comprenderían, pero también tenía claro que, pasara lo que pasara, y aunque no comulgasen con mi forma de gestionarlo, podría contar siempre con su apoyo incondicional.
Estuve a punto de confesar varias veces durante la cena, pero no tuve valor. Ellos también estaban nerviosos y preferí dejarlo estar. A mi padre no se le notaba tanto. Iba de aquí para allá mientras me ayudaba a hacer la maleta, buscando qué otra cosa podría necesitar, cualquier excusa para darme conversación. Atento y pendiente, pero sin agobiar. Ahora, desde la distancia, pienso que ellos debieron de sentirse sobrepasados por lo que estaba sucediendo, que seguramente habrían querido hablar conmigo de todo aquello y darme algunos consejos, pero quizá no se atrevieron y prefirieron respetar mi decisión. Yo era su niño, el menor de sus cuatro hijos, el que vino por sorpresa, y también al que pudieron mimar un poco más.
Cuando terminamos, conversamos normalmente, vimos la televisión un rato, y me acosté sobre las once. Al día siguiente me levanté pronto. Era mi gran día. Emprendía un viaje repleto de primeras veces, pero también de encuentros y reencuentros. Podría decir que ese día madrugué, aunque lo cierto es que no había podido dormir. Estaba tan nervioso, tan ansioso y emocionado, que me sentía como un niño en la víspera de Reyes, esperando la llegada de Melchor, Gaspar y Baltasar. Esa noche me pasó igual. Apenas logré dormir un par de horas. A fin de cuentas, iba a encontrarme con mi destino, a desarrollar mi verdadera naturaleza y, con un poco de suerte, a coincidir con personas afines a mí, con mis mismas inquietudes y sensibilidad. Supongo que por eso no noté la falta de sueño.
No desayuné. No podía. Los nervios me habían cerrado el estómago. Ya lo haría en la cafetería del aeropuerto. Teníamos que estar allí antes de las nueve, porque nos habían recomendado llegar al menos con dos horas de margen, y, cómo no, mi padre quiso estar mucho antes.
Recuerdo que, al ir a meter la maleta en el coche —un Ford Fiesta de tres puertas—, dudé de si realmente cabría o no. ¿Me habría pasado? Inicialmente me iba para un año, pero con la idea de quedarme indefinidamente, si me iba bien y me gustaba. Sin embargo, ¿no sería demasiado equipaje? Cuando mi padre vio la maleta, no pudo evitar hacer un comentario jocoso, muy en su línea.
Como era habitual en él, puso la radio con las noticias a todo volumen, mi madre le pidió que lo bajara, y ella y yo echamos una cabezada. Un buen rato después, que a mí me pareció un suspiro, escuché a mi padre decir: «¡Dormilones! ¡Ya hemos llegado!». Miré a través de la ventanilla y vi a mi hermana, sonriendo y saludándome. Había venido a despedirse. Me gustó que tuviera ese gesto. Al fin y al cabo, no sabía cuándo los vería de nuevo, y pensé que ellos, de alguna manera, también lo sentían así.
Fuimos de los primeros en facturar la maleta, y nos sobró tiempo para tomar algo y charlar en la cafetería del aeropuerto. Nos vino bien. Lo necesitábamos. Recuerdo que los miraba mientras intentaba retener en mi mente sus caras, sus sonrisas y su amor.
Cuando llevábamos algo más de una hora sentados, mi madre miró por encima de mi hombro y exclamó: «¡No puede ser! ¡Qué alegría!». Me giré y vi a mis amigos Maite y Padraig, su marido, que también habían venido a despedirse. Me alegré mucho. Estuvimos charlando hasta que llegó la hora del embarque.
Justo antes de pasar el control de acceso, mi padre me preguntó si tenía a mano la dirección de mi residencia en Montreal, porque los de Inmigración podían pedírmela. La verdad es que tenía razón y yo no había reparado en ello. Por aquel entonces no teníamos móviles con internet y acceso a wifi, así que busqué el único lugar donde alquilaban ordenadores con servicio de internet por minutos. Estaba justo en la esquina derecha del aeropuerto. Por suerte, no nos costó encontrarlo; al fin y al cabo, el aeropuerto de Loiu no es tan grande.
Accedí a mi cuenta de Skype e intenté llamar a Marilyn, pero no hubo respuesta. Le mandé un email explicándole la situación, pero ya no tenía tiempo. Escuchaba las llamadas para el embarque por megafonía, me estaba poniendo nervioso. Entonces, entré en la página web de su organización, Spiritual Science Fellowship, y anoté la dirección que aparecía: 1974 Maisonneuve West, H3H 1K5 Montreal. Así, si me lo preguntaban, al menos podría darles esa dirección. Me angustiaba la posibilidad de tener algún problema con Inmigración.
Una vez hechos los deberes, me dispuse a pasar el control de seguridad. Mis padres y mi hermana me acompañaron hasta la puerta, y me despedí, dejando a mi madre para el final. Nos fundimos en un abrazo eterno, tan fuerte que pensé que mis costillas iban a reventar. Mi madre estaba llorando. Sentía cómo las lágrimas de su cara rozaban mi piel, mientras sus sollozos iban en aumento con cada respiración. Me tenía que ir. Ya no quedaba tiempo.
En un último intento de acompañarme hasta la puerta de embarque, le pidieron al policía del control de pasajeros que dejara que mi madre me acompañara. Su respuesta fue un no rotundo. Entonces, ella me agarró por los hombros, me miró fijamente a los ojos y me dijo:
—Cuídate, hijo. No te olvides de nosotros. Este es y será siempre tu hogar.
—Lo sé —le contesté apurándola, porque iba a perder el avión.
Ella se enjugó las lágrimas y me dijo:
—Está bien. Imagino que ahora me toca a mí pasar por lo mismo que mi madre cuando yo era joven.
Ella se fue a Glasgow a los diecisiete para un año y se quedó allí más de cinco.
—Me imagino que sí —le contesté.
Pasé el control de equipajes mientras me despedía, y al dejar la maleta en la cinta del escáner empecé a sentir un nudo en la garganta. Miré atrás, y allí estaban todos, pendientes hasta el final, tratando de retener hasta el último detalle en sus retinas. No podía ponerme a llorar ahí; no podía, recuerdo que pensé mientras me volvía a atar el cinturón y recogía mis cosas. Corrí a la puerta de embarque. Al llegar, solo quedaban dos personas más delante de mí. Una vez en mi asiento, comencé a llorar. Traté de ahogar los sollozos, pero no pude contener las lágrimas.
El avión de Bilbao a Londres —donde haría escala para Montreal— era más bien pequeño y estrecho. No sé cuántas personas irían a bordo, pero una vez sentados, poco o nada se podía hacer porque no había mucho espacio. El viaje duró algo más de dos horas. Estaba tranquilo, aunque expectante.
Al llegar a Londres, lo primero que hice fue llamar a casa para avisar a mis padres de que ya había llegado y de cómo había ido el viaje. Me contaron que nada más irme, mi hermana se dirigió de nuevo al policía y le rogó que dejara pasar a mi madre; que no me iba a ver al menos en un año, que era mi primer viaje, que era su niño..., todo eso que ella sentía por mí. Al parecer, mi hermana le tocó la fibra sensible y dejó pasar a mi madre. Sin embargo, para cuando ella alcanzó la puerta de embarque con intención de darme ese ansiado último beso y decirme que me quería, el avión ya había despegado. Escuchar aquello me entristeció. «Si no vuelvo pronto, seguro que podéis venir vosotros a verme», le dije a mi madre para tratar de animarla, aunque en mi interior yo sintiera otra cosa.
Estuve tres horas sentado en un asiento rígido, esperando que llegara la hora de mi siguiente vuelo, incómodo y sin saber ya qué postura adoptar. Cuando, dolorido y algo entumecido, me dirigí por fin a la terminal internacional de Heathrow directo a mi puerta de embarque, me recibieron un hombre muy alto y una mujer pelirroja bajita. Formaban una pareja peculiar, una especie de Mulder y Scully de Expediente X. Muy sonrientes, me dieron la bienvenida. Tomé asiento y empecé a toquetearlo todo: quería saber qué juegos tenían, qué películas y series ofrecían, etcétera. Mientras descubría las amenities de British Airways, intentaba acomodarme en aquel asiento donde pasaría las siguientes siete horas. Estaba nervioso, expectante, intrigado. Fue ahí cuando comencé a darme cuenta de que Canadá ya era mi destino, como también lo era esa especie de campamento particular al que me había apuntado.
Empecé a hacerme todo tipo de preguntas. Desde si tendría algún problema con los agentes de Inmigración o si sabría expresarme bien en inglés, hasta cómo serían las clases, qué compañeros tendría, y un sinfín de detalles más. Notaba mariposas en el estómago.
Resulta difícil explicar cómo me sentía. ¿Asustado? Sí. ¿Nervioso? Sí. ¿Preocupado? También; pero, sobre todo, estaba ilusionado, me invadía un sentimiento de pertenencia y un bienestar profundo como nunca antes había experimentado.
Recuerdo que después de cenar apagaron las luces para que la gente pudiera dormir. No fui capaz. La cabeza me iba a mil por hora. Estuve viendo un capítulo tras otro de Friends, hasta que el sueño me venció. Cuando quedaban menos de dos horas para aterrizar, nos despertaron con una especie de merienda o desayuno. Repartieron unos papeles y nos explicaron que debíamos rellenarlos siguiendo órdenes del Departamento de Inmigración del Gobierno de Canadá. Primero, estaba la parte en la que tenías que anotar tus datos personales. Me sorprendió que tuvieras que indicar las iniciales del nombre por el que se te conocía. Nunca supe qué relevancia podía tener algo así. A continuación, empecé a leer aquellas preguntas tan detalladas sobre la cantidad de dinero que llevaba encima, si llevaba o no tabaco y alcohol, cuánto tiempo (en días) pensaba quedarme, y otras muchas que lograron agobiarme. Me aseguré de entender bien cada pregunta y de no cometer ningún error. Cuando ya estábamos descendiendo, y a falta de treinta minutos para el aterrizaje, me dormí.
Al llegar al aeropuerto de Montreal tuve que hacer bastante cola. Las obras de ampliación habían convertido aquello en un caos lleno de paneles de madera que separaban los espacios, pasillos estrechos y cartones en el suelo. MERCI DE VOTRE COMPRÉHENSION, indicaban en cada esquina. BIENVENUE AU CANADA! WELCOME TO CANADA!
Lo cierto es que solo podía concentrarme en qué preguntas me harían, en si me pedirían la dirección de Marilyn y si me haría entender con mi nivel de inglés. Pronto descubrí que, aunque yo pensara que era bastante bueno, en realidad no era así.
Recordé el email que había enviado a Marilyn. No tenía forma de consultarlo, pero me hubiera gustado conocer su respuesta. Nunca había viajado fuera de la Unión Europea, no sabía qué esperar, no conocía el proceso. Para tranquilizarme, trataba de pensar en que aquel era mi lugar, que ese era mi momento, que mi hora, la hora de desarrollar mis dones en un lugar al que pertenecía, donde no sería nunca más el raro, por fin había llegado.
Mientras esperaba en la cola una policía se acercó a mí, miró mi ficha, dibujó un círculo alrededor de los días que duraría mi estancia y anotó un código numérico. Más adelante, llegamos a una zona más amplia con una especie de quioscos al fondo. En ellos un policía te entrevistaba, revisaba tu ficha, cogía el pasaporte, lo escaneaba e introducía una serie de datos en el ordenador.
Cuando llegó mi turno me puse muy nervioso. El policía que me tocó era un hombre de mediana edad, rubio y de ojos claros, muy serio. Me preguntó cuánto tiempo iba a estar allí. Se me hizo raro porque ya lo ponía en el papel. Me preguntó a qué me dedicaba y volvió a preguntarme cuánto tiempo pensaba quedarme. Abrió mi pasaporte y me pidió que le explicara por qué no tenía ningún sello. Le contesté, muy serio, que ese era mi primer gran viaje, «el viaje de mi vida», añadí.
Entonces me preguntó de nuevo sobre el alcohol, el tabaco y si traía frutas o lácteos. ¿Por qué tardaba tanto conmigo? En realidad no era mucho tiempo, pero a mí se me estaba haciendo eterno. En una mano tenía mi pasaporte, y justo cuando ya parecía que me lo iba a dar, me preguntó dónde iba a estar todo ese tiempo. «En Montreal», contesté. Entonces empezó a pasar cada hoja lentamente, intentando buscar algún dato, pero las hojas estaban vacías. Pasaba la banda magnética por un escáner y miraba en el ordenador. Supuse que no aparecería nada. Sentía que aquel hombre sospechaba algo raro de mí, pero no entendía por qué. Me volvió a preguntar por mi pasaporte, si era nuevo y si tenía otro. Le dije que no tenía ningún otro, que era mi primer viaje al extranjero, que nunca había ido a ningún lado fuera de la Unión Europea.
Escuché en mi oído derecho la voz de un espíritu que conocía y que, a lo largo de mi vida, me había ayudado bastante: «Dile que es un país muy grande y que vas a recorrerlo». Eso hice. El policía levantó la cabeza del ordenador.
—Ah, entiendo —farfulló—. Montreal va a ser tu base y desde ahí viajarás, ¿no?
Rápidamente le contesté:
—¡Claro! Eso es.
Aunque no lo estaba, intenté parecer tranquilo. Me miró fijamente, cogió el sello, le dio entrada a mi pasaporte con fecha de ese día, y me dijo muy serio: «Welcome to Canada».
Mientras bajaba por las escaleras mecánicas para recoger mi maleta y salir de aquel lugar, le di las gracias al espíritu y a todos los seres de luz que me acompañaban.
Había un mar de gente alrededor de la cinta de equipajes. Las maletas estaban empezando a salir justo en ese momento. Empezaba a acusar el cansancio y la tensión del viaje. Curiosamente, cuando apareció mi maleta, el espacio se abrió y pude cogerla sin problemas. Por desgracia, una de las ruedas se había roto en el viaje. Tiré como pude de ella hasta que llegamos a una especie de túnel donde se formó otra cola inmensa. Estaba tan cansado que ni siquiera me di cuenta de que, de nuevo, había un control de policía justo antes de salir del área de tránsito hacia Canadá. De pronto, se me acercó otra mujer policía. Me dijo algo que no entendí en francés y tampoco cuando me lo repitió en inglés.
Parecía enfadada. Se volvió bruscamente y le gritó algo en francés a su compañero, señalando a un grupo de unos ocho o diez orientales. El policía los paró y los llevó a otra sala. Aquella mujer me hablaba y yo no entendía nada. Debía de ser el cansancio acumulado. Me repetía lo mismo una y otra vez con cara de pocos amigos. Se me puso cara de tonto, no sabía qué hacer ni cómo reaccionar.
Al ver que a aquellas personas las metían en otra sala contigua, me asusté. «¿Otro interrogatorio? ¡Ya está bien!», pensé mientras les pedía a todos mis guías que intercedieran para que me dejaran tranquilo de una vez por todas. Fue entonces cuando la mujer cogió mi pasaporte, lo abrió y encontró lo que buscaba. El dichoso papel que rellené en el avión y que los dos policías anteriores habían garabateado. Me lo quitó de las manos y me despidió con un seco thank you. Así que solo quería eso. Realmente necesitaba dormir, ya no regía. Caminé unos veinte metros, pasé entre aquellos dos policías y crucé la puerta de salida, donde había paradas de taxis, coches y autobuses recogiendo a la gente.
Suspiré aliviado. Ya estaba en territorio canadiense. Ya había llegado. Lo había conseguido.
Lo primero que me llamó la atención fue el olor. Me recordó al de Bilbao, era un olor peculiar. Quizá se debía a la humedad. Estábamos a 17 grados y la sensación térmica era agradable. Me habían dicho que una de las voluntarias, Nadia, me vendría a buscar. Mientras esperaba, cogí aire y comencé a asimilar que ya había llegado. Entonces vi a una mujer bastante grande sosteniendo un cartel con mi nombre escrito. Me acerqué y enseguida me confirmó que ella era la persona que me llevaría al centro de Spiritual Science Fellowship. ¡Qué emoción! Iba a reunirme con Marilyn. En realidad la conocía de apenas cinco minutos, pero ya le tenía cariño.
Nadia era una mujer de cincuenta y pocos años, corpulenta, con la cara cuadrada y la mandíbula muy marcada. Era originaria del Líbano. Tenía una pequeña cojera en la pierna izquierda que la hacía caminar de un modo bastante peculiar, y llevaba el pelo corto de un color amarillo anaranjado muy moderno, que contrastaba con su vestimenta de corte más bien tradicional. Era una mujer tremendamente cariñosa. Desde el primer minuto hizo que me sintiera como en casa. El tiempo que tardamos en llegar al centro, lo pasé intentando averiguar qué decía. Tenía un acento tan marcado que me costaba mucho entenderla. Pero gracias al lenguaje no verbal, a su risa y a su expresión amable logré comprenderla.
Dejamos el área de Dorval y tomamos la Autorroute du Souvenir para llegar al centro de Marilyn. Me hizo gracia el nombre. Miraba por la ventanilla mientras Nadia me hablaba de sus dos hijos varones; yo no podía creer que estuviera allí. Sentía algo en mi interior, algo que me reconfortaba. Ese era mi hogar. Las casas, los edificios, las carreteras, ¡era todo tan diferente! Me llamó mucho la atención ver casas tan bajas y con el tejado tan plano. «¿Qué harán con la nieve?», pensé al verlas. Se me hizo extraño. Le pregunté a Nadia, pero, como era de esperar, no entendí nada de lo que me dijo.
Unos cuarenta minutos más tarde, llegamos al centro, el Spiritual Science Fellowship. Estaba situado en la esquina de las calles Maisonneuve Oeste y Du Fort, en pleno corazón de la ciudad.
—Enseguida reconocerás la casa —me dijo Nadia con amabilidad—: Es «diferente». Si quieres, puedes intentar adivinar cuál es —añadió entre risas.
En esa calle había varios edificios modernos de diez o doce plantas. Justo al final, había dos o tres casas de piedra gris de estilo victoriano con el tejado a dos aguas y tejas de pizarra que creaban unas ondas. Es muy habitual que las casas en Montreal dispongan de escalera externas para acceder a los pisos superiores. Algunas de ellas son muy empinadas y también las hay en forma de caracol. Parece que se trata de una costumbre que instauraron los inmigrantes holandeses. Pero solo había una que tenía las escaleras exteriores de color naranja, rojo y amarillo chillón.
—¡Esa es! ¿A que sí? —le dije a Nadia.
Sonrió y, con cierta complacencia, me dijo:
—¿Y cuál si no?
Eran casi las cinco de la tarde y estaba muy cansado. La tensión y los nervios del viaje y, por supuesto, la falta de sueño, empezaban a pasarme factura. Cuando entramos, varias personas me estaban esperando para darme la bienvenida. Entre ellas estaba Darsha, una chica hebrea profesora de yoga que había conocido a Marilyn y a John, su esposo, en un ashram en las Bahamas.
—Marilyn no está —me dijo Darsha mientras cogía mi maleta grande—: No ha podido venir, tenía un compromiso.
Me quedé un poco decepcionado porque esperaba verla y me hacía ilusión estar con ella.
Darsha comenzó a arrastrar mi maleta escaleras arriba sin darme tiempo casi ni a entrar. Era algo seria, pero amable. Las escaleras que daban al segundo piso estaban forradas con una moqueta granate, eran bastante estrechas y muy inclinadas. La maleta apenas cabía por el hueco. En el segundo piso, el suelo del vestíbulo era de una madera muy antigua, llena de marcas de todo lo vivido. Las puertas eran blancas, muy altas, de suelo a techo, como las de los castillos de las películas, con pomos dorados. Darsha me explicó que allí estaba la sala grande donde se daban las clases y tenían lugar los eventos más importantes, y también la biblioteca. En el primer piso estaban la cocina, el despacho de Marilyn