Los grandes personajes de la historia

Canal Historia

Fragmento

1 Ramsés II

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Ramsés II

El gran faraón

Si hubiese que escoger un solo personaje que representase el poder alcanzado por el antiguo Egipto ése sería sin duda Ramsés II. Gobernador durante más de sesenta años, promotor de la mayor extensión territorial y cultural de Egipto, protagonista de la mítica batalla de Qadesh, constructor sin precedentes de colosales templos y monumentos, esposo de la bella Nefertari, padre de más de noventa hijos… Los cuatro magníficos colosos que le representan a la entrada de Abu-Simbel parecen contemplar la eternidad seguros de su reconocimiento. Y no se equivocan pues el eco de su voz aún resuena en la Historia tres mil años después de su muerte. La historia de Ramsés II es la del esplendor de la civilización egipcia, la que todos, mudos por la grandiosidad del espectáculo, evocamos al contemplar los restos de una de las más fascinantes culturas de la historia de la humanidad, la del Egipto de los faraones.

Ramsés II («nacido de Ra, querido de Amón») fue el más importante de los faraones del llamado Imperio Nuevo. Resulta difícil establecer con exactitud el momento en que se inició su reinado, pues las fuentes existentes para determinarlo (fundamentalmente las listas de faraones que se depositaban en los templos) son imprecisas. Aunque los egipcios medían el tiempo a partir de un calendario solar de 365 días casi perfecto complementado con otro lunar y con un tercero que tomaba como referencia el ciclo de la estrella Sirio, su forma de concebir el tiempo, y en particular la historia, no era como la nuestra. Las listas de reyes son sucesiones de nombres en las que se indica el número de año de reinado (primero, segundo…) junto con algunas informaciones consideradas relevantes en el mismo. Por esa misma razón tampoco los egipcios sintieron la necesidad de escribir su historia en los términos en que hoy en día lo hacemos. Lo esencial en su mentalidad era el concepto de continuidad y, por tanto, no había por qué relatar los acontecimientos remontándose a un origen sino continuarlos añadiendo los nuevos hechos. La primera historia del antiguo Egipto escrita desde su origen fue la redactada por el sacerdote Manetón, que en el siglo III a. C. recibió el encargo de hacerlo del sucesor de Alejandro Magno, Ptolomeo II. A él se debe la división de la historia de Egipto en dinastías que aún hoy manejamos. Ya en el siglo XIX, con el inicio de la egiptología, la historia de Egipto se dividiría en tres grandes períodos —Imperio Antiguo, Medio y Nuevo— separados por varias etapas de inestabilidad denominadas «períodos intermedios». Todos ellos engloban varias dinastías. Ramsés II accedió al trono egipcio en algún momento entre 1304 a. C. y 1279 a. C. (fechas extremas contempladas por los especialistas), es decir, durante el Imperio Nuevo, cuando la cultura egipcia ya conocía casi dos mil años.

Toda la historia de Egipto está marcada por el marco geográfico en el que se desarrolló, la llanura aluvial del Nilo encajonada a ambos lados por el desierto. Esta situación determinó dos cuestiones esenciales en la conformación de su cultura: por una parte, el aislamiento respecto de otros pueblos y, por otra, la dependencia de las crecidas anuales del río. El principal punto de contacto con otros pueblos fue la zona del delta del Nilo, en el llamado Bajo Egipto, especialmente con los que habitaban en las actuales Siria y Palestina siendo ésta el área fundamental de conflicto de intereses con pueblos como los hititas. Durante el Imperio Nuevo, Egipto se abrió como nunca antes al contacto con las culturas del exterior, por razones tanto bélicas como comerciales. El reinado de Ramsés II sería el paradigma de ello y en buena medida son estos contactos los que explicarían el bienestar material que caracterizó su imperio.

Las crecidas del río Nilo permitieron el florecimiento de la cultura egipcia que de otro modo habría estado condenada a desarrollarse en unas condiciones parecidas a la beduina. El desbordamiento anual de las aguas del río favorecía el depósito de lodo en sus márgenes fertilizando una tierra que, de no haber sido así, no podría haberse cultivado. La importancia de estas crecidas era tal que en las listas de reyes se consignaba anualmente el nivel de cada una de ellas. Este vínculo entre los faraones y las crecidas estaba en la misma base de la concepción de la sociedad egipcia. Los antiguos egipcios nunca conocieron una forma de gobierno diferente de la monarquía pues en su concepción del mundo sólo la monarquía podía garantizar el orden de las cosas tal y como se había dado en la creación. Cuando en época predinástica surgió la realeza entre los caudillos territoriales, ésta se legitimó mediante la vinculación de dicho surgimiento con el origen mítico de los dioses Osiris, Horus y Seth. De este modo la realeza quedaba incluida en la misma creación y era parte esencial de su religión. Según este entendimiento de las cosas, los dioses habían establecido en la creación a los reyes (faraones) como medio imprescindible para preservar el orden dado al mundo. El faraón creaba orden con su sola presencia, y parte esencial del «orden» en el mundo egipcio era la regularidad de las crecidas del Nilo.

Por otra parte, sólo los faraones podían hacer de mediadores entre los múltiples dioses del panteón egipcio y los hombres. Sólo ellos, o los sacerdotes en que delegaban sus funciones religiosas, podían rendir culto a los dioses en el interior de los templos puesto que únicamente ellos tenían la facultad de poder ponerse en contacto con el mundo divino. Los faraones eran por tanto la cúspide de una sociedad que se concebía a sí misma en términos religiosos. En palabras del profesor de Egiptología Antonio Pérez Lagacha, «los egipcios necesitaban de algo que estuviera por encima de sus fuerzas y conocimiento para sentirse seguros: unas divinidades que velasen por sus intereses mediante un intermediario, el rey». De los faraones dependía la protección del pueblo egipcio de todo aquello que representaba el «caos» y el «desorden», es decir, todo lo que podía poner en peligro el orden conocido, como la ausencia de crecidas o los ataques de otros pueblos. Pocos faraones mantuvieron tanto a raya el «caos» como lo hizo Ramsés II en sus casi sesenta y siete años de gobierno.

UNA NUEVA DINASTÍA

A diferencia de muchos de sus predecesores, Ramsés II procedía de una familia que no era de origen real. Horemheb, el último faraón de la dinastía XVIII, hacia el final de su reinado (1323-1295 a. C.), al carecer de descendencia, decidió nombrar príncipe regente a un hombre de su confianza que pertenecía a la casta militar, el abuelo de Ramsés II, Paramessu. Cuando Horemheb murió, Paramessu le sucedió en el trono con el nombre de Ramsés I y con ello se inició la dinastía XIX, aquella que se identifica con la época dorada de la cultura egipcia. Ramsés I no llegaría a gobernar ni dos años; le sucedió su hijo Seti I, al que antes de morir, y siguiendo los pasos de Horemheb, había asociado al trono nombrándole corregente. Aunque las fuentes no permiten establecerlo de forma inequívoca, todo parece indicar que incluso cuando Ramsés I accedió al trono ya había nacido su nieto, por lo que cabe figurarse que el futuro faraón debió de recibir una fuerte influencia de sus antecesores.

Seti I fue por encima de todo el «faraón restaurador». Entre las muchas convulsiones sufridas por Egipto a lo largo de su historia, la que supuso una mayor ruptura con el orden tradicional tuvo lugar al final de la dinastía XVIII bajo el gobierno de Amenofis IV durante la llamada «herejía amarniense». En su quinto año de reinado, Amenofis IV decidió romper con la tradición religiosa egipcia que hacía de Amón el centro de su culto y, en consecuencia, otorgaba a sus sacerdotes un papel predominante en la vida política, para poner en su lugar al dios Atón (el disco solar). La práctica proscripción de todos los dioses del panteón egipcio en favor de Atón vino acompañada de toda una serie de cambios radicales en la vida egipcia. Para empezar, el propio Amenofis IV cambió su nombre por el de Akhenatón («el que actúa efectivamente en bien de Atón») y trasladó la capital de Menfis a una nueva ciudad que llamó Akhetatón («horizonte de Atón»). Se cerraron los antiguos templos, se confiscaron sus riquezas, se suprimió la clase sacerdotal y la vieja oligarquía fue apartada del poder en favor de seguidores del dios Atón. Además, Atón como dios único era considerado universal, creador de todos los hombres y criaturas a las que iluminaba por igual y que, en consecuencia, eran iguales ante él. Que estas consideraciones estuviesen acompañadas de una política exterior pacifista no es por tanto extraño, y tampoco que esa política fuese aprovechada militarmente por los eternos enemigos hititas para avanzar en el norte de Egipto. Las consecuencias políticas, económicas y dinásticas del período amarniense precipitaron el final de la dinastía XVIII. Cuando Seti I accedió al trono tenía claro que la recuperación de la tradición se convertiría en la principal fuente de legitimación de su poder y, por tanto, de su fortalecimiento político.

Así, durante la infancia de Ramsés, Seti I llevó a cabo una intensa política de reconstrucción de los antiguos templos, para lo cual realizó varias incursiones en Nubia, al sur de Egipto, con el fin de obtener recursos materiales —sobre todo oro— y mano de obra barata. La carencia de los recursos que antiguamente llegaban por el norte debido a la pérdida de los territorios egipcios en Siria y Palestina era otro de los frentes que el faraón, en su faceta de recuperador del orden, debía atender. Se hacía necesario reafirmar la autoridad egipcia en aquellas zonas y el faraón, consciente de lo que eso significaba, encabezó una campaña en el sur de Palestina ya en el primer año de su reinado. A esta campaña le seguirían varias más en las que las tropas victoriosas de Seti I derrotaron a los libios en la parte occidental del delta del Nilo y a los hititas avanzando hacia el norte, incluso reconquistaron la ciudad de Qadesh, algo que su hijo no olvidaría aunque posteriormente volviera a perderse. El significado simbólico de estas campañas tenía una enorme trascendencia para la sociedad egipcia del momento, por lo que, como indica el profesor Pérez Lagacha, durante el Imperio Nuevo todos los faraones reproducirían este patrón: «En el Reino Nuevo una de sus primeras acciones de gobierno será realizar una campaña militar en el exterior simbolizando que nada había cambiado, que el orden seguía existiendo y que los enemigos de Egipto seguían siendo derrotados».

Ramsés creció sabiéndose futuro faraón de Egipto y recibió una educación acorde a ello. Se le instruyó cuidadosamente en lectura, escritura, religión y, por supuesto, en todo lo relativo a disciplina y táctica militares, especialmente el manejo de los dos instrumentos de guerra más avanzados del momento, el arco y el carro, con los que los hititas eran auténticos maestros. La experiencia adquirida a través de su abuelo y su padre le enseñaría además la importancia que para la estabilidad interna de Egipto tenían el mantenimiento de un cuidadoso equilibrio con los miembros del clero de Amón, el cultivo de la tradición en todo su esplendor y el control de los hititas. La importancia de la faceta militar en su formación como futuro gobernante de Egipto está directamente relacionada con su nombramiento como «comandante en jefe del ejército» egipcio cuando se acercaba a la adolescencia, aunque probablemente el cargo tendría sobre todo carácter honorífico ya que resulta difícil imaginar a un niño tomando parte en un enfrentamiento armado con guerreros adultos y específicamente formados para la guerra. Aun así, la participación en acciones militares del heredero comenzaba muy temprano dada su consideración como una de las tareas propias de la realeza más importantes en la misión que como garante del orden debía desempeñar el faraón. Cuando contaba unos quince años, Ramsés II acompañó a su padre en una de sus campañas contra los libios del delta occidental y un año después conoció los enfrentamientos armados de la zona de Siria. Debía rondar los veinte años cuando se embarcó en su primera campaña militar en solitario, una acción destinada a sofocar una rebelión en Nubia de la que regresaría victorioso. Parece lógico pues que, como apunta el egiptólogo Ian Shaw, «casi sin excepciones, cada príncipe heredero ramésida ostentó el título, honorífico o real, de “comandante en jefe del ejército”, que vemos por primera vez en Horemheb, el fundador de la dinastía».

Cada paso, cada decisión que Seti I tomaba en relación con su hijo Ramsés lo hacía pensando en que más tarde o más temprano debería sucederle. Su designación como príncipe corregente aun siendo sólo un niño, tal y como su propio padre Ramsés I había hecho con él, formaba parte de ese programa. Por otro lado, la ramésida era una dinastía nueva y como tal era natural que buscase afianzarse en el terreno sucesorio, más aún teniendo en cuenta los importantes problemas que en ese ámbito se habían vivido en la fase final de la dinastía XVIII. La designación de Ramsés como príncipe corregente era una forma de asegurar que la sucesión en la realeza egipcia volvía a ser hereditaria. La cuestión sucesoria era de la máxima relevancia en la consolidación del poder real, de ahí la importancia dada a que el faraón pudiese asegurarse de tener un heredero de su sangre. El abultado número de esposas reales con las que contaban los faraones no era más que un mero reflejo de ello. Cuantas más mujeres en edad fértil pasasen por el lecho del faraón, más posibilidades había de garantizar su sucesión, especialmente en una sociedad en la que la mortalidad infantil se situaba en torno a un tercio de los nacidos. Por esta razón, Seti I le regaló un nutrido harén siendo todavía corregente. Tener un heredero formaba parte de las obligaciones inherentes a la realeza y, según parece, Ramsés II se encargó de cumplir holgadamente con este cometido.

Ya durante el reinado de Seti I puede documentarse la existencia de al menos diez hijos varones y múltiples hijas. Ramsés II llegó a tener seis esposas principales, varias secundarias e innumerables concubinas, lo que le permitió alcanzar la increíble cifra de más de noventa hijos. La preocupación por la sucesión durante el período ramésida también encontró su reflejo en las expresiones artísticas de la época como atestiguan entre otros muchos los relieves del templo de Beit-elWali en los que se representa la primera campaña militar de Ramsés en solitario. En ellos puede contemplarse al futuro faraón combatiendo a los enemigos que caen abatidos por una lluvia de flechas bajo las ruedas de su carro en el que dos de sus hijos (Amunherwenemef, el heredero, y Khaemwaset) disfrutan del espectáculo. Como ha indicado el profesor Shaw, «durante todo el período ramésida los príncipes herederos, que durante la dinastía XVIII sólo ocasionalmente aparecen representados en las tumbas de sus profesores y niñeras, que no pertenecen a la familia real, aparecen de forma destacada en los monumentos reales de sus progenitores, quizá con la intención de enfatizar que la realeza de la nueva dinastía era completamente hereditaria de nuevo». De este modo y conforme a lo previsto cuando hacia el año 1279 a. C. falleció Seti I, Ramsés II le sucedió como faraón. Tenía poco más de veinte años y lo habían preparado para desempeñar su papel antes incluso de tener uso de razón. Era un joven culto, con inteligencia política, habilidad militar y todo lo necesario para acometer la ingente tarea de garantizar el orden del universo egipcio. El modo en que la llevó a cabo le garantizó un lugar en la Historia.

COMBATIR EL CAOS: LA BATALLA DE QADESH

Durante los tres primeros años de su reinado, Ramsés II no llevó a cabo ninguna campaña militar y centró todos sus esfuerzos en asegurar su recién adquirida posición mediante el inicio de una intensa política de construcción de templos y monumentos que se convertiría en seña de su reinado. Pero entre esas medidas una revelaba las intenciones expansionistas del nuevo faraón, el traslado de su residencia de Tebas, en el valle medio del Nilo, a Avaris, en la frontera oriental del delta, que desde ese momento pasó a denominarse Pi-Ramsés («casa de Ramsés»). Si bien es cierto que de allí procedían sus antepasados, las razones fundamentales para decidir el traslado fueron de orden político y táctico. Desde la zona oriental del delta Ramsés II podía controlar de cerca el siempre preocupante escenario asiático y las campañas militares, en caso de ser necesarias, podían llegar a sus objetivos con mucha más rapidez, puesto que Pi-Ramsés se encontraba situada estratégicamente cerca del camino que conducía tanto a la fortaleza fronteriza de Sile como a Siria y Palestina.

Por otra parte, al abandonar Tebas Ramsés II hacía una inteligente apuesta económica, pues asegurando la presencia egipcia en la zona favoreció el intercambio comercial y cultural con los ricos pueblos de Próximo Oriente, lo que terminó haciendo del reinado del tercer faraón de la dinastía XIX una de las épocas más prósperas y culturalmente cosmopolitas de la historia de Egipto. Como afirma el egiptólogo Ian Shaw, Pi-Ramsés «no tardó en convertirse en el centro comercial y base militar más importante del país». La propia ciudad fue reflejo de la riqueza de este intercambio pues, como explica el historiador Joaquín Muñiz, «se hallaba dividida en dos grandes barrios, uno consagrado a la gran diosa madre del Asia Anterior, Ishtar, y el otro dedicado y patrocinado a la antigua diosa madre del delta, Uadjet».

Instalado en Pi-Ramsés, el nuevo faraón no tardó en dejar claro al rey hitita Muwatali cuáles eran sus objetivos como gobernante de Egipto. En el cuarto año de su reinado organizó una primera campaña militar con el fin de recuperar el vasallaje del país de los amorritas (Amurru) que estaba bajo control hitita y resultaba esencial para asegurar el control de la costa de Siria y, en consecuencia, de la comunicación marítima de Egipto. El regreso victorioso de las tropas del faraón apenas tuvo ocasión de celebrarse pues rápidamente Muwatali respondió con una ofensiva que le permitió recuperar las posiciones perdidas. La perspectiva de una respuesta egipcia en forma de avance armado hacia el norte llevó a Muwatali a tomar las disposiciones diplomáticas necesarias para formar un gran coalición de hasta veinte tribus y pequeños estados aliados de Anatolia y Siria con la que hacer frente al faraón. Las dos potencias políticas y militares más importantes del momento estaban listas para tener un enfrentamiento definitivo por el dominio del Mediterráneo oriental, y éste tuvo lugar en la batalla de Qadesh.

Al inicio del quinto año de su reinado, Ramsés II comenzó a preparar un potente ejército con el que enfrentarse a Muwatali. Cuatro grandes cuerpos armados de militares egipcios, el de Amón procedente de Tebas y a cuyo frente iba el propio Ramsés II, y los de Re, Ptah y Seth (de Heliópolis, Menfis y Pi-Ramsés, respectivamente) acompañados de mercenarios shardanos y amorritas, se dirigieron al encuentro de las tropas del rey hitita. Su número era cercano a los veinte mil hombres, pero la coalición comandada por Muwatali no era menor. Como ha indicado el profesor José María Santero, «en ambos bloques puede calcularse un equilibrio numérico de fuerzas y un equilibrio de técnicas bélicas, porque el elemento guerrero más decisivo del momento, el carro de guerra, era conocido y utilizado en los dos bandos. La única diferencia era que el carro egipcio llevaba dos hombres —un conductor y un guerrero—, mientras que el hitita llevaba tres —un conductor y dos guerreros».

Lo sucedido en el enfrentamiento de ambos bandos en Qadesh constituye uno de los pasajes mejor conocidos y documentados de la Antigüedad, en parte por la increíble labor de propaganda emprendida por Ramsés II tras los hechos mediante inscripciones y relieves relativos a la batalla en templos y monumentos, y en parte porque se ha conservado un relato oficial de lo sucedido, el llamado Poema de Pentaur. Obviamente se trata de fuentes que transmiten la versión oficial egipcia de los hechos, es decir, aquella que convenía a sus intereses, por lo que presentan como una gran victoria de Ramsés II lo que en realidad fue un enfrentamiento que finalizó en tablas.

Hacia finales del mes de abril del quinto año de su reinado, Ramsés II abandonó la fortaleza de Tharu al frente de la división de Amón. Tras él iba la de Re y en la retaguardia las de Ptah y Seth. Atravesaron Palestina hasta llegar a Amurru y, transcurrido un mes, se hallaron en el valle del río Orontes desde el que se divisaba la ciudad de Qadesh, el lugar en que el faraón suponía reunido el ejército de Muwatali. Según las fuentes, que quizá de este modo justifican el posterior error táctico de Ramsés II, dos beduinos shasu espías del rey hitita llegaron al campamento egipcio haciéndose pasar por desertores y dieron información falsa al faraón sobre la situación y las características de las supuestas tropas enemigas. Aseguraron que Muwatali, impresionado por la magnitud del ejército egipcio, había decidido retroceder por el norte hacia Alepo para evitar el enfrentamiento. Pero la realidad era muy diferente. Las poderosas tropas de la coalición asiático-hitita esperaban que el ardid surtiese efecto escondidas tras la fortaleza de Qadesh, a buen recaudo de los ojos de su enemigo.

Ninguna noticia como la de la retirada del enemigo aterrorizado podía disponer más para la batalla el ánimo guerrero del joven Ramsés II. Sin pensarlo dos veces tomó el mando de la división de Amón tras acordar con las restantes un punto de reunión cercano a Qadesh y cruzó el Orontes para dar caza al ejército hitita. Pero cuando la división de Re, sin sospechar peligro alguno, se encontraba en camino del punto acordado, sufrió la carga devastadora de los carros del ejército hitita. Sin capacidad para reaccionar por la sorpresa, las filas de la división de Re se quebraron y sucumbieron irremediablemente bajo las flechas enemigas. Los que lograron sobrevivir huyeron hacia el lugar donde se encontraba la división de Amón perseguidos por los hititas. Ramsés II no había podido reaccionar pues la colina y la fortaleza de Qadesh le impedían ver la maniobra de las tropas enemigas. Cuando tras capturar y apalear a unos espías logró hacerlos confesar la verdad ya era demasiado tarde, las divisiones de Ptah y de Seth se encontrabn excesivamente lejos, pero los carros hititas estaban por todas partes.

Y entonces ocurrió el milagro. El momento se describe así en el Poema de Pentaur: «Entonces apareció Su Majestad [Ramsés II], parecido a su padre el dios Montu. Cogió sus armas y se ciñó la coraza (…) se lanzó al galope, y se hundió en las entrañas de los ejércitos de esos miserables hititas, completamente solo, sin nadie con él. Al dirigir la mirada hacia atrás vio que dos mil quinientos carros le habían cortado toda salida, con todos los guerreros del miserable país de los hititas, así como de los numerosos países confederados (…)». En ese instante, según el Poema, Ramsés II exclama: «¡Yo te imploro Amón, padre mío!», y con la fuerza sobrehumana de un dios acaba con los enemigos: «Y entonces los dos mil quinientos carros en medio de los cuales estaba son derribados en tierra ante mis caballos, ninguno de ellos sabe batirse (…) los precipito al agua como si fuesen cocodrilos; caen unos encima de otros, y los voy matando a mi antojo».

Más allá de la descripción mítica de la batalla, lo cierto es que la valiente acción de Ramsés II permitió contener el ataque hitita hasta que llegó la división de Ptah en su auxilio. No es de extrañar que finalizado el combate Ramsés II hiciese comer pienso en su presencia a los dos caballos que tiraban de su carro, Victoria de Tebas y Nut la Satisfecha, en señal de agradecimiento. Aunque las fuentes atribuyen la intervención egipcia a Ramsés II en solitario, sólo gracias a la llegada de refuerzos el ejército egipcio pudo rechazar al hitita. Tanto Muwatali como Ramsés II presentarían el conflicto como una gran victoria frente a sus enemigos, pero no puede decirse que hubiese un vencedor claro de la batalla. Las pérdidas habían sido terribles en ambos bandos y tanto egipcios como hititas renunciaron a continuar avanzando. Los ejércitos se retiraron y el campo para la elaboración de una interpretación a la medida de quien hacía el relato quedó abonado.

Una sola cosa había quedado clara tras la batalla, tanto hititas como egipcios eran poderosos enemigos, por lo que se imponía la necesidad de lograr una paz de equilibrio que evitase un estallido bélico general de gravísimas consecuencias para todos los pueblos de Próximo Oriente. Por esta razón, en los años que siguieron a la batalla de Qadesh y pese a no haberse firmado ningún acuerdo formal de paz por las partes en conflicto, egipcios e hititas renunciaron a continuar con su política de hostigamiento mutuo. Qadesh había supuesto una lección que difícilmente podrían olvidar. Así, cuando tiempo después el hijo de Muwatali, Mursilli III, se refugiase en Egipto tras ser depuesto por su tío Hattusilli III, el nuevo monarca hitita en lugar de atacar a Egipto, por negarse a entregarle al exiliado, optaría por asegurar la situación de paz. Fruto de ello, Ramsés II y Hattusilli III firmaron un tratado de paz dieciséis años después del terrible encuentro de Qadesh.

Por fortuna han llegado hasta nuestros días ejemplares del tratado de paz tanto egipcios como hititas lo cual, a diferencia de lo que ocurre con Qadesh, permite hacerse una idea bastante fidedigna de lo que en él se acordó. El contenido del acuerdo revela la madurez política de Ramsés II y su visión de futuro como gobernante: se hacía una declaración formal de paz que obligaba a las futuras generaciones, ambas partes renunciaban a intervenir militarmente en la zona siria, se establecía una alianza defensiva de ayuda mutua en caso de ataques extranjeros… Con todo ello se fortalecía la base del crecimiento económico que para Egipto suponía el desarrollo de la actividad comercial en condiciones pacíficas en la zona nordeste del delta del Nilo. La prosperidad sin precedentes que alcanzó la sociedad egipcia bajo el gobierno de Ramsés II fue sin duda consecuencia de la hábil política exterior que éste desarrolló. En palabras de Ian Shaw, «la paz trajo una nueva estabilidad en el frente norte y, con las fronteras abiertas al Éufrates, el Mar Negro y el Egeo oriental, el comercio internacional no tardó en florecer como no lo había hecho desde los tiempos de Amenhotep III».

Las relaciones pacíficas con los hititas se convirtieron en una de las claves de la política exterior y económica de todo el reinado de Ramsés II, de ahí que trece años después de la firma del tratado de paz, y como símbolo de la continuidad de las intenciones de las dos potencias, se concertase un matrimonio entre una de las hijas de Hattusilli III y el faraón. Maa-Hor-Nefrure («Nefura quien completa a Horus»), que así pasó a llamarse, fue entregada personalmente por su padre a Ramsés II en Damasco y llegó a ser una de las siete mujeres que ostentó el título de «gran esposa real».

Ramsés II se había revelado como uno de los más grandes gobernantes de su tiempo y quizá el más brillante de la historia egipcia. Otros faraones antes que él también habían logrado importantes cotas de desarrollo para su pueblo, pero Ramsés II logró combinar con acierto todas las facetas posibles del crecimiento. Estabilidad política y religiosa, potencia militar, ampliación de los límites exteriores y prosperidad económica de la mano de un creciente intercambio comercial y cultural, y todo ello durante un larguísimo período de tiempo, pues Ramsés II gobernó casi sesenta y siete años, algo que para la época constituía todo un récord. Nada tiene entonces de raro que este faraón, consciente como pocos antes de la trascendencia de su propia obra, quisiese dejar memoria de ello. A juzgar por la imagen que aún hoy se conserva de él, logró su objetivo.

GOBERNAR PARA EL PRESENTE Y REINAR PARA LA ETERNIDAD

Todos los especialistas coinciden en señalar a Ramsés II como el mayor constructor de la historia de Egipto. La costumbre faraónica de levantar grandes monumentos religiosos y funerarios como forma de preservar la continuidad de las tradiciones egipcias y de exaltar los más destacados logros de cada gobernante, llegó con Ramsés II a su más esplendoroso apogeo. Tanto por el número como por el colosalismo de las construcciones llevadas a cabo durante las casi siete décadas que ocupó el trono egipcio, puede afirmarse sin miedo al error que ni antes ni después faraón alguno llegó a igualarle. Ya en sus primeros años de gobierno dio muestras de hasta qué punto estaba dispuesto a desarrollar una política propagandística de prestigio personal usurpando a sus verdaderos promotores monumentos ya existentes. La apropiación de éstos era práctica habitual entre los faraones, pero, una vez más, Ramsés II la practicó con una intensidad verdaderamente frenética. Como indica el profesor Shaw, «apenas hay un lugar de Egipto donde sus cartuchos (representación jeroglífica del nombre) no aparezcan en los monumentos».

En sus muchas usurpaciones Ramsés II mostró un especial gusto por las estatuas de reyes y dioses de época de Amenofis III —último faraón antes del período amarniense— y los conjuntos monumentales de la dinastía XII. Estas expresiones artísticas se caracterizaban por su marcado clasicismo y se las considera como algunas de las mejores expresiones de la tradición cultural egipcia. Ramsés II buscaba con ellas vincular su reinado con el período clásico frente a la ruptura con la tradición que había supuesto la etapa amarniense. Desde que su abuelo iniciase la dinastía XIX, la realeza del Imperio Nuevo encontraba sus modelos en todo aquello que supusiese una afirmación de la tradición pues los peligros de hacer lo contrario habían quedado a la vista tras el convulso período de Amenofis IV y sus sucesores. Desde luego Ramsés II había aprendido bien sus lecciones de infancia.

La huella constructora del faraón quedaría en innumerables lugares (Abydos, Luxor, Karnak, Heracleópolis, Menfis, Saqqara…) en los que erigió un sinfín de templos dedicados a la veneración de los dioses del panteón egipcio y a la propia. En ellos dejaría testimonio de los hechos de su reinado y muy en especial de sus victorias militares entre las que la batalla de Qadesh ocupó un lugar más que destacado. Largas inscripciones jeroglíficas y maravillosos relieves profusos en detalles cubrieron sus paredes dejando un legado de incalculable valor para la Historia y el Arte. Pero si una de esas construcciones destaca entre todas las demás es sin lugar a dudas el templo de Abu-Simbel. Como ha apuntado el catedrático de Historia Antigua Francisco José Presedo, «de todos los templos de Nubia, y para algunos de todo el Egipto antiguo, Abu-Simbel es la obra más extraordinaria».

En realidad fue Seti I quien inició su construcción, aunque Ramsés II, que prosiguió con ella tras su llegada al trono, no dejó memoria de ello en ninguna de sus numerosas inscripciones. El templo, de unos 63 metros de profundidad, está completamente excavado en la roca. En su interior las paredes de las salas sorprenden por una rica decoración de relieves de temas militares y escenas de culto entre los que destaca por su grandiosidad el que reproduce con todo lujo de detalles la batalla de Qadesh. Sin embargo es en el exterior donde el templo ofrece su imagen más conocida, la de la inmensa fachada a cuyo frente se sitúan cuatro colosales estatuas del propio Ramsés II de veinte metros de altura. A sus pies pequeñas figuras retratan a su amada esposa Nefertari y a algunos de sus hijos. En ningún templo como en éste la deificación del faraón, que en el interior aparece prestándose culto a sí mismo, ha resultado tan escandalosamente explícita. En Abu-Simbel, Ramsés II es mediador entre los dioses y los hombres y un dios en sí mismo. El pasmo, la admiración, la sorpresa y el temor que semejantes representaciones del faraón debían de infundir tanto en el pueblo egipcio, que jamás tenía ocasión de contemplarle directamente, como en cualquier visitante o representante extranjero llegado a su corte, constituyeron un arma política que Ramsés II manejó con habilidad de auténtico maestro.

Para la construcción de estos fabulosos monumentos, Ramsés II empleó, además de arquitectos y obreros especializados, una gran cantidad de mano de obra procedente en no pocos casos de los prisioneros de sus campañas militares, razón por la que hasta los libros bíblicos del Génesis y el Éxodo se hicieron eco de su reinado. Entre los muchos obreros que trabajaron en las obras de construcción de Pi-Ramsés parece que pudieron encontrarse los hebreos que habían sido deportados a Egipto. El Génesis recoge su presencia en lo que denomina como «tierra de Ramsés» al este del delta y que según los especialistas probablemente se trataría de Pi-Ramsés. La imagen transmitida por el Éxodo del pueblo de Israel esclavizado por un faraón tirano de cuyo yugo finalmente consiguió escapar también contribuiría a inmortalizar la memoria de Ramsés II. Pero nada como los increíbles templos funerarios levantados en su nombre contribuyó a proyectar en la Historia la imagen de este faraón de leyenda.

MORIR PARA SEGUIR VIVIENDO

Todos los monumentos erigidos por los faraones buscaban hacer perdurar su memoria para la eternidad, pero en el caso de las grandes tumbas reales lo que se pretendía sobre todo era garantizar la vida de sus ocupantes aun después de la muerte. Los egipcios creían firmemente en la vida en el más allá, por lo que toda su religiosidad giraba en torno a una cultura funeraria que hacía del culto a los muertos uno de sus principales pilares. En la concepción egipcia el cuerpo humano no sólo poseía una dimensión material sino que en él también se hallaba el «Ka» o elemento espiritual. Para que una persona pudiese vivir en el más allá su «Ka» necesitaba continuar teniendo un soporte físico, razón por la cual el cuerpo de momificaba. Pero al igual que en vida, el cuerpo y su «Ka» debían seguir proveyéndose de cuidados y comida. La presencia en las tumbas de ofrendas en forma de alimentos, joyas, perfumes o vestidos se explica por esta razón, a la que también obedece la representación de estos elementos mediante pinturas y relieves; es decir, lo representado cobraba vida en el más allá. Cuanto más rica era una tumba, mejor vida se garantizaba para el fallecido después de la muerte, de ahí los lujosísimos ajuares funerarios de los faraones y miembros de la familia real y la magnificencia de sus sepulturas.

Como no podía ser de otro modo, Ramsés II ordenó construir fantásticas tumbas tanto para sí mismo como para sus esposas e hijos. La devoción de Ramsés II por la primera de sus «grandes esposas reales», Nefertari, resulta evidente con la sola contemplación de las bellísimas pinturas murales que decoran la tumba que hizo excavar para ella a doce metros bajo tierra en el Valle de las Reinas en Tebas. No cabe duda de que deseaba que su vida en el más allá fuese inmejorable. Por lo que se refiere a la del propio Ramsés II, ubicada en el Valle de los Reyes, responde a unas dimensiones mucho mayores de las habituales en este tipo de monumentos aunque aún no se conoce a fondo al haber sido parcialmente destruida por varias riadas. Por fortuna, parece que la momia del faraón se extrajo de la tumba antes de que esto sucediera. En 1881 se hallaron en una misma tumba varias momias reales que, según parece, habrían sido depositadas en ella por sacerdotes que intentaban protegerlas de los expolios que padecían las sepulturas dada la riqueza de los ajuares funerarios. Aunque resulta difícil identificarlas con total seguridad, todo parece indicar que la que aparecía bajo el nombre de Ramsés II pudo efectivamente ser la del faraón. Se trata de un hombre de cerca de noventa años (lo que corresponde con la edad a la que se supone murió) que debió de padecer algún tipo de enfermedad reumática y que presenta una gran infección en la mandíbula que pudo motivar su fallecimiento. Desde luego Ramsés II sobrevivió a buena parte de sus hijos por lo que no parece raro que quisiese construir para ellos la que es a día de hoy la mayor tumba del Valle de los Reyes. Los relieves del faraón ofreciendo a sus hijos muertos a los dioses para que los acojan y protejan en el más allá hablan, como en el caso de la tumba de Nefertari, no sólo del rey sino también del hombre.

Se sabe que Ramsés II gobernó Egipto durante casi sesenta y siete años. De hecho llegaría a celebrar hasta catorce fiestas «Sed» o jubileos reales, lo cual, teniendo en cuenta que sucedió a su padre con más de veinte años, quiere decir que vivió mucho más de lo que era frecuente en su época. A su muerte le sucedió su hijo Merenptah —el cuarto de su segunda gran esposa Isisnefret— que por entonces debía de tener entre cincuenta y sesenta años, pero ni él ni ningún otro faraón después pudo compararse con Ramsés II, que ya en los últimos años de su reinado se había convertido para propios y extraños en una auténtica leyenda viva. Su habilidad administrativa, su inteligencia y prudencia políticas, su gusto por la arquitectura y las artes en general, pero, por encima de todo, su capacidad para dejar memoria de ello, no volverían a igualarse. Su muerte supuso el fin de una época. El gran Egipto de los faraones se llamaría por siempre Ramsés II.

2 Confucio

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Confucio

El sabio que quiso gobernar

China es hoy la más importante de las potencias mundiales emergentes, el país más poblado del planeta y uno de los más extensos y ricos en recursos naturales. Además, China, a diferencia del resto de las civilizaciones del planeta, posee una cultura de casi tres mil años, lo que viene a ser como si en el Egipto actual continuase viva la cultura faraónica o la mesopotámica en Irak. Esa cultura no puede comprenderse sin tener en cuenta la aportación fundamental que en ella supuso el legado filosófico de Confucio. Este hombre sencillo que consagró su vida a la enseñanza creyó profundamente en la capacidad de los hombres para elevarse sobre sus propias miserias y en la fuerza revolucionaria de la educación para construir una nueva sociedad. El siglo V a. C. en que vivió fue uno de los momentos esenciales para el desarrollo cultural de las civilizaciones euroasiáticas, pues en cada una de ellas surgirían figuras que marcarían su evolución posterior durante siglos. Buda en la India, Sócrates en la antigua Grecia y Confucio en China aportarían el sustrato filosófico sobre el que se desarrollarían las grandes líneas del pensamiento de sus respectivos entornos culturales. La vida de Confucio se confunde entre la leyenda y la historia, pero su pensamiento continúa siendo hoy fuente de inspiración espiritual para millones de personas en el mundo.

Confucio nació hacia el año 551 a. C. en una época de profundas convulsiones sociales y políticas que con el tiempo terminarían dando pie a la China imperial clásica. La historia antigua de China se divide tradicionalmente en períodos dinásticos cuya denominación alude al predominio político y cultural de distintos pueblos. Así, tras las dinastías Xia y Shang, se impuso la llamada dinastía Zhou (1122-221 a. C.), que sería la de más larga duración de la historia china y bajo cuyo dominio la cultura clásica china alcanzó sus más altas cotas de desarrollo. El cultivo de la escritura (existente desde el tercer milenio antes de Cristo), las artes y especialmente la literatura motivarían que la época de esplendor cultural por excelencia fuese la primera de las tres etapas en que suele dividirse la dinastía Zhou, el período Zhou del Oeste (1122-771 a. C.), que más adelante Confucio lo consideraría como la edad de oro de la política y cultura chinas y, por tanto, el modelo a cuya reposición se debía aspirar.

En el siglo VIII a. C. la sociedad Zhou comenzó a reflejar una creciente inestabilidad cuya manifestación más notable sería la enorme fragmentación política y la multiplicación de pequeños estados feudales que nominalmente reconocían la soberanía de los reyes de la dinastía Zhou. Daba así comienzo el segundo período de esta dinastía, el llamado período de Primavera y Otoño (771-484 a. C.), al final del cual nació Confucio, que moriría ya en la última etapa de la dinastía, la denominada de los Reinos Combatientes. La vida de Confucio se desarrolló por tanto en un tiempo de grandes transformaciones políticas y sociales pues, como recuerda la historiadora Sue-Hee Kim, «desde el inicio del período de Primavera y Otoño varios estados feudales tributarios de Luoyang [capital de la dinastía Zhou] lucharon entre sí para obtener la independencia. (…) En el siguiente período de los Reinos Combatientes, los siete estados feudales más fuertes se disputaron la hegemonía hasta que fueron conquistados y subyugados por el Imperio Quin». En este contexto de guerra constante nació uno de los mayores defensores de la paz, Confucio.

UN HIJO EN EL OCASO DE LA VIDA

Pocos son los datos seguros que se conocen acerca de la vida de Confucio, pues la relevancia que su figura llegó a alcanzar en el mundo chino sería la causa de la proliferación de biografías sobre el filósofo de tintes claramente hagiográficos y en las que, por tanto, lo legendario se mezcla con lo real. La mayor parte de ellos proceden de los escritos en los que, con posterioridad a su muerte, sus seguidores recogieron su legado filosófico (los llamados Cuatro libros) y de lo que el primer gran historiador chino, Sima Qian, relató en su obra Shi-Ji (Crónica de la historia). Todos estos datos se hallan en la tradición popular china acerca de Confucio mezclados con otros quizá menos fiables pero fuertemente enraizados en el imaginario común chino.

Confucio nació en el estado de Lu, en la península de Shangdong, en el seno de una familia perteneciente a la pequeña nobleza pero venida a menos. Según la tradición china, su padre, Shu-Liang Ho, era un temible guerrero que al final de su carrera recibió como premio el gobierno del pequeño territorio de Lu (a unos 560 kilómetros del actual Pekín) en el que se afincó junto con su familia. Shu-Liang Ho tenía dos esposas y era padre de nueve niñas y un niño que había nacido enfermo. El guerrero, pese a lo avanzado de su edad, pues tenía setenta años, deseaba ser padre de un varón plenamente sano. Por esta razón decidió tomar como concubina a Cheng-Tsai, una joven de dieciséis años con la que finalmente vio cumplido su deseo. Como recuerda la profesora Julia Ching, una leyenda popular narra la concepción de Confucio como un hecho extraordinario: «Según esta leyenda, la madre de Confucio salió un día al campo y tuvo un sueño en el que vio a un personaje llamado el Emperador Negro. Parece que se trataba de un figura divina, y que en su sueño se unieron. Después de eso ella despertó y supo que estaba embarazada». Pero a decir verdad, cuando se produjo el nacimiento de Confucio su aspecto no recordaba al de una divinidad, pues si hay algo en lo que concuerdan todos los relatos es en su escasa belleza.

El pequeño recibió el nombre de Qiu, al que se unió el de familia que llevaba su padre, Kong; por tanto, su nombre completo según el orden habitual chino era Kong Qiu. Cuando muchos años después se convirtió en maestro, se le conoció como Kong Fuzi, que quiere decir «maestro Kong»; a partir de esta denominación, los misioneros jesuitas que llegaron a China en el siglo XVII crearon la forma latinizada Confucio. Pese a la gran alegría con que recibió su nacimiento Shu-Liang Ho, el viejo guerrero apenas pudo disfrutar de su hijo ya que falleció cuando Confucio contaba sólo tres años. Cheng-Tsai quedó entonces completamente desamparada pues la pequeña herencia de Shu-Liang Ho apenas si llegaba para pagar las dotes de sus hijas y el cuidado de su hijo enfermo. Consciente de que en el mismo lugar que residía la familia del difunto guerrero poco podrían esperar ella y su hijo, decidió buscar un sitio en el que comenzar una nueva vida, y así llegó a la ciudad de Chu Fu.

La vida en Chu Fu era dura, pues a la escasez en que vivían las clases más pobres había que sumar las penalidades de criar a un hijo sola; así, desde su infancia Confucio conoció de cerca la pobreza y los problemas sociales asociados a la convulsa situación política china, algo que marcaría su sensibilidad para siempre. Su madre procuró pese a todo ofrecerle una educación esmerada y aunque Confucio pronto tuvo que trabajar para que ambos pudiesen salir adelante, Cheng-Tsai no permitió que la necesidad le apartase de los estudios. Como indica el director del Instituto Yengching de Harvard, «Confucio probablemente sirvió en toda clase de trabajos mundanos, como barrer el suelo, limpiar casas ajenas, repartir comida del mercado, y también todo tipo de trabajos manuales, de forma que estaba en contacto con la vida diaria de quienes le rodeaban. Una cosa que le diferenciaba era su increíble curiosidad por aprender; su madre fue muy perseverante en crear para él un entorno en el que pudiera prosperar como estudiante y, en el mejor de los casos, que le permitiera llegar a destacarse en el gobierno, de modo que tenía grandes aspiraciones para su hijo». El enorme deseo de saber, que el propio Confucio reconocería como principal rasgo de su carácter, creció todavía más cuando a partir de los quince años pudo empezar a leer los grandes textos clásicos chinos. Su formación hasta entonces debió de centrarse en el necesario aprendizaje de los caracteres de la escritura china, pues como recuerda la sinóloga Dolors Folch, «es a partir de los quince años, con la comprensión de unos cuatro mil caracteres que permiten ya enfrentarse al noventa y nueve por ciento de los textos, cuando el joven puede iniciar el estudio propiamente dicho».

El encuentro con los clásicos fue para Confucio como una revelación, pues a partir de su lectura y de la observación de la realidad que le rodeaba adquirió el firme convencimiento de que en la antigüedad, y más concretamente en el período Zhou del Oeste, se encontraba el modelo perfecto de cultura china en el que debía inspirarse la educación de los individuos y el gobierno de la sociedad. Así, mientras devoraba con avidez los libros de historia, música, poesía y literatura, cristalizaba en él un modo de ver el mundo en que la educación surgía como el instrumento más eficaz para el ennoblecimiento espiritual y la renovación social y política. Confucio se convirtió en un joven instruido, con un talento e inteligencia extraordinarios que progresivamente le hicieron ganar el reconocimiento de sus vecinos. Sin embargo su felicidad se vería truncada por el fallecimiento de su madre. Confucio tenía entonces diecisiete años, pero a pesar de su juventud se empeñó en cumplir con las tradiciones chinas de culto familiar y encargarse de que Cheng-Tsai fuese enterrada junto a su padre. Muchos relatos describen la desesperación del joven al desconocer el lugar en el que se había dado sepultura a su padre, por lo que, ataviado con las ropas de duelo, cargó con el ataúd de su madre hasta un cruce de caminos donde se arrodilló y, haciendo reverencias a quienes pasaban, les preguntaba si sabían dónde habían enterrado al guerrero Shu-Liang Ho. Finalmente, una anciana le proporcionó la información que necesitaba y de este modo Confucio pudo rendir el homenaje merecido a su madre al darle sepultura junto a su padre. El joven filósofo se había quedado solo por completo, pero cuando aún lloraba la muerte de su madre su fortuna cambió súbitamente.

EL GRAN MAESTRO DEL ESTADO DE LU

Chu Fu, la ciudad donde vivía Confucio, era la capital del estado de Lu, que por entonces estaba gobernado por el duque de Lu. Sin embargo, las largas luchas internas por el poder entre los aspirantes al ducado de Lu terminaron motivando que en la práctica el gobierno del estado se dividiese entre las tres grandes familias que se disputaban el poder aunque uno de sus miembros ostentase el título de duque de Lu. Uno de ellos, Ji Sun Shi, gobernaba en Chu Fu en el tiempo en que Confucio había quedado huérfano, y preocupado como estaba por la necesidad de administrar mejor los recursos naturales del territorio que tenía a su cargo, algunos de sus consejeros le hicieron notar que en la ciudad había un joven cuya inteligencia era alabada por todos. Confucio fue entonces llamado ante el gobernador de Chu Fu, quien le ofreció el puesto de inspector de graneros de la ciudad, cargo que desempeñaría durante varios años y en el que daría muestras de su gran capacidad.

Poco tiempo después de haber iniciado su nueva vida, cuando tenía diecinueve años, Confucio contrajo matrimonio. Nada se sabe sobre la identidad de su esposa ni tampoco sobre el número de hijos que tuvo, si bien parece que su matrimonio no resultó especialmente bien avenido y que, en efecto, fue padre. En palabras de la profesora Julia Ching, «sabemos que Confucio además de un hijo tuvo al menos una hija porque encontramos referencias de que su hija se casó con uno de sus discípulos; hay quien considera que incluso tuvo una segunda hija, pero es muy poco lo que se sabe sobre su relación con su esposa. De hecho una leyenda cuya fiabilidad no podemos contrastar cuenta que Confucio y su mujer se divorciaron, de modo que por lo que sabemos es posible que Confucio y su mujer no se llevaran bien». Sea como fuere, lo cierto es que durante más de diez años Confucio se entregó al desempeño de su cargo de inspector de graneros y a su vida familiar, aunque continuó leyendo incesantemente las grandes obras clásicas chinas. Conforme avanzaba el tiempo y en la medida en que por su empleo continuaba en contacto con los grandes problemas sociales de la época, fue creciendo en él la necesidad de consagrar su vida a la mejora del mundo en que vivía. Convencido de la decadencia social y política de su época, comenzó a pensar que se imponía la necesidad de renovación y que para ello el mejor instrumento era la educación sin distinciones de todos los miembros de la sociedad, independientemente de su origen o clase. Había nacido su verdadera vocación, la de ser maestro, y por ella terminaría abandonando todos sus lazos personales.

Guiado por sus ideas revolucionarias, Confucio abrió una escuela en Chu Fu en la que aceptaba a discípulos de todas las clases sociales, sin tener en cuenta si se trataba de hijos de nobles o de familias pobres pues estaba absolutamente persuadido de que la educación era la única base verdadera sobre la que construir cambios y mejorar la sociedad. Sus estudios y su experiencia le habían dotado de una profunda comprensión de los problemas derivados de la actuación social del ser humano, de forma que estaba convencido de que la excelencia de una sociedad dependía en buena medida de la de sus individuos, de ahí la importancia de hacer extensiva la educación a todas las clases sociales. En consecuencia, la educación de sus alumnos no buscaba convertirlos en eruditos, sino hacerlos cultivar su espíritu, mejorarlos como seres humanos para que mejorasen su sociedad. Así, en su escuela se formaba a los discípulos bajo el ideal confuciano de «hombre noble» o junzi, término chino equivalente a «aristócrata» al que Confucio dio un nuevo sentido: el hombre noble no era el de alta cuna, sino el de noble moral.

La fama de Confucio creció al compás que lo hacía el número de sus discípulos. Nadie antes que él había hecho nada parecido. Como señala Dolors Folch, «la originalidad de Confucio —que no era nada obvia ya que en Occidente tardaría milenios en introducirse— es haber proclamado que era necesario enseñar a todo el mundo. Se trata de una concepción totalmente innovadora que incluye la idea de que lo importante es la capacidad intelectual y no el árbol genealógico, y de que lo que diferencia a los hombres entre sí no es el nacimiento sino la educación». Los planteamientos de Confucio dieron pie a la formulación de toda una filosofía educativa y ética que se aplicaba rigurosamente en su escuela. Esto suponía un alto grado de exigencia para sus pupilos a los que el maestro exigía verdadero interés por el estudio y el cultivo perseverante de las virtudes confucianas: el amor filial (Xiao), la humanidad (Ren) y el respeto y práctica de las costumbres o ritos (Li).

Pero para Confucio la educación era, ante todo, un instrumento de cambio, de reforma social y política, de tal suerte que formaba a sus alumnos para convertirlos en funcionarios públicos, es decir, en los responsables de la administración social y política y, por tanto, en agentes del cambio. Él mismo deseaba llegar a ser un alto funcionario de algún estado chino ya que de ese modo pensaba que podría cumplir su sueño de cambiar la realidad para recuperar los principios que se habían perdido después del período Zhou del Oeste. Por esa razón ofreció sus servicios una y otra vez a los gobernantes del estado de Lu, pero una y otra vez fue rechazado. Sin embargo, cuando creía que jamás tendría la oportunidad de poner en práctica sus ideas más allá del entorno de sus discípulos, su suerte cambió bruscamente. Corría el año 501 a. C. y Confucio tenía ya cincuenta años.

CAMINO DEL DESENGAÑO

A finales del siglo VI a. C., el estado de Lu estaba gobernado por un nuevo y joven duque de nombre Ting; deseoso de fortalecer su poder frente a las familias dominantes, pensó que si contaba con un ministro sabio podría lograrlo. Así, hizo llamar a Confucio cuya reputación de hombre sabio y gran maestro era conocida en todo el territorio y le ofreció convertirle en su consejero y gobernador de Lu. El filósofo aceptó feliz de poder realizar por fin su sueño reformador, y con tanta diligencia como perseverancia comenzó a aplicar sus ideas al gobierno de Lu. Según la tradición popular china, bajo su administración Lu alcanzó una prosperidad que nunca antes había conocido. Confucio puso en práctica sus principios de igualdad y justicia social, tomando medidas tan avanzadas para su tiempo como que la alimentación y bienestar de los niños y ancianos más desfavorecidos corriesen a cargo del estado. Paralelamente aseguró la educación inspirada en el modelo de hombre noble para todos aquellos que deseasen acceder a ella y procuró que todas las medidas adoptadas para la mejor administración de la sociedad y el combate de sus grandes problemas bebiesen en la aplicación práctica de las virtudes confucianas, pues como él mismo reconocería, «cualquiera puede juzgar un caso criminal tan bien como yo. Lo que deseo hacer es enmendar las condiciones en las que tales delitos aparecen».

Gracias a su buen hacer Confucio comenzó a prosperar como funcionario público, y el duque Ting, cuya reputación crecía debido a la influencia de su consejero en el gobierno, fue confiándole de forma progresiva mayores y más importantes responsabilidades. Sin embargo, las ventajas políticas que Ting estaba obteniendo no pasaron desapercibidas para sus rivales, que, según describen diversas leyendas, decidieron tender una trampa al joven duque para socavar la influencia de Confucio: mandaron reunir a las mujeres más bellas de sus dominios y las enviaron como regalo al duque Ting en una espectacular comitiva de carruajes ornamentados con todo cuidado. Subyugado por la belleza de las jóvenes, Ting se entregó a disfrutar de los placeres que se le ofrecían de modo tan tentador y así olvidó durante varios días sus responsabilidades y obligaciones de gobierno. Confucio, decepcionado por su comportamiento, pensó que el duque no poseía las cualidades morales necesarias para ser un buen gobernante y decidió abandonar Lu seguido por sus discípulos. De este modo el filósofo dio comienzo a una vida itinerante que mantendría durante trece años.

En el año 497 a. C., Confucio dejó el estado de Lu pues no estaba dispuesto a renunciar a sus ideales ni a traicionarlos acomodándose a una vida cortesana construida de espaldas a éstos. El amor por el estudio y el cultivo interior se convertiría en la fuente de la que, tanto él como los discípulos que le siguieron, beberían para encontrar la fuerza necesaria con que hacer frente a las duras condiciones de vida que desde entonces les rodearon. Aspiraba a encontrar un príncipe o gobernante digno al que ofrecer sus servicios y por ello comenzó un peregrinar constante por el vastísimo territorio del este de China. Durante todo ese tiempo Confucio pudo entrar en contacto directo con el sufrimiento y las privaciones que miles de chinos padecían bajo la opresión de unos gobernantes ávidos de poder y más preocupados por lograr imponerse sobre los restantes estados feudales que por paliar las duras condiciones de vida de sus súbditos; esta nueva perspectiva contribuyó a hacer aún más fuerte su vocación de participar en el cambio profundo de la política y la sociedad de su tiempo. La experiencia de Confucio y sus discípulos en aquellos años queda perfectamente reflejada en una de las leyendas más conocidas sobre su vida errante. En cierta ocasión, Confucio y aquellos que le seguían se encontraron con una mujer sentada en el camino que lloraba desconsolada pues un tigre había devorado a su esposo y a su hijo. Sorprendidos por su actitud, le preguntaron por qué continuaba en un lugar en el que podía ser atacada por la fiera, a lo que ella les replicó: «¿Y a qué lugar podría ir? Si me voy de aquí probablemente encontraré un gobernante más cruel». Entonces Confucio miró a sus discípulos y les dijo: «Eso es cierto; un gobernante tirano es mucho peor que un tigre devorador de hombres».

Con esas profundas convicciones sobre el modo en que debía conducirse cualquiera que tuviese a su cargo el gobierno de un lugar, Confucio fue de corte en corte exponiendo sus ideas, pero nadie parecía querer escucharle. Éstas resultaban incómodas pues para el filósofo la clave de todo gobierno residía en el ejemplo dado por los gobernantes, en su capacidad para ser hombres nobles. Sólo aquellos que mediante la educación cultivaban las virtudes estaban a su juicio capacitados para regir sabiamente la sociedad. Confucio defendía de este modo la creación de un ideal ético-político que, con el simple hecho de que un buen gobernante se lo propusiera, podría hacerse realidad. En palabras del historiador Morris Rossabi, «los ministros pondrían en práctica la filosofía de Confucio en sus propias vidas y así servirían de modelo para la gente común. Se trataba de una especie de teoría de la “virtud de la gripe” en la que creía Confucio: primero se tiene al gobernante que pone en práctica los ideales, después a sus ministros y luego a la gente común. Es como contagiarse la virtud, del mismo modo que uno se contagia un resfriado».

En las ideas políticas y sociales de Confucio había una potencia revolucionaria que el filósofo no se molestó en disimular y que, obviamente, no debió de pasar inadvertida para los muchos gobernantes que rechazaron tomarlo a su servicio. Con ellas no se abrían las puertas de una revolución cruenta, sino de una profunda y progresiva transformación de la sociedad china en la que el modelo impuesto por las luchas de estados feudales no tenía cabida. Por otra parte y como recuerda el profesor de Filosofía china Roger Ames, el propio carácter de Confucio, su alto nivel de exigencia personal y su inflexibilidad ante la debilidad moral, terminarían siendo factores que coadyuvaron a su fracaso: «Confucio no contenía fácilmente sus críticas. Se conoce una anécdota según la cual vio a un anciano tumbado desgarbadamente en una esterilla y con la ropa a medio poner de forma indecorosa. Confucio se le acercó, le golpeó con su bastón y le dijo: “Bien lo sabes, como hombre joven no hiciste nada, como hombre maduro fracasaste en sacar adelante a tu familia, y como anciano no sabes cuándo es el momento de morir. Usted, señor mío, es una vergüenza”, y lo volvió a golpear con su bastón».

Trece años después de haber abandonado Lu, Confucio no había logrado encontrar ningún gobernante dispuesto a ofrecerle un cargo en su administración. La convulsa situación de China en esa época se convertiría en el caldo de cultivo adecuado para el surgimiento de otras grandes corrientes filosóficas además del confucianismo, entre las que ocuparon un lugar preeminente el taoísmo y el legalismo, pero la filosofía de Confucio, a diferencia de éstas, puso el acento en la búsqueda de un equilibrio entre las necesidades de los individuos y las de la sociedad de tal modo que, frente a la exaltación de la libertad individual que conducía al retiro de la sociedad defendida por el taoísmo, Confucio consagró el ideal de hombre como ser social y en esa medida su pensamiento se orientó a la búsqueda de los parámetros en torno a los que la sociedad y el individuo dentro de ella debía definirse y reformarse. El paso de los años y la experiencia, lejos de debilitarle en sus ideas le hicieron más fuerte en ellas, pero el tiempo no pasaba en balde y Confucio sentía que el suyo finalizaba sin haber logrado convencer de ellas a quienes poseían suficiente poder como para ponerlas en práctica. Justo entonces recibió un mensaje procedente de Lu que le hizo concebir una última esperanza.

LOS ÚLTIMOS AÑOS DE UN MAESTRO

En el año 484 a. C., Confucio recibió una inesperada invitación. Uno de sus antiguos discípulos que, a la sazón, trabajaba como funcionario del gobierno de Lu había logrado persuadir al nuevo gobernante del estado para que le invitase a regresar. El anciano filósofo creyó que por fin sus sueños se iban a realizar y, esperanzado, emprendió el regreso a Chu Fu. Una vez allí fue convocado por los hombres más poderosos del gobierno de Lu y uno de ellos, queriendo saber si era cierto que sus consejos podrían ser de ayuda para su tarea, le preguntó de qué forma podía lograr que sus subalternos fuesen honestos. Confucio, sin dudarlo, respondió que el modo de conseguirlo era siendo honesto él mismo. Una vez más su sinceridad le había condenado y sus ideas resultaban demasiado peligrosas para quienes aspiraban a detentar el poder a toda costa.

Ante la imposibilidad de ocupar un alto cargo del gobierno, el filósofo decidió proseguir con sus estudios y consagrar el resto de su vida a su tarea de maestro. Algunos relatos aseguran que llegó a tener más de tres mil alumnos, aunque algo menos de un centenar fueron los que siguieron sus enseñanzas con auténtica devoción. Entre ellos, Mencio y Xunzi serían los más importantes en la transmisión de la filosofía confuciana, pero Yen Hui fue el favorito del maestro. Yen Hui era un joven perteneciente a una de las familias más pobres de Chu Fu cuya pasión por aprender y elevarse espiritualmente motivó la admiración y el cariño de Confucio. El hombre que había roto con sus lazos familiares y había consagrado su vida a la consecución de un ideal, se encontraba en su vejez con un muchacho que le recordaba a sí mismo y renovaba sus esperanzas en el ser humano. En palabras de la profesora Ching, «Confucio contaba con su discípulo favorito Yen Hui que siempre estaba alegre. Aun cuando era tan pobre que apenas tenía qué comer y vivía en una casa en un callejón, siempre estaba contento. Las dos cosas que caracterizaban a Yen Hui eran su alegría en la pobreza y su amor por el estudio». Sin embargo, el consuelo que Yen Hui proporcionaba al maestro se vio truncado por la muerte del discípulo. Confucio lloró su pérdida como la de un hijo, y sobreponiéndose al dolor continuó con la tarea de enseñar a sus demás alumnos.

Confucio nunca puso por escrito sus enseñanzas. Serían algunos de sus alumnos quienes, tras la muerte del maestro, recogiesen las conversaciones que mantenían con él y que servían de vehículo a su magisterio en una obra titulada Lunyu, que en el siglo XVII los jesuitas traducirían como Analectas. Como apunta la sinóloga Dolors Folch, a diferencia de otros textos que sirven de pauta para el comportamiento moral de los individuos como la Biblia o los Upanishads (libros sagrados del hinduismo), las Analectas «no son en ningún caso un texto carismático. Ni es un libro revelado, ni rezuma ningún tipo de anhelo místico». Se trata de un libro en que se recogen los principios del pensamiento de Confucio y el modo sutil con que concibió su tarea como maestro: «No descubro las verdades a quien no tiene ganas de descubrirlas, ni intento sacar de nadie aquello que la propia persona no sea capaz de exhalar. Yo levanto uno de los lados del problema, pero si el individuo con el que trato no es capaz de descubrir los otros tres a partir del primero, ya no se lo vuelvo a repetir». Además de las largas conversaciones con sus discípulos, Confucio dedicó gran parte de su tiempo a recopilar y editar cuidadosamente las grandes obras clásicas de la antigüedad china, los llamados Libro de historia (Shu Ching), Libro de canciones o de odas (Shih Ching), Libro de las mutaciones (I Ching), Libro de ritos (Li Ching) y los Anales de primavera y verano (Ch’un Ch’iu), lo que terminaría convirtiendo a sus seguidores en los principales depositarios y conocedores de esta tradición.

Dedicado hasta su último aliento al estudio, Confucio murió a los setenta y tres años en el 479 a. C. Estaba convencido de su fracaso porque pese a sus muchos intentos y desvelos no había logrado cambiar el mundo en que vivía. Sin embargo, su gran reputación como maestro y hombre sabio habría de sobrevivirle y la filosofía de Confucio difundida por sus discípulos acabaría por ser una de las corrientes dominantes del pensamiento chino en el período de los Reinos Combatientes. Más tarde, durante la etapa imperial Han que puso fin a las luchas entre estados feudales que tanto habían entristecido y preocupado a Confucio, su legado filosófico se convirtió en la referencia cultural del mundo chino. Desde entonces y hasta nuestros días, Confucio y su obra forman parte indisoluble del imaginario cultural chino y aún hoy sorprenden a quienes encuentran en ellos ideas que resulta difícil creer que las formulara un hombre en el siglo VI a. C. Su revolucionaria confianza en el poder transformador de la educación y su visión radicalmente optimista de la capacidad humana para mejorar, convierten el pensamiento de Confucio en un legado de valor incalculable para todo el género humano. En la breve autobiografía que legó por medio de sus discípulos se condensa toda una forma de entender la vida que aún marca el camino para millones de personas: «A los quince años me dediqué de todo corazón al estudio. A los treinta años tenía opiniones formadas. A los cuarenta años ya no tenía incertidumbres. A los cincuenta años sabía cuál era la voluntad del cielo. A los sesenta años mis oídos sabían escuchar la verdad. A los setenta años puedo seguir los deseos de mi corazón sin dejar de hacer nunca lo que es bueno».

3 Aristóteles

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Aristóteles

El maestro de filósofos

Con frecuencia tendemos a pensar que personajes como Aristóteles se encuentran muy lejos de nuestra vida cotidiana. Nadie duda en reconocer en él a uno de los más importantes filósofos de la Antigüedad junto con Platón y Sócrates, pero la impresión de que su obra como tal tiene una presencia limitada al ámbito de la filosofía es asimismo general. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad. ¿Quién no ha dicho alguna vez que el fin que busca todo ser humano para su vida es la felicidad? ¿O que el hombre es un ser sociable por naturaleza? Todos identificamos a un virtuoso como a alguien capaz de hacer algo del mejor modo posible, y en más de una ocasión habremos afirmado convencidos que en el término medio está la virtud. La obra filosófica de Aristóteles es sin duda una de las más valiosas del mundo clásico tanto por su magnitud como por su profundidad. Pero es su trascendencia histórica la que explica el lugar que todos, conscientes o no de ello, atribuimos a su autor en el pensamiento occidental. La filosofía aristotélica está sutilmente encajada en nuestra forma de ver el mundo, es un recurso inconsciente de nuestro modo de analizar la realidad y razonar sobre ella. Quizá la figura idealizada del filósofo de blancas y largas barbas, vestido con una túnica y portando algún libro mientras enseña a sus discípulos que hemos visto representada hasta la saciedad en cuadros y libros nos sea lejana, pero lo cierto es que acercarnos a Aristóteles es hacerlo a nosotros mismos.

Aristóteles nació en el año 384 a. C. en Estagira, en la zona nordeste de Grecia denominada Tracia que por entonces se hallaba bajo la influencia política del reino de Macedonia. La Grecia del siglo IV a. C. en que vivió Aristóteles era aquella a la que había dado paso la guerra del Peloponeso que entre los años 431 y 404 a. C. enfrentó a Esparta y Atenas y que finalizó con la derrota de esta última. Si el siglo V a. C. había sido la gran época del esplendor ateniense representado con la obra política de Pericles, el embellecimiento de la Acrópolis, el clasicismo artístico de Fidias y la filosofía laica y relativista de los sofistas, el fin de la guerra marcó el inicio del declive político de Atenas y el principio de una etapa de crisis en que ninguna ciudad-estado griega lograría consolidarse como poder hegemónico estable, para finalmente ceder el paso a un poder extranjero, el macedonio.

Grecia no era pues una única realidad política. Las ciudades-estado griegas eran entidades políticamente independientes con desarrollos institucionales y legales diferentes y sistemas sociales diversos. Pese a ello existía una comunidad cultural determinada por la proximidad geográfica, los intercambios comerciales y especialmente la lengua común. A lo largo del tiempo algunas de estas polis (nombre con el que se denomina a las ciudades-estado griegas) habían ejercido períodos de hegemonía política, comercial y cultural sobre las restantes —particularmente Atenas, Esparta y Tebas—, pero la guerra del Peloponeso y sus consecuencias pondría de manifiesto la incapacidad de todas ellas para mantener una paz estable en aras de un cierto panhelenismo que hasta entonces sí había funcionado. Consecuencia directa de tal situación fue la quiebra del ideal de la polis y, con ella, la crisis del sistema político y económico griego. Como no podría ser de otro modo, la crisis del siglo IV a. C. también encontraría reflejo en las artes, la literatura, la religión y la filosofía en las que, frente a la serenidad clásica y la expresión del sentimiento comunitario del siglo precedente, comenzó a abrirse paso una preocupación por la expresión de lo individual y sus circunstancias que preludiaba el helenismo. Sin embargo, como ha indicado el historiador de la Grecia antigua Víctor Alonso Troncoso, «la crisis de la polis, no obstante, concitó en Atenas una reacción en los medios intelectuales y filosóficos, que dio vida a nuevas corrientes de pensamiento y reflexión política. Como el tiempo del Quijote, época de decadencia, el siglo IV fue un período de máxima creación y florecimiento del genio crítico, a veces evasivo. Nombres como los de Platón, Aristóteles, Isócrates y Demóstenes están íntimamente unidos al espíritu de la época, y su obra enriquece para siempre lo mejor del humanismo occidental».

DE MACEDONIA A ATENAS: LA ACADEMIA DE PLATÓN

El nombre de Aristóteles siempre se vincula a Atenas dado que fue en esa ciudad donde desarrolló su labor más importante como filósofo, pero no era originario de ella ni por tanto ciudadano ateniense. Aunque carecemos de datos que permitan confirmarlo, parece que Aristóteles pasó su infancia y los primeros años de su adolescencia en la corte del rey macedonio Amintas situada en la ciudad de Pella. Su padre, Nicómaco, era amigo personal y médico de Amintas, por lo que cabe suponer que, al ser huérfano de madre, debió de crecer junto a éste. Además, el hecho de que el hijo de Amintas, Filipo —de la misma edad de Aristóteles—, le llamase años más tarde para que se hiciese cargo de la educación de su hijo (Alejandro Magno), parece confirmar la presencia del futuro filósofo en Pella durante sus primeros años. La vida en la corte macedonia así como la dedicación a la medicina de Nicómaco debieron de favorecer el interés de Aristóteles por el estudio y la ciencia, de modo que cuando tras la muerte de su padre se hizo cargo de su tutela un pariente llamado Próxeno, éste no dudó en enviarle a estudiar a la Academia de Platón en Atenas.

La formación intelectual de los jóvenes griegos, aunque presentaba diferencias en las distintas polis, comenzaba sobre los seis años, cuando se les separaba de sus madres para confiarlos a un maestro o pedagogo que, en las escuelas o palestras, les iniciaba en el estudio de las letras griegas a través de los textos de Homero y Hesíodo. Además se les instruía en música y gimnasia, básicamente en las cinco pruebas del péntatlon, es decir, carrera, salto de longitud, lanzamiento de disco, jabalina y lucha. Esta etapa solía prolongarse hasta los dieciocho años, edad con la que los jóvenes solían ingresar en el servicio militar obligatorio. Sólo los miembros de las clases sociales más altas o los estudiantes más brillantes continuaban con posterioridad su formación intelectual en las instituciones creadas por los pensadores más destacados de su época y que, desde los cambios introducidos de mano de los sofistas, se orientaba claramente al ejercicio de la política. Aristóteles, cuya familia gozaba de una posición económica desahogada y con tradición en la formación académica de sus miembros (también su abuelo había sido médico), llegó hacia el año 367 a. C. a Atenas, con diecisiete años, para completar sus estudios. La capital del Ática era reconocida por sus contemporáneos como el más importante centro cultural de toda Grecia, lo que en parte se debía al gran prestigio intelectual de sus dos grandes centros educativos superiores, la Escuela de Isócrates y la Academia de Platón.

Ambas instituciones se habían creado casi al mismo tiempo (la primera en el 390 a. C. y la segunda en el 386 a. C.) y mantenían una fuerte rivalidad pues, aunque en las dos se formaba a sus alumnos para ejercer la política, en la Escuela de Isócrates se concedía para ello atención preferente a la Retórica mientras que en la Academia de Platón el acento formativo se ponía en la Filosofía. Aristóteles ingresó en la Academia platónica posiblemente atraído tanto por la formación filosófica que ésta ofrecía como por la gran reputación de su fundador. Platón, discípulo aventajado de Sócrates, había fundado su Academia tras la muerte de éste, acusado de impiedad y condenado a muerte por motivos políticos. El desengaño hacia la democracia ateniense que supuso la muerte de su maestro determinaría en buena parte la orientación filosófica de su Academia consagrada al pensamiento puro, y en la que el ejercicio de la política se entendía como puesta en práctica del mismo y no como el fin de la formación académica.

Aristóteles permaneció en la Academia durante veinte años, entre los diecisiete y los treinta y siete años, iniciando su andadura en ella como estudiante y finalizándola como maestro. La Academia era una institución caracterizada por ofrecer una formación amplia en todas las disciplinas del pensamiento científico y por estar abierta al libre ejercicio de la crítica, de modo que Aristóteles pudo disentir abiertamente de la teoría de la Ideas defendida por Platón e incluso discutir acerca de ella con su maestro. Como indica el catedrático de Filosofía griega Tomás Calvo Martínez, «durante su larga estancia en la Academia tuvo ocasión de participar en el ejercicio vivo de la filosofía, en largas e intensas discusiones sobre la ciencia, sobre matemáticas y astronomía, sobre las Ideas y la dialéctica, sobre retórica, ética y política». A esta etapa pertenecen sus escritos denominados exotéricos, es decir, aquellos de carácter divulgativo, no destinados a un público especializado y que publicó él mismo. Estos escritos de juventud se han perdido y sólo se conservan de ellos sus títulos y algunas referencias a su contenido procedentes de autores griegos y latinos. El análisis de estos indicios ha permitido establecer la enorme influencia del pensamiento platónico en los primeros escritos filosóficos de Aristóteles tanto por lo que a su contenido se refiere (en ellos Aristóteles aún acepta la teoría de las Ideas de Platón y otras cuestiones esenciales de su legado filosófico como la defensa de la inmortalidad del alma) como por su forma, pues son diálogos. A pesar de las importantes analogías de estos escritos filosóficos con los diálogos platónicos, pueden detectarse ya algunos rasgos específicamente aristotélicos entre los que destaca en especial el progresivo abandono de la estructura de estos textos en preguntas y respuestas cortas frente al desarrollo de largas y rigurosas demostraciones teóricas.

El peso de la herencia platónica en el pensamiento de Aristóteles es indiscutible, pero es igualmente cierto que de forma progresiva éste se fue separando de los principios filosóficos de su maestro para, desde la crítica, crear su propio sistema filosófico. Las diferencias intelectuales entre Platón y Aristóteles eran ya sobradamente conocidas en la época que ambos compartieron en la Academia, y algunos historiadores han visto en ellas el motivo de que, a la muerte del maestro, el discípulo no fuese designado como su sucesor al frente de la institución filosófica. Sin embargo y teniendo en cuenta que el ejercicio de la crítica no sólo no se rechazaba sino que se alentaba y era bien recibido en la Academia, parece razonable pensar que otras razones pudieron influir en su debatida sucesión.

Aristóteles formaba junto con Espeusipo y Jenócrates el trío de alumnos más aventajados de la Academia, de modo que a la muerte de Platón en el año 347 a. C. los tres eran los más claros candidatos a sucederle. La elección recayó finalmente en Espeusipo, sobrino de Platón, también crítico como Aristóteles con la teoría de las Ideas. Quizá la relación familiar entre ambos pesó en su designación como nuevo director de la Academia, pero en cualquier caso su elección no sorprendió como tampoco lo habría hecho la de cualquiera de los otros dos candidatos. Con la desaparición de Platón y la elección de Espeusipo los alicientes intelectuales de Aristóteles para permanecer en Atenas eran cada vez menos. Además había razones políticas que aconsejaban su salida de la ciudad pues un año antes de la muerte de Platón la ciudad de Olinto había caído en manos del rey macedonio Filipo II que comenzaba a extender su poder por toda la Hélade. Como apunta Tomás Calvo, la esperable «reacción antimacedonia de los atenienses pudo aconsejar a Aristóteles alejarse de Atenas, dados sus viejos vínculos con Macedonia y con el propio Filipo». Así, en el año 347 a. C. Aristóteles, probablemente molesto por la designación de Espeusipo como sucesor de Platón, deseoso de encontrar nuevos estímulos para su labor intelectual y consciente de que por su pasado en la corte de Amintas podía ser sospechoso de simpatizar con el enemigo, salió de Atenas junto con su amigo y compañero Jenócrates para iniciar una época de viajes que habrían de llevarle de vuelta a su origen en Macedonia, y convertirse allí en el maestro del mayor genio político y militar de toda la Antigüedad, Alejandro Magno.

UN FILÓSOFO PARA EDUCAR A UN REY

Decidido a abandonar Atenas, Aristóteles se dirigió a la ciudad de Assos, en la costa de Asia Menor frente a la isla de Lesbos. La tiranía era una de las formas de gobierno personal existentes en la antigua Grecia, y Assos tenía su propio tirano, Hermias, cuyo interés por la filosofía platónica le había llevado a invitar como huéspedes permanentes en su corte a dos miembros de la Academia, Erasto y Corisco, que le habían sido recomendados por el mismo Platón. En palabras del profesor William Keithe Guthrie, «Hermias parecía ser en pequeño el rey filósofo que Platón había buscado en vano en Sicilia», de modo que su vivo interés por hacer de su corte una pequeña Academia le llevó a invitar a incorporarse a ella a Aristóteles y Jenócrates una vez que se hubo enterado de la muerte de su maestro. Durante tres años Aristóteles desarrolló una intensa labor investigadora y docente en compañía de ese pequeño círculo de filósofos platónicos y un grupo reducido de estudiantes, si bien son muy escasas las noticias que se conservan de esta etapa de su vida.

En Assos, Aristóteles contrajo matrimonio con Pitias, hija adoptiva de Hermias con la que tendría una hija llamada como su madre. Aunque nada se sabe de la relación de Aristóteles con Pitias, debió de tratarse de un matrimonio feliz pues, a pesar de que Aristóteles convivió con Herpilis (madre del hijo al que dedicó su conocida Ética a Nicómaco) después de morir Pitias, dejó dispuesto en su testamento que se trajeran los restos de su esposa y se les diera sepultura junto a los suyos. De Assos Aristóteles pasó a Mitilene (en Lesbos) donde continuó trabajando hasta que en el año 343 a. C. fue llamado por Filipo II a Macedonia para que se hiciese cargo de la educación de su hijo, Alejandro Magno, que por entonces contaba trece años.

Tras la guerra del Peloponeso Atenas había cedido a Esparta su papel hegemónico en territorio griego. Sin embargo, el poder de esta polis y sus aliados no logró afirmarse durante mucho tiempo. La guerra de Corinto (394-386 a. C.) sería el primero de una sucesión de conflictos contra la pretendida hegemonía espartana que se vería amenazada por puntuales recuperaciones del poder ateniense y por el ascenso político de Tebas. El constante clima bélico terminó colapsando la capacidad política de las ciudades griegas tanto a título individual como de conjunto, por lo que, como afirma el profesor Alonso Troncoso, «sería el nuevo rey de Macedonia, Filipo II (359-336 a. C.), quien, con clarividencia de gran estadista y un ejército reorganizado, intervendría con mano de hierro en los asuntos interhelénicos y pondría punto final al ciclo histórico de la polis griega como ente soberano y creador de vida internacional». La posibilidad de formar parte de la corte de quien empezaba a revelarse como soberano más poderoso de Grecia unida a la inclinación personal hacia Filipo nacida durante la infancia de ambos, llevaría a Aristóteles a aceptar la propuesta del rey macedonio.

Por otra parte, tanto la aristocracia macedonia como la casa real de los Argéadas, a la que pertenecían Amintas, Filipo y Alejandro Magno, estaban fuertemente helenizadas puesto que la cultura griega constituía la única forma admitida de educación superior en Macedonia. El mecenazgo de poetas y artistas griegos se había convertido en habitual ya en el siglo V a. C., de forma que reclamar la presencia de uno de los más reputados miembros de la Academia de Platón —cuya fidelidad hacia la familia real carecía de toda duda— para educar a un príncipe no era sino un ejercicio de coherencia. Igualmente coherente fue la aceptación de Aristóteles, que como discípulo de Platón compartía con éste el ideal del rey-filósofo y, en consecuencia, la importancia de la formación filosófica de los príncipes. La oferta de Filipo de alguna manera abría a Aristóteles la posibilidad de llevar a cabo uno de sus sueños intelectuales: encargado de la educación de Alejandro Magno podría formar el espíritu y el intelecto del futuro rey de Macedonia y hacer de él un hombre sabio (filósofo) que como político gobernase rectamente. Filosofía, política, realidad y praxis eran para Aristóteles partes de un todo único e indivisible.

A juzgar por la titánica labor política de Alejandro Magno, que como monarca de Macedonia llegó a crear el mayor imperio de toda la Antigüedad, la formación recibida de Aristóteles no pudo ser mejor. El papel desempeñado por éste como preceptor y consejero fue sin duda determinante en la conformación del carácter y mentalidad del príncipe, pero a decir verdad, desde el punto de vista político, los ideales del maestro poco tuvieron que ver con los del discípulo. Como indica Tomás Calvo, «la teoría política de Aristóteles continuaba aferrada a la ciudad-estado tradicional como institución política fundamental y como punto esencial de referencia. Los proyectos y las realizaciones político-militares de Alejandro, por el contrario, se dirigieron a la formación de un vasto imperio panhelénico dentro del cual aquellas pequeñas ciudades-estado perderían definitivamente su significación y protagonismo políticos». En cualquier caso, Aristóteles desempeñó de forma inmejorable su labor como maestro de un príncipe, e incluso llegó a escribir para su pupilo una de sus obras, el tratado De Monarchia, que a juicio del profesor José Alsina «hay razones para suponer que fue escrito a la subida al trono de su joven pupilo, lo que supone, por otra parte, que este tratado (donde el filósofo informaba a los griegos del espíritu en el que había educado al monarca) sería el norte y guía que Alejandro se proponía adoptar durante su reinado».

La muerte de Filipo II hacia el año 335 a. C. y su sucesión en el trono de Macedonia por Alejandro Magno supusieron el fin de la tarea como tutor de Aristóteles, quien, contando con la protección del poderoso monarca, decidió regresar a Atenas. Tenía cuarenta y nueve años, una larga experiencia y unas ideas filosóficas propias claras. Como su maestro Platón, sólo le restaba fundar una institución en la que poder consagrar a ellas el resto de su vida, y eso fue precisamente lo que hizo mediante la creación del Liceo.

EL LICEO Y LA PLENITUD COMO MAESTRO

Aristóteles regresó a Atenas en el año 335 a. C. con la intención de establecerse allí definitivamente. Había estado ausente de la ciudad casi trece años, pero Atenas continuaba siendo el centro cultural por antonomasia de toda Grecia. Disponía de medios materiales suficientes para hacer lo que quisiera pues, además de su fortuna personal, su trabajo como preceptor de Alejandro le había reportado importantes beneficios. Además gozaba de prestigio intelectual ya que no en vano había sido uno de los más destacados miembros de la Academia de Platón —todavía en funcionamiento pero bajo la dirección de su amigo Jenócrates, que había sustituido a Espeusipo tras su muerte— y su capacidad le había valido la elección como maestro de quien, ante el asombro de sus contemporáneos, comenzaba a revelarse como el mayor estratega y político de todos los tiempos. Con ese bagaje y deseoso de crear una institución formativa en la que desarrollar plenamente su actividad como filósofo, Aristóteles fundó en Atenas un nuevo centro de investigación y docencia, el Liceo, cuya trascendencia terminaría motivando que aún hoy nos refiramos a algunos reputados centros educativos con ese nombre.

La escuela fundada por Aristóteles se ubicó en un recinto extramuros de Atenas en el que había un santuario consagrado a Apolo Liceo, probablemente en el lugar donde se encuentra la actual plaza Syntagma (o de la Constitución). La proximidad a dicho recinto sería la causa de su denominación como Liceo, al igual que en el caso de la Academia platónica, pues su cercanía a un santuario consagrado al héroe Academo había determinado su nombre. El Liceo también fue conocido con el nombre de Peripato (con frecuencia los libros de historia de la filosofía se refieren a ella como Escuela Peripatética de Atenas) y aunque tradicionalmente suele considerarse que el sobrenombre derivó de la costumbre de Aristóteles de impartir sus clases paseando (el significado del verbo griego peripatéô es pasear), la mayor parte de autores coinciden en señalar que en realidad se debió a que maestro y discípulos solían situarse para recibir las enseñanzas del primero en un peripatos o paseo cubierto que había en el recinto. Además del peripatos, Aristóteles hizo instalar en uno de los edificios del santuario una magnífica biblioteca —la primera en la historia según Estrabón— para la que pudo contar con ayuda de Alejandro Magno.

El Liceo era en muchos sentidos una institución similar a la Academia, especialmente por lo que a su organización se refiere. A diferencia de la Escuela de Isócrates y al igual que la Academia de Platón, el Liceo era antes que una institución jerárquica una suerte de comunidad de amantes de la actividad intelectual. En palabras del profesor Alsina, «no se trataba de una mera asociación de alumnos y un maestro sino que su organización era mucho más complicada. Como director de la escuela (escolarca) era de hecho Aristóteles una especie de primus inter pares [primero entre iguales]. Su cargo de escolarca era, digamos, en cierto modo, accidental, y tenía una serie de deberes de docencia e investigación similares a los que podían tener otros profesores como Teofrasto, Eudemo, Dicearco o Aristóxeno de Tarento. (…) El hecho cierto es que el Liceo fue fundado con una decidida voluntad de investigación en equipo, lo cual es muy moderno». La división de funciones entre los miembros del Liceo venía determinada por su mayor o menor grado de formación, de modo que los veteranos (presbýteroi) se encargaban de las tareas docentes y la dirección de la investigación y los neófitos (neanískoi) recibían clases y trabajaban bajo la supervisión de los primeros. Sin embargo, la permanencia de unos y otros en la institución era completamente voluntaria, sin que mediase ningún tipo de contrato que les obligase a formar parte de ella por un tiempo ni a de sempe ñar funciones concretas. Asimismo, como en el caso de la Academia, los integrantes del Liceo no estaban obligados a guardar secreto sobre las enseñanzas en él impartidas, como sí debían hacerlo en cambio quienes formaban parte de las comunidades de estudio pitagóricas. Los principales discípulos y colaboradores de Aristóteles en el Liceo fueron: Teofrasto, Eudemo, Menón, Diocles, Aristóxeno, Dicearco y Heráclides Póntico.

Desde el punto de vista de la orientación filosófica e intelectual, el Liceo presentaba importantes diferencias con la Academia platónica, pues los vastos planes de investigación y estudio diseñados en él por Aristóteles tuvieron un carácter que hoy tildaríamos de claramente científico. El quehacer académico de los miembros del Liceo abarcaba una gran variedad de disciplinas, pero Aristóteles dio a su vasto programa de estudios un marcado giro hacia aquellas basadas en la observación y la experimentación. Esto no quiere decir que el cultivo de la filosofía quedase relegado, sino que la propia actividad filosófica (búsqueda del conocimiento) se concebía en unos términos prácticos radicalmente distintos de los planteamientos platónicos que vinculaban el conocimiento a una realidad ajena a la terrenal, la del mundo de las Ideas. Como ha indicado el profesor Guthrie, «la filosofía, según le parecía [a Aristóteles], era un intento de explicar el mundo natural, y si no logra hacerlo, o sólo consigue explicarlo mediante un mundo misterioso y trascendental de prototipos (…) hay que pensar que ha fracasado». La vocación «científica» de la actividad del Liceo también encontraría reflejo en los escritos en que se recogieron sus trabajos y así, frente a los diálogos platónicos de evidentes pretensiones artísticas y estilísticas, la literatura peripatética renunció a éstas en aras de un estilo conciso y exacto.

Durante los doce años que Aristóteles estuvo al frente del Liceo desarrolló una actividad intelectual ingente que daría como fruto, por una parte, los escritos de carácter científico y filosófico que recogen su pensamiento, los denominados Corpus aristotelicum, y por otra, una serie de grandes colecciones y proyectos de investigación dirigidos por él o realizados —en colaboración o en solitario— por miembros aventajados del Liceo. Los escritos de Aristóteles que conforman lo que hoy consideramos el grueso de su legado filosófico abarcan los campos de la lógica, la física, la biología, la metafísica (o filosofía primera, que es como entonces se denominaba), la ética, la política, la retórica y la poética. Aunque el pensamiento de Aristóteles se ocupó de todas estas materias, su actividad preferente en el Liceo se centró en los campos de la zoología y la biología hasta el punto que, como recuerda José Alsina, «si Aristóteles no es el inventor del término “biología”, sí es, empero, en rigor, el creador de este campo científico». Efectivamente, Aristóteles hizo grandes aportaciones en anatomía, embriología y genética a partir de la simple observación de los seres vivos, llegando a formular una clasificación taxonómica de éstos que perduró hasta Linneo. Al mismo tiempo, su preocupación por hacer de todas las facetas del saber un corpus coherente le llevó a establecer una clasificación de las ciencias en «teoréticas» (matemáticas, física, teología y metafísica, de carácter contemplativo), «prácticas» (ética y política, volcadas a la consecución del bien como fin de la acción) y «poiéticas» (poética y retórica, creadoras de las condiciones de producción de la belleza), que pervivió durante siglos.

La actividad de Aristóteles al frente del Liceo discurrió plácidamente hasta que en el año 323 a. C. un hecho cambiaría su situación. La muerte de Alejandro Magno, que había sometido bajo su poder a todos los pueblos que encontró a su paso desde Grecia hasta el Indo y desde Egipto hasta Asia central, desencadenó una reacción antimacedónica en buena parte de dicho imperio, y sobre todo en Atenas. La relación de Aristóteles con Alejandro rápidamente le convirtió en un posible objetivo de las iras atenienses, de modo que tuvo que abandonar la ciudad para proteger su propia vida. Según Diógenes Laercio, fue amenazado con una acusación por impiedad, y ante la posibilidad de que volviese a repetirse con él la historia de Sócrates, Aristóteles abandonó Atenas advirtiendo a sus habitantes: «No permitiré que pequéis por segunda vez contra la filosofía». Sea cierta o no la anécdota recogida por Laercio, la verdad es que ante la situación política Aristóteles dejó Atenas para refugiarse en unas propiedades que poseía en Calcis, en la isla de Eubea, donde finalmente murió un año más tarde. Tenía setenta y dos años y había consagrado su vida a la búsqueda del conocimiento. Su obra abarcaba todas las disciplinas del saber y lo hacía con una profundidad y eficacia difícilmente comparables. Si en vida su reputación fue equiparable a la de su maestro Platón, los siglos venideros, al igual que harían con éste, le conducirían a la inmortalidad.

EL LEGADO HISTÓRICO DEL ARISTOTELISMO

Tras la muerte de Aristóteles su compañero y amigo Teofrasto asumió la dirección del Liceo que, como institución educativa e investigadora, continuó abierta durante siglos. Sin embargo, la orientación filosófica del Liceo comenzó a sufrir ciertas modificaciones motivadas tanto por el propio carácter de la obra de su fundador como por las circunstancias culturales del momento. Como apunta el filósofo Tomás Calvo, «la obra escrita de Aristóteles presentaba, en efecto, dos caras como el dios Jano. Una de estas caras estaba constituida por los escritos exotéricos, los diálogos tempranos marcadamente platónicos tanto en su contenido como en su forma. (…) La otra cara se manifestaba en los tratados más marcadamente orientados hacia la ciencia natural y la observación empírica». La mayor parte de los discípulos del Liceo posteriores a Aristóteles dirigieron su interés hacia los escritos platonizantes de éste, de modo que en la Antigüedad la obra de Aristóteles se conoció y popularizó a partir de los citados escritos exotéricos. Por otra parte, el surgimiento de la escuela filosófica epicúrea, característica de la época helenística, favoreció el acercamiento de posturas entre las escuelas estoica, platónica y aristotélica en contra de la primera y, en consecuencia, un proceso de sincretismo entre ellas.

El interés por los escritos platónicos de Aristóteles supuso que su aportación más personal, la que constituía el Corpus aristotelicum que se custodiaba en su biblioteca ya que, a diferencia de los primeros, no había sido publicado, pasase a un segundo plano. Ello unido a los avatares sufridos por la biblioteca de Aristóteles tras su muerte terminaría determinando la pérdida del Corpus aristotelicum hasta que a finales del siglo I a. C. fue recuperado y editado por Andrónico de Rodas. A partir de la labor de este último comenzaron a florecer los comentaristas de la obra de Aristóteles, pero el surgimiento de una fuerte corriente neoplatónica ya en el siglo III d. C. acabaría motivando que la transmisión del pensamiento aristotélico se realizase bajo el prisma del neoplatonismo y, una vez más, se centrase en sus primeros escritos. Las corrientes neoplatónicas que habían surgido en Oriente fueron penetrando de modo paulatino en el Occidente latino de suerte que, en los primeros siglos del cristianismo, los llamados Padres de la Iglesia configuraron un pensamiento cristiano de fortísimo cuño platónico, labor que san Agustín llevaría a su culminación en el siglo IV. Mientras, la filosofía propiamente aristotélica permanecía prácticamente desconocida para Occidente.

Sin embargo, el aristotelismo terminaría por irrumpir en el pensamiento cristiano medieval con una fuerza imparable. El Corpus aristotelicum seguía vivo en Grecia y de allí pasó a Persia cuando en el 529 Justiniano cerró la Universidad de Atenas, pues los estudiosos griegos se dirigieron a la entonces culturalmente pujante Persia llevando con ellos la tradición filosófica griega. La expansión vertiginosa del islam a partir del siglo VII terminaría siendo la responsable de la recuperación del legado aristotélico en Occidente ya que la conquista musulmana de Persia permitió la traducción al árabe de las grandes obras del pensamiento griego. A partir de ahí, las importantísimas escuelas de traductores árabes ubicadas durante la Edad Media en Toledo, Salerno y Sicilia recogerían dichas obras para ofrecer traducciones al latín. Entre los traductores árabes destacaría especialmente la figura del cordobés Averroes, en el siglo XII, que se convirtió en uno de los más destacados comentaristas de las obras de Aristóteles. Así, como afirma Tomás Calvo, «Averroes transmitía un aristotelismo directo y puro, no contaminado de platonismo», que se intr

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