Cómo cambiar tu vida con Sorolla

César Suárez

Fragmento

cap-1

1
Cómo sobrevivir a la Belle Époque

La fina lluvia primaveral de París se convirtió en un aguacero la madrugada del 1 de junio de 1885. Miles de personas aguantaron el chaparrón para asegurarse un buen sitio ante el paso del cortejo fúnebre. Otros alquilaron sillas en balcones para tener una posición privilegiada. Tras seis discursos, la procesión comenzó a rodar. A las principales figuras de la política y las artes de Francia se unieron decenas de embajadores y mandatarios de otros países. Varias bandas de música siguieron el cortejo acompañadas de unos muchachos con vestimentas griegas que habían velado el féretro por turnos bajo el Arco de Triunfo. El monumento se había adornado con un gigantesco crespón negro. El catafalco estaba custodiado por un cuerpo de coraceros a caballo.

La multitud se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta el Panteón. Algunos fueron aplastados por la muchedumbre en su intento de ganar una mejor posición. Miles de parisinos querían despedir al «primer escritor de Francia». Otros celebraban el tumulto sin que les importara el motivo. Victor Hugo había muerto. En su testamento dejó su voluntad de ser conducido al cementerio en el coche fúnebre de los pobres, y así se hizo. Rechazó las oraciones de todas las iglesias y pidió una plegaria a todos los vivos. «Creo en Dios», concluyó.

—¿A qué se debe todo este jaleo? —preguntó Sorolla, que estaba allí, a su amigo Pedro Gil.

—Van a enterrar a Victor Hugo en el Panteón —contestó Pedro—. Aquí le adoran. ¿No has visto el retrato mortuorio de Nadar en los periódicos? Según he leído, Hugo dijo: «Veo una luz negra», y después exhaló el último suspiro.

—¿Crees que será así? —continuó Sorolla.

—¿El qué?

—El final, como una luz negra. Yo preferiría una claridad...

—¡Qué cosas dices, Joaquín! Anda, vamos a almorzar, que nos espera mi madre.

Sorolla había llegado a París hacía unas semanas, en abril de 1885, y aún estaba algo aturdido por la efervescencia de la ciudad. Tenía veintidós años. Había conocido a Pedro Gil en enero en Roma, donde este pasaba los inviernos. Gil, que pertenecía a una familia de banqueros, se dedicaba a administrar su patrimonio y a pintar, pero era bastante mejor detectando talentos ajenos que luciendo el propio. Enseguida se dio cuenta de las facultades de su nuevo amigo para la pintura. Sorolla acababa de descubrir el epicentro del mundo, donde abriría por primera vez los ojos al incipiente nacimiento de la pintura moderna.

De camino al almuerzo con su madre, Pedro Gil, que poseía una cultura tan refinada como su agenda de contactos aristocráticos, le habló a su amigo de Victor Hugo. Si iba a pasar una temporada en París, era imprescindible saberlo todo del hombre más idolatrado de Francia. Le dijo que los franceses consideraban al escritor un héroe de la República, aunque en realidad fuera más agasajado que leído; que defendía a los desfavorecidos; y que había vivido durante dos años en Madrid, entre los nueve y los once, ya que su padre fue oficial de las tropas napoleónicas, y por eso hablaba español y poseía algunos grabados de Goya. Cuando cumplió ochenta y tres años, tres meses antes de morir, más de seiscientos mil parisinos desfilaron por delante de su residencia en el número 124 de la avenida que llevaba su mismo nombre.

—Además, he oído que también pintaba, aunque era reacio a mostrar en público sus dibujos y los regalaba a amigos y familiares —dijo Pedro—. Hemos llegado.

Sorolla está impresionado por el hormigueo de gente en las calles. Le gustan los bulevares por su cadencia de luces. Prefiere pintarlos al anochecer, bajo las tenues lámparas de gas. Esta luz del norte le parece fría. Trabaja de manera vertiginosa, haciendo estudios por el día en su taller y tomando apuntes a lápiz de todo lo que ve. Le llama la atención la piedra caliza de los nuevos edificios, que varía su tono del amarillo crema al gris ceniza; los ómnibus tirados por caballos; el intenso tráfico de bateaux y gabarras de colores brillantes en el Sena; los vestidos sin corsé y las mangas abullonadas de las señoras; los adornos de encajes de las enaguas que se vislumbran cuando alguna dama se remanga la falda con la mano para cruzar la calle; los velocípedos con las dos ruedas de igual tamaño; los carteles de los teatros y cabarets; el bullicio de los cafés a cualquier hora del día o de la noche; las conversaciones de los artistas y literatos en los salones; los circos asentados en la colina de Montmartre, donde se está construyendo una ambiciosa basílica; las carreras de caballos en el Bois de Boulogne. París es un escenario y «el pintor de la vida moderna debe captar las imágenes fugaces de la ciudad contemporánea», según Baudelaire.

Aunque a Sorolla le asombra el ambiente artístico de París, no se deja seducir por su hedonismo. Ese hervidero de energías que anuncia la modernidad le entretiene, pero no le cautiva. En todo espectáculo hay cierta impostura con la que él no se identifica. De hecho, desprecia toda esa teatralidad. Siente curiosidad por la multitud, pero prefiere la intimidad. Y, por encima de todo, está decidido a aprovechar el tiempo al máximo. Ver y aprender. Con su amigo Pedro, visita los museos y el Salón de París, donde no están esos a los que llaman impresionistas, que exponen por su cuenta. Sus vivencias de la primavera al otoño de 1885 en París determinan la senda que tomará su arte. En Roma no encontró lo que buscaba, pero su estudio de los maestros italianos le ayudará a vislumbrar que su sitio no está en la pintura académica. Intuye que tiene que encontrar su propio camino, y las pistas están en París.

¿Qué más cosas están pasando en ese París con fama de desenfrenado cuando llega Sorolla? Imaginemos un gran escenario por donde van desfilando estos personajes: Rodin se encuentra con Camille Claudel, la invita a subir a su taller y no tarda en convertirla en su musa y amante. Ella admira el molde del busto de Victor Hugo que más tarde Rodin usará como modelo para esculpir su monumento al escritor; Theo van Gogh recibe en su apartamento el cuadro Los comedores de patatas que le envía su hermano Vincent; un niño de nueve años llamado Joseph Meister es mordido por un perro rabioso, el químico Louis Pasteur le inocula la vacuna que acaba de investigar y cura la rabia por primera vez en un ser humano; Paul Verlaine ensalza a Rimbaud y Mallarmé en Los poetas malditos y poco después pasa una temporada en la cárcel por intentar estrangular a su madre; Jules Massenet estrena El Cid en el renovado Teatro de la Ópera; el arquitecto Viollet-le-Duc termina la monumental Estatua de la Libertad, con un armazón de acero construido por Eiffel, que al año siguiente se envía en piezas para su ensamblaje y construcción en la isla de Bedloe de la bahía de Nueva York; la actriz Sarah Bernhardt, que acaba de triunfar con La dama de las camelias en su teatro de la Porte Saint-Martin, lee con mucho interés un artículo de un médico austríaco llamado Sigmund Freud sobre el uso de la cocaína como estimulante y analgésico; en el Salón de París se exponen por primera vez al público las dos primeras obras de Henri Rousseau, pero algunos espectadores se indignan y acuchillan los cuadros, por lo que hay que retirarlos e instalarlos con los refusés (los rechazados); Mallarmé se presenta a sí mismo por carta a su amigo Verlaine. Sus líneas son una perfecta descripción de la bohemia en París: «He ahí toda mi vida despojada de anécdotas al revés de lo que desde hace tanto tiempo han repetido los grandes periódicos, donde yo he pasado siempre por muy extraño: escruto y no veo otra cosa, las preocupaciones cotidianas, las alegrías, los duelos de interior exceptuados. Algunas apariciones por todas partes donde se monta un ballet, donde se toca el órgano, mis pasiones de arte casi contradictorias pero donde el sentido estallará y es todo. Olvidaba mis fugas, al borde del Sena y en el bosque de Fontainebleau, en el mismo lugar desde hace años: allí aparezco completamente distinto, enamorado únicamente de la navegación fluvial. Honro al río, que deja hundirse en su agua jornadas enteras sin que se tenga la impresión de haberlas perdido, ni una sombra de remordimiento. Simple paseante en botes de caoba, pero velero con furia, muy orgullosos de su flotilla»; Émile Zola publica Germinal, donde vaticina: «Toda la industria y todo el comercio acabarán por no ser más que un inmenso bazar único, donde la gente podrá proveerse de todo»; el impresionista Pierre-Auguste Renoir paga al médico que asiste el parto de su hijo mayor, Pierre, pintando flores en las paredes de su apartamento; el ingeniero Gustave Eiffel busca inversores para levantar una torre metálica de trescientos metros, que finalmente se empezará a construir en el Campo de Marte dos años más tarde; Maupassant vende treinta y siete ediciones en cuatro meses de la historia de un joven seductor que llega a París con los bolsillos vacíos, pero sin escrúpulos para enriquecerse. «París está podrida de dinero», dice. La novela se titula Bel-Ami; Toulouse-Lautrec se muda a Montmartre y da rienda suelta a su bohemia. Es vecino del introvertido Degas; al músico Erik Satie vuelven a aceptarle en el conservatorio. Le habían expulsado por falta de talento; la Unión de Mujeres Pintoras y Escultoras organiza una exposición póstuma de Marie Bashkirtseff, fallecida poco antes de cumplir los veintiséis años. Tres años después de su muerte se publica su diario íntimo, que se convierte en el libro más leído de Francia. «Ya verán que digo todo. Una vida hasta en los más mínimos detalles, una mujer en su totalidad, con todos sus pensamientos, sus esperanzas, decepciones, vilezas, encantos, miserias, quebrantos y alegrías», escribe en el prólogo; Joris-Karl Huysmans triunfa con À rebours, la historia de un dandi aburrido inspirado en el conde Robert de Montesquiou, un personaje que servirá de modelo para el barón de Charlus en En busca del tiempo perdido, de Proust. À rebours es también el libro que conduce a la corrupción al Dorian Gray de Oscar Wilde; Paul Gauguin se traslada de Copenhague a París e intenta ganarse la vida, pero no vende ni un cuadro. Para subsistir, acepta cualquier empleo. Empieza a rondarle la idea de huir a la Polinesia. No encuentra su sitio entre los impresionistas. Monet le llama «pintamonas»; a Berthe Morisot se le ocurre reunir en una cena a sus amigos impresionistas y el evento se convierte en costumbre. Renoir, Degas, Mallarmé y Manet son habituales; la morgue de París, donde se exponen al público los cadáveres en vitrinas de cristal, es el espectáculo más concurrido de la ciudad.

Rafael Doménech, el primer biógrafo de Sorolla, recuerda los radicales juicios y entusiasmos del pintor por las obras de los viejos maestros. Las agrupa en dos grandes series. A un lado, los que han seguido la tendencia naturalista, sin más preocupación que la de pintar la naturaleza y reflejar la vida; al otro, «los que miran el arte desde puntos de vista estéticos diferentes». Sorolla se interesa especialmente por los segundos. En sus visitas al Louvre, elogia a los maestros holandeses del XVII —le impacta El buey desollado, de Rembrandt—, pero los italianos y los franceses no le impresionan. Una mañana, acude con Pedro Gil al Hotel de Chimay, una lujosa residencia que dos años antes se ha convertido en una extensión de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Allí tiene una revelación. Se exponen doscientas telas y cien dibujos de Jules Bastien-Lepage, un artista que ha muerto en diciembre del año anterior, a los treinta y seis años. Tiempo después, en una entrevista en la que repasa sus viajes a París, Sorolla confiesa: «Había visto mucho a Lepage, y su modo de hacer era algo mío».

Bastien-Lepage era de un pequeño pueblo de la región de Lorena —que cuando él nació aún era francesa—, sus padres tenían una granja y a él le gustaba pintar. Para empezar una carrera como pintor había que viajar a París. Con el esfuerzo de toda la familia, incluido su abuelo, que renuncia a las monedas de su pensión destinadas al tabaco para ayudar al nieto, consigue entrar en el taller de Alexandre Cabanel —un celebrado pintor de la vieja escuela— y después ingresar en la Escuela de Bellas Artes. En 1870 se alista en el ejército y combate a los prusianos como francotirador, pero no puede evitar que la granja de sus padres quede del lado alemán al final de la guerra. En los últimos años de su vida comienza a pintar a los campesinos de su pueblo y adquiere fama, sobre todo entre los jóvenes. Retrata a Sarah Bernhardt —al verlo, Sorolla anota en el catálogo de la exposición: «colosal»—, al crítico de arte Albert Wolff, al príncipe de Gales y a su propio abuelo. Cuando empieza a hacer fortuna, unos violentos dolores en los riñones y el estómago le dejan cada vez más débil. Se somete a un tratamiento contra el cáncer, que no funciona. Los últimos días de su vida acude cada mañana, ayudado por su hermano Émile, que tiene que sostenerle para que pueda caminar, a casa de su amiga la pintora Marie Bashkirtseff, también enferma, enamorada en secreto de Jules. Mueren con cuarenta días de diferencia, al final de 1884. En mayo, ella había anotado en su diario: «El amor hace parecer al mundo tal como debería ser si yo fuese Dios».

Bastien-Lepage recoge el realismo campestre de Millet, la audacia de la luz al aire libre de los impresionistas y el nuevo enfoque que el desarrollo de la fotografía pone de moda, sin olvidar la exactitud del detalle que exigía la academia. Este «modo de hacer» que Sorolla siente como suyo le hace ver que él también puede convertirse en un artista internacional, como ambiciona, sin renunciar a sus raíces mediterráneas.

Otro descubrimiento que alumbra el camino de Sorolla en su primera visita a París es el del alemán Adolph Menzel, cuya obra ve en el Pavillon de la Ville de Paris, en las Tullerías. Por entonces, Menzel, con setenta años, era ya un pintor consagrado, «el mayor maestro vivo», según Degas, aunque menor en estatura —apenas alcanzaba el metro cuarenta, probable causa de su mordaz comportamiento cuando estaba en sociedad—. «No es más alto que la bota de un coracero, engalanado con colgantes y órdenes, no falta a una sola de las fiestas, moviéndose entre todos estos personajes como un gnomo y como el mayor enfant terrible para el cronista», escribió el poeta Jules Laforgue. Estaba totalmente absorbido por su dedicación a la pintura. Dibujaba como un poseso escenas de la historia de Alemania, que posteriormente Hitler se quiso apropiar para su propaganda. Cuando Sorolla conoce su obra, Menzel ya había comenzado a soltar su hasta entonces exhaustiva pincelada realista en cuadros como La fundición (1875) o En el jardín de la cerveza (1883).

Años después, en su siguiente viaje a París con motivo de la Exposición Universal de 1889, Sorolla tiene su tercera revelación pictórica cuando descubre a los pintores nórdicos, principalmente a Anders Zorn. El sueco era solo tres años mayor que Sorolla y vivió, como él, sesenta años. Su madre era una campesina y su padre un cervecero alemán al que no conoció. Se casó con una rica heredera conectada con los círculos artísticos suecos. La clase alta parisina y europea suspiraba por un retrato suyo. En Estados Unidos pintó a tres presidentes: Cleveland, Taft —a quien también retrató Sorolla— y Roosevelt. Cada cierto tiempo viajaba a Madrid para ver la obra de Velázquez. Sorolla admiraba de él su destreza para mostrar los reflejos del agua, la sensualidad de sus desnudos femeninos y las magníficas escenas de folclore sueco que pintó en su última etapa, como puede apreciarse en Baile de la noche de San Juan.

A lo largo de los años siguientes, Sorolla visita París varias veces más, solo o en compañía de Clotilde, su mujer, de quien le cuesta alejarse —«algo contrariado estoy de que no estés conmigo por muchas cosas, no me pasará más»—. Si es posible, se queda un mes. Si no, acude por unos días para recoger un premio y visitar a amigos o pintar algún retrato de encargo. «Tengo necesidad de visitar París para ver arte moderno bueno —escribe—, pues en Madrid nada se hace de lo que me interese estudiar». Su objetivo es empaparse de lo que se está haciendo y a la vez relacionarse con el círculo artístico al que le van bien las cosas.

Así, Sorolla experimenta de primera mano el comienzo de la «vida moderna» y envía cada año sus obras al Salón de París, donde enseguida causa sensación. Sus primeros éxitos son El beso de la reliquia, La vuelta de la pesca, Cosiendo la vela, Triste herencia, El baño... Está decidido a triunfar allí y convertirse en un pintor cosmopolita, hacer fortuna como los artistas a los que admira. «Ya te contaré mis visitas —escribe a Clotilde—, viven como príncipes estos pintores... ¡Parece un sueño!». Le disgusta la bohemia y, además, tiene una familia a la que mantener. El pintor es recto en estos asuntos. Su ambición es tener una casa «tan bien puesta» y un estudio «con una colección de preciosidades» como el pintor Léon Bonnat, presidente del Salón y autor del retrato de Victor Hugo que está en Versalles, con quien traba amistad.

Sorolla es capaz de subirse a la ola de la modernidad sin dejarse arrastrar por ella. Por todas partes hay espectáculos que no le suscitan el interés suficiente como para robarle tiempo a su pintura. Los primeros automóviles Renault de finales de siglo conviven con los caballos. Se mezcla lo viejo y lo nuevo. Cuando no tiene algún compromiso, se acuesta pronto. «Con esto cierro mi carta, pues son las diez y media y estoy cansado —escribe a Clotilde—, fue un lunes bien aprovechado, veremos el martes». Tampoco siente devoción por el progreso ni por el frenesí de la atmósfera que se respira en París. Aunque admite: «Aquí la tentación es mucha».

No le sorprende el nuevo invento de la luz eléctrica que se extiende por los bulevares y se instala en las mejores casas —o al menos no lo menciona en sus cartas a Clotilde—. Ni parece interesado en los Juegos Olímpicos de 1900, y eso que hubo exhibiciones de globos, carreras de sacos y concursos de palomas mensajeras. No se fija especialmente en el tranvía eléctrico, ni en el metro, ni en el Moulin Rouge, el Folies Bergère o Le Mirliton, ni en los camareros en huelga que reivindican su derecho a llevar barba; ni en las sesiones de piano de Satie en el Chat Noir; ni siquiera en las extravagancias de Sarah Bernhardt.

Cuando recorre la exuberante Exposición Universal de 1900, le comenta a Clotilde que le resultó algo «pesadilla» porque «el afán de novedades hace que tenga mucho de ridículo». Para dicha feria, la más grande que se había realizado hasta la fecha, se construyó el puente de Alejandro III, dos pabellones para exposiciones de arte —el Petit Palais y el Grand Palais—, la Estación d’Orsay, una noria gigante, una «calle móvil» circular de cuatro kilómetros para facilitar el movimiento de los visitantes y una galería donde los hermanos Lumière proyectaron sus películas de veinticinco minutos, entre otras «novedades» que a Sorolla le cansaron.

Otra muestra de que Sorolla prefería ver París de lejos son estas líneas que le escribe a Pedro Gil desde Jávea, su paraíso mediterráneo, donde en verano pinta lo que en la primavera siguiente envía al Salón:

Es tal el silencio, la paz que hay aquí que, excepción de vosotros, de París solo recuerdo que es una olla de grillos y que nuestros colegas pierden su tiempo y que no es para mis gustos ese traqueteo superficial y glotón, mezcla de grandes miserias y grandes locuras, que si bien tienen su lado artístico, es a costa de dejar el que lo pinta algo en el camino, mientras que aquí, aun con tanta miseria, lo que recoge es salud, pues el sol todo lo embellece y purifica...

Nuestro pintor lo tenía claro, y no era hombre de decir cumplidos.

En sus visitas a París, no hay día en que Sorolla no acuda a alguna exposición para «estudiar» a sus contemporáneos. También se reserva un rato para pasear por las grandiosas Galerías Lafayette y comprarle vestidos a su mujer. Está al tanto de las recientes adquisiciones del Museo de Luxemburgo, donde el Estado exhibe las obras de artistas nuevos. Se da cuenta de que es posible estar en París sin vivir allí. Quizá sin saberlo, encaja en la definición que Baudelaire hizo del gran artista, «el que unirá, a la condición exigida de la ingenuidad, un máximo de romanticismo posible». Y por romanticismo Baudelaire se refería a modernidad, es decir, «intimidad, espiritualidad, color y aspiración al infinito». Aunque para Sorolla ser considerado «moderno» era lo de menos, mientras lograse un sitio entre los mejores.

El asalto de Sorolla al olimpo de las artes no es casual. Ha estudiado el éxito de Sargent, Whistler, Boldini, y sabe que es posible triunfar con un estilo propio, atraer la admiración del público y ganar fama y dinero. Por eso planifica con detenimiento su participación en cada muestra a la que se presenta. Se da cuenta de que la pintura de «denuncia social» está de moda y es del gusto del jurado. El pintor naturalista José Jiménez Aranda, a quien Sorolla estima, le aconseja seguir esta tendencia. En un vagón de tercera abandonado en el puerto de Valencia pinta ¡Otra Margarita! (1892), que parece inspirado por la joven del Fausto de Goethe que, abandonada por su amante, ahoga a su bebé. En el cuadro de Sorolla, la joven es conducida a la cárcel por una pareja de guardias civiles. Aunque confiesa que el resultado no le convence, la pintura cumple su objetivo y causa sensación. «Puedo y debo hacer algo más que yo procuraré, y que ya me requema la sangre no haber empezado», le dice a Clotilde.

A estas alturas, es probable que el lector se pregunte dónde están los impresionistas que revolucionaron París por aquellos años. Ha llegado el momento de encarar el asunto. Para empezar, a Sorolla le parece una pérdida de tiempo esa dinámica del artista bohemio que llega al café a la una de la tarde, comenta los chismes de los periódicos y las nuevas teorías del arte, discute con sus colegas sobre cómo conseguir algo de dinero, se va a cenar a las siete y regresa a las ocho para seguir conversando hasta la madrugada mientras intenta sablear alguna copa de coñac o absenta. Por otro lado, como supuestamente no se molesta en conocerlos, queda de alguna manera liberado de su influencia, que hoy nos parece omnipresente, pero que en su época no fue tan generalizada como podemos pensar. Recordemos que hasta 1897 ninguna obra considerada impresionista había sido colgada en un museo, aunque el movimiento llevaba más de veinte años de existencia.

«Alguna vez, cuando habla, demuestra simpatías por el impresionismo; pintando, nunca», dijo el crítico Alejandro Saint-Aubin. Esta frase sería cierta si alterásemos el orden de las palabras. Puede que Sorolla no demostrase ninguna simpatía hacia los impresionistas —aunque maestros como Monet alabasen su «soberbio dominio de la alegría de la luz»—, pero en su pintura, quizá de manera «natural», acogía formas de hacer del impresionismo. A Sorolla no le interesaba la etiqueta de impresionista, entonces menos prestigiosa y menos remunerada que la de otros artistas que, aunque innovasen, se cuidaban mucho de romper con las normas académicas y los lugares a los que la conservadora burguesía les daba acceso.

Según la siempre particular opinión de Pío Baroja, nuestro pintor creía «que la principal posibilidad de la pintura moderna era el impresionismo; pero Sorolla desviaba el impresionismo para hacerlo práctico y comercial». Lo leemos en su Galería de tipos de la época, donde con su bilis habitual escribe: «A mí me dijo un día: “Esta pintura que hago yo me ha hecho rico, y si ahora sintiera veleidades de evolucionar, no evolucionaría”».

Por aclarar el asunto, hagamos el ejercicio de imaginar qué pasaría si pudiésemos preguntar hoy al mismo Sorolla. Esta sería su posible respuesta:

Una vez leí en un catálogo de obras de Manet de 1884 escrito por Zola que la luz y solo la luz es la que pone cada objeto en su término, pues ella es la vida de toda escena reproducida por la pintura. Ese comentario me parece muy acertado y tiene que ver con mi pintura, desde luego. Donde hay luz, hay verdad. A mí de los impresionistas me gusta mucho Degas por lo instantáneo de su pintura y por su percepción de la gracia humana de las cosas, aunque bien podría defender que Degas, a quien conocí a través de Bonnat, no era un impresionista. Como a ellos, me gusta pintar al aire libre, la pincelada suelta y rota, el color... ¡Pero no el color porque sí! Si ustedes aprecian más color en mi pintura es porque llegó un momento en que me parecía que con la luz gris de París mis cuadros desmerecían mucho, por eso subí los colores. Ahora bien, no comulgo con el desprecio por el dibujo y la falta de expresividad de los llamados impresionistas. Pero

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