Prometeo americano

Kai Bird
Martin J. Sherwin

Fragmento

Prefacio

Prefacio

La vida de Robert Oppenheimer —su carrera, su reputación, incluso la percepción de su propia valía— de repente se desbocó sin control cuatro días antes de la Navidad de 1953. «No puedo creerme lo que me está pasando», exclamó mientras miraba por la ventanilla del coche que lo llevaba a toda prisa a Georgetown, Washington D.C., a casa de su abogado. En pocas horas tenía que tomar una decisión crucial. ¿Dimitiría de su puesto de consejero del Gobierno? ¿O debía rebatir los cargos que se le imputaban en la carta que Lewis Strauss, presidente de la Comisión de Energía Atómica (CEA), le había entregado de sopetón aquella misma tarde? En ella lo informaban de que, tras volver a revisar su historial y sus filiaciones políticas, se lo declaraba una amenaza para la seguridad nacional, y enumeraban treinta y cuatro cargos que iban desde lo absurdo («consta que en 1940 usted figuraba como contribuyente de los Amigos del Pueblo Chino») hasta lo político («desde el otoño de 1949 en adelante mostró una fuerte oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno»).

Curiosamente, desde que se arrojaron las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer albergaba la vaga sensación de que en su camino lo esperaba algo oscuro y ominoso. Unos años antes, a finales de la década de 1940, cuando se había convertido en una figura verdaderamente emblemática en la sociedad estadounidense como el científico y el consejero político más respetado y admirado de su generación —había incluso aparecido en la portada de las revistas Time y Life—, leyó el relato «La bestia en la jungla», de Henry James. Se quedó impresionado por esa narración obsesiva de egolatría atormentada en la que al protagonista lo persigue la premonición de que «algo raro y extraordinario, posiblemente prodigioso y terrible, le sucedería tarde o temprano». Fuera lo que fuera, estaba seguro de que lo «arrollaría».

A medida que crecía la marea anticomunista en los Estados Unidos de la posguerra, Oppenheimer cada vez tenía más claro que lo acechaba «una bestia en la jungla». Lo citaban ante los comités de investigación congresuales dedicados a la caza de rojos, el FBI tenía pinchados los teléfonos de su casa y de su despacho, la prensa publicaba historias difamatorias acerca de su pasado político y sus filiaciones; todo ello le producía la sensación de que iban a por él. Las actividades izquierdistas que había llevado a cabo en la década de 1930 en Berkeley, combinadas con la oposición que había mostrado en la posguerra ante los planes de las Fuerzas Aéreas, que pretendían lanzar bombas atómicas de forma masiva y estratégica —planes que él calificaba de genocidas—, enfurecieron a muchas figuras poderosas de Washington, entre los que se encontraban J. Edgar Hoover, el director del FBI, y Lewis Strauss.

Aquella noche, en Georgetown, en casa de Herbert y Anne Marks, Oppenheimer sopesó las alternativas que se le ofrecían. Herbert no solo era su abogado, sino también uno de sus mejores amigos, y su mujer, Anne Wilson Marks, había sido secretaria suya en Los Álamos. Esta se dio cuenta de que aquella noche Oppenheimer parecía encontrarse «en un estado anímico que rozaba la desesperación». No obstante, después de hablar largo y tendido, el físico concluyó, quizá tan resignado como convencido, que, por muy mal dadas que vinieran las cartas, no podía quedarse de brazos cruzados frente a aquellos cargos. De modo que, con ayuda de Herb, redactó una carta dirigida al «Querido Lewis» en la que señalaba que este lo incitaba a dimitir. «Me sugieres como solución posible y deseable que solicite la terminación de mi contrato como asesor de la comisión [de Energía Atómica], y así evitar que se consideren explícitamente los cargos». Oppenheimer dijo que ya había valorado seriamente esa posibilidad, y «[b]ajo las circunstancias presentes —continuaba—, llevar adelante esa acción significaría que acepto que no soy adecuado para servir a este Gobierno, al cual he servido durante doce años, y que convengo en ello. No puedo hacer eso. Si no valiera para la tarea, difícilmente podría haber servido a nuestro país como lo he intentado hacer, ni haber sido director de nuestro instituto de Princeton, ni haber hablado, como he hecho en más de una ocasión, en nombre de nuestra ciencia y nuestro país».

Al final de la velada, Robert estaba exhausto y abatido. Después de varias copas, se retiró arriba, al cuarto de invitados. Al cabo de unos minutos, Anne, Herbert y Kitty, la mujer de Robert, que lo había acompañado a Washington, oyeron un «golpe fortísimo». Corrieron escaleras arriba; la habitación estaba vacía, y el cuarto de baño, cerrado. «No podía abrir la puerta —dijo Anne—, y Robert no contestaba».

Se había caído al suelo de tal manera que bloqueaba la puerta. Poco a poco fueron abriéndola, empujando el cuerpo inconsciente. Cuando Robert volvió en sí, «solo balbuceaba», recordó Anne. Dijo que se había tomado una de las pastillas de Kitty para dormir. «No dejen que se duerma», les exhortó un médico por teléfono. Así que durante casi una hora, hasta que llegó el médico, le hicieron caminar y beber sorbitos de café.

La «bestia» de Robert se había abalanzado sobre él; acababa de comenzar el calvario que terminaría con su carrera en servicio del Gobierno y que también, paradójicamente, consolidaría su renombre y afianzaría su legado.

En el camino que recorrió desde Nueva York hasta Los Álamos (Nuevo México) —desde la oscuridad hasta la fama—, Robert fue partícipe de las grandes batallas y triunfos de la ciencia, la justicia social, la guerra y la Guerra Fría del siglo xx. En el viaje lo guiaron su extraordinaria inteligencia, sus padres, sus profesores de la Escuela por la Cultura Ética y sus vivencias de juventud. Empezó a desarrollarse en el ámbito profesional en la década de 1920 en Alemania, donde estudió física cuántica, una ciencia nueva que adoraba y de la que hacía proselitismo. En los años treinta, mientras contribuía a consolidar la Universidad de California (Berkeley) como el centro más destacado de Estados Unidos dedicado a esa materia de estudio, las consecuencias de la Gran Depresión en el país y el auge del fascismo en el extranjero lo empujaron a trabajar activamente con amigos —muchos de ellos, simpatizantes de izquierdas o comunistas— para conseguir justicia económica y racial. Aquellos años fueron de los mejores de su vida. El hecho de que una década después se sirvieran de ellos con tanta facilidad para silenciarlo es una muestra de cuán delicado es el equilibrio de los principios democráticos que profesamos y cuánta atención se requiere para custodiarlos.

El suplicio y la humillación que sufrió Oppenheimer en 1954 no fueron una excepción en la época de McCarthy, pero como acusado era único. Era el Prometeo de Estados Unidos, «el padre de la bomba atómica», el hombre que había liderado la empresa de arrebatar a la naturaleza el impresionante fuego del sol para dárselo a su país en tiempos de guerra. Después había hablado con sensatez acerca de sus peligros y con esperanza acerca de sus beneficios potenciales, y más tarde, rayando en la desesperación, había criticado las propuestas de guerra nuclear que defendían los militares y promovían los estrategas académicos: «¿Qué debemos pensar de una civilización que siempre ha considerado la ética como parte esencial de la vida humana [pero] que no ha sido capaz de hablar de la posibilidad de matar a casi todo el mundo salvo en términos prudentes y de teoría de juegos?».

A finales de la década de 1940, a medida que se deterioraban las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, Oppenheimer se obstinó en plantear cuestiones problemáticas sobre armas nucleares, lo cual perturbó en gran medida a los dirigentes de seguridad nacional de Washington. El regreso de los republicanos a la Casa Blanca en 1953 colocó en posiciones de poder a los defensores de las represalias nucleares masivas, como Lewis Strauss. Y tanto este como sus aliados estaban decididos a silenciar al único hombre al que creían capaz de desafiar sus estrategias políticas.

Al atacar los principios políticos y los juicios profesionales de Oppenheimer —su vida y sus valores, en realidad—, sus críticos revelaron en 1954 muchos aspectos de su carácter: sus ambiciones y sus inseguridades, su genialidad y su ingenuidad, su determinación y sus temores, su estoicismo y su desconcierto. Mucho salió a la luz en las más de mil páginas, impresas con profusa letra pequeña, de la transcripción de la Junta de Audiencias para la Seguridad del Personal de la Comisión de Energía Atómica, «In the matter of J. Robert Oppenheimer»; y, sin embargo, esta revela que sus antagonistas pudieron perforar muy poco la armadura emocional que ese complejo hombre había forjado en torno a sí desde tierna edad. Prometeo americano explora la personalidad enigmática que se escondía tras esa armadura que lo acompañó desde su infancia, la cual transcurrió en el Upper West Side de Nueva York en los años del cambio de siglo, hasta su muerte, en 1967. Se trata de una biografía profundamente personal, documentada y escrita según la creencia de que el comportamiento público de una persona y sus decisiones (y, en el caso de Oppenheimer, quizá incluso su ciencia) se rigen por las experiencias íntimas de toda una vida.

Prometeo americano, para cuya preparación ha sido necesario un cuarto de siglo, se basa en varios miles de documentos recopilados a partir de archivos y compilaciones personales nacionales e internacionales. Se vale de la ingente colección de escritos del propio Oppenheimer que se encuentra en la Biblioteca del Congreso y de miles de páginas de los registros que el FBI acumuló durante más de veinticinco años de vigilancia. Pocos hombres han sufrido tal escrutinio de su vida pública. Los lectores «oirán» sus palabras, atrapadas por las grabadoras del FBI y transcritas después. Además, puesto que los documentos escritos solo cuentan una parte de la verdad de la vida de un hombre, hemos hablado con casi un centenar de los amigos, parientes y colegas más cercanos de Oppenheimer. Muchos de los entrevistados en las décadas de los setenta y ochenta no siguen vivos, pero las historias que contaron dejan un retrato lleno de matices de un hombre extraordinario que nos introdujo en la era nuclear y luchó, sin éxito —como hemos seguido luchando—, por encontrar una manera de eliminar el peligro de esa guerra.

La historia de Oppenheimer nos recuerda también que nuestra identidad como pueblo sigue conectada íntimamente con la cultura de lo nuclear. «No nos hemos quitado la bomba de la cabeza desde 1945 —ha observado E. L. Doctorow—. Primero fue el armamento; después, la diplomacia. Ahora es la economía. ¿Cómo podemos suponer que algo tan poderoso, tan monstruoso, no va a conformar después de cuarenta años nuestra identidad? El gran gólem que hemos construido contra nuestros enemigos es nuestra cultura, la cultura de la bomba: su lógica, su fe, su visión».[1] Oppenheimer trató con valentía de desviarnos de esa cultura de la bomba intentando frenar la amenaza nuclear que él mismo había contribuido a desencadenar. Su empeño más impresionante fue concebir un plan para el control internacional de la energía atómica, que se conoció como el Informe Acheson-Lilienthal (aunque en realidad fue Oppenheimer quien lo ideó y escribió en su mayor parte). Constituye un modelo singular en favor de la racionalidad en la era nuclear.

Sin embargo, las políticas de la Guerra Fría llevadas a cabo tanto en Estados Unidos como en otras naciones condenaron el plan. A lo largo del siguiente medio siglo, Estados Unidos y una larga lista de países apoyaron la bomba. Cuando terminó el enfrentamiento, el peligro de la aniquilación nuclear pareció pasar, pero, ironías del destino, probablemente la amenaza de la guerra y el terrorismo nucleares sea más inminente en el siglo XXI que en ningún momento del pasado.

En cuanto hijos del 11-S, vale la pena recordar que, en los albores de la era nuclear, el padre de la bomba atómica nos advirtió de que era un arma de terror indiscriminado que automáticamente había hecho a Estados Unidos más vulnerable a ataques caprichosos. Cuando le preguntaron en el Senado, en una audiencia a puerta cerrada en 1946, «si tres o cuatro hombres podrían colocar bombas [atómicas] en Nueva York y volar la ciudad entera», respondió sin rodeos: «Pues claro que podrían. Nueva York se puede destruir». A la siguiente pregunta de un senador espantado, «¿Qué instrumento usaría para detectar una bomba atómica que estuviera escondida en una ciudad?», Oppenheimer contestó, irónico: «Un destornillador [para abrir hasta el último contenedor y maletín]». La única defensa ante el terrorismo nuclear es la eliminación de las armas nucleares.

Nadie hizo caso de las advertencias del físico, y al final acabaron por silenciarlo. Como aquel rebelde dios griego, Prometeo, que robó a Zeus el fuego y se lo entregó a la humanidad, Oppenheimer nos dio el fuego atómico. Pero cuando quiso controlarlo, cuando trató de hacernos conscientes de los terribles peligros que entrañaba, los poderes fácticos, como Zeus, reaccionaron con furia y lo castigaron. Como escribió Ward Evans, el miembro discrepante de la junta de la audiencia de la Comisión de Energía Atómica: negar a Oppenheimer las credenciales de seguridad era «una muesca en el escudo de nuestro país».

Prólogo

Prólogo

Joder, pero es que quiero a este país.

ROBERT OPPENHEIMER

Princeton (New Jersey), 25 de febrero de 1967. Pese a la amenaza de mal tiempo y el frío crudo que helaba el noreste de Estados Unidos, seiscientos amigos y colegas —premios Nobel, políticos, generales, científicos, poetas, novelistas, compositores y conocidos de toda clase y condición— se reunieron para recordar la vida y llorar la muerte de J. Robert Oppenheimer. Para unos fue un amable profesor al que llamaban con cariño Oppie; para otros, un gran físico, el hombre que en 1945 se convirtió en el «padre» de la bomba atómica, héroe nacional y símbolo del científico al servicio del pueblo. Y todos recordaban con profunda amargura que, nueve años después, la Administración del presidente republicano Dwight D. Eisenhower lo declaró individuo peligroso para la seguridad nacional, haciendo de él la víctima más destacada de la cruzada anticomunista estadounidense. Así pues, todos acudieron con pesar en el corazón para recordar a un hombre brillante cuya extraordinaria vida estuvo marcada por el triunfo y por la tragedia.

Entre los premios Nobel se contaban físicos de renombre internacional como Isidor I. Rabi, Eugene Wigner, Julian Schwinger, Tsung-Dao Lee y Edwin McMillan.[1] La hija de Albert Einstein, Margot, hizo acto de presencia para honrar al hombre que había sido el jefe de su padre en el Instituto de Estudios Avanzados. Robert Serber, alumno de Oppenheimer en Berkeley en los años treinta, amigo íntimo suyo y extrabajador de Los Álamos, también estaba allí, así como el gran físico de Cornell Hans Bethe, el premio Nobel que descubrió el funcionamiento interno del Sol. Irva Denham Green, una vecina de la tranquila isla caribeña de Saint John, donde los Oppenheimer se habían construido una casita en la playa, que les sirvió como refugio después de la humillación pública de 1954, estaba sentada codo con codo entre dirigentes ilustres y poderosos de la política exterior del país: el abogado y eterno consejero presidencial John J. McCloy; el jefe militar del Proyecto Manhattan, el general Leslie R. Groves; el secretario de la Marina, Paul Nitze; el historiador, ganador del Premio Pulitzer, Arthur Schlesinger hijo, y el senador por New Jersey, Clifford Case. En representación de la Casa Blanca, el presidente Lyndon B. Johnson envió a su consejero científico, Donald F. Hornig, otro antiguo trabajador de Los Álamos que había estado con Oppenheimer cuando se llevó a cabo la Trinity, la prueba que se hizo el 16 de julio de 1945 de la primera bomba atómica. Repartidos entre los científicos y la élite de autoridades de Washington había literatos y hombres de cultura: el poeta Stephen Spender, el novelista John O’Hara, el compositor Nicolas Nabokov y el director del Ballet de la Ciudad de Nueva York, George Balanchine.

La viuda de Oppenheimer, Katherine (Kitty) Puening Oppenheimer, estaba sentada en la primera fila del Alexander Hall de la Universidad de Princeton, en lo que muchos recordarían como un funeral apagado y agridulce. La acompañaban su hija, Toni, de veintidós años, y su hijo, Peter, de veinticinco. El hermano menor de Robert, Frank Oppenheimer, cuya carrera como físico se fue al traste con la vorágine del macartismo, estaba al lado de Peter.

Llenaron el auditorio los acordes de los «Cánticos de Réquiem», de Ígor Stravinski, obra que Robert Oppenheimer había escuchado y admirado por primera vez en aquel mismo lugar el otoño anterior. Entonces, Hans Bethe, que conocía a nuestro protagonista desde hacía treinta años, pronunció el primero de tres elogios fúnebres. «Hizo más que nadie para engrandecer la física teórica de nuestro país. [...] Era un líder. [...] Pero no era dominante, nunca dictaba lo que debía hacerse. Extrajo lo mejor de nosotros, como un buen anfitrión de sus invitados».[2] En Los Álamos, donde dirigió a miles de personas en la supuesta carrera contra los alemanes para construir la bomba atómica, Oppenheimer había transformado una meseta virgen en un laboratorio y a un grupo variopinto de científicos en un equipo eficiente. Bethe y otros colaboradores de Los Álamos sabían que, sin Oppenheimer, el primer «artefacto» que habían construido en Nuevo México no habría podido terminarse a tiempo para su uso en la guerra.

Henry DeWolf Smyth, físico y vecino de Princeton, recitó el segundo elogio. En 1954, había sido el único de los cinco miembros de la Comisión de Energía Atómica que había votado a favor de que Oppenheimer recuperara las credenciales de seguridad. Como testigo de la secreta y arbitraria «audiencia de seguridad» que había soportado el físico, Smyth se había dado perfecta cuenta de la farsa que se había llevado a cabo: «Semejante injusticia nunca podrá enmendarse; semejante mancha nunca podrá borrarse de nuestra historia. [...] Sentimos un gran pesar porque el inmenso trabajo que hizo para este país se le pagara con tanta mezquindad».[3]

Por último le llegó el turno a George Kennan, diplomático y embajador experimentado, el padre de la política de contención que Estados Unidos implementó en la posguerra contra la Unión Soviética, amigo y colega de Oppenheimer desde hacía años en el Instituto de Estudios Avanzados. Nadie como él le había hecho pensar tanto en el sinnúmero de peligros de la era atómica. Nadie había sido un amigo mejor; había defendido su trabajo y le había conseguido un refugio en el instituto cuando sus discrepancias con la política estadounidense de la Guerra Fría hicieron de él un paria en Washington.

«Con nadie se ensañaron más cruelmente los dilemas que planteó la conquista reciente de un poder arrancado a la naturaleza y tan desproporcionado respecto a la fortaleza moral del ser humano —dijo Kennan—. Nadie vio con más claridad los peligros que esta creciente disparidad suponía para la humanidad. La inquietud que sentía nunca quebró su fe en el valor de la búsqueda de la verdad en todas sus formas, tanto científicas como humanistas. Tampoco hubo nadie que deseara con más pasión ser útil para evitar las catástrofes a las que el desarrollo de las armas de destrucción masiva amenazaba con conducir. Pensaba en el bien de la humanidad en general, pero fue en cuanto estadounidense y en la comunidad de esta nación, a la que pertenecía, donde se le ofrecieron las mayores oportunidades para perseguir esas aspiraciones.

»En los días oscuros de principios de los años cincuenta, cuando los problemas se le agolpaban por todas partes y se vio en el centro de la controversia, presionado, le señalé el hecho de que sería bienvenido en un centenar de centros académicos de cualquier parte del mundo y le pregunté si no había pensado irse a vivir a otro lugar. Me respondió con lágrimas en los ojos: “Joder, pero es que quiero a este país”».[*][4]

Robert Oppenheimer fue un enigma,[5] un físico teórico con las cualidades carismáticas de un gran líder y un esteta que alimentaba la ambigüedad. En las décadas transcurridas después de su muerte, su vida quedó envuelta en controversias, mitos y misterios. Para los científicos, como el doctor Hideki Yukawa, el primer japonés en ganar el Nobel, Oppenheimer fue «un símbolo de la tragedia del científico nuclear contemporáneo».[6] Para los liberales, fue el mártir más destacado de la caza de brujas macartista, un símbolo de la inquina carente de principios de la derecha. Para sus enemigos políticos, fue un comunista encubierto y un mentiroso demostrado.

En efecto, fue una figura inmensamente humana, de tanto talento como complejidad, brillante e ingenuo al tiempo, un defensor apasionado de la justicia social y un incansable consejero del Gobierno cuyo esfuerzo por poner freno a la desbocada carrera armamentista nuclear le granjeó poderosos enemigos burócratas. Como dijo su amigo Rabi: además de ser «muy inteligente, era muy tonto».[7]

El físico Freeman Dyson percibió contradicciones hondas y agudas en Robert Oppenheimer. Había dedicado su vida a la ciencia y al pensamiento racional. Y sin embargo, como señaló, la decisión de participar en la creación de un arma genocida fue «un pacto fáustico como ninguno. [...] Y desde luego que seguimos viviendo con él».[8]Y como Fausto, Robert Oppenheimer quiso después cambiar los términos del pacto, y lo silenciaron por ello. Había encabezado la empresa de desatar el poder del átomo, pero, cuando intentó advertir a sus compatriotas de los peligros que esto entrañaba y limitar la dependencia que tenía el país de las armas nucleares, el Gobierno cuestionó su lealtad y lo sometió a juicio. Sus amigos compararon la humillación pública que sufrió con el juicio de otro científico, Galileo Galilei, en 1633, por parte de una Iglesia de mentalidad medieval; otros vieron el feo espectro del antisemitismo en el episodio y recordaron el tormento que soportó el capitán Alfred Dreyfus, en Francia, en la década de 1890.

No obstante, ninguna comparación nos ayudará a entender a Robert Oppenheimer como hombre, los logros que obtuvo como científico y el papel único que desempeñó como arquitecto de la era nuclear. Esta es la historia de su vida.

Primera parte

PRIMERA PARTE

1. «Acogía las ideas nuevas como si fueran perfectamente hermosas»

1

«Acogía las ideas nuevas como si fueran perfectamente hermosas»

Fui un niño empalagoso y repulsivo de tan bueno.

ROBERT OPPENHEIMER

En la primera década del siglo XX, la ciencia emprendió una segunda revolución en Estados Unidos. Un país que se desplazaba a caballo sufrió una súbita transformación gracias a un sinfín de invenciones como el motor de explosión o los vuelos tripulados. Esas innovaciones tecnológicas cambiaron de la noche a la mañana la vida de los hombres y las mujeres de a pie. Al mismo tiempo, un esotérico grupo de científicos estaba dando forma a una revolución aún más fundamental; los físicos teóricos del mundo entero empezaban a modificar la manera en que entendemos el espacio y el tiempo. En 1896, el físico francés Henri Becquerel descubrió la radiactividad. Max Planck, Marie Curie y Pierre Curie, entre otros, aportaron nuevos conocimientos de la naturaleza de los átomos. Y entonces, en 1905, Albert Einstein publicó su teoría especial de la relatividad. De pronto, el universo parecía distinto.

En todas partes del planeta se comenzó a celebrar a los científicos como una nueva suerte de héroes que prometían encaminarnos a un renacimiento de la racionalidad, la prosperidad y la meritocracia social. En Estados Unidos, los movimientos reformistas desafiaron el orden establecido. Theodore Roosevelt utilizó la Casa Blanca como tribuna desde la que defender que un buen gobierno aliado con la ciencia y la tecnología aplicada podía forjar una era progresista nueva e ilustrada.

En aquel mundo de promesas nació J. Robert Oppenheimer, el 22 de abril de 1904, en el seno de una familia de inmigrantes alemanes de primera y segunda generación que volcaron todo su afán en ser estadounidenses. Pese a ser de etnia y cultura judías, los Oppenheimer de Nueva York no pertenecían a ninguna sinagoga. Sin repudiar sus raíces, optaron por construir su identidad en el marco de una rama singular del judaísmo, la Sociedad por la Cultura Ética, que celebraba el racionalismo y una variante progresista del humanismo secular y, por otra parte, enfocaba de manera innovadora los dilemas a los que se enfrentaba todo individuo que inmigraba a Estados Unidos. Sin embargo, a Robert Oppenheimer le ahondaría la ambivalencia que sintió toda su vida respecto a su identidad judía.

Como apunta su nombre, la Cultura Ética no era una religión, sino un modo de vida que promovía la justicia social por encima de la vanagloria del individuo. No fue casual que el chico que sería conocido como el padre de la era atómica fuera educado en una cultura que valoraba la investigación independiente, la exploración empírica y el libre pensamiento; en fin, los valores de la ciencia. A pesar de ello, la ironía de la odisea de Robert Oppenheimer fue que una vida dedicada a la justicia social, a la racionalidad y a la ciencia se convirtió en un símbolo de la muerte de masas bajo una nube con forma de hongo.

El padre de Robert, Julius Oppenheimer, nació el 12 de mayo de 1871 en la ciudad alemana de Hanau, situada justo al este de Frankfurt; y su abuelo, Benjamin Pinhas Oppenheimer, había sido un campesino inculto, mercader de grano, que había crecido en una choza de «un pueblo alemán casi medieval», tal como relató más tarde Robert.[1] Julius tuvo dos hermanos y tres hermanas. En 1870, dos primos políticos de Benjamin emigraron a Nueva York. En pocos años, aquellos dos jóvenes, Sigmund y Solomon Rothfeld, se asociaron con otro pariente, J. H. Stern, para promover un pequeño negocio de importación de forros para trajes de caballero. La empresa prosperó gracias al auge del comercio de ropa confeccionada, que floreció en la ciudad. A finales de la década de 1880, los Rothfeld comunicaron a Benjamin Oppenheimer que había sitio para sus hijos en el negocio.

Julius llegó a Nueva York la primavera de 1888, unos años después que Emil, su hermano mayor. Era un joven alto, flaco y desgarbado, y lo pusieron a trabajar en el almacén, a ordenar rollos de tela. No aportaba valor monetario a la empresa ni hablaba una palabra de inglés, pero estaba decidido a reinventarse. Tenía buen ojo para los colores, y con el tiempo se ganó la fama de ser uno de los hombres de la ciudad más entendidos en tejidos. Emil y Julius sobrellevaron la recesión de 1893, y, al cambiar el siglo, el hermano menor era ya un socio de pleno derecho en la empresa de Rothfeld, Stern & Company. Vestía acorde al papel, siempre con camisa blanca de cuello alzado, corbata clásica y traje oscuro. Sus modales eran tan impecables como su ropa. Se decía de él que era un joven de lo más agradable. «Tienes una manera de ser que inspira la máxima confianza —escribió su futura esposa en 1903—, y además por los mejores y más elevados motivos».[2] A los treinta años hablaba bastante bien inglés y, aun habiendo sido totalmente autodidacta, había leído mucho sobre historia de Estados Unidos y de Europa. También era amante del arte y pasaba el tiempo libre que tenía los fines de semana deambulando por las numerosas galerías de arte neoyorquinas.

Debió de ser en una de aquellas ocasiones cuando le presentaron a una joven pintora, Ella Friedman, una muchacha de pelo castaño «exquisitamente hermosa», rasgos cincelados con delicadeza, «ojos expresivos de un azul grisáceo y pestañas negras y largas», y figura esbelta, pero también con una deformación congénita en la mano derecha.[3] Para esconderla siempre llevaba manga larga y guantes de gamuza; el que le cubría la mano deforme incorporaba una prótesis algo tosca con un resorte unido a un pulgar artificial.[4] Julius se enamoró de ella. Los Friedman, de procedencia bávara judía, se habían establecido en Baltimore en la década de 1840. Ella nació en 1869. Un amigo de la familia la describió una vez como «una mujer amable, exquisita, delgada, más bien alta, de ojos azules y gran sensibilidad, extremadamente educada; siempre estaba pensando en cómo hacer que la gente se sintiera cómoda y feliz».[5] En la veintena pasó un año en París estudiando a los primeros impresionistas. A su regreso dio clases de Arte en el Barnard College.[6] Cuando conoció a Julius, ya era una pintora bastante consumada y tenía sus propios alumnos y un estudio en una buhardilla de un edificio de viviendas de Nueva York.

Todo aquello no era lo habitual para una mujer de finales del siglo XIX, pero Ella era un personaje poderoso en muchos sentidos. En un primer encuentro, su actitud formal y elegante chocaba a algunas personas, que la tomaban por altiva y fría. La energía y la disciplina que aplicaba en el estudio y en casa parecían excesivas para una mujer que tenía la suerte de disfrutar de tantas comodidades materiales. Julius la adoraba, y ella le correspondía. Unos días antes de su boda, Ella escribió a su prometido: «Deseo tanto que puedas disfrutar de lo mejor de la vida en plenitud, y ¿me ayudarás a cuidarte? Cuidar a alguien a quien se ama de verdad es de una dulzura tan indescriptible que una vida entera no podría privarme de ella. Buenas noches, mi amor».[7]

Julius y Ella se casaron el 23 de marzo de 1903 y se mudaron a una casa de piedra de hastial alto sita en la calle Noventa y cuatro Oeste, n.º 250. Un año después, en la primavera más fría que se recordaba, Ella, con treinta y cuatro años, dio a luz a un hijo tras un embarazo difícil. Julius ya había escogido el nombre de Robert para su primogénito, pero en el último momento, siguiendo la tradición familiar, decidió añadirle delante una inicial, la «J». En efecto, el certificado de nacimiento reza «Julius Robert Oppenheimer», lo cual demuestra que Julius quiso que su hijo se llamara como él.[8] Este dato no tendría ninguna importancia si no fuera porque llamar a un recién nacido con el nombre de un pariente vivo va en contra de la tradición judía europea. En cualquier caso, al niño siempre lo llamarían Robert, y, curiosamente, él a su vez siempre afirmaría que la primera inicial no significaba nada. Por lo visto, las tradiciones judías no tenían ninguna importancia en casa de los Oppenheimer.

Un tiempo después de la llegada de Robert, Julius y la familia se trasladaron a un amplio piso ubicado en la planta décima de la calle Riverside,155, con vistas al río Hudson por la calle Ochenta y ocho Oeste.[9] La vivienda, que ocupaba la planta entera, estaba decorada de modo muy refinado con mobiliario selecto europeo. Con los años, los Oppenheimer reunieron una colección notable de pintura francesa posimpresionista y fauvista escogida por Ella.[10] Cuando Robert alcanzó la juventud, la colección incluía un cuadro del periodo azul de Pablo Picasso, de 1901, titulado Madre e hijo; un aguafuerte de Rembrandt, y obras de Édouard Vuillard, André Derain y Pierre-Auguste Renoir. Tres cuadros de Vincent Van Gogh —Campo cerrado con sol naciente (Saint-Rémy, 1889), Primeros pasos (a modo de Millet) (Saint-Rémy, 1889) y Retrato de Adeline Ravoux (Auvers-sur-Oise, 1890)— dominaban un salón empapelado en dorado. Más tarde adquirieron un dibujo de Paul Cézanne y un cuadro de Maurice de Vlaminck. Una cabeza esculpida por el artista francés Charles Despiau remataba aquella exquisita colección.[*]

Ella gobernaba la casa con normas muy severas. «Excelencia y decisión» era la muletilla que más oía el joven Robert. Con ellos vivían tres sirvientas, que mantenían el piso impoluto. Robert tuvo una niñera irlandesa católica llamada Nellie Connolly y, más tarde, una institutriz francesa que le enseñó algo de su lengua materna. El alemán no se hablaba en casa. «Mi madre no lo hablaba bien —recordaría Robert— [y] mi padre no creía que sirviera de nada».[11] El joven lo aprendería en el colegio.

Los fines de semana, la familia salía de excursión al campo en su Packard, conducido por un chófer con uniforme gris. Cuando Robert tenía once o doce años, Julius compró una estupenda casa de veraneo en Bay Shore (Long Island), donde aprendió a navegar. Al pie de la vivienda había un embarcadero en el que su padre tenía amarrado un yate velero de 44 pies, al que llamaron Lorelei, una lujosa embarcación equipada con todas las comodidades. «Aquella bahía era maravillosa —recordaría con afecto más tarde Frank, el hermano de Robert—. Tenía casi tres hectáreas, [...] un huerto enorme y muchísimas flores».[12] Como observó después un amigo de la familia: «Los padres tenían muy mimado a Robert. [...] Le daban todo lo que quería; podría decirse que se crio entre lujos».[13] A pesar de ello, ninguno de sus amigos de la infancia pensaba que fuese un consentido. «Era muy generoso con el dinero y las cosas materiales —recuerda Harold Cherniss—. No era para nada un niño malcriado».

En 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial en Europa, Julius Oppenheimer era un hombre de negocios muy próspero; su patrimonio neto sin duda ascendía a más de varios cientos de miles de dólares (en la actualidad, sería multimillonario). Según los testimonios, el matrimonio Oppenheimer era de naturaleza amorosa, pero a los amigos de Robert les chocaba que los padres tuvieran personalidades tan distintas. «[Julius] era un judío alemán muy alegre —recordó Francis Fergusson, amigo íntimo de Robert—. Muy simpático. Me sorprendía que la madre de Robert se hubiera casado con él, porque era jovial y risueño. Pero ella lo quería mucho y lo trataba muy bien. Se querían mucho. Era un matrimonio maravilloso».[14]

Julius era buen conversador y extrovertido. Le gustaban el arte y la música, y consideraba la sinfonía «Heroica», de Beethoven, «una de las grandes obras maestras». Un amigo de la familia, el filósofo George Boas, recordaría años después que Julius «tenía la sensibilidad de sus dos hijos»; lo consideraba «uno de los hombres más buenos que he conocido nunca».[15] No obstante, algunas veces, para bochorno de sus hijos, Julius rompía a cantar en la mesa mientras cenaban. Y le encantaban los debates. En cambio, Ella estaba sentada en silencio y nunca participaba en las charlas.[16] «Era una persona muy delicada —observó otro amigo de Robert, el sobresaliente escritor Paul Horgan—, de emociones muy refrenadas, y siempre presidía la mesa y otras reuniones con gran tacto y gracia, pero [era] melancólica».[17]

Cuatro años después del nacimiento de Robert, Ella dio a luz a otro hijo, Lewis Frank Oppenheimer, pero murió víctima de estenosis pilórica, una obstrucción congénita de la válvula que hay entre el estómago y el intestino delgado.[18] Con aquella pena, Ella pareció tornarse físicamente más frágil. Y, como de pequeño Robert se ponía enfermo a menudo, se volvió sobreprotectora. Lo separaba de los otros niños por miedo a los gérmenes, no le dejaba comprar comida de los vendedores callejeros y, en lugar de llevarlo al barbero a cortarle el pelo, hacía ir a uno a su casa.

De naturaleza introspectiva y sin afición por el ejercicio físico, Robert pasó la primera infancia en la cómoda soledad del nido que su madre había creado en la calle Riverside. La relación entre ambos siempre fue intensa. Ella lo animaba a pintar —hacía paisajes—, pero el joven lo dejó estar cuando empezó la universidad.[19] Aunque veneraba a su madre, esta, a su manera calmada, podía ser muy exigente. «Era una mujer —recordaba un amigo de la familia— que nunca permitió que se dijera nada desagradable en la mesa».

Robert se dio cuenta enseguida de que su madre no veía con buenos ojos a la gente del mundo comercial de su marido. Obviamente, muchos colegas de profesión de Julius eran judíos de primera generación, y Ella dejó muy claro a su hijo que se sentía incómoda con sus «modales estridentes». Robert creció escindido, más que otros chicos, entre la normatividad estricta de su madre y el comportamiento sociable de su padre. En ocasiones se avergonzaba de la espontaneidad de este, y a su vez se sentía culpable de sentir vergüenza. «Julius expresaba con mucha claridad, a veces exorbitada, el orgullo que le despertaba su hijo, cosa que a este le molestaba profundamente», recordó un amigo de la infancia.[20] De adulto, Robert regaló a su amigo y antiguo profesor Herbert Smith un hermoso grabado de la escena del Coriolano de Shakespeare en la que el protagonista suelta la mano de su madre y la arroja al suelo. Smith estaba seguro de que con ello reconocía lo difícil que le había resultado separarse de su madre.

Cuando solo tenía cinco o seis años, Ella se empeñó en que tomara clases de piano. Robert, obediente, practicaba todos los días, pero lo odiaba. Más o menos un año después cayó enfermo, y su madre, como siempre, imaginó lo peor, tal vez un caso de parálisis infantil. Mientras lo cuidaba no dejaba de preguntarle cómo estaba, hasta que un día Robert levantó la vista de la cama y gruñó: «Igual que cuando tengo que hacer una clase de piano».[21] Ella cedió y las clases terminaron.

En 1909, cuando Robert tenía solo cinco años, Julius lo llevó consigo en el primero de cuatro viajes transatlánticos para ir a Alemania a ver al abuelo Benjamin. Repitieron el trayecto dos años después; el abuelo Benjamin tenía entonces setenta y cinco años y dejó una impresión indeleble en su nieto. «Era evidente —rememoró Robert— que uno de sus grandes placeres en la vida era leer, y eso que no debía de haber ido al colegio».[22] Una vez, mientras miraba como Robert jugaba con unos bloques de madera, Benjamin decidió regalarle una enciclopedia de arquitectura. También le dio una colección de minerales «perfectamente convencional» que consistía en una caja con unas dos docenas de muestras de rocas etiquetadas en alemán. «Desde aquel momento —relató Robert más adelante— me convertí, en un modo de lo más infantil, en un coleccionista entusiasta de piedras». De vuelta en Nueva York, convenció a su padre para que lo llevara a recoger más a los Palisades. Al cabo de poco, el piso de la calle Riverside estaba lleno de las piedras de Robert, que las etiquetaba pulcramente con su nombre científico. Julius lo animó en esa afición solitaria y lo abrumó con libros sobre la materia. Mucho tiempo después, Robert dijo que no le interesaban los orígenes geológicos de las rocas, sino que le fascinaban la estructura de los cristales y la luz polarizada.[23]

Desde los siete hasta los doce años, Robert tuvo tres pasiones solitarias que lo absorbían por completo: los minerales, leer y escribir poesía, y construir con bloques.[24] Después recordaría que ocupaba el tiempo con aquellas actividades «no porque me hicieran compañía ni porque tuvieran relación con el colegio, sino porque sí, sin más». A los doce años se sentaba frente a la máquina de escribir de la familia para cartearse con una serie de conocidos geólogos locales acerca de las formaciones rocosas que había observado en Central Park. Sin saber que era tan joven, uno de aquellos correspondientes propuso a Robert para que lo admitieran como miembro del Club Mineralógico de Nueva York, y poco después le llegó una carta en la que lo invitaban a dar una charla en su sede. Temblando ante la idea de tener que hablar delante de un público adulto, Robert suplicó a su padre que les explicara que habían invitado a un niño de doce años. Julius, muy divertido con la anécdota, animó a su hijo a que aceptara el honor. La noche fijada, Robert apareció en el club con sus padres, quienes lo presentaron con todo su orgullo como «J. Robert Oppenheimer». El atónito público de geólogos y coleccionistas aficionados de minerales estalló en carcajadas cuando Robert llegó al estrado. Tuvieron que poner una caja de madera para que se subiera a ella y el público pudiera ver algo más que la mata negra y encrespada de pelo que sobresalía por encima del atril. Tímido y torpe, Robert leyó de todos modos el texto que llevaba preparado y recibió un caluroso aplauso de los presentes.

Julius no tenía recelos en animarlo a que se dedicara a esas actividades adultas. Tanto él como su mujer sabían que tenían un «genio» en casa. «Lo adoraban, se preocupaban por él y lo protegían —declaró la prima de Robert, Babette Oppenheimer—. Le dieron todas las oportunidades posibles para que se desarrollara según sus propias inclinaciones y a su propio ritmo». Un día, Julius regaló a Robert un microscopio de calidad profesional, que de inmediato se convirtió en el juguete favorito del niño. «Creo que mi padre era uno de los hombres más tolerantes y humanos que han existido —comentaría Robert muchos años después—. Para él, hacer algo por los demás era dejar que descubrieran qué querían». Robert no tenía dudas sobre qué quería hacer; desde una edad temprana vivió en un mundo de libros y ciencia. «Era un soñador —dijo Babette Oppenheimer—, y no le interesaban las riñas ni el barullo propios de los chicos de su edad. [...] Muchas veces se metían con él y lo ridiculizaban por no ser como los demás». Al ir creciendo, incluso su madre se preocupó en alguna ocasión por el «interés limitado» que mostraba Robert por los juegos y por los niños de su edad. «Sé que intentaba empujarme a que me pareciera más a los otros chicos, pero tuvo un éxito tibio».[25]

En 1912, cuando Robert tenía ocho años, Ella dio a luz a otro hijo, Frank Friedman Oppenheimer, y a partir de entonces dirigió muchas atenciones al recién nacido. En cierto momento, la madre de Ella se mudó al piso de la calle Riverside y vivió con la familia hasta que murió, cuando Frank estaba en la primera adolescencia.[26] Los ocho años que separaban a los dos hermanos dejaban poco espacio para la rivalidad fraternal. Con el tiempo, Robert pensó que no había sido solo un hermano mayor para Frank, sino también quizá «un padre, por la diferencia de edad». El hermano menor recibió en su infancia tantos cuidados, si no más, como el mayor. «Mis padres alimentaban cualquier cosa que nos apasionara», recordó Frank.[27] Cuando iba al instituto, este mostró interés por leer a Chaucer, y Julius no tardó en hacerse con una edición de 1721 de la obra del poeta. Cuando expresó su deseo de tocar la flauta, sus padres contrataron a uno de los flautistas más importantes de Estados Unidos, George Barrère, para que le diera clases particulares. Los dos hermanos estaban mimados en exceso, pero, en cuanto primogénito, solo Robert se volvió algo arrogante. «Devolví a mis padres la confianza que tenían en mí desarrollando un ego desagradable —confesó este más tarde—, el cual estoy seguro de que ofendió tanto a los niños como a los adultos que tuvieron la mala suerte de cruzarse conmigo».[28]

En septiembre de 1911, poco después de visitar por segunda vez al abuelo Benjamin, en Alemania, matricularon a Robert en una singular escuela privada: la de la Sociedad por la Cultura Ética, ubicada en la parte oeste de Central Park. Años atrás, su padre se había hecho miembro activo de ella, y a partir de 1907 formó parte de la junta directiva. El doctor Felix Adler, su líder y fundador, había oficiado el matrimonio entre Ella y Julius.[29] Siempre se dio por hecho que sus hijos recibirían la educación primaria y secundaria en el colegio de la sociedad, cuyo lema era «Hechos, no credos».[30] Fundada en 1876, la Sociedad por la Cultura Ética inculcaba a sus integrantes el compromiso con la acción social y el humanitarismo: «El hombre debe asumir la responsabilidad de dirigir su vida y su destino».[31] Aun siendo una rama del judaísmo reformista estadounidense, la Cultura Ética no era una religión y encajaba perfectamente con los judíos alemanes de clase media alta, muchos de los cuales, como los Oppenheimer, se esforzaban en asimilarse a la sociedad estadounidense. Felix Adler y su grupo de competentes profesores fomentaban aquel proceso y tendrían una influencia poderosa en la formación espiritual de Robert Oppenheimer, tanto en el aspecto emocional como intelectual.

La familia de Felix Adler había emigrado de Alemania a Nueva York en 1857, cuando este solo contaba seis años de edad.[32] Su padre, el rabino Samuel Adler, un líder del movimiento reformista judío en Alemania, encabezaba el templo de Emanu-El, la congregación reformista más grande de Estados Unidos. Felix podría haber sucedido a su padre sin mayor obstáculo, pero cuando era joven volvió a Alemania para cursar los estudios universitarios y entró en contacto con nociones nuevas y radicales sobre la universalidad de Dios y las responsabilidades sociales del hombre para con la sociedad. Leyó a Charles Darwin, a Karl Marx y a un buen número de filósofos alemanes, entre los cuales se hallaba Felix Wellhausen, quien rechazaba la creencia tradicional del origen divino de la Torá. Adler regresó al templo de Emanu-El en 1873 y pronunció un sermón acerca de lo que llamó «el judaísmo del futuro». Para sobrevivir en la era moderna, razonaba el joven Adler, el judaísmo debía renunciar a su «espíritu estrecho de exclusión». En lugar de tomar la identidad bíblica para definirse a sí mismos como «el pueblo elegido», los judíos deberían distinguirse por la preocupación social y por actuar en favor de las clases trabajadoras.

En tres años, Adler se llevó de la comunidad judía tradicional a unos cuatrocientos congregantes del templo de Emanu-El. Con la ayuda financiera de Joseph Seligman y otros empresarios ricos judíos de origen alemán, fundó un nuevo movimiento que llamó Cultura Ética. En las reuniones, que tenían lugar los domingos por la mañana, Adler daba una charla y sonaba el órgano, pero no se rezaba ni se oficiaba ninguna ceremonia religiosa. La sociedad empezó la andadura en 1910, cuando Robert tenía seis años, y se estableció en un bonito local de la calle Sesenta y cuatro Oeste, 2. Julius Oppenheimer asistió a las ceremonias de inauguración del edificio nuevo ese mismo año. El auditorio estaba revestido de madera de roble tallada a mano, tenía unas ventanas preciosas con vidrieras y un órgano Wicks en la galería. Oradores distinguidos como W. E. B. DuBois y Booker T. Washington, entre muchas otras personalidades públicas destacadas, fueron bienvenidos en aquel espléndido auditorio.

La Cultura Ética era una facción reformista judía.[33] Las semillas de este peculiar movimiento las plantó claramente una élite que quería reformar e integrar a los judíos de clase alta en la sociedad alemana del siglo XIX. Las ideas radicales de Adler sobre la identidad judía calaron en el sentir de los empresarios ricos judíos de Nueva York precisamente porque estos debían lidiar con un aumento de la marea antisemita en la sociedad estadounidense del siglo XIX. La discriminación organizada e institucional de los judíos era un fenómeno bastante reciente; desde la Revolución estadounidense, cuando deístas como Thomas Jefferson abogaban por la separación radical de la religión organizada y el Estado, los judíos habían vivido en un clima de tolerancia. Pero después de la quiebra financiera de 1873, la atmósfera de Nueva York empezó a cambiar. Luego, en el verano de 1877, la comunidad quedó escandalizada cuando a Joseph Seligman, el judío de origen alemán más rico e importante de Nueva York, se le negó groseramente la entrada en el Grand Union Hotel de Saratoga por su religión. A lo largo de los años siguientes, instituciones de élite, no solo hoteles, sino también clubes sociales y escuelas privadas de preparación para la universidad, de repente cerraron la puerta en las narices a los miembros judíos.

Así pues, a finales de la década de 1870, la Sociedad por la Cultura Ética de Felix Adler proporcionó al colectivo judío neoyorquino un medio para afrontar aquella intolerancia creciente en un momento oportuno. En el aspecto filosófico, la Cultura Ética era tan deísta y republicana como los principios revolucionarios de los Padres Fundadores. Si la revolución de 1776 había comportado cierta libertad a los judíos del país, entonces una respuesta acertada a la intolerancia cristiana nativista era volverse más estadounidense, más republicano, que los propios estadounidenses. Aquellos judíos darían un paso más en integrarse, pero lo darían, por decirlo de alguna manera, como judíos deístas. Según Adler, la idea de los judíos como nación era un anacronismo. En poco tiempo empezó a establecer las estructuras institucionales que facilitarían que sus adeptos pudieran llevar una vida como «judíos libres».[34]

Adler sostenía que la respuesta al antisemitismo consistía en difundir globalmente la cultura intelectual. Es interesante señalar que criticaba el sionismo porque se replegaba en la particularidad judía: «El sionismo es un ejemplo actual de la tendencia a la segregación».[35] Para Adler, el futuro de los judíos estaba en Estados Unidos, no en Palestina: «Contemplo fijamente, con resolución, los destellos de un nuevo día que brillan sobre las montañas de Allegheny y las Rocosas, y no el resplandor del ocaso, si bien dulce y hermoso, que cavila y languidece sobre los montes de Jerusalén».

Para hacer realidad su Weltanschauung, Adler fundó en 1880 una escuela gratuita para los hijos e hijas de los trabajadores, la Workingman’s School. Además de las asignaturas habituales de aritmética, lectura e historia, quería que los estudiantes entraran en contacto con el arte, el teatro y la danza, y que desarrollaran una habilidad técnica que pudiera ser útil en una sociedad sometida a una industrialización veloz. Cada niño, creía Adler, tenía su talento particular. Aquellos que no eran buenos en matemáticas tal vez tuvieran «dotes artísticas extraordinarias para hacer cosas con las manos».[36] Para él, esta percepción era la «semilla ética, y lo que debe hacerse es cultivar esos distintos talentos». El objetivo era «un mundo mejor», y por eso la misión de la escuela era «educar a reformistas». A medida que fue evolucionando, se convirtió en un escaparate del movimiento reformista de pedagogía progresista, y el propio Adler cayó bajo la influencia del pedagogo y filósofo John Dewey y su escuela estadounidense del pragmatismo.

Aunque no era socialista, a Adler le impresionó la descripción que hace Marx en El capital de las dificultades de la clase trabajadora industrial. «Debo hacer míos los problemas que plantea el socialismo», escribió.[37] Se convenció de que las clases obreras merecían «una remuneración justa, trabajo continuado y dignidad social». El movimiento obrero, expuso más tarde, «es un movimiento ético, y yo estoy con él en cuerpo y alma». Los líderes sindicales compartían ese sentir; Samuel Gompers, cabeza de la nueva Federación Estadounidense del Trabajo, era miembro de la Sociedad por la Cultura Ética de Nueva York.

Paradójicamente, en 1890 la escuela acogió a tantos estudiantes que Adler se vio obligado a subvencionar el presupuesto de la Sociedad por la Cultura Ética accediendo a que algunos alumnos pagaran matrícula. En una época en que muchas escuelas privadas de élite cerraban las puertas a los judíos, montones de empresarios prósperos de la comunidad pedían que la Workingman’s School admitiera a sus hijos. En 1895 ya contaba con un instituto y se le había cambiado el nombre por el de Escuela por la Cultura Ética. (Décadas después volvió a renombrarse como Escuela Fieldston). Cuando Robert Oppenheimer entró en ella, en 1911, solo el 10 por ciento de los estudiantes procedía de la clase trabajadora. Sin embargo, la escuela mantuvo una actitud liberal y de responsabilidad social. A aquellos hijos e hijas de los valedores relativamente prósperos de la Sociedad por la Cultura Ética se les inculcaba que los educaban para cambiar el mundo, que eran la vanguardia de un evangelio ético sumamente moderno. Robert era un estudiante estrella.

Por descontado, las simpatías políticas adultas de Oppenheimer pueden rastrearse con facilidad y llegan hasta la educación progresista que recibió en la notable escuela de Felix Adler. Durante los años de formación, en la infancia y en la escuela, estuvo rodeado de hombres y mujeres que se veían a sí mismos como catalizadores de un mundo mejor. En el periodo transcurrido desde principios de siglo hasta el término de la Primera Guerra Mundial, los integrantes de la Cultura Ética fueron agentes de cambio en asuntos con tanta carga política como las relaciones raciales, los derechos laborales, las libertades civiles y el medioambiente. Por ejemplo, en 1909, miembros prominentes de la Cultura Ética como el doctor Henry Moskowitz, John Lovejoy Elliott, Anna Garlin Spencer y William Salter ayudaron a fundar la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color. El doctor Moskowitz, de manera similar, desempeñó un papel importante en las huelgas de los trabajadores de la confección que tuvieron lugar entre 1910 y 1915. Otros integrantes de la Cultura Ética ayudaron a fundar la Oficina Nacional de las Libertades Civiles, la predecesora de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. Aunque evitaban tratar cuestiones de lucha de clases, algunos adheridos a la sociedad eran pragmáticos radicales comprometidos con desempeñar papeles activos que provocaran cambios sociales. Creían que para conseguir un mundo mejor se necesitaba trabajo duro, persistencia y organización política. En 1921, el año en que Robert se graduó en el instituto de la Cultura Ética, Adler exhortó a los estudiantes a desarrollar «imaginación ética», a ver «las cosas no tal como son, sino tal como podrían ser».[*][38]

Robert era por completo consciente de la influencia que ejercía Adler no solo sobre él, sino también sobre su padre, y se permitía burlarse un poco de este. A los diecisiete años escribió un poema en ocasión del quincuagésimo cumpleaños de Julius en el que había un verso que decía: «Y después llegó a América y se tragó al doctor Adler como moralidad comprimida».[39]

Igual que les sucedió a muchos estadounidenses de procedencia alemana, la intervención de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial entristeció profundamente al doctor Adler y lo puso ante un dilema. A diferencia de otro miembro importante de la Sociedad por la Cultura Ética, Oswald Garrison Villard, redactor de la revista The Nation, Adler no era pacifista. Cuando un submarino alemán hundió el buque de pasajeros británico Lusitania, apoyó que se armaran las naves mercantes estadounidenses. A pesar de que se opuso a que Estados Unidos participara en el conflicto, Adler apremió a su congregación para que ofreciera «lealtad absoluta» al país cuando la Administración de Wilson declaró la guerra en abril de 1917.[40] Al mismo tiempo, sostenía que era incapaz de considerar Alemania como la única parte culpable. En cuanto crítico de la monarquía germana, al final de la guerra se alegró de la caída del régimen imperial y del derrumbamiento del Imperio austrohúngaro. Sin embargo, en cuanto anticolonialista acérrimo, condenó abiertamente la hipocresía de la paz de los victoriosos, que solo parecía fortalecer a los imperios inglés y francés. Por supuesto, sus detractores lo acusaron de simpatías proalemanas. Como miembro del consejo de la Sociedad por la Cultura Ética y como persona que admiraba muchísimo al doctor Adler, Julius Oppenheimer se vio igualmente ante el conflicto provocado por la guerra europea y su identidad como alemán y estadounidense. En cambio, no existen pruebas de qué sentía el joven Robert ante el conflicto. Su profesor de ética de la escuela, no obstante, fue John Lovejoy Elliott, quien siempre fue muy crítico ante la participación de Estados Unidos en la guerra.

Nacido en 1868 en el seno de una familia de abolicionistas y librepensadores de Illinois, Elliott se convirtió en una figura muy querida en el movimiento humanista progresista de Nueva York. Físicamente alto y de carácter afectuoso, fue quien llevó a la práctica los principios de la cultura ética de Adler. Construyó uno de los centros sociales que mejor funcionaban en Nueva York, el Hudson Guild, en el barrio de Chelsea, azotado por la pobreza. Miembro de la junta de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles durante toda la vida, era valiente tanto en lo político como en lo personal. En 1938, cuando la Gestapo de Hitler arrestó en Viena a dos líderes de la Sociedad por la Cultura Ética austriaca, Elliott, con setenta años, fue a Berlín y pasó meses negociando con el cuerpo policial para que los liberaran. Tras pagar un soborno, hizo que los dos hombres se esfumaran de la Alemania nazi. A su muerte, en 1942, Roger Baldwin, de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles, lo alabó por ser «un santo ingenioso, [...] un hombre que quería tanto a las personas que hacía lo imposible por ellas».[41]

Fue la influencia de este «santo ingenioso» la que recibieron los hermanos Oppenheimer durante años, semanalmente, en las conversaciones de la clase de ética. Más tarde, cuando los dos hermanos aún eran jóvenes, Elliott escribió a su padre: «No sabía cuán cerca iba a estar de sus hijos. Igual que a usted, me hacen sentir contento y agradecido».[42] Enseñaba ética en un seminario de estilo socrático, donde los estudiantes debatían asuntos específicos sociales y políticos. «Educación en problemas de la vida» era una asignatura obligatoria para todos los estudiantes del instituto. Elliott solía plantearles un dilema personal moral, como preguntarles qué escogerían si tuvieran la posibilidad de elegir entre trabajar como maestros o un puesto mejor pagado en la fábrica de chicles Wrigley. En el tiempo en que Robert fue a la escuela, algunos temas debatidos fueron «la cuestión de los negros», la ética de la guerra y la paz, la desigualdad económica y la comprensión de las «relaciones sexuales».[43] El último año, Robert participó en un largo debate sobre el papel de «el Estado». En el plan de estudios constaban «los principios fundamentales de la ética política», en los que se incluía «la ética de la lealtad y la traición».[44] Era una educación extraordinaria en relaciones sociales y cuestiones mundanas, una educación que arraigó en lo más profundo de su espíritu y daría frutos abundantes en las décadas que siguieron.

«Fui un niño empalagoso y repulsivo de tan bueno —recordaría Robert—. Tuve una infancia que no me preparó para el hecho de que el mundo está lleno de crueldad y amargura». La vida protegida que llevaba en casa no le ofreció «ninguna manera normal ni sana de ser un cabrón».[45] Pero le había creado una fortaleza interior, un estoicismo físico incluso, de los que tal vez no se diera cuenta.

Deseoso de llevarlo al aire libre y con chicos de su edad, Julius apuntó a Robert, con catorce años, a unas colonias de verano. Para la mayoría de los que asistieron, el campamento Koenig fue un paraíso montañoso de diversión y camaradería. Para Robert fue un suplicio; todo en él lo convirtió en el blanco de las barbaridades con las que tanto disfrutan los adolescentes infligiendo a los tímidos, sensibles y diferentes. Enseguida empezaron a llamarlo «guapín» y se metían con él sin piedad. Pero él se negaba a defenderse. Evitaba los deportes y caminaba por los senderos recogiendo rocas. Hizo un amigo, quien después recordaría que aquel verano Robert estaba obsesionado con George Eliot. La gran obra de la novelista, Middlemarch, le despertaba muchísimo interés, quizá porque exploraba en detalle una cuestión que le parecía de lo más misteriosa: cómo se relacionaba la parte más íntima de la persona con la creación y la ruptura de las relaciones humanas.

Robert cometió el error de escribir a sus padres contándoles que estaba contento de haber ido de colonias porque los otros chicos le estaban enseñando cómo era la vida real, lo cual empujó a los Oppenheimer a visitarlo de inmediato. En consecuencia, el director de las colonias prohibió que circularan historias obscenas. Inevitablemente, acusaron a Robert de chivarse, y una noche lo llevaron a la nevera de las colonias, lo desnudaron y le pegaron. Como humillación final, le pintaron de verde los genitales y el trasero. Luego lo dejaron allí, sin ropa, encerrado en la nevera toda la noche. Su único amigo se refirió a este incidente como una «tortura».[46] Robert soportó aquella vil vejación en estoico silencio; no abandonó las colonias ni se quejó. «No sé cómo aguantó el resto de las semanas que quedaban —dijo su amigo—. Muchos chicos no habrían querido aguantar, ni habrían podido, pero Robert sí. Debió de vivir un infierno». Tal como solían descubrir sus amigos, el caparazón en apariencia frágil y delicado en realidad ocultaba un carácter estoico construido a base de orgullo obstinado y determinación, característica que iría emergiendo de vez en cuando a lo largo de su vida.

De vuelta en la escuela, los atentos profesores del instituto alimentaron la mente intelectual de Robert; el doctor Adler los había seleccionado a todos con esmero como modelos del movimiento de educación progresista. Cuando la profesora de matemáticas de Robert, Matilda Auerbach, advertía que este estaba aburrido e inquieto, lo mandaba a la biblioteca para que estudiara por su cuenta y después dejaba que explicara a sus compañeros lo que había aprendido. La profesora de griego y latín, Alberta Newton, recordaba que daba gusto enseñarle: «Acogía las ideas nuevas como si fueran perfectamente hermosas».[47] Leía a Platón y a Homero en griego, y a César, Virgilio y Horacio en latín.

Robert siempre destacó. Ya en tercero hacía experimentos de laboratorio, y con diez años, en quinto, estudiaba física y química. Mostraba tanto entusiasmo por aprender ciencias que el conservador del Museo Americano de Historia Natural aceptó darle clases. Como se había saltado varios cursos, todos lo veían como un niño precoz, a veces relamido. Una vez, cuando tenía nueve años, le oyeron decir a una prima suya, mayor que él: «Pregúntame algo en latín y te contestaré en griego».[48]

Sus compañeros a veces lo encontraban distante. «A menudo nos ponían juntos —dijo un conocido de su infancia—, pero nunca nos hicimos amigos. Siempre andaba ensimismado con lo que fuera que hiciera o pensara».[49] Un compañero de clase lo recuerda sentado en el aula, taciturno, «igual que si le faltara comida o agua». Otros lo recuerdan «poco sociable. [...] En realidad no sabía cómo relacionarse con los demás niños».[50] A su pesar, Robert era consciente del precio que había que pagar por tener muchos más conocimientos que sus compañeros. «No tiene ninguna gracia —le dijo una vez a un amigo— ir pasando las páginas de un libro y decir: “Sí, sí, claro, eso ya lo sé”».[51] Jeanette Mirsky conoció a Robert bastante bien en su último año y lo consideraba un «amigo especial».[52] No lo tenía por tímido en el sentido habitual de la palabra; solo distante. Pensaba que en cierto modo era arrogante, pero la suya era una arrogancia que llevaba inherentes las semillas de su propia destrucción. Creía que todos los aspectos de su personalidad —desde sus andares, bruscos y espasmódicos, hasta pequeñas cosas como preparar el aliño para la ensalada— mostraban «una gran necesidad de proclamar su superioridad».

Durante los años de instituto, el tutor de Robert fue Herbert Winslow Smith, que se había incorporado al departamento de Lengua y Literatura Inglesa en 1917, después de haber obtenido el título de posgrado en Harvard. Hombre de gran inteligencia, Smith estaba muy avanzado en los cursos de doctorado cuando lo contrataron para dar clase. La experiencia inicial en la Escuela por la Cultura Ética le fascinó hasta el punto de que ya no volvió a Cambridge; desarrollaría el resto de su carrera allí y con el tiempo llegaría a ser su director. Fornido y atlético, era un profesor cálido y amable que siempre se las arreglaba para descubrir qué le interesaba más a cada estudiante y relacionarlo con el tema que estuvieran tratando. Después de clase solía estar rodeado de alumnos que se demoraban alrededor de su mesa para conversar un poco más con él. Pese a que la pasión primera de Robert era desde luego la ciencia, Smith le nutrió los intereses literarios; pensaba de él que tenía ya un «estilo espléndido en prosa».[53] Una vez, después de que Robert escribiera un divertido ensayo sobre el oxígeno, le dijo: «Creo que tu vocación es ser escritor científico». Smith se convertiría en su amigo y consejero. Era «muy muy amable con los alumnos —recordó Francis Fergusson—. Se hizo cargo de Robert, de mí y de otros. [...] Los ayudaba en sus problemas y les aconsejaba cómo proceder».[54]

El año decisivo de Robert fue tercero de instituto, cuando asistió al curso de física que impartía Augustus Klock. «Era un profesor maravilloso —dijo—. Disfruté tanto el primer año que me organicé para pasar el verano trabajando con él, preparando los instrumentos para el año siguiente, en el que aprendería química. Debíamos de pasar juntos cinco días por semana; de vez en cuando, como premio, salíamos de excursión a buscar minerales». Robert empezó a experimentar con electrolitos y conducción. «Me gustaba mucho la química. [...] Comparada con la física, empieza justo en el meollo de las cosas, y tardas muy poco en percibir la conexión entre lo que ves y una serie infinita de ideas que podrían existir en física, pero cuyo acceso desde esta es más difícil». Robert siempre sentiría gratitud hacia Klock por haberlo puesto en el camino de la ciencia. «Le encantaba la naturaleza contingente y abrupta del modo en que se descubren en realidad las cosas, y le encantaba despertar entusiasmo en los jóvenes».[55]

Cincuenta años después, los recuerdos que tenía Jane Didisheim de Robert eran particularmente vívidos. «Se ponía rojo enseguida. [Parecía] muy frágil, con las mejillas de color rosa intenso, muy tímido, y por supuesto muy brillante. La gente se daba cuenta enseguida de que era distinto de los demás, y superior. En lo que respectaba a los estudios, todo se le daba bien».[56]

El ambiente de protección que ofrecía la Escuela por la Cultura Ética era ideal para un polímata adolescente raro y atípico. Gracias a ella, Robert pudo brillar cuando y donde quiso, y lo resguardó de aquellos retos sociales a los que todavía no estaba preparado para enfrentarse. Esa misma burbuja de seguridad que le proporcionó la escuela puede ayudar a explicar su prolongada adolescencia. Pudo seguir siendo un niño y superar su inmadurez gradualmente, en lugar de ser arrancado de ella. A los dieciséis o diecisiete años solo tenía un amigo de verdad, Francis Fergusson, un chico becado de Nuevo México que fue compañero de clase suyo el último curso del instituto. Cuando se conocieron, en otoño de 1919, Robert se limitaba a haraganear. «Se dedicaba a perder el tiempo y buscar algo que lo mantuviera ocupado», recordaba Fergusson.[57] Además de las clases de historia, literatura inglesa, matemáticas y física, Robert se apuntó a griego, latín, francés y alemán. «Y seguía sacando sobresalientes en todo».[58] Se graduaría como el alumno con mejores notas de la clase.

Aparte de caminar y coleccionar rocas, la actividad física principal de Robert era navegar. Según dicen, era un marinero audaz y experto que llevaba el barco al límite. De niño había pulido sus habilidades en varias embarcaciones pequeñas, pero, cuando cumplió los dieciséis, Julius le compró un velero de 28 pies. Lo bautizó como Trimethy, nombre derivado del compuesto químico dióxido de trimetileno. Le encantaba navegar en tormentas de verano, arreciando el barco contra corriente por la bocana de la bahía de Fire Island y saliendo al Atlántico abierto. Su hermano, Frank, se acurrucaba en el puente de mando mientras Robert gritaba de alegría al viento, con la caña del timón entre las piernas, y viraba para meterse en la Gran Bahía Sur de Long Island. A sus padres no les casaba un comportamiento tan impetuoso con el tímido e introvertido Robert que conocían. Invariablemente, Ella se quedaba mirando por la ventana de la casa de Bay Shore buscando alguna pista del Trimethy en el horizonte. Más de una vez, Julius se vio obligado a salir a buscarlo en una lancha motora y traerlo de vuelta al puerto mientras le echaba la bronca por los riesgos en los que estaba poniendo no solo su vida, sino también la de otros. «Roberty, Roberty...», decía, meneando la cabeza.[59] Pero Robert no se apocaba; de hecho, nunca dejó de mostrar una confianza absoluta en su dominio del viento y el mar. Conocía plenamente sus capacidades y no veía por qué tenía que evitar una experiencia que era a todas luces una liberación emocional. Aun así, algunos amigos veían ese comportamiento que desplegaba en mares tempestuosos, si no insensato, sí como una muestra de su profunda arrogancia, o tal vez como una extensión no muy sorprendente de su resiliencia. Tenía una necesidad imperiosa de coquetear con el peligro.

Fergusson nunca olvidaría la primera vez que navegó con Robert. Los dos acababan de cumplir diecisiete años. «Era un día de primavera con mucho viento, hacía frío, la ventisca formaba olas pequeñas en la bahía y el aire estaba húmedo —relató este—. Me daba un poco de miedo porque no sabía si Robert sería capaz de navegar. Pero sí; ya era un marinero bastante experimentado. Su madre nos miraba desde la ventana del piso superior y seguro que sufría palpitaciones de todos los colores. Pero él la había convencido para que lo dejara salir. Sufría, pero se aguantó. Con el viento y las olas volvimos totalmente empapados. Me quedé muy impresionado».[60]

Robert se graduó en la Escuela por la Cultura Ética en la primavera de 1921, y aquel verano Julius y Ella se llevaron a sus hijos a Alemania.[61] Robert se fue por su cuenta durante unas semanas a hacer una prospección en unas viejas minas cercanas a Joachimsthal, al noreste de Berlín. (Ironías del destino, veinte años más tarde, los alemanes empezaron a extraer uranio de aquel mismo lugar para su proyecto de bomba atómica). Después de acampar en condiciones difíciles, Robert regresó con una maleta llena de muestras de rocas y lo que resultó ser un caso de disentería casi mortal. Lo embarcaron de vuelta a casa en una camilla y pasó tanto tiempo enfermo en cama que tuvo que posponer la asistencia a Harvard aquel otoño. Sus padres lo obligaron a quedarse en casa para recuperarse de la disentería y de la consecuente colitis, la cual lo fastidiaría el resto de su vida, además agravada por un deseo obstinado de comer picante. No era buen paciente. Aquel invierno fue muy largo, enclaustrado en el piso de Nueva York, y a veces se portaba mal, encerrándose en su habitación y haciendo caso omiso de los cuidados de su madre.

En primavera de 1922, Julius consideró que el chico ya estaba bien y podía salir de casa, y pidió a Herbert Smith que se lo llevara aquel verano por el sudoeste. El profesor de la Escuela por la Cultura Ética había realizado un viaje similar con otro alumno el verano anterior, y Julius pensó que una aventura por el Oeste ayudaría a su hijo a curtirse. Smith aceptó, pero se quedó atónito cuando, en privado, Robert le hizo una extraña petición poco antes de partir: le preguntó si podía viajar con el nombre de Smith, como si fuera su hermano pequeño. El profesor se negó sin pensarlo y no pudo evitar juzgar que al muchacho le incomodaba ser identificado como judío. De manera similar, Francis Fergusson, su compañero de clase, opinaría más tarde que tal vez su amigo era consciente de «su condición de judío y su riqueza, de sus relaciones en el Este y [de que] iba a Nuevo México en parte para escapar de todo aquello».[62] Otra compañera, Jeanette Mirsky, también pensaba que Robert no se sentía a gusto siendo judío. «A todos nos pasaba lo mismo», aseguró esta.[63] No obstante, pocos años después, en Harvard, Robert parecía mucho más tranquilo con su procedencia, y le dijo a un amigo de ascendencia escocesa e irlandesa: «Bueno, ni tú ni yo llegamos aquí en el Mayflower».

Empezando por el sur, Robert y Smith viajaron hasta las mesetas de Nuevo México. En Albuquerque se quedaron en casa de Fergusson y su familia. Robert disfrutó de su compañía, y la visita sentó las bases de una amistad que duraría toda la vida. Su anfitrión le presentó a otro albuquerqueño de su edad, Paul Horgan, quien también era precoz y tendría después una carrera de éxito como escritor. Este, igual que Fergusson, también iría a Harvard. A Robert le cayó bien Horgan y se quedó hechizado por la belleza de su hermana, Rosemary, de pelo oscuro y ojos azules. Frank Oppenheimer dijo que su hermano le confesó más tarde que se había sentido muy atraído por Rosemary.[64]

Cuando fueron a estudiar a Cambridge, continuaron su amistad, y Horgan diría en broma que eran «una gran troika de polímatas».[65] No obstante, Nuevo México despertó en Robert actitudes e intereses nuevos. Horgan conservaba con especial viveza las primeras impresiones que le causó su amigo: «Combinaba un ingenio increíblemente agudo con alegría y vitalidad. [...] A la hora de relacionarse con los demás, tenía una cualidad afable gracias a la que se integraba por completo, donde y cuando quiera que fuera».

Desde Albuquerque, Smith se llevó a Robert y a sus dos amigos, Paul y Francis, hasta un rancho de turismo llamado Los Pinos, situado a cuarenta kilómetros al noreste de Santa Fe y dirigido por una mujer de veintiocho años, Katherine Chaves Page. Esta joven, simpática pero autoritaria, se convertiría en amiga de Robert para toda la vida. Sin embargo, primero hubo un encaprichamiento: él se sintió muy atraído por ella. Acababa de casarse; el año anterior había estado enferma de gravedad y, al parecer en el lecho de muerte, había contraído matrimonio con un hombre de ascendencia inglesa, Winthrop Page, un hombre de negocios asentado en Chicago de la edad de su padre. Pero Katherine no murió, y su marido raramente pasaba tiempo en la zona del río Pecos.[66]

Los Chaves eran una familia aristocrática de hidalgos de antiguo abolengo procedente del sudoeste de España. El padre de Katherine, don Amado Chaves, fue quien había construido cerca del pueblo de Cowles el hermoso rancho, desde el que se disfrutaba de una vista magnífica del Pecos, hacia el norte, y la cordillera nevada Sangre de Cristo. Katherine era la «princesa reinante» de aquellos dominios, y Robert descubrió, para su alegría, que él era su cortesano favorito.[67] Se hicieron, según Fergusson, «muy amigos. [...] Él le llevaba flores todo el tiempo y la colmaba de halagos cada vez que la veía».[68]

Aquel verano, Katherine enseñó a Robert a montar a caballo, quien no tardó en salir a explorar la naturaleza virgen circundante en excursiones que a veces duraban cinco o seis días. Smith estaba sorprendido ante la resistencia, la resolución y la capacidad de adaptación del chico. Pese a su persistente mala salud y su apariencia frágil, estaba claro que Robert gozaba del desafío físico que suponía cabalgar, igual que disfrutaba al rozar el peligro con su velero. Un día que volvían desde Colorado, Robert quiso tomar un sendero nevado que cruzaba las montañas por el puerto más alto. Smith estaba seguro de que por ahí podían acabar muertos por congelación, pero el joven se empeñó en ello. El profesor propuso que se lo jugaran a cara o cruz. «Gracias a Dios que gané —recordaría este—. No sé cómo habría salido de esa si hubiera perdido».[69] Pensó que aquella intrepidez rayaba en lo suicida. Smith sintió siempre, en su trato con él, que era un chico a quien la posibilidad de morir no «le impediría hacer algo que tuviera muchas ganas de hacer».

Smith conocía a Robert desde que este tenía catorce años. Siempre había sido delicado físicamente y, en cierto modo, también vulnerable en sentido emocional. Pero al verlo en aquellos montes escabrosos, acampando en condiciones espartanas, Smith empezó a dudar si la persistente colitis no sería psicosomática. Se le pasó por la cabeza que esos episodios le ocurrían invariablemente cuando oía comentarios despectivos sobre los judíos; pensaba que había desarrollado la costumbre de «barrer los hechos insoportables bajo la alfombra». Era un mecanismo psicológico, creía Smith, que «cuando llegaba a extremos peligrosos, le daba problemas».

El profesor estaba al tanto de las últimas teorías freudianas acerca del desarrollo infantil, y concluyó, a raíz de las apacibles conversaciones que mantenían alrededor de la hoguera, que Robert tenía considerables problemas edípicos. «Nunca le oí ni media palabra de crítica hacia [su] madre —recordaba—. A [su] padre sí lo criticaba bastante».[70]

De adulto, sin duda Robert querría a su padre, transigiría con él y, hasta que murió, realizaría lo imposible por que se sintiera a gusto. Le presentaría a sus amigos y le haría sitio en su vida. Sin embargo, Smith notaba que Robert, al ser un chico especialmente tímido y sensible, sentía una vergüenza profunda ante la simpatía a veces torpe de su padre. Una noche, en torno a la hoguera, el joven le contó el incidente de la nevera del campamento Koenig: estaba claro que lo había provocado su padre al reaccionar de forma exagerada ante la carta en la que Robert les contaba que en las colonias se hablaba de sexo.[71] Durante la adolescencia se volvió cada vez más consciente de cuál era la ocupación de su padre, la confección de trajes, cosa que consideraba un oficio tradicional judío. Tiempo después, Smith se acordaría de que en aquel viaje de 1922, mientras estaban haciéndose el equipaje, le pidió a Robert que le doblara una chaqueta para meterla en la maleta. «Me miró con acritud y me dijo: “Pues claro. Un hijo de sastre tendrá que saber doblar la ropa, ¿no?”».[72]

Dejando de lado esas salidas de tono, Smith pensó que Robert creció emocionalmente y ganó en carácter y confianza durante su estancia en el rancho de Los Pinos. Y consideraba que en buena parte se debió a Katherine Page. Su amistad fue importantísima para el muchacho. El hecho de que tanto ella como sus aristocráticos amigos hidalgos aceptaran a aquel inseguro judío de Nueva York fue un punto de inflexión en la vida íntima de Robert. Desde luego, se sabía aceptado en el seno indulgente de la comunidad de la Cultura Ética neoyorquina, pero en Los Pinos encontró la aprobación de personas que le gustaban y que no pertenecían a su mundo. «Por primera vez en su vida —pensó Smith—, [Robert] se sintió querido, admirado e importante».[73] Robert atesoró ese sentimiento, y en los años venideros aprendería a cultivar las habilidades sociales necesarias para invocar esa admiración a voluntad.

Un día, Katherine, él y unos cuantos amigos de Los Pinos cogieron caballos de carga, partieron del pueblo de Frijoles, ubicado al oeste del río Grande, cabalgaron hacia el sur y ascendieron la meseta Pajarito, que alcanza una altitud de más de 3.000 metros. Cruzaron el Valle Grande, un cañón que se encuentra dentro de la caldera de Jémez; esta es un cráter volcánico semiesférico de casi veinte kilómetros de ancho. Después tomaron rumbo noreste, cabalgaron seis kilómetros y medio, y llegaron a otro cañón que toma su nombre del castellano, de los árboles que flanquean un arroyo que atraviesa el valle: Los Álamos. En aquel entonces, el único núcleo de población que había a muchos kilómetros a la redonda era un austero colegio de chicos, el rancho escuela de Los Álamos.

El físico Emilio Segrè escribiría años más tarde, cuando visitó el lugar, que era «un territorio hermoso y salvaje».[74] Praderas de pasto rompían las extensiones de bosques espesos de pinos y enebros. El rancho escuela se hallaba en la cima de una meseta de más de tres kilómetros de largo limitada al norte y al sur por cañones muy profundos.[75] Cuando Robert estuvo allí por primera vez, en 1922, la escuela solo contaba con unos veinticinco chicos, casi todos hijos de fabricantes de coches de Detroit, nuevos ricos. Iban en pantalón corto todo el año y dormían en porches acristalados sin calefacción. Cada uno era responsable de cuidar un caballo, y hacían salidas frecuentes de varios días en que cabalgaban hasta las cercanas montañas de Jémez. Robert se quedó admirado con el lugar, tan extremamente distinto de su ambiente de la Cultura Ética, y a lo largo de los años volvió repetidas veces a aquella desolada meseta.

Robert terminó aquel verano totalmente enamorado de la belleza inhóspita del desierto y las montañas de Nuevo México. Cuando, unos meses después, se enteró de que Smith estaba organizando un nuevo viaje a «territorio hopi», le escribió: «Pues claro que me das mucha envidia. Te veo cabalgando montaña abajo, hacia el desierto, en esa hora en que las tormentas de relámpagos y los atardeceres enjaezan el cielo. Te veo en el Pecos [...] pasando la noche a la luz de la luna en el monte Grass».[76]

2. «Su prisión propia»

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«Su prisión propia»

La idea de que iba por un camino despejado no era cierta.

ROBERT OPPENHEIMER

En septiembre de 1922, Robert Oppenheimer empezó a estudiar en Harvard. Aunque la universidad le concedía una beca, la rechazó «porque podía pasar muy bien sin el dinero».[1] En su lugar, le dieron un volumen de los escritos tempranos de Galileo. Le asignaron una habitación individual en Standish Hall, una residencia para estudiantes de primer año que daba al río Charles. A los diecinueve años, Robert era guapo pero peculiar. Todos sus rasgos eran extremos. La piel, blanca y fina, se le tensaba en los altos pómulos. Tenía los ojos de un azul extraordinariamente claro y brillante, que contrastaba con unas cejas negras y lustrosas.[2] Su pelo era hirsuto y rizado, y lo llevaba largo por arriba y corto por los lados, de modo que parecía aún más larguirucho que su casi metro ochenta de estatura. Era tan delgado —nunca pesó más de sesenta kilos— que daba la impresión de endeblez. La nariz recta, los labios finos y las orejas grandes, casi puntiagudas, acentuaban la sensación de delicadeza exagerada. Elaboraba las frases con una gramática refinada y se expresaba de modo florido, típicamente europeo, como le había enseñado su madre; y los gestos que al hablar hacía con las manos, finas y largas, parecían tortuosos. Su presencia era hipnótica y un poco extravagante.

Durante los tres años siguientes, que pasó en Harvard, su comportamiento no contribuyó a suavizar la impresión que daba de ser un joven estudioso, inmaduro y sin habilidades sociales. Si Nuevo México había abierto su personalidad, Cambridge lo devolvió a la introversión anterior. Allí floreció su intelecto, pero su sociabilidad hizo aguas; al menos, así se lo parecía a quienes lo conocían. Harvard era un bazar intelectual lleno de placeres para la mente, pero a Robert no le brindó la guía protectora ni el sustento devoto que le había proporcionado la Cultura Ética. Estaba solo, de modo que se replegó dentro de la seguridad que le proporcionaba su poderosa inteligencia. Parecía incapaz de no alardear de sus excentricidades. A menudo su dieta consistía en poco más que chocolate, cerveza y alcachofas. La comida no solía ser más que una tostada con crema de cacahuete y un chorro de sirope de chocolate. La mayoría de los compañeros de clase lo consideraban retraído. Por suerte, Francis Fergusson y Paul Horgan también estaban en Harvard aquel año, así que al menos tenía dos amigos de confianza. Hizo muy pocas amistades nuevas. Una de ellas fue Jeffries Wyman, un chico de la clase alta de Boston que empezaba un posgrado en Biología. «[A Robert] le resultaba muy difícil adaptarse socialmente —recordaba este—, y creo que lo pasaba mal a menudo. Supongo que se sentía solo y que no encajaba. [...] Éramos amigos, y él tenía otros, pero le faltaba algo [...] porque nuestra relación se basaba en gran medida, o debería decir totalmente, en lo intelectual».[3]

Introvertido y cultivado, Robert ya leía a autores tan oscuros como Chéjov y Katherine Mansfield. Su personaje shakespeariano favorito era Hamlet. Horgan evocaría años después que, «de muy joven, tenía accesos de melancolía y depresiones muy profundas. De cuando en cuando parecía quedarse emocionalmente incomunicado durante uno o dos días. Le pasó una o dos veces mientras yo estaba con él, y me agobié mucho, no tenía ni idea de por qué se ponía así».[4]

Algunas veces, su genio intelectual iba más allá de la mera ostentación. Wyman rememoró un día sofocante de primavera en que Oppenheimer entró en su habitación y le dijo: «Qué calor más insoportable. Llevo toda la tarde en la cama leyendo La teoría dinámica de los gases, de Jeans. No se puede hacer otra cosa con este bochorno».[5] (Cuarenta años después, Oppenheimer todavía conservaba un ejemplar desgastado y encostrado de sal de Electricidad y magnetismo, de James Hopwood Jeans).

En la primavera del primer año, Robert trabó amistad con Frederick Bernheim, un estudiante matriculado en el curso preparatorio de la carrera de Medicina que se había graduado en la Escuela por la Cultura Ética un año después que él. Compartían el interés por la ciencia y, como Fergusson estaba a punto de irse a Inglaterra con una beca Rhodes, Robert lo escogió como su nuevo mejor amigo. La mayoría de los chicos que se encontraban en edad universitaria solían tener muchos conocidos y pocos amigos íntimos; Robert, en cambio, solo tenía unas pocas amistades, pero eran sólidas.

En septiembre de 1923, al empezar segundo curso, Bernheim y él decidieron compartir una casa antigua, donde vivirían en habitaciones contiguas, en la calle Mount Auburn, 60, cerca de las oficinas de The Harvard Crimson. Robert decoró su habitación con una alfombra oriental, óleos y aguafuertes que se llevó de casa, y hacía el té con un samovar, un artilugio ruso a carbón. A Bernheim, más que fastidiarlo, las excentricidades de Robert lo divertían: «No era una persona que te hiciera sentir del todo a gusto porque siempre daba la impresión de estar muy enfrascado en sus pensamientos. Cuando compartimos casa, pasaba tardes encerrado en su habitación intentando hacer algo con la constante de Planck y cosas así. Me lo imaginaba convirtiéndose en una estrella de la física, y en cambio ahí estaba yo, rascando para sacarme la carrera».

Bernheim pensaba que Robert era un poco hipocondriaco. «Se metía en la cama con una esterilla eléctrica todas las noches, y una vez empezó a echar humo».[6] Entonces se despertó y corrió al baño con ella. Después volvió a la cama sin ser consciente de que la esterilla seguía ardiendo. Bernheim recordaba que tuvo que apagarla para que no se quemara la casa entera. Vivir con Robert era «un poco estresante —diría su amigo—, porque tenías que adaptarte más o menos a sus normas y a su humor. Desde luego, era dominante». Por complicado que fuera, Bernheim compartió casa con Robert durante los dos años que les quedaban en Harvard y le reconoció el mérito de haberlo motivado en su carrera posterior como investigador en medicina.

Solo otro estudiante de Harvard se pasaba por la casa de la calle Mount Auburn con regularidad. William Clouser Boyd conoció a Robert en clase de química y le cayó bien de inmediato. «Teníamos un montón de intereses en común aparte de la ciencia», recordaría.[7] Los dos escribían poesía, a veces en francés, y relatos cortos al estilo de Chéjov. Robert lo llamaba «Clowser», pronunciando mal adrede su segundo nombre. Este salía muchos fines de semana con él y Fred Bernheim al cabo Ann, situado a una hora en coche al noreste de Boston. Robert todavía no sabía conducir, así que iban en el Willys Overland de Bernheim y pasaban la noche en un hostal de Folly Cove, cerca de Gloucester, donde se comía muy bien. Boyd terminaría la carrera en Harvard en tres años y, como Robert, trabajó duro para conseguirlo. Obviamente, nuestro protagonista pasaba muchas horas estudiando en su habitación, pero Boyd recuerda que «se guardaba mucho de que lo pillaras estudiando». También creía que Robert le daba muchas vueltas en lo intelectual. «Tenía una mente muy rápida. Por ejemplo, cuando alguien planteaba un problema, él podía dar dos o tres respuestas erróneas y después la correcta, mientras que a mí no se me había ocurrido ni una».[8]

Lo único que Boyd y Oppenheimer no tenían en común era la música. «Me encantaba la música —referiría aquel—. En cambio, él iría a la ópera una vez al año, con Bernheim y conmigo normalmente, y se marchaba después del primer acto. No aguantaba más».[9] Herbert Smith también había advertido aquella peculiaridad, y una vez le dijo: «Eres el único físico que conozco al que no le gusta la música».

Al principio, Robert no estaba seguro de qué camino académico tomar. Asistió a unos cuantos cursos inconexos: de filosofía, literatura francesa, inglés, introducción al cálculo, historia y tres asignaturas de química (Análisis cualitativo, Análisis de gases y Química orgánica). Se planteó brevemente estudiar Arquitectura y, como también le había entusiasmado el griego que había aprendido en el instituto, pensó asimismo en especializarse en clásicas o incluso hacerse poeta o pintor. «La idea de que iba por un camino despejado no era cierta», recordaría.[10] Al fin, en pocos meses se decantó por su pasión primera, la química. Resuelto a graduarse en tres años, se matriculó en el máximo de asignaturas posibles, seis, y además cada semestre se las apañaba para asistir como oyente a dos o tres más. Sin apenas vida social, estudiaba horas y horas, aunque procuraba ocultarlo, porque para él era importante aparentar que su inteligencia brillaba sin que tuviera que esforzarse. Leyó las tres mil páginas del clásico de Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Asimismo, se empapó de literatura francesa y empezó a escribir poesía, ejemplos de la cual aparecieron en Hound and Horn, un periódico estudiantil. «Cuando estoy inspirado —escribió a Herbert Smith— compongo versos. Tal como has señalado con tanta agudeza, no están destinados a que nadie los someta a escrutinio, ni son adecuados para ello; además, imponer a los demás los excesos masturbatorios de uno es un crimen. Pero los meteré en un cajón un tiempo y, si quieres verlos, te los enviaré».[11] Aquel año se publicó La tierra baldía, de T. S. Eliot, y, cuando Robert lo leyó, se identificó de inmediato con el exiguo existencialismo del poeta. La poesía de Oppenheimer trataba la tristeza y la soledad. Al inicio de su estancia en Harvard escribió estos versos:

El amanecer inviste nuestra sustancia con deseo

y la luz lenta nos traiciona, y a nuestra melancolía:

cuando el azafrán celeste

se desvanece y pierde el color,

y el sol

se vuelve estéril, y el fuego creciente

nos incita a despertar,

de nuevo nos encontramos

cada uno en su prisión propia, preparados, incapaces

de negociar

con otros hombres.[12]

La política cultural de Harvard a principios de los años veinte era rotundamente conservadora. Poco después de que llegara Robert, la universidad impuso una cuota para restringir el acceso a estudiantes judíos. (En 1922, la población estudiantil judía había alcanzado el 21 por ciento). En 1924, el Harvard Crimson publicó en primera plana que el antiguo rector de la universidad, Charles W. Eliot, había calificado públicamente de «lamentable» que cada vez más individuos «de raza judía» se casaran con cristianos. Según dijo, pocos de esos matrimonios mixtos salían bien y, como los biólogos habían determinado que los judíos son «dominantes», los hijos de dichos matrimonios «parecerán solo judíos».[13] Si bien Harvard admitía a unos pocos negros, el rector A.Lawrence Lowell se negó en redondo a que vivieran con blancos en la residencia de estudiantes de primero.

A Oppenheimer no le eran ajenos esos problemas. De hecho, a principios de aquel otoño de 1922 se unió al Club Estudiantil Liberal, fundado tres años antes como lugar de debate para que los estudiantes hablaran de política y asuntos de actualidad. Durante los primeros años, el club atrajo un público multitudinario y contaba con conferenciantes de la talla del periodista liberal Lincoln Steffens; Samuel Gompers, de la Federación Estadounidense del Trabajo, y el pacifista A. J.Muste. En marzo de 1923, el club se posicionó formalmente contra la política discriminatoria de admisiones de la universidad.[14] Aunque el club se había labrado fama de defender puntos de vista radicales, a Robert no le impresionó, y escribió a Smith acerca de «la pomposidad necia del Club Liberal».[15] En ese primer contacto con la política organizada se sintió «como un pez fuera del agua». No obstante, un día fue a comer a las dependencias del club, en la calle Winthrop, n.º 66, y le presentaron a un estudiante de último año, John Edsall, que lo convenció rápidamente para que le ayudara a publicar un nuevo periódico estudiantil. Echando mano del griego, propuso a Edsall que se llamara The Gad-fly («el tábano»); en la portada había una cita en griego en la que se describía a Sócrates como el tábano de los atenienses. El primer número de The Gad-fly salió en diciembre de 1922, y Robert figuraba en la mancheta como subeditor. Recordaba haber escrito unos cuantos artículos, sin firmar. The Gad-fly no se consolidó en el campus y solo sobreviven cuatro números. De todos modos, la amistad entre Robert y Edsall sí perduró.

Hacia el final del primer año de carrera, Oppenheimer reconoció que se había equivocado al escoger Química como especialidad. «No puedo acordarme de cómo llegué a la conclusión de que lo que me gustaba de la química era algo muy cercano a la física —aseguró—. Es evidente que, si estás leyendo química física y empiezas a encontrarte con ideas de termodinámica y de mecánica estadística, quieres saber más. [...] Es un poco raro; nunca hice ningún curso elemental de física».[16] Aún matriculado en la especialidad de Química, en primavera formuló una petición al departamento de Física para que lo admitieran en los cursos del grado con el fin de poder asistir a clases avanzadas de esa especialidad. Para demostrar que tenía algunos conocimientos al respecto, elaboró una lista con quince libros que dijo haber leído. Años más tarde se enteró de que, cuando el comité de la facultad se reunió para considerar su petición, un profesor, George Washington Pierce, comentó en broma: «Obviamente, si [Oppenheimer] dice haber leído estos libros, es un mentiroso, pero se merecería el doctorado solo por conocer los títulos».[17]

Su profesor principal de física fue Percy Bridgman (1882-1961), quien más tarde ganaría el Nobel. «[...] me pareció un profesor maravilloso —dijo de él Oppenheimer—, porque nunca terminaba de aceptar las cosas tal como eran y siempre consideraba todos los detalles».[18] «Un estudiante muy inteligente —opinaría Bridgman más tarde de su alumno—. Sabía lo bastante para hacer preguntas». Pero, cuando este le encargó la tarea de hacer un experimento de laboratorio que requería elaborar una aleación de cobre y níquel en un horno casero, resultó que Oppenheimer «no distinguía un extremo del soldador del otro». Era tan torpe con el galvanómetro que había que cambiarle las delicadas suspensiones cada vez que lo usaba. Aun así, Robert perseveró, y Bridgman consideró los resultados lo bastante interesantes para publicarlos en una revista científica. El joven era precoz y, en ocasiones, también petulante y molesto. Bridgman lo invitó una tarde a su casa a tomar té. En cierto momento le mostró una fotografía del templo de Segesta, en Sicilia, construido, dijo, sobre el 400 a.C. Oppenheimer discrepó de inmediato: «Por los capiteles de las columnas diría que se construyó cincuenta años antes».[19]

Cuando el famoso físico danés Niels Bohr dio dos conferencias en Harvard en octubre de 1923, Robert estaba resuelto a ir a las dos.[20] El susodicho había ganado el Nobel el año anterior por «sus investigaciones de la estructura de los átomos y de la radiación que emana de ellos». Oppenheimer diría más adelante que «sería difícil exagerar cuánto admiro a Bohr».[21]Ya en aquel entonces, cuando lo vio por primera vez, le causó un impacto profundo. El profesor Bridgman señalaría posteriormente que «todo el mundo que conocía a [Bohr] se llevaba la misma primera impresión: extraordinariamente agradable. Muy pocas veces he conocido a alguien con unos objetivos tan claros, una devoción tan sincera y que pareciera carecer tanto de malicia como él. [...] Ahora lo idolatran como a un dios científico en casi toda Europa».

Oppenheimer se aproximó al estudio de la física de forma ecléctica, incluso aleatoria. Se centró en los problemas abstractos más interesantes de este campo y se saltó lo básico y aburrido. Años después confesó sentirse inseguro por las lagunas de conocimiento que tenía. «Todavía hoy —dijo a un entrevistador en 1963— me entra el pánico cuando pienso en un anillo de humo o en vibraciones elásticas. No hay nada ahí, son como agujeros tapados por una capa fina de piel. De la misma manera, mi formación matemática era muy primitiva, incluso para la época. [...] Asistí a un curso de [J. E.] Littlewood sobre teoría de números. Estuvo bien, pero no era la mejor manera de aprender matemáticas si querías dedicarte profesionalmente a la física».[22]

Cuando Alfred North Whitehead, filósofo y matemático, llegó al campus, solo Robert y otro estudiante tuvieron el valor de apuntarse al curso que daba. En él analizaron con todo detalle los tres volúmenes de los Principia mathematica, escritos por Bertrand Russell y el propio profesor. «Me lo pasé en grande —recordaría Oppenheimer— leyendo los Principia con Whitehead, que ya los había olvidado, de modo que fue profesor y alumno a la vez».[23] Pese a esa experiencia, Oppenheimer siempre se consideró muy malo en matemáticas. «Nunca aprendí mucho. Probablemente aprendí bastante más gracias a un método al que no suele dársele demasiado crédito: estar con gente. [...] Debería haber estudiado más matemáticas. Creo que me habrían gustado, pero era impaciente y no les daba importancia».

Es cierto que había lagunas en su educación, pero en general Harvard le hizo bien, tal como reconoció ante su amigo Paul Horgan. En otoño de 1923, Robert le escribió una carta satírica en la que hablaba de sí mismo en tercera persona: «[Oppenheimer] ha crecido y se ha hecho todo un hombre, no tienes ni idea de cómo lo ha cambiado Harvard. Mucho me temo que estudiar tanto no ha sido bueno para su espíritu. Dice unas cosas tremendas. La otra noche, por ejemplo, estaba discutiendo con él y le pregunté: “Pero tú crees en Dios, ¿no?”. Y me respondió: “Creo en la segunda ley de la termodinámica, en el principio de Hamilton, en Bertrand Russell y”, esto no te lo vas a creer, “en Siegfried [sic] Freud”».[24]

A Horgan, Robert le parecía fascinante y cautivador. Pero él era brillante a su vez; en el transcurso de su larga vida escribió diecisiete novelas y veinte libros de historia, y ganó el Pulitzer dos veces. Siempre vería a Oppenheimer como un polímata raro e inestimable. «Hay muy pocos Leonardos y Oppenheimers —escribió Horgan en 1988—, pero su maravilloso amor por el conocimiento y el modo de transmitirlo, como individuos entendidos y como artífices de hitos históricos, nos ofrecen al menos un ideal según el cual juzgar y medirnos».[25]

Durante los años que pasó en Harvard, Robert mantuvo una correspondencia frecuente con Herbert Smith, su profesor de la Escuela por la Cultura Ética y su guía en Nuevo México. En invierno de 1923 trató de expresar con intrincada ironía cómo era su vida en la universidad: «Eres magnánimo y me preguntas qué hago —escribió Oppenheimer a Smith—. Aparte de las actividades expuestas en la repugnante nota de la semana pasada, trabajo y escribo un sinfín de tesis, notas, poemas, historias y tonterías; voy a la biblio[teca] de mate[mática]s y leo, y a la biblio[teca] de filo[sofía] y divido mi tiempo entre Minherr [Bertrand] Russell y la contemplación de una dama hermosa y encantadora que está escribiendo una tesis sobre Spinoza (qué ironía tan deliciosa, ¿no crees?); hago pócimas apestosas en tres laboratorios, escucho a [el profesor Louis] Allard contar curiosidades sobre Racine, sirvo el té y hablo como un erudito a unas cuantas almas perdidas, salgo el fin de semana a destilar energía de baja calidad en risas y cansancio, leo en griego, hago el ridículo, busco la correspondencia en mi mesa y deseo estar muerto. Voilà».[26]

Dejando de lado el humor negro, Robert seguía sufriendo episodios periódicos de depresión.[27] Algunos los causaban las visitas de su familia a Cambridge. Fergusson recuerda salir a comer con él y algunos parientes (no sus padres), y ver cómo su amigo palidecía literalmente del esfuerzo por ser educado. Después, Robert se llevaba a Fergusson a patear las calles, kilómetros y kilómetros, mientras hablaba sin cesar de algún problema de física en voz baja y monótona. Andar era su única terapia. Fred Bernheim recordaba haber caminado por la montaña una noche de invierno hasta las tres de la madrugada. En una de aquellas caminatas invernales, alguien retó a los chicos a tirarse al río. Robert y al menos uno de sus amigos se desnudaron y se arrojaron al agua helada.

Echando la vista atrás, todos sus amigos señalan que en aquellos años parecía estar luchando con demonios internos. «Siempre me sentía descontento conmigo mismo —diría Oppenheimer más tarde sobre aquel periodo de su vida—. Era muy poco sensible con los seres humanos y tenía muy poca humildad ante las realidades de este mundo».[28]

Bajo algunos problemas de Robert subyacía la insatisfacción del deseo sexual. A los veinte años no era el único, por supuesto. Muy pocos amigos suyos tenían una vida social que incluyese mujeres. Ninguno de ellos recuerda que Robert quedara con ninguna. Wyman diría que ambos estaban «demasiado enamorados» de la vida intelectual «para pensar en chicas. [...] Todos pasábamos por una serie de idilios amorosos [con ideas; ...] pero quizá nos faltaban ciertos tipos de idilios más mundanos que hacen la vida más fácil».[29] Sin duda, en el interior de Robert bullía un torbellino de deseos voluptuosos, como evidencian algunos poemas, claramente eróticos, que escribió durante aquel periodo:

Esta noche lleva una capa de piel de foca,

diamantes negros destellan donde el agua le envuelve los muslos

y centelleos malsanos conspiran para sorprender

la palpitación que justifica el ansia con la violación.[30]

En el invierno de 1923-1924 escribió lo que llamó «mi primer poema de amor» en honor de aquella «dama hermosa y encantadora que está escribiendo una tesis sobre Spinoza». Contemplaba a aquella mujer misteriosa de lejos en la biblioteca, pero al parecer nunca habló con ella.

No, sé que ha habido otros que han leído a Spinoza, incluso yo;

otros que han cruzado sus blancos brazos

sobre las ocres páginas;

otros, demasiado puros para mirar, siquiera un segundo,

más allá del sagrado esfínter de su erudición.

Pero ¿qué me importa todo eso?

Tienes que venir, digo, y ver las gaviotas,

doradas bajo el sol tardío;

tienes que venir y hablarme y explicarme por qué,

en este mismo mundo, nubes pequeñas y blancas,

como guata de algodón, si quieres, o lencería,

ya he oído eso antes...

Nubes pequeñas y blancas flotan con tal silencio

por el cielo limpio,

y tú deberías sentarte, pálida, con un vestido negro que habría adornado

la conciencia ascética y adusta de un benedictino,

y leer a Spinoza, y que el viento arrastre las nubes,

y que yo me ahogue en un éxtasis de carencia...

Bueno, ¿y qué pasa si olvido,

si olvido a Spinoza y tu constancia,

si lo olvido todo hasta que solo me quede

apenas media esperanza y media pena

y los innumerables trechos de mar?[31]

Incapaz de entablar una relación, se mantenía distante, deseando, como dice el poema, que ella dé el primer paso: «Tienes que venir y hablarme». Siente «apenas media esperanza y media pena». Semejante mezcla de emociones poderosas no es, desde luego, extraña en un joven que aún no ha madurado, pero alguien debería haberle dicho que no era el único.

Una y otra vez, siempre que se sentía angustiado, Robert recurría a Smith, su antiguo profesor. A finales de invierno de 1924 le escribió presa de una gran «aflicción» debida a una crisis emocional. La carta no se ha conservado, pero tenemos la respuesta de Robert a aquella en que Smith lo consolaba. «Lo que más me ha aliviado, creo —le dijo—, es que has percibido en mi angustia cierta similitud con la que tú has sufrido; nunca se me habría ocurrido que nadie que se me aparece ahora en todos los aspectos tan impecable y tan envidiable pudiera, en modo alguno, encontrarse en una situación comparable a la mía. [...] En sentido abstracto, creo que es una lástima horrible que haya tanta gente buena que no conozco, que me pierda tantas alegrías. Pero tienes razón. Al menos para mí el deseo no es una necesidad; es una impertinencia».[32]

Después de concluir el primer año de Harvard, su padre le buscó un empleo de verano en un laboratorio de New Jersey. Pero se aburría. «El trabajo y la gente son lánguidos, están aburguesados y muertos —escribió a Francis Fergusson, quien se encontraba en el maravilloso Los Pinos—. Hay muy poco que hacer y nada que te sorprenda. [...] ¡Cómo te envidio! [...] Francis, me asfixias con angustia y desesperación; todo cuanto puedo hacer es integrar el “Amor vincit omnia” de Chaucer en la estructura de mis inmutabilidades físicoquímicas».[33] Sus amigos estaban acostumbrados a ese lenguaje florido. «Siempre que empieza algo nuevo —observaría Francis más adelante— lo exagera». Paul Horgan también recordaba la «tendencia barroca de Robert a exagerar». En cualquier caso, dejó el trabajo del laboratorio y pasó el mes de agosto en Bay Shore, donde dedicó mucho tiempo a navegar con Horgan, quien había aceptado compartir las vacaciones con él.

En junio de 1925, después de solo tres años de estudios, Robert se graduó summa cum laude con el título de grado en Química. Entró en el cuadro de honor y fue uno de los treinta estudiantes elegidos para ser miembros de la Phi Beta Kappa.[34] Aquel año escribió a Herbert Smith en tono de broma: «Ni siquiera cuando esté en las últimas etapas de afasia senil diré que la educación, en sentido académico, fue secundaria cuando estuve en la universidad. Me trago de cinco a diez libracos científicos por semana y hago ver que investigo. Si al final tengo que conformarme con analizar pasta de dientes, no quiero saberlo antes de tiempo».[35]

Analizar pasta de dientes no era un futuro probable para un graduado en Harvard que aquel último año había cursado materias como «Química coloidal», «Historia de Inglaterra desde 1688 hasta el presente», «Introducción a la teoría de funciones potenciales y la ecuación de Laplace», «La teoría analítica del calor y los problemas de las vibraciones inelásticas» y «Teoría matemática de la electricidad y el magnetismo». Sin embargo, décadas después volvería la mirada a sus años de estudiante y confesaría: «Aunque me gustaba estudiar, toqué muchos palos e hice lo que me dio la gana. Creo que no me lo merecía, pero saqué excelentes en todas las asignaturas». Pensó que había adquirido «una familiaridad rápida, superficial e impaciente con algunos temas de física, con lagunas tremendas y muchas veces con una falta tremenda de práctica y disciplina».[36]

Robert y sus amigos William C. Boyd y Frederick Bernheim se saltaron la ceremonia de graduación y lo celebraron en privado, en una habitación de la residencia, con alcohol de laboratorio. «Boyd y yo nos pusimos como cubas —rememoró Bernheim—. Me parece que Robert solo se bebió un vaso y se fue a dormir».[37] Aquel fin de semana, Oppenheimer se llevó a Boyd a la casa de Bay Shore y navegaron en su querido Trimethy hasta Fire Island. «Nos quitamos la ropa —recordaba este— y paseamos por la playa. Nos quemamos bien». Robert podía haberse quedado en Harvard (le ofrecieron una beca), pero tenía ambiciones más elevadas. Se había graduado en la especialidad de Química, pero lo que lo motivaba era la física, y sabía que, en ese mundo, el Cambridge de Inglaterra estaba «más cerca del centro».[38] Con la esperanza de que lo tomara bajo su tutela el eminente físico neozelandés Ernest Rutherford, ensalzado como el hombre que, en 1911, desarrolló por primera vez un modelo del núcleo atómico, Robert convenció a su profesor de Física, Percy Bridgman, de que le escribiera una carta de recomendación. En ella, explicó con sinceridad que Oppenheimer poseía «un poder de asimilación prodigioso», pero que «flojeaba en la experimentación. Tiene una mente analítica más que física, y no se siente a gusto con las manipulaciones del laboratorio. [...] Me parece un poco arriesgado afirmar que Oppenheimer contribuirá jamás con alguna revelación de importancia, pero, si llega a hacerlo, creo que será un éxito muy insólito».

Bridgman concluía con comentarios, habituales en aquella época y lugar, acerca de la condición judía de su alumno: «Como sugiere su nombre, Oppenheimer es judío, pero carece por entero de las características típicas de su raza. Es un joven alto, bien parecido, con cierta timidez cautivadora en los modales, y no creo necesario que albergue usted ninguna duda en este sentido a la hora de considerar su solicitud».[39]

Con la esperanza de que la carta de Bridgman le facilitara la admisión en el laboratorio de Rutherford, Robert pasó el mes de agosto en su querido Nuevo México. Es significativo que llevara a sus padres consigo y les mostrara sus hectáreas de paraíso. Los Oppenheimer se alojaron unos días en el Bishop’s Lodge, en las afueras de Santa Fe, y luego viajaron hacia el norte hasta el rancho de Katherine Page, Los Pinos. «A mis padres les gusta bastante el sitio —escribió Robert, con visible orgullo, a Herbert Smith— y han empezado a cabalgar un poco. Es curioso que disfruten de la poca importancia que se da a la cortesía en el lugar».

Con su hermano, Frank, que ya tenía trece años, y Paul Horgan, que había vuelto de Harvard para pasar el verano, hacían largas excursiones a caballo por las montañas. Horgan recuerda alquilar caballos en Santa Fe y cabalgar con Robert por la ruta del lago Peak, que cruza la sierra Sangre de Cristo y desciende hasta el pueblo de Cowles: «Llegamos a la bifurcación de la cima de la montaña en medio de una tormenta espantosa, [...] una lluvia torrencial, copiosa. Nos sentamos bajo los caballos, comimos naranjas y nos calamos. [...] Estaba mirando a Robert y de repente veo que se le pone el pelo de punta por la estática. Fascinante».[40] Cuando al fin llegaron a Los Pinos, por la noche, en las ventanas de Katy Page había luz. «Cómo lo agradecimos —dijo Horgan—. Nos dio la bienvenida y pasamos unos días maravillosos allí. Ella nos llamó desde entonces “mis esclavos”. “Aquí vienen mis esclavos”».

Mientras la señora Oppenheimer pasaba el rato sentada a la sombra en el porche que rodeaba el rancho de Los Pinos, Page y sus «esclavos» salían a cabalgar todo el día por las montañas cercanas. En una de aquellas excursiones, Robert descubrió en las laderas orientales del Santa Fe Baldy un lago pequeño que no aparecía en los mapas y le puso el nombre de lago Katherine.

Es probable que en una de aquellas largas salidas Robert fumara por primera vez. Page enseñó a los chicos a ir ligeros de equipaje, con solo lo mínimo. Una noche que pasaron en ruta, Robert se encontró con que se le había acabado la comida, y alguien le ofreció una pipa para aplacar las punzadas del hambre. A partir de entonces, el tabaco de pipa y los cigarrillos se convirtieron en una adicción de por vida.[41]

De vuelta en Nueva York, Robert abrió el correo y se encontró con que Ernest Rutherford había rechazado su solicitud. «Rutherford no me quiso —recordaría Oppenheimer—. No tenía en muy alta consideración a Bridgman, y mis acreditaciones eran bastante peculiares».[42] Sin embargo, al final, el neozelandés pasó la solicitud de Robert a J. J. Thomson, el célebre predecesor de Rutherford como director de los Laboratorios Cavendish. A sus sesenta y nueve años de edad, Thomson, que había ganado el Nobel de Física en 1906 por la detección del electrón, ya no estaba en activo como físico. En 1919 renunció a sus responsabilidades administrativas, y para 1925 pasaba esporádicamente por el laboratorio y tutorizaba solo al estudiante de turno. Con todo, Robert se alegró mucho cuando se enteró de que Thomson había aceptado supervisar sus estudios. Había escogido la física como su vocación, y estaba seguro de que el futuro de esta —y el suyo— se hallaban en Europa.

3. «Estoy pasándolo bastante mal»

3

«Estoy pasándolo bastante mal»

No estoy bien, y tengo miedo de ir a verte ahora por temor a que ocurra algo melodramático.

ROBERT OPPENHEIMER,

23 de enero de 1926

Harvard fue una experiencia agridulce para Robert. Creció intelectualmente, pero sus vivencias sociales lo dejaron en un estado emocional tenso y exhausto. La rutina diaria de la vida de estudiante, tan estructurada, le proporcionó un escudo; de nuevo fue la estrella de la clase. Después, esa protección desaparecería, y Robert padecería una serie de crisis existenciales casi funestas que empezarían aquel otoño y se prolongarían hasta la primavera de 1926.

A mediados de septiembre de 1925, Oppenheimer se embarcó rumbo a Inglaterra.[1] Francis Fergusson y él quedaron en encontrarse en el pueblecito de Swanage, en Dorset, en el sudoeste de Inglaterra. Francis había pasado el verano viajando por Europa con su madre y tenía ganas de disfrutar de compañía masculina. Durante diez días caminaron por los acantilados de la costa mientras se contaban sus últimas aventuras. Pese a no haberse visto en dos años, habían mantenido el contacto mediante correspondencia, así que no se habían distanciado.

«Cuando lo vi en la estación —escribiría Fergusson después— parecía haber ganado en confianza, en fortaleza y en integridad, [...] estaba mucho menos cohibido delante de mi madre. Más tarde descubrí que eso se debía a que casi se había enamorado de una atractiva gentil en Nuevo México».[2] De todos modos, Fergusson notaba que Robert, a sus veintiún años, «estaba muy confuso con respecto a su vida sexual».[3] Por su parte, él le reveló «todas las cosas que me habían gustado y sobre las que yo debía guardar silencio». Sin embargo, al mirar atrás, Fergusson pensó que se había desahogado en exceso. «Fui cruel y estúpido —escribió— al explicarle con tanto detalle [esas cosas] a Robert. Al final consumé lo que Jean [una amiga] habría llamado una violación mental de primera».[4]

Fergusson llevaba ya dos años en Oxford con una beca Rhodes. Siempre había sido más maduro que Oppenheimer, que se quedó admirado por la naturalidad y el refinamiento social que había adquirido. Por un lado, Francis salía con una chica desde hacía unos tres años, una joven llamada Frances Keeley que Robert conocía de la Escuela por la Cultura Ética. Por otro lado, a este le impresionó la seguridad en sí mismo que mostró su amigo al abandonar los estudios de Biología por su pasión primera, la literatura y la poesía. Se movía en círculos elitistas e iba de visita a las casas de campo de familias inglesas de clase alta. Robert se descubrió envidioso del florecimiento de la mundanidad de su amigo. Se separaron, uno a Oxford y el otro a Cambridge, con la promesa de verse de nuevo en las vacaciones de Navidad.

La llegada de Robert a los Laboratorios Cavendish (Cambridge) coincidió con una época de euforia en el mundo de la física. A principios de los años veinte, algunos físicos europeos —Niels Bohr y Werner Heisenberg, entre otros— estaban forjando una teoría que llamaban física cuántica (o mecánica cuántica). En pocas palabras, esta es el estudio de las leyes que se aplican al comportamiento de los fenómenos en una escala muy pequeña, la de las moléculas y los átomos. La teoría cuántica no tardaría en reemplazar a la física clásica cuando se trataba de fenómenos subatómicos como, por ejemplo, el electrón que orbita alrededor del núcleo de un átomo de hidrógeno.[5]

Si bien fue un momento de auge para la física europea, Oppenheimer y muchos graduados en Física de Estados Unidos no estaban al corriente de ello. «Yo seguía siendo, en el mal sentido de la palabra, un estudiante —recordaría—. No supe nada de mecánica cuántica hasta que llegué a Europa. No supe nada del espín del electrón hasta que llegué a Europa. No creo que en la primavera de 1925 se supiera nada de todo aquello en Estados Unidos; al menos yo no sabía nada».[6]

Robert se instaló en un piso deprimente al que más tarde llamaría un «miserable agujero». Comía y cenaba en la universidad y pasaba los días en un rincón del laboratorio de J. J. Thomson, ubicado en el sótano, haciendo unas películas finas de berilio que se usaban para estudiar los electrones. Era un proceso laborioso que requería la evaporación del berilio sobre colodión, y después había que retirar este derivado con mucho cuidado. Torpe e incapaz de hacer aquel meticuloso trabajo, Robert no tardó en esquivar el laboratorio. En su lugar, pasaba el tiempo asistiendo a seminarios y leyendo revistas de física. De todos modos, aunque su trabajo de laboratorio fuera «más bien una farsa», le proporcionó la oportunidad de conocer a físicos como Rutherford, Chadwick y C. F. Powell. «Conocí a [Patrick M. S.] Blackett; me pareció una persona muy agradable», evocaría Oppenheimer décadas más tarde.[7] El profesor, que ganaría el Premio Nobel de Física en 1948, fue enseguida mentor de Robert. Era un inglés alto y elegante de ideología política francamente socialista, y se había graduado en Física en Cambridge solo tres años antes.

En noviembre de 1925, Robert escribió a Fergusson: «El sitio es muy enriquecedor y está lleno de tesoros jugosos, y, aunque sea totalmente incapaz de disfrutar de ellos, tengo la oportunidad de ver a mucha gente; entre ella, y algunos son buenos. En efecto, aquí hay unos cuantos físicos buenos, me refiero a los jóvenes. [...] Me han llevado a toda clase de sitios: a una reunión de matemáticas avanzadas del Trinity, a otra pacifista secreta, a un club sionista y a varias asociaciones científicas bastante mustias. Pero todas las personas válidas a las que he visto están metidas en ciencias. [...] —Entonces abandona la chulería y confiesa—: Estoy pasándolo bastante mal. El trabajo de laboratorio es aburridísimo, y se me da tan mal que me resulta imposible sentir que aprendo algo, [...] las clases son horribles».[8]

Las dificultades que padecía en el laboratorio se vieron agravadas por el deterioro de su estado emocional. Un día se descubrió con la mirada perdida en una pizarra negra y una tiza en la mano murmurando: «La cuestión es, la cuestión es, la cuestión es...».[9] Jeffries Wyman, su amigo de Harvard, que también estaba en Cambridge aquel año, distinguió signos de angustia en Robert. Un día entró en su habitación y lo encontró tumbado en el suelo, gimiendo y rodando de lado a lado. En otro relato de aquel incidente, Wyman reveló que Oppenheimer le había confesado que «se sentía tan desgraciado en Cambridge, tan infeliz, que a veces se echaba en el suelo y rodaba de lado a lado, eso me dijo».[10] En otra ocasión, Rutherford lo vio desplomarse como un saco en el laboratorio.[11]

Tampoco lo ayudaba el hecho de que algunos de sus amigos más cercanos estuvieran encaminándose tan pronto hacia la vida familiar.[12] Su compañero de habitación de Harvard, Fred Bernheim, también se encontraba en Cambridge y había conocido a una mujer que no tardaría en ser su esposa. Robert advertía que su amistad con él, como preveía, estaba apagándose. «Con Fred las cosas se han complicado tremendamente —explicó Oppenheimer a Fergusson—, y hubo una noche horrible, hace dos semanas, en la Luna. No lo he visto desde entonces, y me sonrojo cuando pienso en él. Y una confesión dostoyevskiana por su parte».[13]

Robert exigía mucho a sus amigos, a veces demasiado. «En cierto sentido —recordaría Bernheim— fue un alivio. [...] Su intensidad y su ímpetu siempre me provocaron cierta incomodidad».[14] En su presencia se sentía como exhausto de energía. Robert, obstinado, intentó revivir la amistad, pero Bernheim al final le dijo que iba a casarse y que «no podíamos recuperar lo que tuvimos en Harvard». Más que ofendido, Oppenheimer estaba perplejo ante el hecho de que alguien a quien había conocido tan bien decidiera dejar de orbitar en torno a él. Igual de sorprendido se quedó al enterarse de que Jane Didisheim, una compañera de la Escuela por la Cultura Ética, ya se hubiera casado. Robert siempre le había tenido cariño, y al parecer le desconcertó mucho que una mujer de su misma edad pudiera estar casada tan temprano (con un francés) y embarazada.[15]

Hacia el final de aquel semestre, en otoño, Fergusson concluyó que Robert sufría «una depresión de primera».[16] Sus padres también sospecharon que su hijo estaba en crisis. Según su amigo, «se le agudizó la depresión y se le hizo explícita a causa de la lucha que mantenía respecto a su madre». Julius y Ella insistieron en cruzar el Atlántico cuanto antes para estar con su atribulado hijo. «Robert quería que su madre estuviera con él —escribió Fergusson en su diario—, pero sentía que debía disuadirla de que viniera. [...] Por eso, cuando se subió al tren que llevaba a Southampton, donde se encontraría con ella, estalló como un demente».

Fergusson fue testigo únicamente de algunos acontecimientos extraordinarios que sucedieron aquel invierno, aunque es evidente que muchos detalles solo podía conocerlos por boca de Robert. Y es muy posible —de hecho, es casi seguro— que, al narrar sus experiencias, este dejara que su vívida imaginación coloreara las historias. El «Relato de las aventuras de Robert Oppenheimer en Europa» de Fergusson está datado simplemente en febrero de 1926, y el contexto apunta a que se escribió justo entonces. En cualquier caso, Fergusson no reveló las confidencias de su amigo hasta muchos años después de que este muriera.

Según el relato, en el tren ocurrió un incidente que indicaba que Robert estaba perdiendo el timón de sus emociones. «Iba en un vagón de tercera clase con un hombre y una mujer que estaban en actitud muy cariñosa [suponemos que besándose y acariciándose]. Intentaba leer termodinámica, pero no podía concentrarse. Cuando el hombre salió, [Robert] besó a la mujer. Ella no pareció sorprenderse mucho. [...] Pero a él de repente le ahogó el remordimiento, cayó de rodillas, con los pies hacia fuera, y entre mucho llanto le suplicó que lo perdonara». Recogió sus cosas deprisa y huyó del compartimento. «Sus pensamientos eran tan amargos que, al salir de la estación, cuando bajaban las escaleras y vio a la mujer delante de él, le dio el arrebato de arrojarle la maleta a la cabeza. Por suerte, falló».[17] Suponiendo que Fergusson refiere con fidelidad la historia que le contó Robert, parece evidente que este se encontraba atrapado en una fantasía. Quiso besar a la mujer. ¿La besó? ¿O no? No está claro qué ocurrió en el compartimento del tren, pero lo que dijo que había sucedido a la salida de la estación no debe de ser cierto, si bien Robert necesitaba comunicarle a Fergusson que sí. Tenía problemas; estaba perdiendo el dominio de sí mismo, y el relato fantástico era una expresión de su angustia.

En aquel estado de agitación, Robert reanudó el trayecto hasta el puerto, donde debía recibir a sus padres. La primera persona que vio en la rampa de desembarco no fue a su madre ni a su padre, sino a Inez Pollak, una compañera de clase de la Escuela por la Cultura Ética. Robert e Inez se habían carteado mientras ella estudiaba en Vassar y se habían visto alguna vez en Nueva York durante las vacaciones. Décadas después, en una entrevista, Fergusson dijo que creía que Ella «se aseguró de que los acompañara [a Inglaterra] una joven con la que [Robert] se había visto en Nueva York, y trató de juntarlos, pero no salió bien».[18]

En el «diario», Fergusson escribe que el primer impulso de Robert al ver a Inez en la rampa fue el de dar la vuelta y salir corriendo. «Pero habría sido difícil decir —escribió su amigo— quién de los dos estaba más horrorizado, si ella o él». Por su parte, al parecer, Inez veía en el futuro físico una escapatoria de la vida que llevaba en Nueva York, pues su madre se había vuelto insoportable con ella. La de Robert había accedido a llevarla con ellos a Inglaterra porque pensaba que ayudaría a su hijo a librarse de la depresión. Sin embargo, según Fergusson, al mismo tiempo, Ella veía a Inez «ridículamente indigna» de él, y en cuanto vio que Robert mostraba un interés real hacia ella, se lo llevó aparte y le habló de «lo tedioso que le resultaba a Inez haber ido hasta allí».

En cualquier caso, la muchacha acompañó a los Oppenheimer a Cambridge. Robert estaba ocupado con la física, pero por las tardes empezó a llevarse a Inez a dar largas caminatas por la ciudad. Según Fergusson, su amigo llevó a cabo los pasos propios del cortejo. Hizo «una imitación muy buena, sobre todo retórica, del enamorado. Ella le correspondió del mismo modo».[19] Durante un tiempo estuvieron comprometidos, al menos de manera informal. Y entonces una noche fueron a la habitación de Inez y se metieron en la cama juntos. «Allí estaban tumbados, temblando de frío, temerosos de hacer nada. Inez se puso a llorar. Y Robert se puso a llorar». Al cabo de un rato llamaron a la puerta y oyeron la voz de la señora Oppenheimer que decía: «Déjame entrar, Inez, ¿por qué no me dejas pasar? Sé que Robert está ahí». Al final, Ella se marchó indignada, resoplando y dando zapatazos, y Robert salió, desgraciado y totalmente humillado.[20]

Inez Pollak partió casi de inmediato a Italia, llevando consigo un ejemplar de Los demonios, de Dostoyevski, que le había regalado Robert. Lógicamente, el fracaso de aquella relación sumió a este aún más en la melancolía. Justo antes de las vacaciones de Navidad escribió una carta triste y nostálgica a Herbert Smith. Se disculpaba por su silencio y se explicaba: «En realidad he estado ocupado en la complicadísima empresa de prepararme para mi carrera. [...] Y no he escrito simplemente porque me han faltado la convicción y la seguridad tranquilizadoras y necesarias para redactar una carta adecuada y espléndida». Refiriéndose a Francis, escribió: «Ha cambiado mucho. Exempli gratia, es feliz. [...] Conoce a todo Oxford; va a tomar el té con lady Ottoline Morrell, la suma sacerdotisa de la sociedad civilizada y la madrina de [T. S.] Eliot y Berty [Bertrand Russell]».[21]

Para inquietud de sus amigos y su familia, el estado emocional de Robert siguió empeorando. Parecía extrañamente inseguro de sí mismo y estaba todo el día de mal humor. Entre otras quejas, hablaba de la problemática relación que mantenía con su tutor, Patrick Blackett.[22] A Robert le gustaba Blackett y buscaba su aprobación con afán, pero este, que era un físico práctico y experimental, insistía en que su alumno hiciera más trabajo del que no se le daba bien: el de laboratorio. Es probable que Blackett no le diera demasiada importancia, pero, en el estado de agitación en que se encontraba Oppenheimer, la relación se convirtió en una fuente de ansiedad intensa.

Avanzado el otoño de 1925, Robert cometió una estupidez tal que parecía pensada para demostrar que su angustia emocional estaba desbordándolo. Consumido por una sensación de incompetencia y envidia intensa, «envenenó» una manzana con sustancias químicas del laboratorio y la dejó en la mesa de Blackett. Jeffries Wyman dijo más tarde: «Tanto si era una manzana imaginaria como una manzana real, lo que fuera, aquello fue un acto provocado por la envidia».[23] Por suerte, Blackett no se comió la manzana, pero el incidente acabó llegando a oídos de las altas esferas de la universidad. Tal como Robert confesó a Fergusson dos meses después: «Había envenenado o algo así al jefe del laboratorio. Parecía increíble, pero eso fue lo que dijo. Y había puesto cianuro o algo parecido no sé dónde. Y, por suerte, el profesor lo descubrió. Pues claro que lo pagará caro en Cambridge».[24] Si el supuesto «veneno» era potencialmente letal, lo que hizo Robert se habría considerado intento de asesinato. Pero no parece probable teniendo en cuenta lo que ocurrió después. Lo más seguro es que este contaminara la manzana con algo que solo hubiera hecho enfermar a Blackett; de todos modos, seguía siendo un asunto grave y un motivo de peso para la expulsión.

Los padres de Robert seguían de visita en Cambridge, así que las autoridades de la universidad los informaron de inmediato de lo ocurrido. Julius Oppenheimer, desesperado, instó a la universidad que no presentara cargos criminales, y lo consiguió. Tras prolongadas negociaciones, se acordó que Robert quedara sometido a un periodo de prueba y visitara con regularidad a un prominente psiquiatra de la calle Harley, en Londres. Como señalaría Herbert Smith, su antiguo mentor de la Escuela por la Cultura Ética: «Lo dejaron quedarse en Cambridge un tiempo solo a condición de que asistiera a sesiones periódicas con un psiquiatra».[25]

Robert se desplazaba a Londres para ir a las sesiones programadas, pero no fue una buena experiencia. Un psicoanalista freudiano le diagnosticó demencia precoz, una etiqueta ahora obsoleta para designar síntomas asociados con la esquizofrenia. Concluyó que Oppenheimer era un caso perdido y que «continuar con el análisis le haría más mal que bien».[26]

Un día, Fergusson quedó con Oppenheimer justo después de una sesión con el psiquiatra. «Parecía un loco. [...] Lo vi en la esquina, esperándome, con el sombrero torcido a un lado de la cabeza, con una pinta extrañísima. [...] Estaba ahí plantado, como si estuviera a punto de escapar o de hacer alguna barbaridad».[27] Los dos amigos echaron a andar a un paso más que ligero; Robert, a su manera peculiar, con los pies muy abiertos hacia fuera. «Le pregunté cómo había ido. Dijo que el tipo era idiota y que no lo seguía, y que él sabía más de sus problemas que el propio médico, cosa que probablemente era cierta». Fergusson no conocía el incidente de la «manzana envenenada» en aquel entonces, por lo que no entendía qué había provocado las visitas al psiquiatra. Y, aunque veía que Robert sufría una angustia considerable, confiaba en que tendría «la capacidad de recomponerse, identificar su problema y lidiar con él».

Sin embargo, la crisis no había finalizado. Un día de las Navidades, Robert se encontró caminando solo por la costa de la Bretaña, cerca del pueblo de Cancale, donde sus padres lo habían llevado de vacaciones. Era un día lluvioso y gris de invierno, y años después Oppenheimer diría que de repente se dio cuenta de una cosa: «Estuve a punto de suicidarme. El problema era crónico».[28]

Poco después del Año Nuevo de 1926, Fergusson hizo por verse con Oppenheimer en París, adonde lo habían llevado sus padres para que pasara allí el resto de las seis semanas de las vacaciones de invierno. En uno de sus largos paseos por las calles de la ciudad, Robert al fin se abrió a su amigo y le contó qué había provocado las visitas al psiquiatra londinense. En aquel momento pensaba que la directiva de Cambridge ni siquiera le permitiría volver al campus. «Mi reacción fue de consternación —recordó Fergusson—. Pero entonces, cuando se explicó, creí que más o menos lo había superado y que tenía problemas con su padre».[29] Robert reconoció que sus padres estaban muy preocupados y que intentaban ayudarlo, pero «sin ningún éxito».

Robert dormía muy poco y, según Fergusson, «empezó a estar muy raro».[30] Una mañana encerró a su madre en su habitación del hotel y se marchó. Ella se enfadó mucho. Después del incidente, se empeñó en que fuera a ver a un psicoanalista francés. Tras unas cuantas sesiones, el médico declaró que Robert sufría una «crise morale» asociada con frustración sexual. Le prescribió «une femme» y «un tratamiento con afrodisiacos». Años más tarde, Fergusson observaría respecto a aquella época que «[Robert] estaba muy perdido en lo que se refería a su vida sexual».

Al cabo de poco, la crisis emocional de Robert tomó otro giro violento. Un día, Fergusson estaba en su habitación del hotel con él y notó que este se encontraba «en uno de esos talantes ambiguos». Quizá para distraerlo de su tristeza, le mostró unos poemas escritos por su novia, Frances Keeley, y le contó que le había propuesto matrimonio y que ella había aceptado. Robert se quedó estupefacto ante la noticia y explotó. «Me incliné para coger un libro —recordó Fergusson— y él me saltó encima por detrás con una correa y me la puso alrededor del cuello. Me asusté. Supongo que hicimos ruido. Al final conseguí soltarme y él cayó al suelo, llorando».[31]

La reacción de Robert pudo deberse simplemente a que la relación amorosa de Fergusson le despertaba celos. Ya había perdido a un amigo, Fred Bernheim, por una mujer; tal vez la idea de perder a otro en las mismas circunstancias lo desbordaba en aquellos momentos. Fergusson se daba cuenta de «las miradas furiosas y teatrales que Robert no dejaba de lanzarle [a Frances Keeley]. ¡Qué fácil le resultaba representar el papel de amante violento! Por experiencia, ¡qué bien conozco ese sentimiento!».[32]

A pesar del incidente de la estrangulación, Fergusson no dio la espalda a Oppenheimer. De hecho, quizá hasta se sintió un poco culpable, ya que con anterioridad había recibido una carta nada menos que de Herbert Smith, quien conocía los puntos débiles de Robert muy bien: «Por cierto, creo que deberías poner en práctica tu talento a la hora de contarle tus aventuras con mucho tacto y no con espléndida prodigalidad. Es probable que los [dos] años de ventaja que le llevas y lo bien que te has adaptado socialmente lo sumen en la desesperación. Y en lugar de agarrarte por el cuello —igual que, si no recuerdo mal, estuviste a punto de hacer con George no sé qué [...] cuando te dejó tan impresionado [la cursiva es nuestra]—, temo que meramente deje de sentir que su vida vale la pena».[33] La carta de Smith plantea la cuestión de si Fergusson, aspirante a escritor, no mezcló el comportamiento de Oppenheimer con su propia experiencia con el tal George. No obstante, Robert se disculparía de tal manera que la historia que cuenta aquel resulta perfectamente creíble.

Fergusson entendía que su amigo tenía una vena «neurótica», pero también creía ver que estaba superándola. «Él sabía que yo sabía que era algo pasajero. [...] Creo que me habría preocupado más si no me hubiera dado cuenta de lo deprisa que estaba cambiando. [...] Lo apreciaba mucho». Su amistad duró toda la vida. De todos modos, durante unos meses después del ataque, Fergusson consideró prudente mantenerse en guardia. Se marchó del hotel y dudó cuando Robert lo apremió para que fuera a visitarlo a Cambridge aquella primavera. Sin duda, Robert estaba igual de perplejo que Francis ante su propio comportamiento. Unas semanas después del incidente, le escribió: «Te merecerías no que te escriba una carta, sino que peregrinara a Oxford vestido con un cilicio, ayunando, rezando y soportando la nieve. Pero me quedaré con mi remordimiento y mi gratitud, y con la vergüenza que siento por haberme comportado de forma tan inapropiada contigo, hasta que pueda hacer algo bastante menos inútil por ti. No comprendo tu templanza ni tu indulgencia, pero debes saber que no las olvidaré».[*][34] En todo aquel revuelo, Robert se había convertido en algo así como su propio psicoanalista, y trataba de enfrentarse de manera consciente a su fragilidad emocional. En una carta a Fergusson, de fecha 23 de enero de 1926, aventuraba que su estado mental tenía que ver con el «terrible hecho de la excelencia. [...] Es ese hecho, ahora, combinado con mi incapacidad de soldar un cable de cobre con otro, lo que está volviéndome loco. —Después confesaba—: No estoy bien, y tengo miedo de ir a verte ahora por temor a que ocurra algo melodramático».[35]

Superando sus escrúpulos, Fergusson al fin accedió a ir a Cambridge a principios de primavera. «Me alojó en la habitación contigua a la suya, y recuerdo pensar que lo mejor era asegurarme de que no apareciera en plena noche, así que puse una silla contra la puerta. Pero no sucedió nada».[36] En aquella época, Robert parecía estar mejorando. Cuando Fergusson sacó brevemente el tema, este «dijo que no había por qué preocuparse, que lo había superado». En efecto, había estado visitando a otro psicoanalista —el tercero en cuatro meses— en Cambridge. Había leído mucho sobre esta práctica y, según su amigo John Edsall, «se lo tomaba muy en serio». Creía también que el psicoanalista nuevo, un tal doctor M., era «más sabio y prudente» que los otros médicos a los que había ido en Londres y en París.

Por lo visto, Robert siguió asistiendo a la consulta de ese psicoanalista durante la primavera de 1926, pero, con el tiempo, la relación se rompió. Un día de junio, Robert se pasó por el alojamiento de John Edsall y le dijo que «[el doctor] M. ha decidido que no tiene sentido seguir con la terapia».[37]

Tiempo después, Herbert Smith se encontró con uno de sus amigos psiquiatras de Nueva York que conocía el caso. Este declaró que Robert «montó un espectáculo indignante al psiquiatra de Cambridge. [...] El problema es que el psiquiatra debe estar más capacitado que la persona sometida a análisis. No tienen a nadie».[38]

A mediados de marzo de 1926, Robert dejó Cambridge para tomarse unas pequeñas vacaciones. Tres amigos suyos, Jeffries Wyman, Frederick Bernheim y John Edsall, lo habían convencido para que fuera con ellos a Córcega. Pasaron diez días allí, recorriendo la isla en bicicleta.[39] Dormían en pensiones modestas de pueblecitos o acampaban al aire libre. Los montes escarpados y las altas mesetas pobladas de bosques poco densos bien pudieron recordar a Robert la belleza escabrosa de Nuevo México. «El paisaje era soberbio —recordaría Bernheim—; la comunicación verbal con los oriundos, desastrosa, y las pulgas locales se ponían las botas todas las noches».[40] En ocasiones, Robert se sumía en uno de sus oscuros estados de ánimo y a veces decía sentirse deprimido. Los meses anteriores había estado leyendo mucha literatura francesa y rusa, y, mientras caminaban por los montes, le gustaba comparar con Edsall las virtudes de Tolstói y Dostoyevski. Una noche, después de que un aguacero súbito los dejara empapados, los jóvenes buscaron refugio en un hostal cercano. Mientras tendían la ropa cerca del fuego y se arropaban con mantas, Edsall insistía en que «Tolstói es el escritor que más me gusta». «No, no, Dostoyevski es superior —respondió Oppenheimer—. Llega hasta el alma y el tormento del hombre».

Luego, cuando la conversación viró hacia el futuro de cada uno, Robert comentó: «El tipo de persona a la que más admiraría sería aquella que fuera capaz de hacer bien un montón de cosas, pero que mantuviera el semblante surcado de lágrimas».[41] Si bien Oppenheimer parecía cargar con pensamientos existenciales muy intensos, sus compañeros de viaje tenían la clara impresión de que se iba descargando mientras recorrían la isla. En relación con el paisaje espectacular y la sabrosa comida y vinos franceses, escribió a su hermano, Frank: «Es un sitio maravilloso, de mil virtudes, desde el vino hasta los glaciares, desde las langostas hasta los bergantines».[42]

Wyman pensaba que Robert «atravesó una crisis emocional muy profunda» en Córcega. Y entonces ocurrió una cosa extraña: «Un día —recordaría décadas más tarde—, cuando las vacaciones casi tocaban a su fin, nos alojábamos en una sencilla pensión los tres, Edsall, Oppenheimer y yo, y estábamos cenando». El camarero se acercó a Robert y le dijo cuándo partía el siguiente barco para Francia. Sorprendidos, Edsall y Wyman le preguntaron por qué quería marcharse antes de lo previsto. «No soy capaz de hablar de ello —respondió Robert—, pero tengo que irme». Al cabo de un rato, después de beber un poco más de vino, se ablandó y dijo: «Bueno, igual sí que puedo contaros por qué tengo que marcharme. He hecho una cosa horrible. He dejado una manzana envenenada en la mesa de Blackett, y tengo que volver para ver qué ha pasado». Edsall y Wyman se quedaron de piedra. «Nunca llegué a saber —diría el segundo— si era cierto o una fantasía».[43] Robert no se extendió, pero les mencionó que lo habían diagnosticado con demencia precoz. Sin saber que el incidente de la manzana envenenada había ocurrido en realidad el otoño anterior, Wyman y Edsall supusieron que su amigo, en un ataque de «envidia», le había hecho algo a Blackett aquella primavera, justo antes de embarcarse a Córcega. Era evidente que algo había ocurrido, pero, como dijo Edsall posteriormente, «[Robert] habló de ello de una forma tan realista que Jeffries y yo creímos que debió haber sufrido una especie de alucinación».[44]

A lo largo de los años, la veracidad de la historia de la manzana envenenada fue enturbiándose debido a explicaciones dispares. En la entrevista que Martin Sherwin hizo a Fergusson en 1979, este dejó claro que el incidente ocurrió a finales de otoño de 1925 y no en primavera de 1926: «Todo aquello sucedió en el primer semestre [de Robert] y justo antes de que nos viéramos en Londres, cuando estaba yendo al psiquiatra».[45] Cuando Sherwin le preguntó si se creía de veras la historia de la manzana envenenada, Fergusson contestó: «Sí, sí que me la creo. Su padre tuvo que untar a los directivos de Cambridge por el intento de asesinato». En una conversación con Alice Kimball Smith mantenida en 1976, este mencionó «la época en que [Robert] intentó envenenar a uno de los que estaban con él.[...] Me lo contó en aquel momento, o un poco después, en París. Siempre he dado por hecho que sería cierto. Pero no lo sé. Hacía cosas muy raras en aquellos tiempos». A Alice Smith, Fergusson le parecía una fuente fiable. Tal como apuntó después de entrevistarlo: «No finge acordarse de nada de que no se acuerde».

La prolongada adolescencia de Oppenheimer por fin estaba llegando a su término. En algún momento de su breve estancia en Córcega le ocurrió algo semejante a un despertar. Fuera lo que fuera, se tomó muchas molestias para asegurarse de que siguiera siendo un misterio exquisito. Pudo haber sido un amor efímero, pero lo más probable es que no. Años después respondería al autor Nuel Pharr Davis: «El psiquiatra fue un preludio de lo que empezó a ocurrirme en Córcega. Pregunta usted si voy a contarle la historia entera o si tendrá que desenterrarla. La conocen unas pocas personas, y no se la revelarán. No puede desenterrarla. Todo cuanto debe saber es que no fue una simple aventura amorosa, no fue en absoluto una aventura amorosa, sino amor».[46] Aquel hallazgo tuvo para Oppenheimer algo de místico y trascendental: «Desde entonces, la única distancia que reconocí fue la geográfica, pero no era una distancia real para mí». Fue, dijo a Davis, «un gran acontecimiento en mi vida, una parte importante y duradera de ella, y más ahora, más aún cuando miro atrás, cuando mi vida está llegando a su fin».

Así pues, ¿qué ocurrió en realidad en Córcega?[47] Probablemente nada. Oppenheimer respondió a propósito a la pregunta de Davis sobre Córcega con un enigma que de seguro frustraría a sus biógrafos. Lo llamó «amor», con recato, y no una «mera» aventura amorosa. Es obvio que, para él, la diferencia era importante. En compañía de sus amigos no tuvo ocasión para mantener una aventura real. Pero leyó un libro que parece haber dado lugar a una epifanía.

La obra era En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, un texto místico y existencialista que habló directamente al alma atormentada de Oppenheimer. Tal como le dijo más tarde a su amigo de Berkeley Haakon Chevalier, leerlo por las noches a la luz de la linterna durante su andadura por Córcega fue una de las experiencias más significativas de su vida.[48] Lo arrancó de la depresión. La obra de Proust es un clásico de la introspección, y dejó en nuestro protagonista una impresión honda y permanente. Más de diez años después de haberla leído, Oppenheimer dejó atónito a Chevalier al citar de memoria un pasaje del primer volumen que habla sobre la crueldad:

Tal vez si hubiese sabido discernir en sí misma, como en todo el mundo, esa indiferencia a los sufrimientos que causamos y que, sean cuales fueren sus otras denominaciones, es la forma terrible y permanente de la crueldad, no habría pensado que el mal fuera un estado tan poco común, tan extraordinario, tan exótico y que procurara tanto descanso a quienes emigraban a él.

El joven Robert, en Córcega, sin duda memorizó esas palabras precisamente porque percibió en sí mismo cierta indiferencia hacia el sufrimiento que causaba a los demás. Fue una verdad dolorosa. Uno solo puede especular acerca de la vida interior de una persona, pero quizá ver impreso un reflejo de sus propios pensamientos, oscuros y gravados de culpabilidad, lo aligeró de su carga psicológica. Tuvo que ser reconfortante saber que no estaba solo, que aquel peso era parte de la condición humana. Podía dejar de despreciarse a sí mismo; podía amar. Y tal vez fue también tranquilizador, en particular por su condición de intelectual, poder decirse a sí mismo que había sido un libro, y no un psiquiatra, el que lo había ayudado a salir del pozo de la depresión.

Oppenheimer regresó a Cambridge con una actitud más ligera e indulgente ante la vida. «Me sentí más amable y tolerante —recordaría—. Pude relacionarme con los demás».[49] En junio de 1926 decidió poner fin a las sesiones con el psiquiatra de Cambridge. Otro hecho que le levantó los ánimos aquella primavera fue dejar el «agujero miserable» donde vivía y mudarse a un barrio «menos miserable» situado en la ribera del Cam, a medio camino de Grantchester, un pueblo pintoresco que quedaba a kilómetro y medio al sur de Cambridge.

Puesto que despreciaba el trabajo de laboratorio y se revelaba a las claras incapaz como físico experimental, sabiamente dirigió su atención a las abstracciones de la física teórica. Incluso durante la larga depresión invernal había sido capaz de leer lo bastante para saber que aquel campo estaba en plena ebullición. Un día, en un seminario de Cavendish, Robert vio como James Chadwick, el descubridor del neutrón, abría un ejemplar del Physical Review por el nuevo artículo de Robert A. Millikan y bromeaba: «Otro cacareo. ¿Tendremos algún día un huevo?».[50]

En algún momento de principios de 1926, tras leer un artículo del joven físico alemán Werner Heisenberg, Robert se dio cuenta de que se estaba cociendo una visión enteramente nueva sobre el comportamiento de los electrones. Más o menos al mismo tiempo, un físico austriaco, Erwin Schrödinger, publicó una teoría nueva y radical de la estructura del átomo, en la que proponía que era más preciso decir que los electrones se comportaban como una onda que se curva cerca del núcleo. Igual que Heisenberg, elaboró una descripción matemática de su átomo fluido y lo llamó mecánica cuántica. Después de haber leído ambos artículos, Oppenheimer sospechó que debía haber una conexión entre la mecánica ondulatoria de Schrödinger y la mecánica matricial de Heisenberg. Eran, en realidad, dos versiones de la misma teoría. Ahí sí que había un huevo y no otro cacareo más.

La mecánica cuántica se convirtió en el tema candente del club Kapitsa, un grupo informal de debate en materias de física bautizado así en honor de su fundador, Piotr Kapitsa, un joven físico ruso. «De manera rudimentaria —recordó Oppenheimer— empecé a interesarme mucho por el tema».[51] Aquella primavera conoció también a otro joven físico, Paul Dirac, que obtendría el doctorado en Cambridge en el mes de mayo. Ya entonces, este había hecho investigaciones punteras en mecánica cuántica. Robert fue muy comedido cuando dijo del trabajo de Dirac que «no era fácil de entender [y que él] tampoco se preocupaba por hacerse entender. Pensé que era totalmente grandioso». En cambio, la primera impresión que le causó su futuro amigo quizá no fue tan favorable. Le dijo a Jeffries Wyman que «no creía que [Dirac] llegara a ser alguien».[52] El susodicho era un joven muy excéntrico y era conocido por su dedicación absoluta a la ciencia. Años después, cuando Oppenheimer ofreció unos cuantos libros a Dirac, que ya era su amigo, este los rechazó con educación y declaró que «leer libros interfiere con el pensamiento».[53]

Fue también en aquella etapa cuando Robert conoció al gran físico danés Niels Bohr, a cuyas clases había asistido en Harvard. Él sí constituía un modelo en perfecta sintonía con su sensibilidad; era diecinueve años mayor que él y había nacido, como Oppenheimer, en una familia de clase alta, pródiga en libros, música y erudición. El padre de Bohr era profesor de Fisiología, y su madre procedía de una familia judía de banqueros. Se sacó el doctorado en Física en la universidad de Copenhague en 1911. Al cabo de dos años llegó a un descubrimiento teórico clave en mecánica cuántica al postular los «saltos cuánticos» en el momento orbital de un electrón que gira alrededor del núcleo del átomo. En 1922 ganó el Premio Nobel por ese modelo teórico de la estructura atómica.

Alto y atlético, cálido y amable, con un sentido del humor teñido de ironía, Bohr era admirado por todos. Siempre hablaba con discreción, casi en susurros. «Pocas veces en la vida —escribió Einstein a Bohr la primavera de 1920— un ser humano me ha causado tanta alegría por su mera presencia como usted». Al alemán le cautivaba la manera que tenía Bohr de «expresar sus opiniones como quien siempre va tanteando y nunca como quien [se cree] en posesión de la verdad absoluta». Oppenheimer llegó a calificar a Bohr como «su Dios».[54]

«En aquel momento me olvidé del berilio y de las películas, y decidí probar a aprender el oficio de físico teórico. Era del todo consciente de que nos encontrábamos en una época singular, de que se avecinaban cosas trascendentales».[55] Aquella primavera, mientras mejoraba su salud mental, trabajó a un ritmo constante en lo que sería su primer artículo importante en física teórica, un estudio sobre el problema de la «colisión» o del «espectro continuo». Se esforzó mucho. Un día entró en el despacho de Ernest Rutherford y vio a Bohr sentado en una silla. El neozelandés se levantó y los presentó. El famoso físico danés le preguntó, muy educado: «¿Cómo va?». Robert respondió con brusquedad: «Tengo problemas». Bohr dijo: «Los problemas ¿son físicos o matemáticos?». Cuando Robert contestó: «No lo sé», el danés repuso: «Eso no es bueno».[56]

Bohr recordaba el encuentro con nitidez. Oppenheimer le había parecido inusitadamente juvenil, y, después de que saliera del despacho, Rutherford le había comentado que tenía grandes expectativas puestas en aquel joven.[57]

Al pasar los años, Robert reflexionó sobre lo que le había dicho Bohr, «Los problemas ¿son matemáticos o físicos?», y consideró que era una gran pregunta. «Pensé que iluminaba de manera muy conveniente hasta qué punto me embrollaba en cuestiones formales y no tomaba distancia para observar qué tenían que ver realmente con la física del problema». Más adelante se daría cuenta de que algunos físicos dependen casi en exclusiva del lenguaje matemático para describir la realidad de la naturaleza; las descripciones verbales son «solo concesiones a la inteligibilidad, son solo pedagógicas. Creo que esto puede aplicarse en buena medida a [Paul] Dirac; creo que su ingenio nunca es en principio verbal, sino algebraico». En cambio, observó que un físico como Bohr «veía las matemáticas como Dirac ve las palabras, esto es, como un modo de hacerse inteligible a los demás. [...] Así que el espectro es muy amplio. [En Cambridge] me dediqué solo a aprender, pero no aprendí mucho».[58] Tanto por temperamento como por aptitudes, Robert era más un físico verbal, al estilo de Bohr.

Más tarde, aquella misma primavera, Cambridge organizó un viaje de una semana a la Universidad de Leiden para los estudiantes estadounidenses de Física. Oppenheimer se apuntó y conoció a varios colegas alemanes. «Fue maravilloso —evocaría—, y me di cuenta de que las costumbres inglesas habían exacerbado algunos de los problemas que sufrí aquel invierno».[59] Al regresar a Cambridge, conoció a otro físico alemán, Max Born, el director del Instituto de Física Teórica de la Universidad de Gotinga. Este se sentía intrigado por aquel estadounidense de veintidós años, en parte porque se afanaba en algunos de los mismos problemas que Heisenberg y Schrödinger planteaban en sus artículos recientes. «Oppenheimer me pareció desde el principio un hombre de mucho talento», diría Born.[60] A finales de primavera aceptó la invitación de Born para estudiar en Gotinga.

El año de Cambridge fue desastroso para Robert; por muy poco no lo expulsaron a causa del incidente de la manzana envenenada, por primera vez en su vida se vio incapaz de destacar intelectualmente, y sus amigos más cercanos habían presenciado más de un episodio de su inestabilidad emocional. Pero superó la depresión de aquel invierno y estaba listo para explorar un campo de estudio nuevo por completo. «Cuando llegué a Cambridge —dijo Robert—, me encontré ante el problema de abordar una cuestión a la que nadie sabía dar respuesta, y yo no estaba dispuesto a enfrentarme a él. Cuando me marché, no sabía cómo enfrentarme a él demasiado bien, pero entendí que aquel era mi trabajo;ese fue el cambio que tuvo lugar aquel año».

Robert recordaría más tarde que aún «dudaba mucho de mí mismo en todos los aspectos, pero tenía claro que me dedicaría a la física teórica si podía. [...] Sentí un gran alivio al librarme de la responsabilidad de meterme otra vez en un laboratorio. No había hecho las cosas bien; no había sido de provecho para nadie y tampoco me había divertido, y ahí delante tenía algo que simplemente me apetecía probar».[61]

4. «El trabajo me resulta duro, gracias a Dios, y casi placentero

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«El trabajo me resulta duro, gracias a Dios, y casi placentero»

Te gustaría Gotinga, creo. [...] La ciencia está mucho mejor que en Cambridge y, en general, probablemente sea la mejor que pueda encontrarse. [...] El trabajo me resulta duro, gracias a Dios, y casi placentero.

ROBERT OPPENHEIMER a Francis Fergusson,

14 de noviembre de 1926

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