El superfamoso
Veinte años antes de la extraña ceremonia, en 1933, Federico García Lorca llegaba a Buenos Aires. Llevaba toda la vida deseando ser una estrella. Y había llegado su hora.
En su España natal, Federico ya había saboreado los principios de la celebridad. Su Romancero gitano, inspirado en la tradición popular andaluza, lo había convertido en el joven poeta de referencia en la península. Como director de la compañía teatral La Barraca, había atravesado el país entero representando clásicos de la Edad de Oro. Y como dramaturgo, la tragedia Bodas de sangre había supuesto «el primer gran triunfo de mi vida», lo había catapultado a la cúspide de la celebridad, y ahora, en Buenos Aires, le abría las puertas de América.
Desde luego, Bodas de sangre tenía la fórmula del éxito: amor, lujuria y crimen. Su argumento estaba basado en una historia real ocurrida en Almería: en vísperas de su boda con un jornalero pusilánime, una joven se había fugado con otro. En realidad, ella adoraba desde su infancia a su amante, pero él era mujeriego y, para colmo, pobre. Su relación había sido vetada y olvidada por la familia de la chica. Hasta horas antes del matrimonio, cuando la joven decidió dejarlo todo y ceder al ímpetu del verdadero amor.
En una escena genuinamente teatral, la pareja huyó a caballo, al abrigo de la noche, con la novia ya vestida para la ceremonia. Su plan original era llegar a la iglesia y tratar de convencer al cura de casarlos en secreto. Pero una historia de amor tan bella solo podía acabar mal. Al enterarse de la traición, la familia del novio abandonado dio caza y muerte al infiel. Las páginas policiales se cebaron con la noticia durante una semana entera.
Y la noticia tenía todos los elementos que fascinaban a Federico García Lorca: el deseo prohibido, las obligaciones impuestas por la sociedad y el sacrificio final de quienes se atreven a quebrantar las normas para seguir a su corazón. Federico transformó ese material en un relato onírico y vibrante, y dirigió su primer montaje personalmente y con precisión coreográfica. Como resultado, Bodas de sangre atrajo a su estreno a la crema y nata de la intelectualidad de la época, llamó la atención de la crítica y mantuvo una muy respetable taquilla durante un mes.
Federico no solo destacaba por su talento. También su personalidad le granjeaba notoriedad, y de paso, muchos líos. Su homosexualidad era el blanco de crueles burlas en la prensa más conservadora, que lo apodaba García Loca. El uniforme de su compañía teatral, un provocador mono azul de obrero, era recibido con hostilidad e incluso con disturbios en algunos pueblos. Y como si fuera poco, Federico se prodigaba en declaraciones públicas polémicas. Sin pudor alguno proclamaba que el teatro moderno español le parecía hecho «por puercos y para puercos». El escritor Ramón del Valle Inclán le resultaba «detestable». Azorín «merece la horca». Con muchas ínfulas —y poca base real—, Federico anunciaba la inminente representación de su trabajo en escenarios de Nueva York, Londres y París, y manifestaba su certeza de «influir en el teatro europeo».
Sin duda, Federico poseía un elevado concepto de sí mismo. Pero la magnitud de sus pretensiones no se correspondía con la precariedad de su economía. En la prosaica vida real, el escritor apenas llegaba a fin de mes. Su grupo de teatro sobrevivía gracias a la subvención pública, y la popularidad de sus poemas no pagaba tirajes de más de 3.500 ejemplares. Aún dependía de su familia para vivir, y eso lo hacía sentir culpable, especialmente ante el señor García, que le reprochaba cada centavo que le entregaba para sus gastos.
Conforme Federico se acercaba a los cuarenta años, sus proyectos artísticos iban pareciendo menos planes profesionales y más fantasías adolescentes, incluso ante sus ojos. Así que, mientras proclamaba en el arte su rechazo a los valores burgueses, su máxima obsesión en privado era un gran éxito de ventas que le garantizase la libertad y tranquilizase a su familia. Como confesaría en carta desde Buenos Aires:
—Espero ganar un dinerito limpio para después tener en Madrid para todo lo que yo quiera.
En la década de 1930, igual que hoy, era improbable que ese «dinerito» llegase de la poesía. Pero no del teatro. Con la televisión por inventar y el cine en pañales, los escenarios constituían el espacio más rentable al que podía aspirar un artista. Por desgracia, la España de entonces no era precisamente la capital teatral del mundo hispano. Según la escritora Reina Roffé:
—Madrid seguía inmersa en su bostezo pueblerino y prefiriendo el género chico, de la risa fácil y la evasión tonta, a los clásicos del gran teatro o a cualquier iniciativa renovadora... en España primaba un espíritu fósil sobre cualquier asunto que pudiera ser realmente estimulante, lo rancio y esperpéntico sobre lo nuevo y delicado.
En otras palabras, más allá de las fronteras españolas, la celebridad madrileña de Federico era completamente irrelevante.
Por fortuna, por entonces reinaba en la taquilla la actriz Lola Membrives, una argentina de origen andaluz, y Lola estaba casada con un productor español y alternaba temporadas teatrales a ambos lados del Atlántico. Federico la conocía personalmente. La visitaba en su camerino después de sus estrenos. Y había tratado de convencerla para que montase Bodas de sangre con su compañía cuando volviese a Buenos Aires. Él creía que la Membrives podía estar perfecta en el papel de La Madre, y por supuesto, no se le escapaba su tirón con el público. Ella lo había rechazado al principio, pero más adelante, animada por la acogida de la obra en España, había aceptado probar suerte en un teatro mediano de la capital argentina, el Maipo.
No se trataba de un premio consuelo. Culturalmente, Buenos Aires era una plaza mucho más interesante que Madrid. En sus escenarios danzaba Vaslav Nijinsky. Wagner hijo dirigía sus orquestas. En sus museos se exponían colectivas de los impresionistas. Y los escritores celebraban sus tertulias en el fastuoso café Tortoni. Argentina, en definitiva, era un país mucho más rico que España. Los argentinos vendían materias primas a Inglaterra y compraban cultura a Francia. Incluso después de la Gran Depresión, su economía seguía siendo la séptima del mundo. En los barrios porteños de Palermo y Belgrano, los burgueses se mandaban hacer palacetes renacentistas, y la avenida de Mayo imitaba a los bulevares de París.
La prosperidad argentina también había atraído un enorme caudal migratorio. De los tres millones de habitantes de Buenos Aires, trescientos mil eran europeos. El argot marginal, llamado «lunfardo», inmortalizado por las letras de los tangos, era un rompecabezas armado con las lenguas más diversas. En la ciudad se podía asistir a espectáculos musicales en yiddish y comprar libros en cinco idiomas. Los italianos en particular llegaron tan masivamente que marcaron la cultura, la cocina y hasta el acento porteño.
Una de las colonias extranjeras más importantes provenía de Galicia. Aún hoy, los argentinos llaman a los españoles «gallegos», y los políticos de la península cruzan el Atlántico para hacer campaña electoral. En 1933, los gallegos eran tantos que publicaban su propio periódico, y constituían un importante mercado potencial para un artista procedente de España. Lola Membrives contaba con ellos. El teatro de Federico no parecía muy comercial. Por el contrario, estaba lleno de filigranas simbólicas: La Luna o La Muerte salían a escena a mezclarse con los personajes, y los diálogos pasaban del verso a la prosa y a la canción sin concesiones. Pero aun así, con todos esos gallegos en la ciudad, el público de un autor español podría sostener la taquilla razonablemente durante una temporada.
Ahora bien, Bodas de sangre no fue razonable.
Desde su estreno argentino, Bodas de sangre reventó la taquilla.
Tras el primer mes de representaciones, las regalías acumuladas para Federico ascendían ya a 3.500 pesetas, el sueldo de un año de un trabajador español. Las reseñas lo aclamaban. Y el éxito se repitió en la gira por provincias.
Animada por el fenómeno, una entusiasta Lola Membrives decidió reestrenar en la capital, en el gigantesco teatro Avenida, con la presencia del autor. Lola calculaba que Federico, con su llamativa personalidad, podía resultar por sí mismo un reclamo adicional para un público acostumbrado al solemne y formal medio artístico de Buenos Aires. Y empezó a presionarlo para que viajase hasta Argentina para bautizar el reestreno de su pieza teatral.
Pero ahora los papeles se habían invertido: Federico remoloneaba, se hacía el desentendido, se iba de gira con La Barraca... Solo cedió tras un largo tira y afloja de dos meses, cuando estuvo seguro de haber negociado las mejores condiciones posibles.
El viaje de Federico a Buenos Aires se realizaría por todo lo alto. Aparte del regreso de Bodas de sangre en el teatro Avenida, Federico asistiría al estreno de otra de sus obras, La zapatera prodigiosa, y concedería cuatro conferencias. La estadía estaba programada para un mes y medio. Entre los alicientes para el viaje, el autor contaba con un camarote de cubierta y baño propio en el transatlántico Conte Grande, el equivalente de la época a un billete en primera clase. Y una habitación en el Castelar Hotel, de la avenida de Mayo.
El Conte Grande hizo una breve escala en Uruguay el 12 de octubre, un día antes de atracar en Buenos Aires. Para entonces, Lola y su compañía habían calentado mucho el ambiente. La prensa bonaerense anunciaba la llegada de Federico con bombos y platillos. Muchos periodistas culturales tenían origen español, y conocían desde hacía años el trabajo del poeta. Uno de ellos, Pablo Suero, viajó hasta Montevideo solo para alcanzar a Federico en su última escala antes de llegar a su destino. Desde ahí, describió así su encuentro con él:
—Subimos al barco que lo trae y lo hallamos verdaderamente turbado por el maremágnum de la llegada. Casi ni habla. Apenas atina a saludar.
Suero retrató al poeta como «no solo sencillo y modesto, sino despreocupado y jovial, que solo quiere divertirse, gozar de la vida y escribir». En ese momento, Federico aún creía que el suyo sería un viaje normal; no asimilaba el barullo que produciría su llegada. Sus planes eran más humildes. Al arribar a su destino final, declaró:
—¡Qué bien se respira en Buenos Aires! Ya estoy deseando conocerla, volcarme en sus calles, ir a sitios de diversión, hacerme amigos, conocer muchachas...
Pocos días después, ya se encontraba profundamente halagado con su popularidad y le escribía a su familia:
—Qué escandalazo se ha armado... No paro de comidas, visitas, reuniones con esta gente hospitalaria.
A fines de mes, según las mismas cartas familiares, todo le empezaba a parecer excesivo:
—Estaba nerviosísimo de tanto beso y tanto apretón de mano. Cuando me fui al hotel no pude dormir de cansado que estaba... Tengo una sonrisa falsa, porque lo que quería era que me dejasen solo... He tenido que tomar un muchacho que me sirve de secretario y de mecanógrafo y me defiende de las visitas que llegan hasta la cama.
No solo se trataba de vida social. Lo de Federico era el primer éxito mediático de un autor en español:
—Al llegar a Buenos Aires esta gente gentilísima me ha hecho más de doscientos retratos. Retratos en la cama, en traje de baño, en la calle, asomado a una ventana... ¡el disloque!
El efecto de ese bombazo en los medios fue una fama inesperada, que se extendía mucho más allá del medio cultural:
—Estoy un poco deslumbrado de tanto jaleo y tanta popularidad. Aquí, en esta enorme ciudad, tengo la fama de un torero. Hace noches asistí a un estreno en un teatro y el público, cuando me vio, hizo una ovación y tuve que dar las gracias desde el palco. Pasé un mal rato, pues estas cosas son imprevistas en mi vida. Ya veréis los periódicos. Una cosa como cuando vino el príncipe de Gales. ¡Demasiado!
Demasiado, pero no bastante. Las siguientes cartas y los testimonios de quienes compartieron con él esos días son cada vez más espectaculares. Federico se convirtió en el fenómeno cultural del año. No solo escribía y dirigía, sino que actuaba, tocaba música, dibujaba. Se le multiplicaron las conferencias ante auditorios abarrotados. Las señoritas lo acosaban por la calle y se le metían en la habitación del hotel. Su regreso a España se pospuso una y otra vez, y el mes y medio previsto se convirtió en casi seis meses.
Según Ian Gibson, biógrafo de Federico:
—Ningún escritor español cosecharía jamás tal éxito en la capital argentina y durante meses sería imposible abrir un diario porteño sin tropezar con alguna noticia relativa al prodigio andaluz que había irrumpido en la ciudad: Lorca dando conferencias; Lorca paseando por Corrientes o Florida rodeado de admiradores o haciendo de oficiante en el café Tortoni; Lorca visitando la redacción de tal o cual periódico; Lorca con Lola Membrives o con otra actriz famosa, Eva Franco... A las pocas semanas, el poeta se convierte en un superfamoso.
Y en categoría de superfamoso, Federico se codeaba con las grandes figuras de la cultura y el espectáculo. Conoció a Carlos Gardel. Cenó en la opulenta mansión de Natalio Botana, un potentado de los medios de comunicación al estilo de William Randolph Hearst. Participó en las escandalosas fiestas de Oliverio Girondo y Norah Lange, la pareja que encarnaba el glamour literario de la época. Y compartió tertulias con la poeta Alfonsina Storni, exactriz, excorista de cabaret, exrepartidora de panfletos anarquistas y futura suicida. García Lorca era el nuevo niño mimado del star system porteño.
El momento más glorioso del viaje a Buenos Aires llegó el 21 de noviembre, cuando se celebró la representación número cien de Bodas de sangre con la presencia del presidente de la República. Después de la función, Federico subió al escenario para leer algunos de sus romances y luego asistió a una recepción en el vestíbulo del teatro. En una carta a sus padres, describió la noche en los siguientes términos:
—El éxito superó toda ponderación. Fue una fiesta inolvidable. Todos los españoles estaban, los pobres, emocionados.
El éxito —ahora sí un éxito avasallador, imparable, un éxito en grande— se le subió a la cabeza. En sus cartas a la familia empezó a escribir frases como «Yo sigo en este gran triunfo», «Sale caro atender a tanta admiradora», «Todo lo que yo hago y haga tendrá una enorme repercusión» o «La Membrives está loca conmigo. ¡Claro! Yo soy una lotería que le ha tocado en suerte». También empezó a gastar cantidades de dinero que nunca había imaginado:
—Le he comprado a mamá un renard que me ha costado dos mil pesetas, pero yo sé que a ella le gustará mucho. ¡Cuidado con decirme que es caro, porque yo tengo mucha ilusión en haberlo comprado y me molestaría que lo dijerais!
El dinero no paraba de llegar. Sin dejar de representar Bodas de sangre, Lola Membrives montó La zapatera prodigiosa, una obra de Federico más ligera que la anterior, sobre el tópico de la joven casada con el viejo, con toques de farsa y guiñol. El autor remozó el texto, le añadió números musicales y bailes, y mandó colocar dos pianos de cola frente al escenario. Nuevamente triunfó durante más de cincuenta representaciones.
La fascinación de Federico con su propia notoriedad no conocía límites. Desde luego, dejó de ser el chico sencillo y modesto que solo quería escribir. Su ego se inflaba cada día más, hasta resultar agotador. Hablaba sin parar de sí mismo, de cómo había revolucionado la poesía española, de cómo había redescubierto la tragedia griega. Un escritor que lo conoció entonces recuerda al poeta así:
—No habíamos visto nunca tanta pedantería y soberbia; tanta inmodestia y vanidad juntas. Estábamos frente a un estúpido engreído: frente a un gordito petulante y charlatán.
Otro que se decepcionó con Federico fue Jorge Luis Borges, que estaba destinado a convertirse en el escritor argentino más importante del siglo XX. Según Borges, durante su única conversación, Federico disertó largamente sobre un personaje que, en su opinión, encarnaba toda la tragedia de Estados Unidos. Borges le preguntó de quién estaba hablando exactamente. ¿De Lincoln quizá? ¿O de Edgar Allan Poe? Pero Federico respondió:
—De Mickey Mouse.
Borges abandonó la conversación, y a partir de ese momento consideró a Federico un farsante o, según lo definiría él mismo, «un andaluz profesional».
En realidad, la enemistad entre Borges y Federico tenía una explicación mucho más profunda y personal, relacionada menos con Mickey Mouse y más con un corazón partido. Como veremos más adelante, a pesar de todo su cosmopolitismo y su modernidad, el medio cultural porteño era un enjambre de rencillas y cotilleos de vecindario:
—Los argentinos llevaban sus riñas internas a todas partes —explica Reina Roffé—, lo cual era agotador. Había que estar alerta para no enredarse en sus batallitas. Parecía como si a nadie le interesara la literatura, sino la politiquería literaria. Era un ambiente espeso, lleno de traiciones entre amigos y conocidos.
Federico se convirtió con rapidez en un divo de ese ambiente, una de sus estrellas más glamurosas. Previsiblemente, mientras más se envanecía, más colegas ansiaban verlo caer. Para los escritores que llevaban años viviendo y trabajando en Argentina, la irrupción de este granadino era como una bofetada en la cara. Su fulgurante éxito les recordaba sus propios fracasos, o al menos su normalidad, y eso lo volvía incómodo, fastidioso e incluso insoportable.
Afortunadamente para ellos —y desafortunadamente para Federico—, el público es voluble, el mercado del arte es cruel, y el fracaso siempre acecha a la vuelta de la esquina, con sus largas patas listas para saltarte al cuello. Mientras más alto llegues, la caída será más fuerte. Y más dolorosa.
Entusiasmada con la fábrica García Lorca de taquillazos, Lola Membrives quiso más. Pensaba que todo lo que Federico hubiese escrito tendría los mismos resultados. Y se decidió a recuperar una de sus primeras piezas: Mariana Pineda. Muy pronto —pero demasiado tarde— comprendería que había cometido un error.
Igual que Bodas de sangre, esta obra tenía una base real. Mariana Pineda había sido una heroína liberal en la España del siglo XIX. Durante la restauración monárquica de Fernando VII, encargó a unas costureras que bordasen la bandera de los rebeldes. Pero las autoridades la descubrieron y la condenaron a muerte. Su ejecución la convirtió en un símbolo de la lucha contra el absolutismo.
Federico, fiel a sus obsesiones, convirtió esa historia en un drama romántico: la Mariana lorquiana no cree en las grandes consignas políticas, pero se involucra en ellas por el amor de un capitán liberal. La pieza no carece de crítica social: cuando la protagonista cae presa, la hipócrita sociedad granadina la deja morir sin mover un dedo. Sin embargo, Federico subordina esa crítica a sus propios demonios: el sacrificio que teñirá de rojo sus Bodas de sangre se estrena en Mariana Pineda cuando, a pesar de la traición que sufre, la protagonista no delata a sus camaradas. Como obediente personaje de su autor, prefiere entregar su vida antes que vivirla indignamente.
Ciego de soberbia, Federico se mostraba seguro de obtener otro fulminante taquillazo. Le escribió a su familia:
—La zapatera lleva el mismo camino de Bodas de sangre y constituye un verdadero éxito tal como está montada. Lo mismo pasará con Mariana.
En otras cartas subrayaba que «resulta primorosa», que «Lola hace un papel estupendo» y que los decorados y trajes son «una maravilla».
No obstante, en su fuero interno, no estaba tan seguro de Mariana Pineda. Aunque anticipaba los grandes temas de Federico, él era consciente de que no se trataba de su mejor trabajo. Incluso antes de su estreno en 1927 había admitido, en privado, que ya no le gustaba. Y ahora que tenía un nombre y un estilo propios, presentar un drama de época podía resultar un retroceso. Para colmo, sabía que el género no funcionaba bien en las salas porteñas.
Durante la promoción de la obra, Federico decidió presentarla como una obra de juventud, justificando por adelantado sus defectos. Pero, como era de esperar, eso no salvó la temporada del naufragio. Ni el público ni la crítica la recibieron bien. El 20 de enero de 1934, tras solo una semana de representaciones, Lola Membrives anunció que sufría una crisis de agotamiento y que los médicos le ordenaban reposo. La temporada quedó cancelada.
Lola Membrives, conocida en el medio como Lola Cojones, no iba a aceptar una derrota tan fácilmente. Sin duda, su invitado aún podía dar más de sí, pero era necesario montar una obra nueva, que mostrase al extraordinario dramaturgo que era en ese momento, y no al vacilante jovencito del pasado.
Entre los textos restantes de García Lorca se hallaba El público, una pieza con ecos surrealistas escrita en Cuba tres años antes. Pero montarla era completamente imposible. Según Federico, «no hay compañía que se anime a llevarla a escena, ni público que la tolere sin indignarse». Y es que El público trataba de un modo muy explícito la homosexualidad y reivindicaba la libertad erótica, incluso la sadomasoquista. Resultaba tan arriesgada que Federico nunca la vio escenificada ni publicada en vida. El texto era tan secreto que solo se dio a conocer entre audiencias restringidas en lecturas privadas, y ni siquiera ha llegado hasta nosotros una versión completa.
Una segunda opción para la Membrives era Así que pasen cinco años, una obra más simbólica y experimental que las anteriores. Estaba terminada y Federico la llevaba consigo en Buenos Aires, pero no se la enseñó a la Membrives, probablemente por miedo a que no fuese muy comercial.
Y, finalmente, estaba Yerma.
Yerma, una pieza sobre la esterilidad femenina, sí podía repetir el éxito de Bodas de sangre. También era una tragedia. También incluía un fuerte personaje femenino atrapado en un matrimonio sin amor y víctima de las convenciones sociales. Y también había surgido de hechos reales: la primera mujer del padre de Federico había sido estéril. Y en un pueblo cercano al suyo se realizaba todos los años la llamada romería de los Cornudos, una procesión de parejas sin hijos que iban a pedirle descendencia al Cristo de la iglesia.
Sin embargo, Yerma no estaba terminada. Le faltaba el tercer acto.
Acabarla no debía resultar tan difícil en principio; pero estamos hablando de Federico García Lorca, un hombre famoso por no respetar jamás los plazos de entrega y que solía decir que entregaba las obras «tarde pero a tiempo». A Lola Membrives, en esos días, la broma no le hacía ninguna gracia. Para presionarlo, la actriz hizo publicar en la prensa que Federico estaba trabajando en Yerma, y que se la daría a ella tan pronto estuviese terminada.
Ahora bien, eso no resolvía el mayor contratiempo: la inagotable vida social de Federico. Su popularidad se había convertido en un obstáculo para su concentración y su trabajo: sitiado por sus admiradores, adulado por la alta sociedad, reclamado desde todos los rincones del país, ¿en qué momento se iba a sentar a escribir? La solución al problema se llamaba Montevideo. La capital uruguaya era mucho más pequeña y tranquila que Buenos Aires, y estaba en la orilla opuesta del Río de la Plata, apenas a unas horas de distancia en barco. Uruguay y Argentina, de hecho, son dos países tan cercanos que existe una palabra para referirse a ambos a la vez: «rioplatenses».
Montevideo parecía el lugar perfecto para que el poeta se pusiese a trabajar. ¿Y no estaba Lola de baja médica por agotamiento? Pues ella y su esposo lo acompañarían personalmente para vigilarlo. Le alquilarían no una sino dos habitaciones en el costero hotel Carrasco. Playa, verano, paz: el ambiente perfecto para el sosiego y la concentración.
Sin embargo, Federico no podía refrenar su éxito social. La celebridad bonaerense del poeta había tenido gran repercusión en la capital uruguaya, lo que se tradujo de inmediato en una serie de convites, invitaciones y recepciones. Recién llegado a la ciudad, el viernes 2 de febrero de 1934, asistió a un cóctel de bienvenida. Dos días después, a un almuerzo en el club Náutico. El martes siguiente concedió una conferencia. Un diario anunció el evento con un reportaje especial en portada a cuatro columnas. El titular decía:
FEDERICO GARCÍA LORCA
GITANO AUTÉNTICO Y POETA DE VERDAD
La conferencia abarrotó el teatro 18 de Julio, y al final, un halagado Federico prometió otra para la semana siguiente, en la que cantaría y tocaría el piano. Habría que organizar aun una tercera, sobre su viaje a Nueva York. Nunca un poeta había conseguido llenar tres veces ese teatro. Las páginas sociales daban cuenta casi todos los días de «notas en extremo lucidas» que protagonizaba el poeta en compañía de la alta sociedad montevideana. Y para colmo, en mitad del viaje, comenzó el carnaval de la ciudad. Durante las dos semanas que pasó en Montevideo, Federico no escribió una sola línea. En una de las entrevistas que concedió expresó su agobio y su cansancio, pero también cuánto se estaba divirtiendo:
—Yo vine a Montevideo con el propósito de escribir el tercer acto de Yerma.
—Ya lo sé —le respondió el periodista.
—Vine huido.
—Por supuesto.
—O mejor dicho: no vine, me trajeron. Me trajo secuestrado la Membrives, que está esperando mi drama, y se puso a luchar como un gigante por librarme del secuestro de la sociedad porteña.
—Y lo libró.
—Pero ahora resulta que llego a Montevideo y son ustedes los complotados que luchan como gigantes para librarme del secuestro de la Membrives.
Y a continuación, Federico rogó:
—No me pida usted que cante.
—No, señor.
—No me pida que recite.
—No, señor.
—No me pida que le toque el piano.
—No, señor.
—No me pida una foto dedicada.
—...
—Ni un trocito de mi camiseta de marinero.
—...
—Y sobre todo, ¡por lo que más quiera!, no me pida que le escriba un pensamiento.
Para sus biógrafos, el agitado periplo uruguayo del poeta nunca ha sido más que una nota a pie de página. El Epistolario completo de Federico García Lorca, entre quinientas treinta y una cartas, solo recoge tres notas accidentales de ese viaje. Ian Gibson le dedica a Montevideo seis páginas de las más de ochocientas de su biografía. Reina Roffé, en una novela sobre Federico en Argentina, le concede dos más.
No obstante, queda un recuerdo muy palpable de ese viaje, un testimonio muy completo, incluso íntimo.
Se trata de un puñado de fotografías, una serie en que Federico luce camiseta marinera a rayas y chaqueta blanca. Lorca aparece en ellas llevando flores a la tumba de un pintor, reunido con un grupo de intelectuales y paseando en un descapotable blanco, un lujoso Avions Voisin importado de Europa. En la pieza más popular de esa serie, saluda alegremente a la cámara. Es una imagen alegre y relajada, un punto descocada, como la memoria que Sudamérica guardó del poeta.
También subsiste una secuencia cinematográfica de García Lorca en Montevideo, casi la única que hay de él, tomada con una Kodak de dieciséis milímetros. En ella, un Federico en blanco y negro sonríe y mueve los labios. Aunque la película es muda, se nota que el poeta está de buen humor. Lleva cuello tortuga y chaqueta, y el pelo planchado hacia atrás. En un momento le entrega al productor de Lola Membrives el manuscrito de una obra teatral, algo que, dadas las circunstancias, debía ser un pequeño sarcasmo.
El autor de todas esas imágenes, las fotos y la película, fue la misma persona: un escritor uruguayo llamado Enrique Amorim.
Amorim, un elegante y engominado personaje que frecuentaba los círculos más exclusivos del Río de la Plata, residía en Buenos Aires. Ahí había conocido a García Lorca, y había quedado obsesionado con él. Fue a recibirlo al puerto de Montevideo y, para desesperación de Lola Membrives, no se separó de él durante todo el viaje. Contrató una habitación en el hotel Carrasco, donde se alojaba el poeta. Le organizó un banquete. Lo paseó en su descapotable blanco por las playas de Atlántida y por el carnaval. Contrató una banda de negros candomberos para animar sus fiestas.
Amorim quería documentar su amistad con García Lorca, mostrarle al mundo que había estado muy cerca del superfamoso. Le regaló al poeta la camiseta a rayas que luce en las fotografías, sabiendo que así esas imágenes destacarían entre las demás. Pero, paradójicamente, para dejar testimonio de esa cercanía, debía desaparecer de la escena. El fotógrafo está siempre detrás de la cámara. Así que solo unas pocas instantáneas de ese viaje inmortalizan a Amorim.
Más elocuentes son los testimonios escritos; por ejemplo, la dedicatoria que Amorim estampó para García Lorca en un ejemplar de su novela La carreta:
Yo te digo, Federico, que eres lo más grande que ha hecho Dios con el habla maravillosa que hemos heredado.
Tuyo,
Enrique
O un enigmático telegrama que le envió a Buenos Aires disculpando su ausencia en una cena:
Estoy en la mesa aunque no me veas. Salud. Nal uyo en cdia. Federicooo...
Por su parte, Federico llamaba a Amorim su «confidente», y le escribió una nota cómplice que aún se conserva. La nota es un juego literario, una imitación de la poesía de Alfonsina Storni. Y su contenido sugiere que entre ambos había, por lo menos, una amistad juguetona:
¡Oh, canalla!
¡Oh, pérfido!
¿Te has escondido
y has hecho un nido
con tu deseo?
(Copia a la manera de la Storni).
El caso es que eres un canalla.
Te espero a las diez y media en punto en la legación.
Allí estaré, canalla.
Saludos a Esther.
Federico el bebo... che
La prensa daría una versión más trascendente de lo que hubo entre ellos. Un periódico uruguayo describió la relación entre ambos empleando el estilo ampuloso del antiguo periodismo cultural:
—Así se conocieron, simpatizaron y fueron entrañables camaradas, hermanados en el mismo ideal, los dos incansables peregrinos que la amistad unió en un estrecho y fraternal amor al camino, a los hombres de su tiempo, al arte y a la cultura.
Fuese un «fraternal amor», o una broma entre «canallas» y «pérfidos», lo cierto es que de esa relación no han quedado más huellas que los amarillentos artículos periodísticos y las imágenes grabadas por el uruguayo. La memoria de Federico García Lorca ha borrado a Amorim. En el libro de Gibson apenas aparece una vez, y en la primera edición figuraba por error como Emilio Amorim. Roffé sí narra sus paseos con Federico, pero su libro es una novela, y la figura de Amorim se desdibuja en la ficción. En el Epistolario completo de Federico García Lorca, Amorim recibe un pequeño premio consuelo: un párrafo.
Las valiosas imágenes tomadas por Amorim tampoco le han hecho justicia a su recuerdo. En la casa museo de Federico en Fuente Vaqueros se puede ver un trozo de la película del poeta en Uruguay, pero el día que visité el lugar, el guía oficial no recordaba quién era el autor. Las fotos de Amorim se reproducen en decenas de libros y reportajes, la mayoría de las veces sin créditos.
La relación de Amorim con Federico García Lorca ha sido víctima del tiempo y el olvido, sus testigos han muerto y la tinta que la registró se va borrando poco a poco. Conforme transcurren los años, el uruguayo se va convirtiendo en una mancha del papel de plata, un fantasma proyectado en la esquina de la foto, una sombra que se diluye en el pasado.
Y, sin embargo, dos décadas después de su encuentro, Enrique Amorim sería el hombre demacrado, delgaducho y pálido que oficiaba de anfitrión frente al monumento de Salto. Él personalmente mandaría construir aquella lápida y enterrar allí la misteriosa caja blanca. Y diría en su discurso:
—Aquí, en un modesto pliegue del suelo que me tendrá preso para siempre, está Federico...