Matar el nervio

Anna Pazos

Fragmento

nervio-epub-3

1

CÓMO DESAPARECER DEL TODO

La última vez que tuve fiebre fue en la primavera de 2013. Entonces vivía en Tesalónica, en el norte de Grecia, donde pagaba ciento diecisiete euros al mes por una habitación con un mandala en la pared y un colchón doble en el suelo. La fiebre llegó a traición. Llevaba meses alimentándome de empanadillas viscosas de queso, fumando hierba y deslizándome hacia un estado que más tarde identificaría como depresivo. Pasé el trance comiendo plátanos que me había traído una especie de novio comunista local. La fiebre era fría por la mañana y hervía por la noche. Cuando la temperatura subía, el mandala adquiría actividad psicodélica y el colchón dejaba de tener sentido. La sensación me era tan ajena y extrema que pensaba que me estaba muriendo.

Pensar en aquellos meses en Grecia siempre me avergüenza un poco. Me recuerda que fracasé en la empresa elemental de tener veintidós años y vivir subvencionada y despreocu­pada en un país extranjero. Visto con perspectiva, mi única obligación era generar los recuerdos de goce juvenil que me sostendrían en el gris posterior de la vida. El fracaso fue tan sonoro que tuve que mitigarlo, en los años siguientes, volviendo regularmente a Grecia, con diferentes excusas hu­manas y profesionales. Las visitas solían empezar con una intención elevada, como filmar un documental o destruir una relación con futuro en nombre del libertinaje. Pero al final siempre aparecía la amenaza existencial del mandala y el colchón. Flotaba como una acusación sobre las calas de Icaria y los vasos de raki de las tabernas cretenses. Me recordaba que las cosas siempre están a un paso de venirse abajo, y que lo único que se puede hacer es intentar correr en la dirección contraria.

Las primeras frases griegas que aprendí fueron thelo na eimai mazi sou, «quiero estar contigo»; to xapi tis epomenis imeres, «la pastilla del día después»; y oriste ta resta sas, «aquí tiene el cambio». Al décimo día de fiebre el novio comunista me llevó en moto al Ippokrateio, el hospital municipal que quedaba más cerca de mi colchón. Quizá fuera por la fiebre, pero lo recuerdo lleno de frailes ortodoxos seguidos de su numerosa progenie, atravesando patios y pasillos entre nubes de moscas. Me veo cruzando una sala atiborrada, después de horas de espera, y entrando en una consulta con tres o cuatro médicos en coreografía: uno fumando en la ventana, otro palpándome la garganta, un tercero bromeando con mis posibilidades en el cine adulto. En Grecia yo tenía nombre de actriz porno; pronto aprendí a sonreír con complicidad cada vez que revelaba mi apellido. Me cobraron cinco euros por la visita y por recetarme un antibiótico que pagué en la farmacia a precio íntegro.

Yiannis Boutaris, entonces alcalde de Tesalónica, solía decir que Grecia era el último país soviético. Al principio la frase tenía voluntad provocadora, pero hacia el final de su mandato era un cliché que endilgaba con pereza a los periodistas extranjeros. Boutaris era un empresario vinícola que entró en política a los sesenta y muchos y emanaba una sensación refrescante de estar siempre de vuelta. Divorciado, ex­alcohólico, un lagarto tatuado en la mano izquierda. Hablaba de restaurar la memoria de los judíos deportados durante la ocupación nazi y se atrevía a criticar a los sindicatos, el único poder efectivo de la ciudad. Se presentó por libre en 2010 y ganó por solo 419 votos. Se decía que le concedieron la alcaldía los votantes judíos, que no pasaban de mil pero agradecían que un representante público confirmara su existencia.

Lo conocí años después de la fiebre, durante una de las visitas en que intentaba reconquistar la ciudad con una coartada profesional. Era una mañana nevada de enero y le quedaban pocas semanas en la alcaldía. Llegué a la entrevista sin duchar, con la ropa del día anterior, toda nervios y con resaca.

A los veintidós años Boutaris me había parecido legendario e inaccesible. Ahora tenía casi treinta y me encontraba sentada frente a él en un despacho forrado de pegatinas con eslóganes antifascistas, como de dormitorio adolescente. Boutaris llevaba los tirantes rojos sobre camisa blanca de oficinista que había convertido en su insignia estética. Al lado estaba la jefa de prensa, entrenada para intervenir a la primera salida de tono del alcalde. Desencantado, aburrido de entrada con la conversación, Boutaris fumaba un cigarrillo tras otro desafiando la prohibición municipal. Había sido un viernes pe­sado, interminable. Una tormenta polar había colapsado la red de transporte público, que consistía en un par de líneas de autobús, y el alcalde se había pasado el día respondiendo insultos en Twitter. Dijo lo de la mentalidad soviética solo empezar la entrevista. Al instante irrumpieron como un holograma los médicos de Ippokrateio bailando un ballet ruso, fumando junto a la ventana y augurándome un futuro prometedor en el mundo del porno, mientras los frailes deambulaban por los pasillos y los pacientes atestaban la sala de espera.

Como un guía turístico sacudiéndose la última visita del día, el alcalde siguió con una larga diatriba sobre los 2.500 años de historia de la ciudad. Entre sus visitantes célebres se cuentan el apóstol Pablo, el líder norvietnamita Ho-Chi Minh y un falso mesías judío llamado Sabbetai Zevi, que reunió un grupo de devotos fanáticos en el siglo XVII. La ciudad tenía una historia riquísima, perfectamente explotable como cebo turístico, pero había decidido darle la espalda tal y como le había dado la espalda a su administración. En ocho años de mandato los avances habían sido ínfimos. El proyecto más conspicuo de Boutaris —construir un museo para honrar a los judíos asesinados de Tesalónica­— se había disuelto entre discusiones semánticas y ontológicas en el pleno del Ayuntamiento.

¿Era injusto, como defendía la oposición, centrarse en una sola comunidad exterminada cuando tantas otras habían sufrido durante la ocupación? ¿De dónde saldría el dinero para mantener el museo, más allá de las contribuciones de Israel y Alemania? ¿Qué se expone en un museo dedicado a una comunidad inexistente?

Todas estas cuestiones parecían irrelevantes aquella mañana nevada de enero, en que un Boutaris ya en retirada quería creer que el proyecto saldría adelante.

—Al final se llamará Museo del Holocausto y los Derechos Humanos de Tesalónica. El nombre es problemático porque los israelíes no respetan mucho los derechos hu­manos.

—Mejor no hablamos de esto —intervino ágilmente la jefa de prensa.

Nunca he sido buena entrevistadora; ante una mínima reticencia tiendo a evitar la incomodidad y a confiar en que sabré llenar los agujeros con intuición e ingenio. Siguió un silencio que dio por zanjada la discusión sobre su proyecto estrella. Cuando ya me iba me preguntó por primera vez dónde pensaba publicar la entrevista.

—Da igual. A nadie le importa una mierda nada de lo que hemos hablado —se respondió a sí mismo, y encendió otro cigarrillo.

* * *

Casi quinientos años antes de que yo aterrizara por primera vez en Tesalónica, murió en Basilea Erasmo de Róterdam, hijo bastardo de un sacerdote católico, quien a la edad imprecisa de veintitantos se fue a París a estudiar el grado de doctor en Teología. Fue con una bolsita de monedas bajo el brazo, un estipendio cortesía del obispo de Cambrai. La pensión que le pasaba el obispo era «desesperadamente exigua» y solo le permitió alojarse en una residencia sórdida, ascética y desangelada, en la que los dormitorios daban a las letrinas y la disciplina monacal era férrea. Todo eso horrorizó el espíritu refinado y el cuerpo frágil y enfermizo de Erasmo, quien en sus viajes posteriores por Europa se aseguró de dormir en las pensiones más exquisitas y relacionarse solo con las tres o cuatro personalidades ilustradas de cada país. Esto le permitió profesar un amor cosmopolita por todas las naciones pero también lo mantuvo en una ignorancia elemental de los lodazales y las pasiones de cada una. Quizá por esto su gran sueño de unidad paneuropea fracasó antes de levantar el vuelo, y su figura languideció hasta la irrelevancia en el agitado cambio de siglo que le tocó vivir.

Quinientos años después, el programa Erasmus de intercambio académico vincularía el nombre del monje Erasmo con la ebriedad y el diletantismo internacional. Las autoridades europeas dotaron la beca con un estipendio mínimo, similar al que obtuvo Erasmo cuando fue a París. En la práctica esto limitaba la posibilidad de estudiar en el extranjero a aquellos que pudieran garantizarse ingresos adicionales. Era mi caso. Me encontraba en el último estertor de los estudios universitarios y sin mucha idea de qué hacer a continuación. Así que apunté una serie de universidades europeas en un documento encabezado por sellos institucionales de la Unión. Era el año 2012 y en los informativos Grecia era sinónimo de decadencia y caos, pero también sonaba a nervio vivo y a experiencias extremas imposibles de vivir en Barcelona. Me adjudicaron automáticamente la Universidad Aristotélica de Tesalónica, porque ningún otro estudiante la había elegido como primera opción.

Antes de irme aprendí algunas cosas. Tesalónica era la segunda ciudad de Grecia, capital de la provincia nórdica de Macedonia Central. Era también un centro universitario, una zona de tránsito para griegos de todo el país. Dinos, un pintor de Atenas que estudiaba en la facultad de Bellas Artes de Barcelona, la definía como sucia, soñolienta y perezosa; poco más que un error de juventud donde los días se sucedían indiferentes e irrelevantes. Dinos llevaba tatuajes improvisados por él mismo en brazos y piernas, como bocetos hechos sin pensar durante una llamada telefónica, y tenía una nariz de dragón de aletas finas y sensibles. Lo fiché como profesor de griego después de conocerlo en algún concierto gratuito de verano; quedamos que me daría clase todos los jueves en su piso compartido en Gràcia. En la primera lección apuntó el alfabeto, cada letra con su mayúscula y minúscula y su equivalente latino, en una página blanca de libreta que arranqué y me guardé en el bolsillo. Las clases acabaron aquí. Seguí yendo al piso de Gràcia con cierta regularidad. Follábamos sin besarnos en la boca y después yo me tumbaba lánguidamente en la cama y escuchaba los lamentos de Dinos, que odiaba Barcelona y se sentía desplazado y miserable. Valía la pena tener paciencia porque después me contaba fábulas de lugares con nombres excitantes como Samotracia o Icaria, que sin duda eran los más bellos y especiales del planeta. Era importante, decía Dinos, que no me adormeciera vagando por Tesalónica y mantuviera vivo el espíritu explorador.

Cada vez que mencionaba Tesalónica arrugaba unos milímetros las aletas de la nariz de dragón. Yo atribuía su menosprecio a un cierto esnobismo de capital, quizá incluso envidia del ritmo de vida pausado de las regiones del norte. Presentía que había algo genuino y salvaje en Tesalónica, un latido imposible de encontrar en ninguna gran ciudad europea. Lo intuía principalmente por la sonoridad quebradiza del nombre y por el hecho de que no parecía tener ningún atractivo turístico remarcable. La bibliografía era escasa, y los pocos escritores extranjeros que la habían visitado la mencionaban de paso y sin esconder el desinterés o la decepción. Excepto un breve periodo durante la Primera Guerra Mundial, no había sido escenario de ningún hecho histórico memorable. Debía tener, pues, algo obstinado y difícil de captar.

En el autobús lanzadera, al salir del aeropuerto de Tesalónica, usé por primera vez el conocimiento alfabético de Dinos. Lo había repetido como un mantra durante las semanas precedentes, y ahora me permitió leer la palabra omnipresente en todos los portales: enoikiazetai. Más tarde aprendí que quería decir «se alquila». La ciudad de alquiler avanzaba a banda y banda del autobús en un gris industrial pigmentado por décadas de grafitis. Llevaba una dirección anotada en un papel y pregunté a unos pasajeros en qué parada tenía que bajar. Se pusieron a debatirlo entre ellos en un volumen creciente hasta olvidar mi presencia. Finalmente llegué a la plaza de Aristóteles, que parecía un lugar lo bastante céntrico, presidido por una estatua de Lenin que en realidad representaba al libertador griego Venizelous. Desde ahí solo faltaba subir hasta Agios Dimitrios, iglesia dedicada al patrón de la ciudad.

El templo era un edificio de ladrillos que habría pasado perfectamente como un anexo de la biblioteca municipal. Sin mirarlo, arrastré la maleta hasta el 96 de la calle Agiou Dimitriou. El portal estaba junto a una tienda de suvenires bizantinos, y como todos los edificios en Grecia, en el interfono no figuraban los números de piso y escalera, sino los apellidos medio borrados de inquilinos antiguos. Hacía un frío hostil y con las manos medio congeladas piqué timbres aleatorios hasta que alguien me abrió la puerta. Me alojaría en el apartamento de tres estudiantes griegas, amigas de un conocido de Barcelona, que habían accedido a dejarme dormir en su sofá mientras buscaba habitación.

En el piso me encontré un ambiente festivo, alborotado, gente sentada por el suelo fumando hierba y rulando una botella de vodka. Por un momento pensé que me habían organizado una bienvenida. Resultó ser la despedida de una amiga de la casa, que se marchaba de Erasmus a Lisboa esa misma noche. Dejé la maleta en un rincón, donde permanecería durante semanas, y me incorporé a la fiesta como si volviera de comprar tabaco. Un chico medio griego medio albanés jovial y afeminado me dio conversación en un inglés elíptico y a medianoche fuimos todos a la estación central, botellas en mano, a despedir a la chica que cogía el tren nocturno hacia Atenas. El albanés y yo nos hicimos fotos bebiendo vodka directamente de la botella mientras dábamos vueltas sobre un carro de equipaje. Los augurios eran buenos; de entrada parecía una buena ciudad donde vivir.

En varios aspectos, nunca me marcharía de Agiou Dimitriou 96. Después de tres semanas durmiendo en el sofá, una de las inquilinas desapareció y desplacé la maleta unos metros hacia su dormitorio. Era la habitación del colchón y el mandala. A modo de bandera, enganché en una pared el papel arrugado con el alfabeto de Dinos. La habitación tenía un pequeño balcón con vistas laterales a la iglesia-biblioteca de Agios Dimitrios, y quedaba justo encima de una farmacia y de la tienda de comestibles cretense donde compraría litros de raki a granel. En los días claros, se distinguía a mano derecha el perfil del monte Olimpo, más allá de las aguas tranquilas y resplandecientes del golfo de Salónica. Era una suite perfecta, que prometía unos meses plenos y decisivos.

* * *

Decimos que una ciudad es bonita o espectacular o abominable dependiendo de cómo nos hemos sentido en ella. Paseamos con el corazón roto por las avenidas majestuosas de Viena y nos parecen de una frialdad incompatible con la vida, y nos enamoramos de un suburbio pestilente en el sur de Serbia porque allí hemos experimentado una sensación embriagadora de independencia y poder. Según todos los estándares estéticos Tesalónica es de una fealdad irredimible. Las calles son prácticamente invisibles bajo la basura acumulada y los coches aparcados en triple fila; los monumentos y espacios históricos están tan obscenamente negligidos que cuando te cruzas con uno tienes que apartar la vista y acelerar el paso. No hay demasiado que hacer, más allá de la fiesta y las manifestaciones y el simple existir dejando pasar las horas. Solo una vez al año rompe la monotonía un festival de cine documental.

Aun así, he conocido a personas que han vivido una temporada en Tesalónica y hablan de ella con un brillo casi fanático en los ojos, como si se supieran parte de un secreto intransferible. A veces tratan de concretar qué convierte Tesalónica en un tesoro tan elusivo. No es la gastronomía, que al fin y al cabo tiende al empalago grasiento del gyros y la bougatsa, ni las callejuelas de piedra de Ano Poli ascendiendo por la colina hasta el castillo en ruinas, ni las tabernas tradicionales que coronan algunos callejones y que ofrecen rebético en vivo y raki caliente con miel, ni el paseo marítimo, arrullado por un extremo olvidado del Mediterráneo.

La mayoría de las veces el brillo en la mirada evoca simplemente la sensación de sentirse joven y ocioso, porque Tesalónica es tanto una ciudad para los viejos y los rendidos como para los que sienten que tienen tiempo de sobra por delante, y derecho a malgastarlo.

Durante un tiempo fui una de estas personas que evocan Tesalónica con mirada fanática. Defendía y elogiaba Tesalónica como si fuera una arcadia perdida. En mi caso el engaño era particularmente perverso porque en el fondo sabía que allí había sido infeliz, con una infelicidad contundente y desarraigada que no había conocido hasta entonces. Pero la voluntad de ser el tipo de persona que disfruta y venera Tesalónica era más poderosa que el recuerdo del fracaso. Los motivos del desastre eran concretos y vergonzosos y había que taparlos con un conocimiento objetivo de la historia y circunstancias de la ciudad. Protegerme con un escudo bibliográfico para afrontar la derrota, como tratamos de hacer tantas veces en la vida, siempre sin éxito.

* * *

La primera y principal guía fue Dafni. Dafni era mi compañera de piso en Agiou Dimitriou 96 y venía de un pueblo de tres casas de la Macedonia central. Emanaba un magnetismo feroz y llevaba su sobrepeso con un aire definitivo que te hacía sentir insuficiente y poco original en comparación. Nunca tenía un duro, pero siempre disponía de lo necesario para mantener una existencia de mínimos. Su padre, un expolicía en el paro, le enviaba paquetes de pasta con el logo de la Unión Europea. Rara vez los cocinaba. Dafni parecía encontrarse en paz con el hecho de que había venido al mundo a tumbarse en la cama, fumar hierba y comer empanadillas viscosas de queso. Teníamos la misma edad, pero ella había mantenido el mismo novio desde los catorce años, y esto le daba un aura de sabiduría práctica.

El novio estudiaba en Corfú, y cuando venía de visita el resto nos trasladábamos al dormitorio de Gina, la tercera compañera de piso, donde no se oían tan nítidamente los gritos orgásmicos de la pareja. A Dafni no le importaba nada que sus amistades conocieran al detalle las variaciones de sus orgasmos. Toda ella era un núcleo de certeza. El mundo se amoldaba como plastilina a sus opiniones.

—Las delgadas os pasáis la vida esclavizadas por el miedo a dejar de estar delgadas —me dijo una vez, tumbada en su cama sosteniendo un porro de dos palmos entre el índice y el medio, en la mezcla de inglés rudimentario y gesticulaciones con que nos comunicábamos.

Quería gustar a Dafni y acataba sus normas. Ella me enseñó a navegar por la ciudad. Para cruzar la calle tenías que aventurarte con paso firme por donde más te conviniera, y si venía un coche lo encarabas y soltabas una serie determinada de insultos. Llegar solo media hora tarde a un encuentro era «británico». El frappé, un brebaje infame hecho con nescafé batido, se tomaba metrio me gala, con azúcar y leche. Debían evitarse los alrededores de Rotonda, un templo cilíndrico construido por el emperador romano Galerio en el año 305 a.C., porque ahí es donde iba la escoria a vender heroína. La escoria estaba volviendo para licuar el cerebro y el espíritu de la juventud, y cuando los anarquistas hacían batidas había que apoyarlos mirando hacia otro lado. Los anarquistas formaban una trama compleja de alianzas y subgrupos, generalmente enfrentados entre sí, como facciones antirromanas en Judea. Buena gente, pero era mejor no mezclarse demasiado con ellos.

A la Universidad Aristotélica solo se iba a comer o de rave. El comedor era gratuito y abierto a todo el mundo. Los fines de semana, las facultades alojaban conciertos punk o raves de veinticuatro horas. Las mejores fiestas, las que a menudo se alargaban hasta empalmar con la noche siguiente, eran las de la facultad politécnica.

La gratuidad de la cantina era motivo de orgullo entre los estudiantes y cualquier amenaza de ponerle precios acababa en revueltas y piquetes. De vez en cuando los piquetes coincidían con las huelgas del personal de la limpieza, que a menudo reivindicaban sus derechos laborales. Por todo el campus había montañas de basura de la altura de un humano estándar, de las que sobresalían vasos de plástico de frappé y latas de Alpha que los estudiantes lanzaban despreocupadamente al montón.

Los exámenes se aprobaban abonando la cuota del sindicato de estudiantes correspondiente. Pagar cuotas y extras varios era la mejor manera de asegurarse un trato justo en la sociedad. Si alguna vez tenía que operarme en un hospital público, o examinarme del carnet de conducir, debería llevar un sobre con una cantidad estipulada para asegurarme resultados positivos.

Dafni también se encargaba de pagar los gastos del piso, trámite que implicaba hacer largas colas en las oficinas correspondientes para saldar las facturas en efectivo. Cada mes depositábamos los billetes en un cajón de la nevera y ella los recogía para hacer la ronda de pagos. Si una semana no teníamos luz o internet se sobrentendía que los había destinado a sus gastos personales.

El piso era como la ciudad misma, un caos que subsistía inexplicablemente en una inercia precaria. Era este caos lo que el alcalde Boutaris quería eliminar. Argumentaba que merecería la pena sacrificar unos gramos de libertad anárquica a cambio de calles limpias y fluidas, un transporte público puntual, una burocracia eficiente y una memoria histórica que siguiera el ejemplo berlinés. A Dafni, estas aspiraciones europeizantes le parecían poco menos que nazismo encubierto. Opinar como ella era atrevido, subversivo, desafiaba el sentido común y el decoro hacia los que yo gravitaba por naturaleza. Dafni tenía un talante indó

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos