La mujer que soy

Britney Spears

Fragmento

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En el Sur, criar a los hijos tenía más que ver con respetar a tus padres y mantener la boca cerrada. (Hoy funciona al revés: se trata de respetar a los niños). En mi casa, jamás se permitió mostrar desacuerdo con alguno de los progenitores. No importaba lo mal que fuera todo, se daba por sentado que guardarías silencio, y si no lo cumplías había consecuencias.

En la Biblia se dice que tu lengua es tu espada.

Mi lengua y mi espada fueron mi canto.

Me pasé cantando toda la niñez. Cantaba con la radio del coche de camino a mis clases de danza. Cantaba cuando estaba triste. Para mí, cantar era espiritual.

Nací y fui al colegio en McComb, Mississippi, y viví en Kentwood, Luisiana, a unos cuarenta kilómetros de distancia.

En Kentwood todos se conocían. Las puertas estaban siempre abiertas, la vida social giraba en torno a la iglesia y las fiestas en los patios traseros de las casas, a los niños se los vestía conjuntados y todo el mundo sabía disparar un arma. La principal zona histórica era Camp Moore, una base de entrenamiento militar del ejército confederado construida por Jefferson Davis. Todos los años se celebra una recreación de la Guerra Civil el fin de semana previo a Acción de Gracias, y el ver a esas personas vestidas con uniformes era un recordatorio de que se acercaban las fiestas. Me encantaba esa época del año: chocolate caliente, el olor a chimenea en el salón de casa, los colores otoñales de las hojas en el suelo.

Teníamos una pequeña casa de ladrillo con paredes empapeladas de color verde a rayas y revestidas de madera. De niña, iba a una hamburguesería de la cadena Sonic, conducía karts, jugaba a baloncesto y asistía a una pequeña escuela cristiana llamada Parklane Academy.

La primera vez que realmente me conmoví y sentí escalofríos recorriendo mi columna vertebral fue al oír a nuestra asistenta cantando en la lavandería. Siempre me encargué yo de lavar y planchar la ropa en casa, pero, cuando las cosas mejoraban económicamente, mi madre contrataba a alguien para que ayudara. La asistenta cantaba góspel, y literalmente fue un despertar a un mundo por completo nuevo. Nunca lo olvidaré.

Desde entonces, mi anhelo y pasión por cantar no han hecho más que crecer. Cantar es mágico. Cuando canto, soy dueña de mi esencia. Me puedo comunicar con pureza. Cuando cantas, dejas de usar el lenguaje habitual de «Hola, ¿qué tal?». Eres capaz de expresar cosas que son mucho más profundas. Cantar te lleva a un espacio místico donde el lenguaje deja de importar, donde todo es posible.

Lo único que quería era evadirme del mundo del día a día y entrar en ese reino donde podía expresarme sin pensar. Cuando estaba ensimismada en mis pensamientos, mi mente se llenaba de preocupaciones y miedos. La música acallaba ese ruido, me hacía sentir segura y me llevaba a un lugar puro donde podía expresarme de la manera exacta en que deseaba ser vista y oída. Cantar me llevaba en presencia de lo divino. Mientras cantaba, me sentía casi fuera del mundo. Podía estar jugando a videojuegos o haciendo volteretas laterales en el patio trasero, pero mis pensamientos, sentimientos y esperanzas estaban en otro lugar.

Me esforcé mucho por conseguir que las cosas fueran como yo quería. Me lo tomaba muy en serio cuando grababa videoclips tontorrones con las canciones de Mariah Carey en el patio trasero de la casa de mi amiga. A los ocho años, me creía directora de cine. En mi ciudad nadie hacía cosas como esas. Pero yo sabía qué quería ver en el mundo e intentaba hacerlo realidad.

Los artistas hacen cosas e interpretan personajes porque quie­ren escapar a mundos lejanos, y escapar era precisamente lo que necesitaba. Quería vivir en mis sueños, en mi mundo ficticio de las maravillas y no pensar jamás en la realidad si podía evitarlo. Cantar tendía un puente entre la realidad y la fantasía, entre el mundo en el que vivía y el mundo que quería habitar a toda costa.

La tragedia ha marcado a mi familia. Mi segundo nombre viene de la madre de mi padre, Emma Jean Spears, a quien llamaban Jean. He visto fotos de ella y entiendo por qué todo el mundo dice que nos parecemos. Tenemos el mismo pelo rubio. La misma sonrisa. Parecía más joven de lo que era.

Su marido —mi abuelo, June Spears padre— era un maltratador. Jean sufrió la pérdida de un hijo cuando el bebé contaba tan solo tres días de vida. June envió a Jean al hospital Southeast Louisiana, un horrible manicomio en Mandeville, donde le administraron litio. En 1966, a los treinta y un años, mi abuela Jean se suicidó pegándose un tiro sobre la tumba de su bebé muerto, poco más de ocho años después de su fallecimiento. No puedo imaginar la tristeza que debía de sentir.

Lo que suele decir la gente del Sur de hombres como June es: «Nada le parecía suficientemente bueno», o que era «un perfeccionista», que era «un padre muy implicado». Seguramente yo habría sido algo más dura.

Como fanático del deporte, June obligaba a mi padre a practicar ejercicio mucho más allá de la extenuación. A diario, cuando mi padre terminaba sus prácticas de baloncesto, sin importar lo cansado y hambriento que estuviera, todavía tenía que lanzar a canasta cientos de veces más antes de poder entrar en casa.

June era agente del departamento de policía de Baton Rouge y llegó a tener diez hijos con tres esposas. Hasta donde yo sé, nadie puede decir nada bueno sobre los primeros cincuenta años de su vida. Incluso en mi familia, se comentaba que los hombres Spears siempre daban problemas, sobre todo en lo relacionado con su forma de tratar a las mujeres.

Jean no fue la única esposa a la que June envió al sanatorio de Mandeville. También mandó allí a su segunda mujer. Una de las hermanastras de mi padre ha dicho que June abusó sexualmente de ella desde los once años hasta que se fugó de casa con dieciséis.

Mi padre tenía trece años cuando Jean murió sobre aquella tumba. Sé que ese trauma es parte de la razón por la que mi padre ha sido como ha sido con mis hermanos y conmigo, y el porqué de que para él nada fuera lo suficientemente bueno. Mi padre presionó a mi hermano para que destacara en el deporte. Bebía hasta perder la conciencia. Desaparecía durante periodos de varios días. Cuando mi padre bebía, era extremadamente malo.

Sin embargo, la conducta de June se suavizó con los años. No tuve la experiencia de ver al hombre que había maltratado a mi padre y a sus hermanos, sino que conocí a un abuelo que parecía paciente y tierno.

El mundo de mi padre y el de mi madre eran totalmente opuestos.

Según mi madre, su madre —mi abuela, Lilian Portell, «Lily»— procedía de una familia londinense elegante y sofisticada. Lily tenía un aire exótico del que todo el mundo hablaba; su madre era británica y su padre era de la isla mediterránea de Malta. Su tío era encuadernador. Todos los miembros de la familia tocaban algún instrumento y les apasionaba cantar.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Lily conoció a un soldado estadounidense, mi abuelo, Barney Bridges, en un baile para soldados. Era chófer de los generales y le encantaba conducir deprisa.

No obstante, ella se sintió decepcionada cuando él la llevó consigo a Estados Unidos. Lily había imaginado una vida como la que tenía en Londres. Mientras se dirigía en coche hacia la vaquería de mi abuelo desde Nueva Orleans, iba mirando por la ventanilla del coche de Barney y se sintió inquieta por lo vacío que parecía el mundo de su esposo. «¿Dónde están todas las luces?», preguntaba ella insistentemente.

A veces pienso en Lily atravesando la Luisiana rural en coche, mirando por la ventanilla a la oscuridad de la noche y dándose cuenta de que su gran vida vibrante y llena de música, de tardes de té y de museos de Londres, estaba a punto de convertirse en algo insignificante y difícil. En lugar de ir al teatro o a comprar ropa, tendría que pasarse la vida enjaulada en el campo, cocinando, limpiando y ordeñando vacas.

Así pues, mi abuela guardó silencio, leyó miles de libros, se obsesionó con la limpieza y añoró Londres hasta el día de su muerte. Mi familia decía que Barney no quería permitirle regresar a Londres porque creía que, si se marchaba, nunca volvería a casa.

Mi madre contaba que Lily se perdía tanto en sus propios pensamientos que tenía la manía de recoger la mesa antes de que todos hubieran terminado de comer.

Lo único que sabía yo era que mi abuela era guapa y me encantaba imitar su acento británico. Hablar con ese acento siempre me ha hecho feliz porque me recuerda a ella, mi abuela elegante. Deseaba tener sus modales y su voz cantarina.

Como Lily tenía dinero, mi madre, Lynne, su hermano, Sonny, y su hermana, Sandra, crecieron en la abundancia, sobre todo considerando lo que era la Luisiana rural. Aunque eran protestantes, mi madre iba a una escuela católica. De adolescente era preciosa, con el pelo negro corto. Siempre acudía al colegio con las botas más altas y las faldas más cortas. Salía con los chicos más divertidos del pueblo, que la llevaban a pasear en moto.

Mi padre se interesó en ella, cómo no. Además, seguramente porque June lo hacía entrenar con tanta intensidad, mi padre era buenísimo en los deportes. La gente recorría kilómetros para verle jugar al baloncesto.

Mi madre lo vio y se preguntó: «Oh, ¿quién es ese chico?».

En todos los sentidos, su relación nació de una atracción mutua y del espíritu aventurero. Pero su luna de miel se había terminado mucho antes de que yo llegara.

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Cuando se casaron, mis padres vivían en una pequeña vivienda, en Kent­wood. A mi madre ya no la mantenía su familia, así que mis padres eran muy pobres. Además, eran demasiado jóvenes: mi madre tenía veintiún años y mi padre, veintitrés. En 1977, tuvieron a mi hermano mayor, Bryan. Cuando se fueron de ese primer hogar, compraron una pequeña casa de un solo piso con tres habitaciones.

Después del nacimiento de Bryan, mi madre retomó los estudios para convertirse en profesora. Mi padre, que había trabajado como soldador en refinerías de petróleo —trabajos duros que le duraban un mes y, a veces, tres—, empezó a beber mucho y eso no tardó en pasar factura a la familia. Tal como lo cuenta mi madre, un par de años después de casarse, mi abuelo materno Barney murió en un accidente de tráfico, y, posteriormente, mi padre pilló una cogorza y se perdió el primer cumpleaños de Bryan. Cuando mi hermano tenía dos o tres años, mi padre se emborrachó en una fiesta navideña y se ausentó sin decir nada la mañana de Navidad. Y fue entonces cuando mi madre se hartó. Se marchó a casa de Lily. Ese marzo de 1980, presentó la demanda de divorcio. Pero June y su nueva esposa le rogaron que dejara volver a mi padre, y mi madre lo hizo.

Durante un tiempo, aparentemente, todo estuvo tranquilo. Mi padre dejó de emborracharse y abrió una empresa de construcción. Entonces, después de luchar mucho, también abrió un gimnasio. Se llamaba Total Fitness y transformó a algunos hombres de la ciudad, incluidos mis tíos, en culturistas. Mi padre lo abrió en un estudio independiente de nuestra propiedad, justo al lado de casa. Una retahíla interminable de hombres musculosos entraba y salía del gimnasio, flexionando su musculatura ante los espejos, bajo las luces fluorescentes.

A mi padre empezó a irle muy bien. Se convirtió en uno de los hombres más acaudalados de nuestra pequeña ciudad. Mi familia celebraba grandes fiestas en el patio trasero y las típicas comidas de Luisiana a base de cangrejos de río al estilo cajún. Sus fiestas eran salvajes, y el baile duraba toda la noche. (Siempre he dado por hecho que su ingrediente secreto para aguantar toda la noche en pie era el speed, la droga preferida en aquel entonces).

Mi madre abrió una guardería con su hermana, mi tía Sandra. Para consolidar su matrimonio, mis padres tuvieron un segundo bebé: yo. Nací el 2 de diciembre de 1981. Mi madre jamás perdió una oportunidad de recordar que conmigo tuvo un parto dolorosísimo de veintiuna horas.

Adoraba a las mujeres de mi familia. Mi tía Sandra, que ya tenía dos hijos varones, dio a luz un bebé por sorpresa a los treinta y cinco: mi prima Laura Lynne. Como solo nos llevábamos unos meses, Laura Lynne y yo éramos como gemelas, y las mejores amigas. Laura Lynne siempre fue como una hermana para mí, y Sandra fue mi segunda madre. Ella se sentía muy orgullosa de mí y siempre me animaba.

Y, aunque mi abuela Jean había muerto mucho antes de que yo naciera, tuve la gran suerte de conocer a su madre, mi bisabuela Lexie Pierce. Lexie tenía una belleza pícara, siempre maquillada con la cara muy blanca y los labios muy rojos. Tenía un genio de mil demonios, que se acentuaba a medida que cumplía años. Me contaron, y yo me lo creo, que se había casado siete veces. ¡Siete! Evidentemente, no le gustaba su yerno June, pero, después de la muerte de su hija Jean, ella se quedó en la casa y cuidó de mi padre y sus hermanos, y luego, además, de sus bisnietos.

Lexie y yo estábamos muy unidas. Mis recuerdos más vívidos y felices de la primera infancia son todos momentos pasados con ella. Celebrábamos fiestas de pijama las dos solas. Por la noche jugábamos con su neceser de maquillaje. Por la mañana me preparaba un desayuno enorme. Su mejor amiga, que vivía en la casa de al lado, venía a visitarla y escuchábamos lentas baladas de la década de 1950 de la colección de discos de Lexie. Durante el día, mi bisabuela y yo dormíamos juntas la siesta. No había nada que me gustara más que quedarme dormida a su lado, oliendo los polvos de su maquillaje y su perfume, oyendo su respiración cada vez más profunda y regular.

Un día, Lexie y yo fuimos a alquilar una película. Cuando nos alejábamos en coche del videoclub, ella chocó contra otro vehículo y luego quedó atrapada en un bache. No podíamos salir. Tuvo que venir una grúa a sacarnos.

Ese accidente asustó a mi madre. Desde ese momento, no me permitieron salir con mi bisabuela.

—Pero ¡si ni siquiera ha sido un accidente grave! —le dije a mi madre.

Le suplicaba ver a Lexie. Era mi persona favorita.

—No, me temo que está senil —me contestó ella—. No es seguro que sigas quedándote a solas con tu bisabuela.

Después de aquello, la veía en mi casa y no pude ir en coche con ella, ni volver a quedarme a dormir en su casa. Fue una gran pérdida para mí. No entendía cómo podía considerarse tan peligroso estar con alguien a quien quería.

A esa edad, lo que más me gustaba hacer aparte de pasar tiempo con Lexie era esconderme en los armarios de la cocina. Se volvió una broma familiar: «¿Dónde se ha metido Britney ahora?». En casa de mi tía, siempre estaba desaparecida. Todos montaban una partida de búsqueda. Justo cuando empezaban a asustarse de verdad, abrían la puerta de uno de los armarios y allí estaba yo.

Debía de querer que me buscaran. Durante años fue lo mío…, esconderme.

Esconderme era una forma de recibir atención. También me encantaba cantar y bailar. Cantaba en el coro de nuestra iglesia e iba a clases de danza tres tardes a la semana y los sábados. Luego sumé las clases de gimnasia en Covington, Luisiana, a una hora de coche. Jamás tenía suficiente de danza, canto y acrobacias.

El día de las profesiones en la escuela primaria, dije que iba a ser abogada, pero los vecinos y profesores empezaron a decir que había «nacido para Broadway», y al final acepté mi identidad de «la pequeña artista».

Tenía tres años en mi primer recital de danza y cuatro cuando canté mi primer solo, «What Child Is This?», en una representación navideña de la guardería de mi madre.

Quería esconderme, aunque también quería ser vista. Ambas cosas podían ser ciertas. Acuclillada en la fría oscuridad de un armario, me sentía tan pequeña que podría haber desa­parecido. Pero, si todo el mundo me miraba, me convertía en otra persona, en alguien que podía dirigir a todos los presentes en una habitación. Con leotardos blancos, cantando a voz en cuello una canción, sentía que cualquier cosa era posible.

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—¡Señora Lynne! ¡Señora Lynne! —gritó el niño. Estaba sin aliento, jadeando en nuestra puerta—. ¡Debe venir! ¡Salga ahora mismo!

Un día, cuando tenía cuatro años, estaba en el salón de nuestra casa, sentada en el sofá con mi madre a un lado y mi amiga Cindy al otro. Kentwood era como una pequeña ciudad de culebrón; siempre había algún drama. Cindy estaba parloteando con mi madre sobre el último escándalo mientras yo escuchaba, intentando seguir el hilo, cuando la puerta se abrió de golpe. La expresión del chico me bastó para saber que había ocurrido algo terrible. El corazón me dio un vuelco.

Mi madre y yo salimos corriendo. Acababan de reasfaltar la calzada y yo iba sin zapatos, corriendo sobre negro alquitrán caliente.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritaba a cada paso. Me miré los pies y vi el alquitrán que se me había pegado.

Al final, llegamos al campo donde mi hermano, Bryan, había estado jugando con sus amigos del vecindario. Habían intentado segar la hierba alta con sus quads. Les pareció una idea maravillosa porque eran idiotas. Como era previsible, la hierba alta no les había permitido una buena visibilidad y habían chocado de frente.

Yo debí de verlo todo, debí de oír a mi hermano aullando de dolor, a mi madre gritando de miedo, pero no recuerdo nada. Creo que Dios me hizo borrarlo todo para no recordar el sufrimiento y el pánico, la visión del cuerpo aplastado de mi hermano.

Se lo llevaron al hospital en helicóptero.

Cuando fui a visitar a Bryan días después, estaba enyesado de pies a cabeza. Por lo que pude ver, se había roto todos los huesos del cuerpo. Y el único detalle que me impactó, siendo niña, fue que tenía que hacer pis por un agujero de la escayola.

La otra cosa en la que me fijé de manera inevitable fue en que toda la habitación estaba llena de juguetes. Mis padres estaban tan agradecidos de que mi hermano hubiera sobrevivido y se sentían tan mal por él que, durante su recuperación, todos los días eran Navidad. Mi madre satisfacía los deseos de mi hermano, movida por la culpa. Hasta el día de hoy, todavía tiene más manga ancha con él. Es curioso cómo una décima de segundo puede cambiar la dinámica familiar para siempre.

El accidente me acercó más a mi hermano. Nuestro vínculo se creó a partir de mi sincero y auténtico reconocimiento de su dolor. En cuanto regresó a casa del hospital, no me aparté de su lado. Dormía junto a él cada noche. Bryan no podía dormir en su cama de siempre porque seguía enyesado de cuerpo entero. Por eso tenía una cama especial, y a mí me pusieron un colchón pequeño a sus pies. Algunas veces me tumbaba con él y me limitaba a abrazarlo.

Cuando a Bryan le quitaron el yeso, seguí durmiendo con él durante años. Incluso siendo pequeña, sabía que, entre el accidente y lo duro que era mi padre con él, mi hermano tenía una vida difícil. Yo quería ofrecerle consuelo.

Al final, años después, mi madre me dijo que ya estaba casi en sexto de primaria y que debía empezar a dormir sola.

Yo me negué.

Era muy niña y no quería dormir sola. Pero ella insistió y al final tuve que claudicar.

En cuanto empecé a pasar tiempo en mi dormitorio, aprendí a disfrutar de contar con un espacio propio, aunque seguí manteniendo una relación muy estrecha con mi hermano. Él me quería. Y yo lo quería muchísimo; sentía un amor tierno y protector por él. No quería que sufriera jamás. Ya lo había visto sufrir demasiado.

A medida que mi hermano fue mejorando, nos implicamos de lleno en la comunidad. Dado que se trataba de una pequeña ciudad de tan solo unos dos mil habitantes, todo el mundo participaba en la organización de los tres desfiles anuales: Mardi Gras, Cuatro de Julio y Navidad. Toda la ciudad los esperaba con ganas. La gente se agolpaba en las aceras sonriendo, saludando con la mano, dejando atrás por un día el drama de sus vidas para divertirse contemplando a sus vecinos avanzando despacio por la carretera 38.

Un año, un grupo de niños decidimos decorar un carrito de golf y participar con él en el desfile de Mardi Gras. Probablemente íbamos en aquel carrito ocho niños: demasiados, es evidente. Tres ocupaban el asiento corrido, dos iban de pie a los lados sujetándose al pequeño techo y uno o dos se balanceaban en la parte trasera. Era tanto el peso que las ruedas del carro iban casi desinfladas. Todos llevábamos disfraces del siglo XIX, ni siquiera recuerdo por qué. Yo iba sentada en el regazo de los niños de la parte de delante, saludando a todo el mundo. El problema fue que, con tantos niños montados en un carrito de golf con las ruedas desinfladas, no era tarea fácil mantener el control, y con las risas, los saludos y la excitación... Bueno, solo golpeamos al vehículo de delante unas pocas veces, pero sí lo bastante para que nos echaran del desfile.

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Cuando mi padre empezó de nuevo a beber mucho, sus empresas comenzaron a ir mal.

La tensión de no tener dinero se agravaba con el caos que conllevaban los radicales cambios de humor de mi padre. A mí me asustaba especialmente ir en el coche con él porque hablaba solo mientras conducía. Yo no entendía lo que decía. Era como si estuviera en su propio mundo.

Incluso entonces ya sabía que mi padre tenía motivos para querer darse a la bebida con tal de olvidar. El estrés por el trabajo lo había sobrepasado. Ahora veo con más claridad todavía que estaba automedicándose tras soportar años de malos tratos por parte de su padre, June. Cuando era pequeña, no obstante, no tenía ni idea de por qué era tan duro con nosotros, por qué nada de lo que hacíamos le parecía suficiente.

Para mí, lo más triste era que yo siempre deseé tener un padre que me quisiera tal como era; alguien que me dijera: «Te quiero. Ahora mismo puedes hacer cualquier cosa. Yo seguiré queriéndote con un amor incondicional».

Mi padre era inflexible, frío y malo conmigo, pero fue aún más duro con Bryan. Lo presionaba tanto para que destacara en el deporte que resultaba cru

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