Introducción
Una de las atracciones de Europa en 1816 era la tambaleante marcha del autoexiliado lord Byron durante su viaje de Bruselas a Ginebra y a Italia en su monumental carruaje napoleónico negro. Ese coche especialmente diseñado, una lujosa versión del celebrado carruaje del propio emperador Napoleón capturado en Genappe, no solo incluía el diván de Byron, sino también su biblioteca de viaje, su baúl para platos y su equipamiento de comedor. Tirado por cuatro o seis caballos, era una auténtica pequeña residencia palaciega sobre ruedas. La factura del fabricante de coches Baxter ascendía a quinientas libras. El pobre Baxter todavía continuaba insistiendo en el cobro en 1823, una reclamación desestimada a la ligera por Byron con las palabras: «Baxter habrá de esperar al menos un año».[1] Presumiblemente la factura seguía pendiente cuando el inglés murió en Grecia en abril de 1824.
La larga sombra de Napoleón se cernía, inspiradora a la par que irritante, sobre la vida de Byron. Nacido en 1788, el año previo al estallido de la Revolución francesa, Byron era consciente de hallarse en un periodo sin precedentes. Según su propia descripción, «vivimos en tiempos gigantescos y exagerados, que hacen que todo cuanto existe bajo Gog y Magog parezca minúsculo».[2] La aparición de Napoleón, casi veinte años mayor que él, fue el acicate de la ambición del propio Byron, su disidencia, el glamour de su arrogancia, el sentido de historia arrebatadora que permea su obra. La extravagancia de Napoleón, su resistencia, su atuendo, su actitud, la asiduidad con la que atildaba su imagen alimentaban la vena creativa de mofa del propio Byron. Como le reveló a su amiga lady Blessington, «no hay en mí, como decía Napoleón, más que un paso entre lo sublime y lo ridículo».[3]
Byron estaba ligado al francés por lazos tan fuertes al menos como los que lo unían a cualquiera de sus aventuras sexuales. Criticaba a Napoleón, observaba con agudeza lady Blessington, solo «como hace el amante con los defectos insignificantes de su querida».[4] Su implicación emocional ya era grande en Harrow en 1803, cuando el fiero colegial defendía su busto de Napoleón, para entonces el enemigo oficial de Inglaterra, contra los «bribones oportunistas»[5] de entre sus contemporáneos. Unos años después adquirió una excelente impresión del retrato grabado de Napoleón de Morghen, que mandó enmarcar en un dorado resplandeciente.
Su identificación personal con el emperador era tal que sus derrotas le provocaban una reacción física. Después de Leipzig en 1813, Byron estuvo postrado por la desesperación y la indigestión, gimiendo en su diario: «¡Oh, mi cabeza!, ¡cómo me duele!, ¡los horrores de la digestión! Me pregunto cómo le sentará la cena a Bonaparte».[6] Al año siguiente, tras la abdicación y el exilio a Elba, Byron escribió: «Hoy he ocupado una hora, he escrito una oda a Napoleón Bonaparte, la he copiado, he comido seis galletas, he bebido cuatro botellas de soda, he matado el resto del tiempo leyendo».[7] Esa oda era a la par un lamento y un reproche, puesto que Byron no podía aprobar la abyecta rendición del héroe, quien debería haber muerto debidamente con su propia espada cual romano derrotado, o expirado tan desafiantemente como el Macbeth o el Ricardo III de Shakespeare. Con todo, Napoleón todavía lo deslumbraba, a pesar de la angustia de su desilusión. Para Byron, Napoleón era una suerte de segunda naturaleza, parte de sus procesos mentales, incrustada de un modo peculiar en los detalles de su vida.
Tras la caída final de Napoleón, Byron acumularía recuerdos: un mechón de su pelo, tabaqueras con su retrato, monedas de oro con la representación del emperador que había sido. Estaba también el camafeo que Byron le había regalado a lady Blessington en Génova, que se quitó de su propio pecho con un ostentoso ademán, pero que reclamó al día siguiente con la dudosa excusa de que «los recuerdos puntiagudos»[8] traían mala suerte. Antes de marcharse de Inglaterra en 1816, en el momento del escándalo de la separación, Byron había reservado las vestiduras de la coronación de Napoleón, a la sazón en manos de un comerciante de Piccadilly, pero lo cierto es que jamás las reclamó. No obstante, redactó una afectuosa carta de despedida a Margaret Mercer Elphinstone, poco antes de zarpar, en papel de escribir saqueado de la oficina imperial de Malmaison y timbrado con el águila napoleónica; incluyó unas hojas sobrantes como regalo de despedida. Al parecer, Byron estaba eufórico cuando, tras la muerte de su suegra, lady Noel, pudo firmar NB «porque —le explicó a Leigh Hunt, ciertamente un testigo malicioso— Bonaparte y yo somos las únicas personas con las mismas iniciales».[9]
Las andanzas de Byron por Italia, desde 1816 hasta 1823, estaban impregnadas de recuerdos de Napoleón. Reparó, cerca de Milán, en las ruinas de un arco triunfal inacabado, diseñado para el francés, «tan bellas que uno lamenta que no se terminase»,[10] y en Isola Bella descubrió el gran árbol de laurel en el que Napoleón había tallado con su navaja la palabra «Battaglia» poco antes de la batalla de Marengo. Byron, él mismo un diestro desfigurador de árboles, había escudriñado las letras, para entonces «medio desgastadas y parcialmente borradas».[11]
En el contexto de Italia, Napoleón se le antojaba a Byron más que nunca un Vesubio, una poderosa fuerza eruptiva cuyo derrocamiento final había dado paso en toda Europa a los pelagatos políticos: «Desde ese periodo hemos sido los esclavos de los imbéciles».[12] No hay duda de que veía sus propias incursiones en la política europea, primero como partidario del Risorgimento italiano y luego en la guerra de Independencia griega, con algún trasfondo de ironía, en términos cuasinapoleónicos.
En 1823 describía su subvención personal de doscientas mil piastras, para un escuadrón de barcos griegos destinados a luchar contra los turcos, como «no muy grande, pero duplica aquella con la que Napoleón, el emperador de emperadores, comenzó su campaña en Italia».[13] Le encantaba y comprendía la parafernalia de los militares: los cascos, los uniformes, la gran teatralidad de saludos y desfiles. Hay un homenaje manifiesto a Napoleón en la cuidadosamente orquestada llegada de Byron a Mesolongi, tal como la describen los testigos de la época y se mitifica en el cuadro épico de Theodoros Vryzakis, en la actualidad exhibido en la Galería Nacional de Grecia, que muestra a Byron disfrazado de héroe militar y rey salvador de la nación. El napoleonismo de Byron, su activa implicación en los acontecimientos políticos de sus días y de su época, es la clave que lo distingue de un modo más drástico de sus poetas románticos ingleses coetáneos.
Mucho antes de la muerte de Byron, Napoleón y él eran enyugados juntos como objetos de mofa por los periódicos ingleses. Byron mencionó el fenómeno en 1821 en una carta a su editor John Murray: «Percibo que los “dos mayores ejemplos de vanidad humana en la era actual” son, en primer lugar, “el exemperador Napoleón” y, en segundo lugar, su señoría el noble poeta, etc.”, o sea, su humilde servidor, “pobre e inocente de mí”. ¡Pobre Napoleón!, poco podía sospechar a qué “viles comparaciones” lo reduciría el giro de la rueda».[14] Esta declaración delata una sonrisa burlona. La perspectiva de la historia estrecharía aún más sus vínculos. En 1831, Thomas Macaulay registraba la rutilante precocidad de ambos:
Dos hombres han muerto en nuestra memoria, que, en una etapa de la vida en la que pocas personas han completado su educación, se habían alzado, cada uno en su propia esfera, a la cima de la gloria. Uno de ellos murió en Longwood, el otro en Mesolongi.[15]
Dos años después, Thomas Carlyle los unió en un pasaje de Sartor Resartus, que enfatiza de un modo maravilloso su teatralidad compartida:
Vuestro Byron publica sus Sorrows of Lord George, en verso y en prosa, y por lo demás copiosamente; vuestro Bonaparte representa su ópera Sorrows of Napoleon, con un estilo excesivamente formidable, con música de salvas de cañón, y chillidos homicidas de un mundo; sus luces del escenario son los fuegos de la conflagración; su rima y su recitado son el ruido de las pisadas de las huestes sitiadas y el sonido de las ciudades que van cayendo.[16]
En la imaginación visual colectiva mantenían una firme alianza: el fornido y poderoso Napoleón, el exquisitamente atractivo Byron, la superlativa y extraña pareja de su tiempo. El envejecido dandi George «Beau» Brummell pasaba sus días de exilio en Calais trabajando en un biombo decorativo, un collage de grabados y dibujos destinado a la duquesa de York. El sexto y último pliegue de la pantalla representa a Napoleón y a Byron, este último muy recordado por Brummell por sus días felices en Londres. La figura de Byron está rodeada de flores, pero tiene una avispa en la garganta.
¿Cómo sucedió exactamente? ¿Cómo logró ese aristócrata inglés insolvente y oscuro alzarse hasta ocupar una posición histórica mundial en pie de igualdad con la de Napoleón? ¿Cómo consiguió el autor temprano de insípidos poemas de amor transformarse en el emperador europeo de las palabras? ¿Cómo pudo el «muchacho gordo y vergonzoso» de Southwell, «con su pelo lacio peinado sobre la frente»,[17] digno de cierta lástima incluso en la Inglaterra provinciana, llegar a ser el rompecorazones internacional cuya subversiva «mirada furtiva»[18] producía palpitaciones a las mujeres más sofisticadas de la sociedad? «Ese pálido y hermoso rostro es mi destino»:[19] cuando lady Caroline Lamb anotó esa histriónica entrada en su diario después de conocer a lord Byron, estaba expresando el sentir de las admiradoras de la época.
La transformación de Byron en la primera celebridad cultural europea de la era moderna se ha descrito a veces en términos de sorprendente éxito de la noche a la mañana a raíz de la publicación de los dos primeros cantos de La peregrinación de Childe Harold en marzo de 1812. La crónica del propio Byron abona esta idea: «Me desperté una mañana y descubrí que era famoso».[20] No obstante, huelga decir que el asunto es más complejo y, durante mis cinco años de investigación para esta biografía de Byron —que me han llevado a Venecia, Roma, Rávena, Pisa, Génova, Atenas y Mesolongi, así como a la ciudad de su infancia, Aberdeen—, me ha resultado interesante ir descubriendo las principales motivaciones que lo empujaban. Como le pareció a lady Blessington cuando lo conoció en 1823, «Byron tenía una sed tan insaciable de celebridad que no dejó de probar ningún medio para alcanzarla: ello lo llevaba con frecuencia a expresar opiniones totalmente discrepantes con sus acciones y sus auténticos sentimientos […] no había ninguna clase de celebridad que no condescendiera a buscar en un momento u otro, y no se andaba con remilgos en lo tocante a los medios, siempre y cuando estos lo condujeran a ese fin».[21]
Este libro versa sobre la naturaleza de su fama: la ambición que Byron sentía como «la más poderosa de todas las emociones»;[22] el grado en el que creaba y luego manipulaba su imagen visual, intentando controlar la reproducción de sus retratos; el complejo y fascinante entrelazamiento de su fama personal y su reputación literaria; su amargura cuando la notoriedad se tornó mala reputación, y las consecuencias que tuvo para las futuras generaciones de su familia y su entorno. La influencia de Byron perduró, y en muchos sentidos se fortaleció, tras su muerte temprana a los treinta y seis años, y necesariamente mi libro no relata tan solo una vida, sino también la historia de su reputación póstuma.
Un confabulador principal en la fama de Byron fue, por supuesto, su editor, el segundo John Murray, cuyo descendiente John Murray VII encargó esta nueva biografía. He disfrutado el sentido de continuidad. Todos mis viajes en busca de Byron han comenzado y terminado en el número 50 de Albemarle Street, cerca de Piccadilly, la casa señorial adquirida por John Murray II en la ola de prosperidad que siguió al éxito de La peregrinación de Childe Harold. Los coetáneos guasones lo definirían como el momento en el que el otrora librero se convirtió en caballero, y ciertamente el estatus literario y social de John Murray prosperó en paralelo al ascenso meteórico de su autor.
«Vuestras dependencias hablan de él en todos sus rincones», le señaló a John Murray la muy enamorada lady Caroline Lamb.[23] Las reverberaciones bayronianas siguen todavía ahí. En el salón del número 50 de Albemarle Street me senté directamente bajo el famoso retrato de Thomas Phillips de lord Byron, expuesto a mi mirada inquisitiva del sujeto mientras me ocupaba de los extraordinarios tesoros del archivo de Byron más grande del mundo. Debido a las numerosas relaciones personales entre los Murray, la hermanastra de Byron, Augusta Leigh, y su amigo y albacea testamentario, John Cam Hobhouse (más tarde lord Broughton), el archivo no consta simplemente de manuscritos y cartas, sino que incluye asimismo objetos: retratos y miniaturas, prendas de ropa y medallas, recuerdos acumulados; una colección de cartas llenas de adoración de mujeres de todas clases, muchas totalmente desconocidas para Byron, que escribían en su desesperación buscando contacto, citas secretas; un macabro surtido de cabello, donado por sus diversas amantes y conservado en paquetitos cuidadosamente etiquetados por el difunto lord Byron, que tenía su faceta de urraca; una pequeña zapatilla que se creía que había pertenecido a Allegra, la hija que tuvo con Claire Clairmont, que murió a los cinco años en un convento de Bagnacavallo. Esos pequeños objetos pueden provocar un penetrante escalofrío de inmediatez al fijar el instante, la escena, la personalidad. Los recursos del archivo de Murray solo pueden describirse como un tesoro funerario que aguarda la cuidadosa excavación del biógrafo, un medio para la recuperación del pasado.
La última biografía de Byron publicada por John Murray fue la pionera vida de Leslie Marchand en tres volúmenes, publicada en 1957, punto de partida para todos los estudiosos subsiguientes del poeta. Desde entonces ha aparecido un buen número de nuevos materiales vinculados, por ejemplo, a las relaciones íntimas de Byron con la poderosa y «otoñal» lady Oxford (que solo tenía cuarenta años), a su desastroso matrimonio con Annabella Milbanke o a su última aventura italiana con la condesa Teresa Guiccioli. Una nueva fuente de evidencias biográficas, que vino a alterar visiones precedentes de sus relaciones masculinas, surgió con el espectacular descubrimiento en 1976, en una cámara acorazada del Barclays Bank, del baúl de manuscritos y cartas abandonados por el amigo de Byron Scrope Davies, cuando se marchó presuroso de Londres en enero de 1820 para huir de sus acreedores. Se han dedicado diligentes investigaciones a áreas de su vida previamente descuidadas, como los indisciplinados pero devotos sirvientes de Byron; su colección de animales con sus ladridos, chillidos y arañazos; los detalles de su economía doméstica (o ausencia de ella); su cojera, su anorexia y su depresión.
Lo más importante de todo ha sido el cambio general de actitudes con respecto a la biografía en las últimas décadas. Marchand, que escribió en un tiempo en que la homosexualidad se consideraba todavía un delito por la ley británica, se vio obligado a atemperar su versión, no solo de las relaciones incestuosas de Byron con su hermanastra Augusta, sino también, y de forma más crucial, sus recurrentes amores por varones adolescentes. Marchand recordaba en 1995 cómo sir John Murray, a la sazón responsable de la empresa, «no permitía ninguna declaración explícita extraída de las pruebas sobre esos asuntos».[24] Más margen de maniobra tuvo en Byron: A Portrait, la biografía abreviada publicada por Murray en 1971, tras la muerte de sir John Murray y un cambio en la legislación británica que regulaba las relaciones homosexuales. No obstante, Marchand seguía siendo consciente de que su tratamiento de esas áreas de la vida de Byron había sido inadecuado, aunque no fuera por su culpa.
En un periodo en el que la conducta social se considera un componente esencial del cuadro biográfico de persona, tiempo y lugar, he estado trabajando exenta de tales restricciones. Nuestra comprensión de la bisexualidad de Byron, un secreto a voces dentro de su propio círculo íntimo, arroja una importante luz sobre los patrones de su vida. En un ensayo de su libro Lord Byron: Accounts Rendered, Doris Langley Moore ha sostenido que los amoríos de Byron con las mujeres eran su principal foco emocional, en tanto que sus relaciones con muchachos eran meras distracciones. Yo creo lo contrario. Byron gustaba de la caza, la seguridad de la conquista heterosexual. Sin embargo, en general, sus apegos femeninos enseguida perdían intensidad. El propio Byron, medio en broma, les daba un plazo de tres meses, una estimación que se revelaría bastante certera en la práctica, con las excepciones de su hermanastra Augusta y su última amante italiana, Teresa Guiccioli, aunque incluso con la apasionada Teresa su interés acabaría decayendo.
La atracción de Byron por las mujeres podía convertirse con facilidad en repulsión física. Su aversión por ver comer a las mujeres devino uno de los motivos cómicos recurrentes de su vida. Entretanto, incluso en larga ausencia, los amores masculinos parecen haberse profundizado y haber florecido con los años. Su imaginación erótica lo retrotraía inevitablemente a la imagen idealizada del muchacho. Piénsese en la agonizante ternura de sus encuentros posteriores con lord Clare, su favorito de Harrow ya entrado en años por entonces, y la agitación de su anhelo no correspondido por su paje Lukas Chalandritsanos en sus últimos meses en Grecia.
En público, se esmeraba en su censura de las referencias a cosas que, según sus propias estimaciones, no deberían ser reveladas durante los trescientos años siguientes. Al escribir sus diarios con miras a su probable publicación, se reía del peligro de «revelar este o aquel secreto, para paralizar a la posteridad».[25] En cambio en privado, en las cartas a sus amigos de confianza, Byron estaba mucho más abierto a describir las «partes realmente significativas e importantes»[26] de su extraordinaria doble vida.
La orientación sexual innata de Byron hacia los chicos explica muchos de los enigmas persistentes de su biografía. Su historia de sodomía reconocida en secreto, un delito punible a la sazón con la ejecución, ofrece la única razón convincente para su exilio en 1816, cuando los rumores en torno a la separación de Byron de su esposa, concentrados en un principio en las sospechas de incesto, se ampliaron para incluir asimismo acusaciones de sodomía.
La prolongada costumbre de ocultación de sus predilecciones sexuales tuvo su impacto en las deslumbrantes ofuscaciones de sus escritos. El lord se desvanece con mucha frecuencia. La «existencia por los pelos»[27] de Byron, como él la definía, alienta al autor a ser igualmente evasivo. Sus múltiples inseguridades le confieren su temeraria genialidad como crítico de los márgenes de la sociedad. Está por todas partes y en ninguna: par inglés y vagabundo europeo; el terrateniente que pierde sus tierras; el orador desafecto de la Cámara de los Lores; el hombre «de ningún país»,[28] habiendo dejado atrás Inglaterra, que se siente un ciudadano global flotante, parodiándose a sí mismo en Venecia con su capa de la señora Radcliffe, planeando una improbable nueva vida como hacendado en Sudamérica. Byron era un internacionalista antes de que se acuñase el término, y es su naturaleza paradójica, la movilidad de su pensamiento, la multiplicidad de voces en sus obras, lo que lo conecta con las dislocadas actitudes de la época actual.
Este libro está deliberadamente repleto de citas. Los inicios del siglo XIX fueron un periodo intensamente verbal. La reputación de Byron se forjó mediante los elogios y las caricias de la sociedad, al igual que acabaría siendo ferozmente criticada por los rumores circulantes y las maliciosas insinuaciones de los tertulianos de la época. En la cacofonía de voces sofisticadas, las femeninas tan seguras de sí mismas y frágiles como las masculinas, los tonos lacónicos del propio Byron sobresalen con su irresistible mordacidad. Acusado de raptar a una chica de un convento, apunta: «Me gustaría saber quién ha sido raptado, excepto el pobre de mí; yo mismo he sido más cautivado que nadie desde la guerra de Troya».[29] Byron aparece aquí como el progenitor de una amanerada forma de expresión inglesa que se extenderá a Oscar Wilde, Ronald Firbank y Noël Coward.
Al trabajar en esta revaluación de lord Byron he tenido la fortuna de acceder a nuevos materiales del archivo de Murray. Se trata de la correspondencia completa de John Murray con el poeta, recientemente transcrita por el prominente estudioso de Byron Andrew Nicholson. Hasta entonces solo habían sido accesibles algunas cartas aisladas. El epistolario completo, que data desde 1811 hasta el final de 1822, arroja mucha luz sobre la creciente brecha entre editor y autor a medida que la poesía de Byron se iba tornando, bajo la mirada conservadora de Murray, peligrosamente controvertida. John Murray publicó los cinco primeros cantos de Don Juan, el poema considerado por lo general la obra maestra de Byron, pero los cantos subsiguientes y la mayor parte de las obras posteriores del poeta los publicó John Hunt.
Para el propio Byron, su ruptura con Murray era una cuestión de principios, un aspecto de su fuerte amor a la libertad y una postura necesaria frente a lo que hoy consideraríamos como la policía del pensamiento: «Ni todos los matones del mundo me impedirán escribir lo que se me antoje y publicar lo que escriba, cueste lo que cueste».[30] Es posible ver la defensa de la libertad de expresión de Byron como un acto de heroísmo al mismo nivel que su respaldo de la independencia griega. No obstante, para John Murray, cuya inversión en su autor había llegado más allá de lo comercial para adentrarse en los más vulnerables reinos de la lealtad y la amistad, la pérdida de Byron representaba una tragedia personal.
¿Es importante Byron en nuestros días? Después de mis cinco años de peregrinaje, yo sostendría que sí. Su poesía puede ser a veces terriblemente desigual en su calidad y sus procesos mentales algo descuidados. Ahora bien, si no es un pensador sistemáticamente grande, es siempre un maestro de la expresión, un guía del sentimiento. Posee una capacidad de empatía, un flujo de simpatía humana que atraviesa las generaciones y los siglos. Su visionario poema catastrofista «Oscuridad», escrito en Ginebra en 1816, prefigura con una crudeza extraordinaria las escenas de desolación y masacre que hemos conocido en nuestra propia época. La importancia de Byron quizá sea, por encima de todo, la del superviviente, el hombre experimentando que ha visto lo peor del mundo, ha vivido una vida de excesos extraños y con frecuencia terribles en un momento de extrema violencia revolucionaria, pero se ha negado a ser derrotado. Siempre hay una salvedad: «Construidme una barquita de esperanza».[31]
Durante los años que pasé trabajando en esta biografía, una amiga íntima murió inesperadamente de cáncer. Me pidieron que hiciese una lectura en su funeral. Los versos escogidos por su marido fueron «Entonces ya no vagaremos más», que yo leí aquel día de principios de verano en una pequeña iglesia gris en una ladera de Northumberland. Byron sigue hablando el idioma del corazón.
LA INFANCIA Y EL ESTE
1
Aberdeen
1788-1798
El nacimiento de Byron no tuvo nada de excepcional. Ocurrió en Londres el 22 de enero de 1788, en un apartamento alquilado en el número 16 (más tarde renumerado como 24) de Holles Street, entre lo que hoy son Oxford Street y Cavendish Square. Nació en el gabinete trasero de la primera planta, donde su madre, nueva en la ciudad, fue atendida durante un parto interminable por un médico, una enfermera y un comadrón o accoucheur, recomendado por la esposa del abogado John Hanson, que acababan de presentarle a la señora Byron.
El bebé nació con la membrana amniótica que rodea el feto todavía sobre la cabeza. Había una antigua superstición según la cual esta tenía poderes mágicos como preventivo contra el ahogamiento. La señora Mills, la enfermera, vendió la membrana amniótica de Byron al hermano del abogado Hanson, el capitán de la Marina Real James Hanson: la primera, pero en modo alguna la última, venta de reliquias byronianas a los incautos. Doce años después, el barco del capitán, HMS Brazen, naufragó frente a Newhaven, y Hanson se ahogó junto con toda su tripulación excepto uno de sus miembros.
A los pocos días de su nacimiento, se descubrió que el bebé tenía un pie y una pantorrilla deformes. El eminente cirujano John Hunter, fundador del museo del Colegio Real de Cirujanos, fue llamado para dar su parecer. La naturaleza precisa de esa deformidad ha dividido desde entonces la opinión médica. En las descripciones contemporáneas, suele designarse como «pie equinovaro» o «pie zambo». Así es como lo describe su padre, el capitán John Byron, en una carta a su hermana: «En cuanto a mi hijo, me alegra oír que está bien, pero su andar es imposible, pues tiene el pie zambo».[1] Sin embargo, existe hoy un acuerdo generalizado en que el término «pie equinovaro» es un nombre inapropiado. La discapacidad de Byron no era un pie equinovaro en el sentido habitual del término, como una «deformidad en el moldeado» que causa que el pie se contraiga y se vuelva hacia arriba en un bulto redondeado, semejante a un palo de golf.
Algunos expertos médicos actuales mantienen que la discapacidad de Byron se debía al desgaste de los músculos de la pantorrilla de la pierna a resultas de un ataque de parálisis infantil (poliomielitis). Otros, por la evidencia de las dos botas de cuero con un grueso acolchado en el archivo de Murray, sostienen de un modo más convincente que la deformidad era una displasia, una incapacidad de la región de formarse debidamente.[2] Esas botas interiores, calzadas bajo las botas o los zapatos ordinarios, estaban específicamente diseñadas de forma específica con acolchado en la caña interior para disfrazar la grotescamente delgada pantorrilla de Byron. El lado exterior de la suela se había fabricado para contrarrestar su pie anormalmente pequeño y girado hacia dentro. Una displasia explicaría el andar deslizante advertido por varios de sus coetáneos, un rasgo que se sumaba a su imagen siniestra y depredadora.
¿Cuál era la pierna coja de Byron? Tanto misterio ha envuelto el asunto, en parte creado por el propio afectado en sus intentos por desviar la atención de su deformidad, que Thomas Moore, al recopilar información para su biografía de Byron solo unos pocos años después de la muerte de este, fue incapaz de llegar a un consenso de opinión. Elizabeth Pigot, la vieja amiga de Byron de Southwell, Augusta Leigh, su hermanastra y amante, y el viejo zapatero de Nottinghamshire que fabricaba calzado especial para el joven Byron, decían que era la pierna derecha. Leigh Hunt y Mary Shelley mantenían que era la pierna izquierda, al igual que Jackson el pugilista, inspirándose en sus recuerdos de la postura de Byron en sus entrenamientos, y Millingen, el cirujano que le atendió en su enfermedad final. El notoriamente impreciso Edward Trelawny, en una descripción altisonante de su visita al «cuerpo embalsamado del peregrino»,[3] afirmaba haber descubierto que los dos pies de Byron eran zambos. Sin embargo, podemos creer con seguridad en la palabra de su madre. Como le explicó a su cuñada, la señora Frances Leigh, «el pie de George está girado hacia dentro, y se trata del pie derecho; camina sobre el costado del pie».[4]
No hay duda de que la pierna coja de Byron suponía un tormento para él, tanto por el dolor físico como por la angustia mental que le provocaba. Llegó a ser un arma en la guerra intermitente que estallaba entre la temperamental señora Byron y su hijo: ella le reprochaba su discapacidad y él la culpaba de la «falsa delicadeza» en su nacimiento «que había sido la causa de esa deformidad»,[5] refiriéndose presumiblemente al uso de corsés ajustados o estrechos que podrían haber dañado al feto en el útero. Era consciente en todo momento de que su cojera lo señalaba como un bicho raro y un objeto de mofa, subestimando el grado en que su pierna deforme contribuía a su imagen de perverso atractivo. Suena cierto el recuerdo de su exesposa de que «era vano intentar apartar por mucho tiempo sus pensamientos de aquella idea fija, con la que conectaba su peculiaridad física como una impronta. En lugar de sentirse más feliz por cualquier bien aparente, estaba convencido de que toda bendición “se convertiría en una maldición” para él».[6]
Más tarde en su vida, a Byron le gustaría especular con las probabilidades de la reproducción humana:
Qué extraña es la propagación de la vida. Una burbuja de semilla que puede derramarse en el regazo de una puta, o en el orgasmo de un sueño voluptuoso, podría (por lo que sabemos) haber formado un César o un Bonaparte; no hay nada extraordinario registrado de sus progenitores.[7]
George Gordon Byron fue el hijo único de la precipitada y, desde su punto de vista, imprudente unión de Catherine Gordon, una joven heredera escocesa que valía veinticinco mil libras esterlinas anuales en tierra, acciones y pesca de salmón, 13.ª terrateniente de Gight por derecho propio, y el apuesto y temerario capitán John Byron, hijo primogénito del almirante John Byron. El capitán, recientemente incorporado a los Guardias de Coldstream, había estado casado con anterioridad con la hermosa y adinerada Amelia, mujer divorciada de lord Carmarthen y ella misma baronesa Conyers, tras una escandalosa fuga, y la hermanastra de Byron Augusta era la hija de ambos.
Su padre, conocido como «Mad Jack» (Jack el loco) por sus compinches militares, tiene su propio papel en la leyenda de Byron, en la que figura como un gallardo y un totalmente reprobable embaucador que, habiendo dilapidado todo el dinero de su primera mujer, se proponía, tras la muerte de esta, encontrar una segunda fortuna que despilfarrar. Esa imagen encierra algo de verdad. Con todo, John Byron era también una figura de cierto patetismo, un inepto social al que aterraba la soledad, con las peligrosas ansias de amoríos, por inadecuados que fuesen, que heredaría su hijo.
Conoció a la vulgar pero apasionada Catherine Gordon en Bath, una ciudad termal que por entonces estaba muy de moda, y se casaron allí en mayo de 1785. John Byron tomó el apellido de Gordon, además del suyo propio, conforme a una cláusula de las capitulaciones matrimoniales de los padres de su esposa. Byron sería conocido de niño como George Byron Gordon, y su madre como señora Byron Gordon. Poco después del matrimonio, John había recuperado la plena propiedad del castillo de Gight heredado de su mujer y lo había vendido al conde de Aberdeen por la suma entonces sustancial de 18.690 libras. No obstante, sus asuntos financieros no tardaron en volver a estar sumidos en el caos. Catherine y él se vieron obligados a mudarse a Francia para escapar de sus acreedores. Ella había regresado sola a Londres avanzado su embarazo. John también volvió, poco antes del nacimiento, pero a partir de entonces sus apariciones fueron irregulares, concentradas en sacarle dinero a su esposa, más realista a esas alturas, pero todavía devota.
Es improbable que el padre de Byron estuviese presente en el bautismo el 29 de febrero de 1788 en la iglesia parroquial St. Marylebone, donde los padrinos designados por la señora Byron —sus parientes el duque de Gordon y el coronel Duff de Fetteresso— asumieron la responsabilidad, casi con certeza in absentia, de la formación religiosa del infante, que causaría enormes jaleos en el seno de la Iglesia anglicana en el siglo siguiente.
En algún momento del verano de 1789, la señora Byron y su hijo viajaron hacia el norte, hasta Aberdeen. Aquel fue el verano de la Revolución francesa, siendo el 14 de julio la fecha de la toma de la Bastilla, un acontecimiento de considerable interés para Catherine Byron, cuyas ideas políticas eran sorprendentemente progresistas para una mujer de su clase. Esta le confesó a su cuñada Frances Leigh que estaba «muy interesada en los franceses, pero me figuro que vos y yo estamos en lados diferentes, pues yo soy toda una demócrata».[8] Las tensiones políticas del momento, tanto como las inestabilidades domésticas, enrarecían el ambiente de una manera que bien pudo haber repercutido en el niño.
Catherine Byron se alojó primero (probablemente) en Virginia Street, para luego mudarse a Queen Street, en un alojamiento alquilado a un perfumista llamado James Anderson. De su anterior fortuna solo le quedaban ciento cincuenta libras anuales, los intereses de un acuerdo de seguro de vida de tres mil libras. Con la señora Byron y su bebé vivía una niñera, Agnes Gray. Era una vida angustiosa y claustrofóbica, que se agravó con la súbita llegada a Escocia de John Byron. Este se quedó en un principio con su familia, pero luego se mudó a su propio alojamiento en el otro extremo de Queen Street, donde el díscolo niño fue en cierta ocasión a pasar la noche con su padre, un experimento lo bastante desastroso para que no se repitiera.
Byron declararía años después que sus vívidos recuerdos de enconadas disputas entre sus padres le provocaron «muy pronto un horror al matrimonio».[9] ¿Cuán cierto pudo haber sido aquello? Byron solo tenía dos años y medio cuando vio por última vez a su padre, quien pronto regresaría a Francia entre el revuelo y la insolvencia. No obstante, para un niño tan impresionable como Byron, excepcional en la intensidad de sus recuerdos, no resulta imposible que en sus años posteriores viviese atormentado por la imagen de un hombre y una mujer incompatibles, que se peleaban en las reducidas dependencias de la casa.
En agosto de 1791, John Byron murió en Valenciennes, quizá de tuberculosis, quizá ingiriendo veneno, habiendo proclamado con su habitual sentido del drama que había alcanzado el punto de estar sin un céntimo o sin una camisa. Nombró a su hijito, George Gordon, heredero de su inexistente patrimonio, encargado de pagar sus deudas, sus legados y sus gastos funerarios. Más tarde Byron, cuando le convenía, exageraba el lado oscuro de su padre, atribuyéndole un papel destacado en la historia de sus violentos y erráticos antepasados. Un amigo que visitó Newstead cuando él era joven recordaba que, «mientras se lavaba las manos y cantaba un aria napolitana»,[10] Byron se había dado la vuelta de repente, anunciando que siempre había habido locura en la familia y que su padre se había cortado el cuello.
Con todo, no cabe duda de que Byron amaba e idealizaba a su padre, y buscaba los paralelismos entre ellos, en particular su convicción compartida de que los Byron eran irresistibles por naturaleza. Ambos estaban ligados asimismo por su tendencia al incesto, que se concentra dentro de las familias, como bien sabemos. Las incestuosas relaciones del capitán Byron con su hermana Frances Leigh, con quien vivió en Francia, están documentadas en una serie de cartas entre ambos. Es muy improbable que Byron hubiese visto esas cartas familiares o que hubiese estado al tanto de la relación antes de embarcarse en sus propias aventuras sexuales con su hermanastra Augusta, por entonces casada con el coronel George Leigh, el hijo de Frances Leigh. No obstante, el amor compartido por el libertino padre era un factor en su intimidad: «Augusta y yo siempre hemos amado la memoria de nuestro padre tanto como nos amábamos el uno al otro».[11] El sentido del destino y la dinastía era fuerte en ambos.
Poco después de la muerte de su marido, Catherine Byron se trasladó al número 64 de Broad Street, en Aberdeen. Contaba solo veintiséis años y estaba descontrolada en su duelo por su marido, el «querido Jonnie» a quien insistía en que «siempre había amado con sinceridad».[12] Todas sus esperanzas para el futuro estaban ahora volcadas en su hijo. El nuevo alojamiento, si bien más espacioso que el último, seguía estando muy por debajo de las expectativas de una mujer «tan altanera como Lucifer»,[13] obsesionada con las sutilezas de su pertenencia al linaje del segundo conde de Huntly y su esposa, la princesa Annabella Stewart, hija del rey Jacobo I de Escocia. La propia Aberdeen, a la sazón una ciudad en vías de desarrollo, ya un importante centro de construcción naval con una activa vida cultural e intelectual, se le antojaba deprimentemente provinciana a Catherine Byron, quien lamentaba en sus cartas que las capotas «están pasadas de moda en Londres antes de llegar a aquí».[14] En Aberdeen, la «chica juguetona, atractiva y animada de dieciséis años, tendiente a la corpulencia»,[15] como la recordaba un familiar, se había vuelto decepcionada, sobreexcitada e insanamente obesa.
Al culpar firmemente de sus propias vicisitudes a su madre y a los devastadores cambios de humor de esta, quejándose de que sus rabietas diarias y sus explosiones de maltrato verbal y físico habían «ulcerado un corazón que creo que era naturalmente cariñoso, y destruido un temperamento siempre dispuesto a ser violento»,[16] Byron mostraba en retrospectiva una escasa comprensión de la verdadera situación de su madre, abandonada a su suerte y financieramente angustiada, apartada de su clase y de sus expectativas. Ahora bien, aunque la posterior demonización de su madre sea palpablemente injusta, la existencia cotidiana cerca de la dominante señora Byron debió de suponer una carga enorme para el crecimiento del niño. Esto puede explicar en parte los debilitantes dolores de cabeza que le asaltarían a lo largo de su infancia. Tenía asimismo la costumbre nerviosa de morderse las uñas.
La situación de Catherine Byron y su hijo resultaba más mortificante debido a la vecindad de familias que vivían en el privilegio de enormes casas solariegas: los Gordon de Fyvie; los Aberdeen de Haddo, los cultivados aristócratas resplandecientemente retratados con faldas escocesas ceremoniales por Pompeo Batoni en el transcurso de sus grandes viajes europeos. El castillo de Gight, donde Catherine, como 13.ª terrateniente, había vivido brevemente con su marido en los meses posteriores a su matrimonio, formaba parte ahora de las posesiones de los Aberdeen. Cuando el tercer conde de Aberdeen había adquirido el vecino castillo de Gight y sus tierras, había pensado que fuese para su hijo lord Haddo. El castillo fue abandonado cuando el joven lord Haddo murió tras una caída de su caballo en 1791. No sabemos si Byron visitó alguna vez el lugar. No obstante, en su poesía acechan numerosas variaciones fantasmales sobre Gight, castillos desocupados y en ruinas, golpeados por feroces vientos. De hecho, estaba tan obsesionado con la herencia perdida de su madre que en 1821 propuso volver a comprar el castillo de Gight, «incluso con una reducción de los ingresos».[17] En 2001 seguía estando abandonado en una vasta hondonada junto al río Ythan, invadido por la hiedra y el perejil de vaca, una auténtica ruina byroniana.
El pequeño muchacho estaba logrando caminar, pero con dificultad. Su madre, desesperanzada de que le hiciesen un zapato especial en la localidad, había tenido que encargar uno en Londres, reforzado para contrarrestar la tendencia de su pie a girarse hacia dentro. A Byron le mortificaba la idea de que lo identificasen con otros niños discapacitados, y bromeaba con amargura sobre otro niño cojo del vecindario: «Vengan a ver a los dos muchachos con los pies zambos subiendo Broad Street».[18] (La cita nos recuerda asimismo lo marcado que habría sido el acento escocés de un Byron que empleaba twa en lugar de two para decir dos). No es de extrañar que su dolor y su frustración estallaran en ataques de furia, aunque las múltiples crónicas de las espantosas fechorías del «malvado muchacho»[19] —destrozar la rueda del molinero, golpear en la cara a lady Abercromby, sacar su pequeña fusta para castigar a una persona amable que se compadecía de su cojera— se leían a menudo como historias inventadas en retrospectiva.
Con todo, una historia que suena verdadera es la de Byron sentado con su madre en un banco de la capilla episcopal de San Pablo, entreteniéndose a intervalos sacando un pequeño alfiler y pinchándole sus gordos brazos, apresados en sus guantes de cabritilla.
El primer retrato que se conserva de Byron, la acuarela de William Kay del niño de siete años, armado con su arco y sus flechas en miniatura entonces de moda, marca un cambio de talante. En 1794 George Gordon se convirtió en el heredero del título y las propiedades de Byron a raíz de la súbita muerte de William Byron, nieto del quinto lord Byron, fallecido por una bala de cañón durante el sitio de Calvi en Córcega, en uno de esos acontecimientos aleatorios de la historia a los que el propio Byron llegaría a ser tan sensible. El retrato conmemora su cambio de estatus y, como en casi todas las futuras representaciones, aparece totalmente solo. No serían para Byron los agradables grupos familiares de los retratos aristocráticos escoceses contemporáneos de David Allan, por ejemplo, que representa a padres orgullosos, herederos juguetones, hermanas y hermanos, madres serenas con bebés con hoyuelos en sus regazos. Este niño, con camisa blanca de cuello abierto, pantalones bombachos ajustados y pulcra chaqueta azul, con su pierna coja diplomáticamente oculta por una mata de hierba, parece ya preparado para sus años de «apuesto galán»[20] en Londres. De ahora en adelante seremos más conscientes de las influencias tempranas que convirtieron a Byron en lo que llegó a ser.
Era ya un lector voraz, si bien deliberadamente indiscriminado, rápido en la asimilación y con una retentiva excepcional, que estaba desarrollando el rasgo que llegaría a formar una parte intrínseca de su proceso creativo, mediante el cual casi cualquier pasaje de sus lecturas desencadenaba una compleja reacción emocional. A su llegada a la Aberdeen Grammar School en 1794, tras una sucesión de pequeñas escuelas y profesores particulares locales, Byron afirmaba haber devorado el Antiguo Testamento «de pe a pa»,[21] en tanto que mostraba menos entusiasmo por el Nuevo Testamento. Incluso en esa etapa, su gran pasión era la historia y lo que (citando a Napoleón) denominaba «la marcha de los acontecimientos».[22] Ingresó en la Grammar School en el primer o segundo curso. En la lista figuraba como «George BEYRON Gordon» y, en el transcurso de sus progresos no especialmente distinguidos en un colegio en el que todo el énfasis se ponía en el «latín, latín, latín», Byron comenzó a desarrollar su precoz interés en las antiguas luchas por el poder y su fascinación con la causa y el efecto políticos, el tema de tantos de sus escritos y el estímulo de su posterior implicación personal en la vorágine de la política europea. Empezó a descubrir también sus irresistibles poderes para la narrativa. Una vívida historia de este periodo es la de Byron buscando refugio de una tormenta de nieve en la cocina trasera de una pañería de Aberdeen con un grupo de colegiales más jóvenes, manteniéndolos entretenidos con un cuento de Las mil y una noches.
Ganó movilidad aficionándose a montar a caballo, como una alternativa más práctica a caminar, traqueteando sobre las calles adoquinadas del casco antiguo de Aberdeen en un poni de las Shetland que pertenecía a un compañero de clase, hasta el Brig o’Balgownie, un antiguo puente de piedra sobre lo que a Byron se le antojaban las atractivamente profundas y oscuras aguas del río Don. Fue entonces cuando aprendió a nadar, superando la vergüenza de la discapacidad mediante su destreza en el agua. Llegó a familiarizarse con los tramos arenosos de la bahía de Aberdeen y el ajetreo del puerto donde, además de la flota pesquera, llegaban y partían con regularidad navíos mercantes extranjeros. Quizá fuese allí donde nació su pasión por el mar y donde Byron cobró conciencia del poder del paisaje oceánico con sus remolinos, sus tormentas y sus oleadas: indicios tempranos de efectos sublimes.
Los horizontes del niño se ampliaron. Su madre lo llevaba a veces a la elegante localidad costera de Banff, a treinta kilómetros al noroeste de Aberdeen, para quedarse con su abuela, Margaret Duff Gordon, lady Gight. A finales del siglo XIX, la antigua capital del condado de Banff, un centro floreciente del comercio pesquero, seguía en la cima de su prosperidad y era el lugar de veraneo del clan familiar Gordon. Para Byron, Banff era una introducción a la refinada sociedad contra la cual parece haber reaccionado con rebelde aspereza. Otra de las anécdotas locales que circulaban sobre el tema de «ese pequeño diablo de Geordie Byron»[23] describe cómo vestía una almohada con su ropa y la arrojaba por una ventana superior al jardín donde estaban reunidos sus familiares; un preludio de comedias negras más despiadadas.
Cuando Byron llegó a enfermar gravemente de escarlatina, en 1795 o 1796, su madre lo llevó a Ballater Wells en Deeside, en las Highlands, al oeste de Aberdeen, para beber leche de cabra, anunciada por entonces en el Aberdeen Journal como beneficiosa para los convalecientes. Allí se hospedaron en una modesta casita de campo con techo de paja, construida con piedra toscamente tallada, con dos camas estrechas que podían plegarse y guardarse fuera de la vista para convertir la habitación en una sala de estar durante el día. La casita era tan austera que impresionó al editor de Byron, John Murray, cuando la descubrió y la dibujó, a finales de 1820, en su gira por las Highlands para recopilar información para la Life de Moore.
«Mi “corazón se calienta con el tartán” o con cualquier cosa de Escocia que me recuerde a Aberdeen y a otras partes no tan alejadas de las Highlands como esa ciudad».[24] El espectacularmente hermoso campo que rodea Ballater, Inverness y Bramar, y la gente de las Highlands que encontraba, quedaron fijos en las posteriores ensoñaciones de la niñez de Byron, cuando regresaba a los recuerdos de los lagos y del haggis, las nieblas de las Highlands y las Highland Marys con el audaz sentimentalismo que ha sido bien descrito como su «discurso de la tartanería poética».[25] Las altas montañas de Morven y Lochnagar eran un sentimiento para el niño, como para Childe Harold, y en sus viajes posteriores las usaría como su vara de medir, comparando las montañas escocesas con los peñascos rocosos de Sintra y los paisajes de montañas escarpadas de Albania y Grecia.
De entre sus recuerdos de Escocia de larga data destacan los de su primer amor. Byron, según él mismo cuenta, quedó subyugado por la pasión, cuando tenía siete años, por su prima lejana Mary Duff, una niña de cabello castaño oscuro y ojos de color avellana que vivía cerca de las Plainstones en Aberdeen. Byron atesoraba el recuerdo de sus «primeras llamas, antes de que la mayoría de las personas empezasen a arder»,[26] evocando con una exactitud casi sospechosa «todas nuestras caricias, sus facciones, mi desasosiego, mi insomnio, mi forma de atormentar a la criada de mi madre para que le escribiese en mi nombre».[27] Esas entradas de diario de 1813, momento en el que Byron se había convertido en un icono romántico, muestran signos de que había quedado atrapado por su propia publicidad y trataba como un fenómeno lo que sin duda se explica de un modo más prosaico como el anhelo de apego de un niño aislado.
Dan muestra asimismo de su talento para la ocultación de sus primeras y menos idílicas experiencias heterosexuales, y sus posteriores sentimientos sexuales hacia los chicos, tras una narrativa conscientemente encantadora del amor infantil. Su íntimo y franco amigo John Cam Hobhouse era cáustico respecto de la ingenua crónica del despertar de la pasión en Aberdeen: «Con respecto al desarrollo temprano de estas propensiones en Byron, estoy familiarizado con un hecho singular apenas apto para la narración, pero mucho menos romántico y más satisfactorio que el amorío con Mary Duff».[28]
Los recuerdos de Escocia de Byron revisten una suavidad que nos tienta a rebajar la auténtica gravedad de su vida allí. No era solo la violencia de su historia familiar: su «línea de feroces antepasados»,[29] las muertes por ahogamiento de su abuelo y su bisabuelo Gordon, los terratenientes de Gight sucesivamente suicidas. La violencia y las peleas eran endémicas en la propia Escocia que, menos de cincuenta años después de la batalla de Culloden, seguía desgarrada por los recuerdos de las guerras intestinas. Byron absorbió esa violencia, y en cierta medida se deleitaba con ella: «Me gustan las peleas, y siempre me han gustado desde niño»,[30] le confesó a sir Walter Scott en 1822.
A lo largo de su infancia, estuvo expuesto a lo que recordaba como una variedad particularmente virulenta del calvinismo escocés de Aberdeen, siendo «apaleado para ir a la iglesia»[31] durante sus diez primeros años, y siendo adoctrinado por sus tutores y maestros de escuela con un sentido de sus propias transgresiones innatas. Con su énfasis en la predestinación, el calvinismo alimentaba el pesimismo característico de Byron, los dramas fatalistas que iban ligados a los casos perdidos. Lady Byron, de manera no poco convincente, culpaba a la absorción temprana de Byron «los más sombríos dogmas calvinistas»[32] de gran parte de la miseria de la vida de este, manteniendo que ella misma se había «quebrado contra la roca de la predestinación», al igual que todas las personas conectadas con él.
También estaba la meteorología. Aberdeen, con su alta latitud y sus largas horas de oscuridad invernal, puede ser una ciudad lúgubre que aliente la depresión. Una encuesta de 1999 a los residentes reveló una alta prevalencia del trastorno afectivo estacional (TAE), también conocido como «depresión invernal».[33] ¿Afectaba Aberdeen de manera adversa a un temperamento innatamente propenso a la melancolía, o, como Byron gustaba de llamarla, «lemancolía» (lemancholy),[34] asociando la palabra con los trastornos amorosos (love’s disorders)? ¿Le asaltaba a él también el TAE? El amor de Byron por Escocia sufría fluctuaciones; un enero en Rávena se quejaba de que el tiempo era demasiado familiar: «Neblina, llovizna, el aire repleto de escocesismos, que, aunque están bien en las descripciones de Ossian, resultan un tanto tediosos en la perspectiva prosaica real».[35] ¿Deberíamos atribuir a los nueve años de estancia de Byron en Escocia su deseo permanente de sol?
En mayo de 1798, cuando contaba diez años, George Gordon heredó el título a la muerte de su tío abuelo William, el quinto lord Byron. La entrada en el registro de la Aberdeen Grammar School se alteró a toda prisa. Tacharon «Geo. B. Gordon» y escribieron en su lugar «Geo. Dom. de Byron». La siguiente vez que se pasó lista en la reunión de profesores y alumnos el sonido de su nuevo título, «Georgius Dominus de Byron»,[36] saludado con gritos por sus coetáneos, hizo llorar al lord. Esa escena, relatada por primera vez en la biografía de Tom Moore, es bastante verosímil de alguien cuyas emociones siempre estaban a flor de piel. Incluso cuando era ya un hombre, las lágrimas de Byron afloraban con facilidad y los cambios le ponían nervioso. Halló cierto consuelo en el recibimiento un tanto untuoso por parte del director, quien mandó a buscarlo y le ofreció tarta y vino. Aquella fue la primera lección importante de Byron sobre el cambio de actitud que la aristocracia provocaba en los demás.
2
Newstead
1798-1799
Los primeros antepasados de Byron en Inglaterra probablemente fueron Ernegis y Ralph de Burun, de origen normando y propietarios de latifundios en el norte de Inglaterra durante el reinado de Guillermo el Conquistador. Ralph de Burun aparece como un terrateniente en el Libro de Domesday. El priorato de Newstead en el bosque de Sherwood, con sus tierras circundantes, fue adquirido por el entonces sir John Byron a precio de ganga de su protector Enrique VIII, en el reparto del botín que siguió a la disolución de los monasterios. El joven George Gordon había heredado un título nobiliario que se remontaba a la Guerra Civil, cuando Carlos I recompensó a un sir John Byron posterior, un general del ejército realista, nombrándolo primer barón Byron de Rochdale.
Sin prestar excesiva atención a los detalles, Byron se deleitaba con la antigüedad de esta historia. Aunque solía escribir su nombre «Byron», algunas veces firmaba como Biron «con “i”»[1] y explicaba: «Es la antigua ortografía y a veces se me escapa». Su pronunciación también podía ser errática. En el colegio en Harrow era Biron (pronunciado Birron) con i breve. Durante sus años de fama en Londres, se hacía llamar Byron con y larga, la pronunciación que se usa normalmente hoy, y más adelante volvió a Biron después de 1816, en su exilio europeo. No obstante, enseñaba perversamente a ciertos amigos italianos a utilizar la y larga al dirigirse a él, aunque, como señalaba con razón su amigo Tom Moore, Biron les habría resultado más fácil de pronunciar.
El escudo de armas de la familia Byron, descrito en el críptico lenguaje del Burke’s Peerage como «Arg. three bendlets enhanced gu. Crest.», muestra dos caballos castaños vigorosos y de crin salvaje coronados por una sirena con su peine y su espejo. A Byron le complacería descubrir más adelante que el blasón de sir Walter Scott incluía asimismo una sirena, «y exactamente con el mismo bucle en la cola. ¡Hay una concatenación hasta usted!».[2] La sirena reaparece en el poema de Byron Don Juan, en el que se compara a las mujeres inglesas con
Sirenas de la virtud, de un lado
rostros fascinantes y de otro, peces solo.[3]
Las mujeres con cola de pez ejercían una curiosa fascinación.
La divisa «Crede Byron» («Confía en Byron») denota una arrogancia y una confianza a la que el propio Byron daba crédito en cierta medida, defendiéndola con valentía contra un burlón compañero de clase en una refriega en el patio del colegio. Para consternación de Leigh Hunt, el escudo de armas de Byron estaba fijado a un panel que coronaba su amplia cama en sus diversos palacios y casas italianos, donde el significado exacto del mensaje «Crede Byron» desconcertaba a sus amantes italohablantes. Estas dos palabras estaban estampadas en los cascos militares fabricados para la partida de Byron para luchar en la guerra de Independencia griega. No obstante, huelga decir que esa consigna podía revertirse con demasiada facilidad, y Caroline Lamb, una vez rechazada, tenía un relicario de oro que contenía el retrato de Byron grabado con el recriminatorio «Ne Crede Byron». Esta amenazaba con repetir el mensaje en botones especialmente grabados para las libreas de sus pajes.
En agosto de 1798, el pequeño Byron y su madre hicieron el viaje al sur desde Aberdeen para reclamar su herencia. Antes de partir, con precoz munificencia, Byron le había regalado un reloj de oro a su tocayo, George Gordon Melvin, el hijo pequeño de su antigua niñera Agnes Gray, que ahora estaba casada. La había sustituido la hermana de Agnes, May, quien acompañó a los Byron en el carruaje hasta la abadía de Newstead en Nottinghamshire, viajando a través de Loch Leven, donde Catherine Byron los entretuvo con historias de las hazañas de sus ancestros: «Los antiguos Gordon, no los Seyton Gordon, como denominaba con desdén a la rama ducal».[4] Escribiendo desde Rávena en 1820, Byron decía recordar el viaje a través de Escocia y el estuario de Forth como si fuese ayer. Aunque a veces hacía planes para regresar, ni él ni su madre volverían a ver las Highlands.
Cuando el carruaje se acercaba a Newstead, se detuvieron en la barrera de peaje. La señora Byron, mostrando algo del talento para sembrar perplejidad que heredaría su hijo, preguntó si había en los alrededores alguna propiedad de un noble y, en tal caso, quién era el dueño.
—Era lord Byron, pero murió.
—¿Y quién es el heredero actual?
—Dicen que un niño pequeño que vive en Aberdeen.
—Es este, que Dios lo bendiga —dice en el momento justo May Gray, la niñera, volviéndose hacia el niño y besándolo.[5]
Este famoso diálogo, recogido en la Life de Byron, puede tener sus ingredientes dudosos. Por ejemplo, Moore mantiene que el niño estaba sentado en el regazo de su niñera, una carga considerable habida cuenta de que Byron tenía diez años por entonces. Con todo, la historia posee un auténtico patetismo al recordarnos la falta de preparación de Byron para su rol, tan joven, en un país nuevo, sin las tradiciones sucesorias familiares que, en circunstancias normales, protegían a un joven heredero. No había tenido ningún contacto en absoluto con su tío abuelo, el ahora difunto quinto lord.
A primera vista, Newstead Abbey era, y es, formidable. «Newstead es la mismísima abadía»,[6] se maravillaba Horace Walpole unas décadas antes de la llegada de Byron. Las construcciones eclesiásticas supervivientes del siglo XIII del priorato original de los canónigos agustinos se fusionan de forma intrigante y extraña con edificios residenciales de siglos posteriores. De hecho, se trata de una casa injertada en una ruina, con el gran ventanal este de la iglesia, la sala monástica, el refectorio y el claustro todavía misteriosamente intactos. Una talla de la Virgen María sedente y su hijo permanece atrapada en su nicho, expuesta a los elementos en lo alto de la antigua fachada esquelética de la iglesia. Lo que atraía a Walpole, el padre del género gótico, al igual que al propio Byron, era la sensación en Newstead de la superposición de capas de la historia, la forma en la que esas construcciones ofrecían una entrada al pasado.
A comienzos del siglo XVIII, el predecesor de Byron, William, el cuarto lord, un entendido en arte, compositor y acuarelista, había diseñado los jardines al estilo francés, creando un largo canal que más tarde se convertiría en un lago, y formando magníficas terrazas sobre el Estanque del Águila de forma cuadrangular. El quinto lord, otro William, comenzó a salpicar el paisaje con sus caprichos góticos. En las orillas del Lago Superior construyó dos fuertes en miniatura equipados con cañones reales. Su propia goleta de veinte cañones flotaba en el agua, rodeada por un surtido de otras embarcaciones. El exoficial de la Marina organizaba allí sus nostálgicas batallas heroico-burlescas. Byron heredó una construcción llena de los escalofríos de sus ancestros, una casa grandiosa a todas luces. Cuando su familiar político Wilfrid Blunt visitó Newstead en 1909, comentó en su diario: «Uno puede entender perfectamente que la súbita herencia de esa propiedad por parte de Byron y su madre los volviese engreídos y fomentase ese desmesurado orgullo por su nacimiento y su posición social que era su debilidad».[7] Desde luego, Newstead alentó el gusto de Byron por la expansividad arquitectónica. A partir de entonces se alejaría de las casas pequeñas y preferiría los palacetes. La escala y el glamour de Newstead contribuirían a forjar sus expectativas del mundo y de sí mismo.
Los Byron fueron recibidos por el anciano sirviente Joe Murray, una reliquia del régimen del quinto lord, y por el abogado de la familia John Hanson y su mujer, que habían viajado desde Londres para darles la bienvenida. Hanson tenía una nueva responsabilidad como tutor de Byron. El niño, en cuanto heredero de una propiedad «pendiente» mientras siguiese siendo menor de edad, quedaba automáticamente bajo la tutela de la Corte de la Cancillería. De los tres tutores oficiales de Byron —los otros eran su madre y su primo noble Frederick, quinto conde de Carlisle—, John Hanson ejercía con creces la mayor influencia en sus asuntos, de modo que se convirtió en la figura cuasipaterna de los primeros años de vida de Byron.
Byron se comportó evidentemente de manera ejemplar. Hanson quedó impresionado en especial por la precocidad verbal del niño. Cuando le preguntó qué era lo que más echaba de menos desde que se marchó de Escocia, el pequeño respondió que era el paisaje y la niña a la que amaba en Aberdeen; acto seguido declamó un breve poema lisonjero:
y estaba tan guapa con su gorra
que deseaba sorber
de su labio la miel.[8]
Una faceta menos adorable de Byron emerge enseguida en la anécdota contada por Hanson sobre la mascota del chico en Newstead, un perro gigante mezcla de razas llamado Woolly, cuya madre era una loba. El niño solitario prodigaba cariño a los animales, pero, cuando las relaciones se torcían, su reacción era violenta. Un día, en el jardín, el perro lobo mordió a lord Byron y este corrió hasta la abadía, cogió una pistola cargada que pertenecía al guardabosques y lo empujó hasta tumbarlo de espaldas amenazando con dispararle y exclamando en tono melodramático: «Woolly, vas a morir».
John Hanson pasó las tres semanas siguientes en Newstead. Había que aclarar e investigar muchas cosas. Las propiedades de la familia Byron eran vastas, distantes entre sí y complejas.[9] En Nottinghamshire, junto al parque y la abadía de Newstead, con el bosque y el molino adyacentes, Byron heredó el señorío de Hucknall, Bulwell Wood con parque y fragua, y una red de pequeñas aldeas y caseríos, que ascendían a mil trescientas hectáreas. Las ramificaciones de Newstead se aclaran con los libros contables de John Hanson, hoy en la Biblioteca Británica, que ofrecen detalles de las rentas pagadas por quince arrendatarios diferentes de la granja, el molino y la cantera; rentas del clérigo local por casa, jardín y potrero; pagos por el mantenimiento de las propiedades a constructores de cercados, carpinteros, herreros y un veterinario para «curar al caballo de tiro»; registros de tala de árboles, trilla, corte de cosechas y drenaje, siega y recolección del heno. Semejantes fincas tenían sus propias demandas y ritmos estacionales. Eran administradas como pequeños mundos especializados dentro del mundo.
En la época en la que Byron lo heredó, en Newstead imperaba el desorden. En sus dos últimas décadas, el quinto lord, que padecía apuros financieros, había permitido que sus tierras sufriesen un grave deterioro. Hanson evaluó «el desorden» de las fincas y el «estado muy desatendido» de Newstead.[10] El antiguo dueño había desnudado gradualmente el paisaje, vendiendo la madera que había sido un componente tan esencial de él. Newstead era ahora un territorio estéril, y la propia abadía con sus jardines, lagos, cascadas y almenas había quedado tristemente deteriorada. Los acreedores del quinto lord habían forzado la venta de pinturas de Rubens, Tiziano, Holbein y Canaletto, adquiridas por ese comprador compulsivo de cuadros y objets de vertu en tiempos más halagüeños. Los abogados se habían incautado de la mayoría del mobiliario del viejo lord. El edificio de la parte posterior del patio carecía de tejado. La sala de recepción y el refectorio del viejo priorato eran almacenes para el heno del ganado, ahora instalado en el vestíbulo de entrada y el salón.
La atmósfera era espectral. En sus últimos años, el dueño de Newstead, conocido como el «Malvado Lord» tras el presunto asesinato de su pariente William Chaworth en la Taberna de la Estrella y la Jarretera en Pall Mall, cayó en un estado de paranoia y depresión. El decepcionado y malévolo anciano agonizaba en la abadía atendido solo por el Viejo Joe y su sirvienta y amante, la señora Hardstaff, conocida en el vecindario como «lady Betty». Le ofrecía un macabro entretenimiento un ejército de grillos que había alimentado y domesticado, animándolos a participar en carreras por todo su cuerpo, atacándolos con un látigo de paja cuando se tomaban demasiadas confianzas. El fallecimiento del quinto lord sugiere que las propensiones depresivas del propio Byron descendían tanto por la línea de Byron como por la de Gordon.
Además de Newstead, el patrimonio de Byron incluía la propiedad de Wymondham en Norfolk y Rochdale en Lancashire. Las haciendas de Rochdale eran particularmente problemáticas, ya que el arrendamiento que otorgaba los derechos sobre las minas de carbón de la propiedad había sido vendido ilegalmente por el «Malvado Lord». El litigio para recuperar los derechos sobre esas minas de carbón potencialmente lucrativas siguió coleando hasta 1823, y para entonces Byron estaba de camino a Mesolongi. La herencia era menos propicia de lo que parecía.
Durante aquel primer otoño de 1798 en Newstead, no conscientes del alcance de los problemas subyacentes, el nuevo lord y su madre hicieron planes optimistas. Byron plantó un roble simbólico en el recinto, tema de un poema posterior titulado pomposamente, si no con toda precisión, «A un roble del jardín de la abadía de Newstead, plantado por el autor en su noveno año de edad».
Catherine Byron había confiado en criar a su hijo en Newstead. Sin embargo, Hanson la presionaba para que se mudase a una casa o un alojamiento en Londres hasta que pudiera efectuarse una evaluación más realista de las finanzas familiares. Aunque no positivamente «gravadas por las deudas», como se ha señalado con frecuencia, las fincas de Newstead habían estado produciendo cada vez menos, descendiendo hasta un nivel de ochocientas libras anuales en los últimos años de la vida del quinto lord. Había pocos ingresos para reconstruir el inmueble. El pequeño libro de contabilidad de piel marrón de la señora Byron, que figura en el archivo de John Murray, incluye una ansiosa entrada de «Dinero desembolsado desde el 1 de septiembre de 1798 hasta el 1 de junio de 1799»: 99 libras 6 sueldos y 1 dinero para arreglos de la casa de Newstead. La estrategia inmediata de Hanson consistía en designar a un agente para que pusiese en orden el patrimonio, lo gestionase de un modo más estricto y arrendase Newstead con sus derechos de cacería hasta que Byron alcanzase la mayoría de edad.
La señora Byron se resistía a mudarse a Londres, quizá atormentada todavía por las traumáticas semanas del nacimiento de su hijo. Prefirió llevarse al chico a Nottingham, a veinte kilómetros de Newstead, donde por entonces tenía contactos con miembros de la familia Byron. Ambos permanecieron allí durante una breve temporada con la honorable señora Frances Byron, viuda del hermano George del quinto lord Byron, y la señora Ann Parkyns, hermana viuda de Frances Byron, en Gridlesmith Gate (posteriormente rebautizada como Pelham Street). Catherine Byron regresó pronto a Newstead y dejó a su hijo en Nottingham con su niñera May Gray. Ella estuvo yendo y viniendo de la abadía durante 1799 y 1800, y Byron regresaba allí en vacaciones. Se encargó de la gestión de la casa en ausencia de este durante sus viajes europeos desde 1809 hasta 1811. No obstante, jamás residió en Newstead de forma permanente.
El propio Byron solo vivió allí de manera muy intermitente, y su estancia más prolongada fue el invierno de 1811-1812. Como terrateniente, el sexto lord Byron fue en la práctica un absentista contumaz. De haber tenido el temperamento más solícito y las costumbres de terrateniente aristocrático de, por ejemplo, su contemporáneo de Harrow el marqués de Hartington, hijo del quinto duque de Devonshire, sin duda podría haber revitalizado el patrimonio de Newstead. Sin embargo, había algo en su perversa naturaleza que prefería la herencia imperfecta, la noble abadía en ruinas, un lastre romántico que superaba el castillo de Gight abandonado de su propia madre.
Poco después, la deteriorada abadía se granjearía asimismo una fama novelesca. El espejismo de Newstead que el joven Byron había vislumbrado, y del que luego se había exiliado, adquirió una identidad más poderosa a través de su poesía de la que jamás podría haber tenido en la vida real. El proceso comenzó con la publicación de su primer libro de poesía, Horas de ocio de 1807, en el que tres poemas, «Al abandonar Newstead Abbey», «A Fragment» y «Elegía a Newstead Abbey», todos ellos escritos tres o cuatro años antes, están atravesados por la melancolía de la partida, lamentos interminables de lo que podría haber sido.
A través de tus almenas, Newstead, los huecos vientos silban;
tú, el salón de mis padres, te has desmoronado.[11]
Los poemas tempranos de Newstead de Byron glorifican un viejo mundo de «barones con cota de malla» y hazañas heroicas. Su recapitulación, más romántica que exacta, de las proezas de sus ancestros que lucharon en las cruzadas, cayeron en Crécy en los ejércitos de Eduardo, el Príncipe Negro, y perecieron defendiendo a Carlos I en Marston Moor, es trágica y orgullosa. El espíritu de sus valerosos antepasados era sumamente fuerte en Byron, no menos genuino por saber que lo exageraba, y no debe menospreciarse como fuerza motivadora.
En esos lamentos por los ahora ruinosos salones de sus antepasados perdidos, con todo su decorado de pacotilla de sepulturas saqueadas y coros fantasmales, celdas lóbregas, torrecillas en descomposición, murciélagos y figuras encapuchadas, vemos a Byron enfrentarse tanto a su desazón personal por su ruinosa herencia como a lo que ya estaba definiendo como una Inglaterra de principios del siglo XIX en fase terminal.
En los anhelos de Byron de regresar a los mejores y más sencillos tiempos de sus «simples antepasados»,[12] la casa misma aparece como su propia heroína romántica, un prototípico Childe Harold:
Orgullosamente majestuoso frunce el ceño tu salón abovedado,
desafiando las sacudidas del destino.[13]
No lo dejó ahí. En su imaginación, la abadía de Newstead florecía. Se repite como la «vasto y venerable edificio»[14] de la que parte el joven Harold en su peregrinación en el Canto I de La peregrinación de Childe Harold de Byron. Una siniestra aproximación a Newstead (con sus retratos de familia, lúgubres celosías, suelos de piedra, tapices crujientes y puertas chirriantes) puede verse en el castillo gótico al que regresa de forma inesperada y amenazante el misterioso personaje de Lara, el jefe de los piratas de cejas oscuras de Byron.
Newstead recibe su tratamiento más maduro e irresistible en Don Juan, en los cantos «ingleses» finales, creados cuando Byron era un treintañero y vivía en Génova. Escribe con un sentido de cosas últimas, revisando su propia historia con Newstead reencarnada como la abadía normanda, la mansión rural en la que don Juan, recientemente llegado de Inglaterra, es adoctrinado en las traiciones morales de la vida rural aristocrática inglesa. La abadía normanda, al igual que Newstead, era:
Que un día, hace muchos, fue monasterio
Y mansión ahora aún más antigua, singular, lujosa
Y medio gótica.[15]
Como en la Newstead de Byron:
Se extendía ante la mansión un lago cristalino,
Anchuroso y transparente, profundo y que nutrían
Las aguas frescas de un río.[16]
Byron ha sido acusado con frecuencia de carecer de sensibilidad estética. Sin embargo, su descripción de la abadía en Don Juan muestra una intensa conciencia artística de la propia construcción con su entorno boscoso y acuoso, así como de la forma en la que sus elementos arquitectónicos de muchos periodos diferentes convergen para crear la belleza aleatoria y fluida, tan característica de la casa de campo inglesa.
Antes de la época del propio Byron, la abadía de Newstead era impresionante. Los grabados de mediados del siglo XVIII muestran la antigua construcción que se erigía suavemente en su entorno de parque y bosque, lago y cascadas, caprichos almenados, el perfecto ejemplo de lo pintoresco inglés. Su pasado monástico sepultado sirvió como inspiración para la novela gótica inglesa. Parece probable que Ann Radcliffe,[17] con sus vínculos familiares cercanos en Chesterfield y Mansfield, se haya inspirado directamente en ella como un marco para su historia de terror El romance del bosque, escrita en tiempos del quinto lord, en tanto que Abadía pesadilla, de Thomas Love Peacock, tiene tintes conscientes de Newstead, y Byron hace su aparición como el lánguido señor Cypress. También resuenan sus ecos en las edificaciones posteriores de Edgar Allan Poe, acechadas por los cuervos y destruidas por los rayos.
El propio Byron, que tanto disfrutaba con los fantasmas, llevó la idea de Newstead mucho más allá de su papel como un epítome de lo gótico espeluznante. Su visión de Newstead como un repositorio en ruinas de una cultura desaparecida la transformó en uno de los símbolos centrales del movimiento romántico en su conjunto. Su visión de ella se entrelazaba con sus respuestas profundamente ambivalentes a la Revolución francesa: su deseo radical de ver cambiar el viejo orden, pero también su horror ante la violencia que ello acarreaba. En una devastadora imagen en Don Juan, Byron compara la partida de caza en la casa de campo de un suave otoño inglés, abatiendo a «la pobre perdiz»[18] que se refugia en los campos, con los septembristas de la Revolución francesa, que masacraron a más de un millar de prisioneros al comienzo del Reinado del Terror en París, en septiembre de 1792.
Los ingleses adoran sus mansiones. Byron infundió a Newstead el destello de melancolía de una aristocracia inglesa apremiada al cambio. Inventó una Newstead corrupta, bella y malhadada. A mediados del siglo XX, el ficticio Brideshead de Evelyn Waugh tendría una resonancia equiparable.
3
Nottingham
1799-1800
Byron pasó ocho meses en Nottingham, desde noviembre de 1798 hasta julio de 1799.[1] Cumplió once años en enero de ese año. Su patrón de vida volvió a alterarse drásticamente cuando intercambió los ventilados y solitarios esplendores de la abadía de Newstead por el más confortable confinamiento de la casa de Gridlesmith Gate compartida por las dos viudas, la tía abuela de Byron, la honorable señora Frances Byron, y su hermana, la señora Parkyns, cuyas dos jóvenes hijas se convirtieron en devotas de Byron y le escribieron las primeras de las numerosas cartas de admiradoras dirigidas a él en sus años de fama.
El niño fue instalado en las altas esferas de la sociedad de la capital del condado, pequeña nobleza y alta burguesía, banqueros, comerciantes, alguaciles, regidores que vivían en las distinguidas casas de ladrillo con amplios jardines diseminadas alrededor del castillo. La Nottingham de finales del siglo XVIII era un lugar salubre y autosuficiente con su edificio de la Bolsa, sus salas de Asamblea, su teatro y su hipódromo. En 1782, el viajero alemán Carl Moritz la había descrito como «de todas las ciudades que he visto fuera de Londres, la más hermosa y la más cuidada».[2] Elogiaba su «aire moderno».
Byron había sido presentado en esa sociedad cuando residía todavía en Newstead. En un diario local de damas, vemos tentadores atisbos de lord Byron y su madre en Nottingham tomando el té en casas de amigos y, en una ocasión, visitando una bolera. Al parecer las dos señoritas Parkyns los acompañaban con frecuencia. Presumiblemente esas rutinas continuaron una vez que los Byron se mudaron a Gridlesmith Gate. Byron había sido descrito por John Hanson en ese periodo como «un niño bueno y agudo, un tanto mimado por indulgencia»,[3] y algo de esa agudeza aflora en su mordaz caricatura en verso de su tía abuela Frances Byron:
En Nottingham County, en Swine Green habita,
de cuantas se han visto, la anciana más maldita;
y cuando se muera, quiéralo fortuna,
está convencida de que irá a la luna.[4]
Gridlesmith Gate se había convertido en Swine Green («Prado de los Cerdos»). Byron estaba desarrollando la habilidad de atacar a las personas más próximas a él, repitiendo la rima una y otra vez burlonamente.
En Nottingham también, en una carta escrita a su madre en 1799, hay evidencias de que Byron estaba comenzando a controlar su destino. Desde que marchara de Aberdeen, no había ido al colegio. La señora Byron, que para entonces había regresado a Newstead, estaba desalentando los planes de que el chico tomase lecciones del profesor particular Jeremiah «Dummer» Rogers, que estaba enseñando a las hijas de Parkyns; quizá temiera el coste. Con una provocativa confianza en sí mismo, Byron desafiaba su criterio: «Estoy asombrado de que no consientas este plan que me permitiría recordar lo que he olvidado casi por completo».[5] Proseguía: «Te recomiendo esto porque, si no adoptamos algún programa de esta índole, seré llamado o más bien marcado con el nombre de un zopenco que sabes que jamás podría soportar». Finalmente, se le permitió matricularse con «Dummer» Rogers, «profesor de francés, inglés, latín y matemáticas», y leer con él partes de Virgilio y Cicerón.
La cojera de Byron seguía causándole agonía. Ahora estaba recibiendo tratamiento del dudoso doctor Lavender, un ortopedista del hospital general de Nottingham, cuyo método consistía en frotar el pie con aceite y luego introducirlo por la fuerza en un armazón de madera, en el que se dejaba durante varias horas seguidas. El pie estaba en ese armazón mientras Byron recibía sus lecciones. El compasivo «Dummer» Rogers le dijo un día: «Me incomoda, mi señor, veros ahí sentado con tanto dolor como sé que habéis de estar sufriendo». «No os preocupéis —respondió Byron—, no veréis en mí ningún signo de ello».[6]
El chico se había mudado ahora con su niñera May Gray a un alojamiento en St. James’s Lane (posteriormente el número 76 de St. James’s Street), una casa próxima al hospital, regentada por un tal señor Gill. El 13 de marzo, Byron había escrito en una carta a su madre: «May desea cumplir con sus obligaciones».[7] Sin embargo, con escasa supervisión en Nottingham, el comportamiento de May Gray distaba de ser responsable. Como se revelaría avanzado el año, había desatendido a Byron y lo había tratado con crueldad. Ann Parkyns había trasladado sus sospechas a John Hanson: la disipación de May Gray era la comidilla de Nottingham.
Fue John Hanson quien sonsacó la verdad a Byron y escribió con indignación a la madre de este:
Me contó que ella no dejaba de pegarle, y que a veces le dolían los huesos a causa de las palizas; que a veces llevaba a sus apartamentos toda clase de compañía de la más baja ralea; que salía hasta tarde por las noches y que tenía que acostarse él solo con frecuencia; que a veces metía con ella en los carruajes a los cocheros y paraba en cada taberna para beber con ellos. Pero eso no es todo, señora; incluso os ha difamado a vos.[8]
Posteriormente, Hanson daría más detalles sobre esa historia al amigo de Byron John Cam Hobhouse, quien recordaba cómo «cuando Byron tenía nueve años, en casa de su madre, una chica libre solía meterse en la cama con él y jugar con su persona; Hanson se enteró y le preguntó al respecto a lord B, quien reconoció los hechos, y la chica fue despedida».[9]
Ese era presumiblemente el episodio al que se refería Byron cuando escribió en su diario: «Mis pasiones se desarrollaron muy pronto, tanto que pocos me creerían si tuviese que indicar el periodo y los hechos que lo acompañaron».[10] Veía aquello como una de las razones de su sentimiento vitalicio de envejecimiento prematuro, de haber sido privado de los años de experiencias juveniles ordinarias. Fue el conocimiento de la seducción de Byron por parte de May Gray lo que había tornado tan escéptico a Hobhouse respecto del tan cacareado amour infantil con Mary Duff.
Byron llegó a temer a May Gray. Si el relato de John Hanson es exacto, su abuso del niño habría comenzado mientras estaban todavía en Escocia y se habría prolongado durante dos años al menos. La versión de Byron de esa historia solo se la arrancó una vez que estaba en Londres, alejado de la influencia inmediata de la joven. Su horror a enfrentarse de nuevo cara a cara con ella era tan grande por entonces que Hanson le advirtió a la señora Byron que su hijo no querría verla si una visita implicaba encontrarse asimismo con May Gray. La señora Byron evidentemente vaciló en despedirla, tal vez por no estar dispuesta a creer unas historias tan escabrosas que decían poco en favor de su propio juicio sobre la sirvienta. En otoño de 1799, Byron suplicó a Hanson que se librase de la niñera, quien a esas alturas se había convertido en una figura terrorífica para él: «Y si vais a ir ahora a Newstead, os ruego que, si veis a Gray, la despidáis sin contemplaciones lo antes posible».[11] Firmaba la carta «vuestro pequeño amigo».
El episodio de May Gray tuvo importantes repercusiones. La niñera de Byron era ostentosamente religiosa, y la coexistencia del estudio piadoso de la Biblia y el comportamiento lascivo agudizó su conciencia de la hipocresía y el fariseísmo, acentuando su desprecio de la falsa religiosidad y en particular del calvinismo en exceso celoso. Los extraños y furtivos recuerdos de las prácticas sexuales a las que se vio forzado a tan temprana edad influirían en el desarrollo sexual de Byron, hasta el punto de que este negaría la cualidad física del sexo incluso cuando lo consentía. Resuenan los ecos de May Gray en una entrada de diario de diciembre de 1813:
Una auténtica voluntad voluptuosa no abandonará nunca su mente a la crudeza de la realidad. Solo exaltando lo terrenal, lo material, lo físico de nuestros placeres, velando esas ideas, olvidándolas por completo o, al menos, no nombrándolas apenas para uno mismo, puede uno impedir que le repugnen.[12]
Incluso su última amante, la condesa italiana Teresa Guiccioli, mientras lo recordaba con efusividad, describiría a Byron como poseedor de «un frío temperamento».[13] Los recuerdos de la dominación femenina, la corpulenta niñera en la pequeña cama, afectarían a sus actitudes posteriores hacia el sexo con las mujeres. A Byron una mujer madura se le antojaba una estructura complicada, amenazadoramente fofa. Prefería el físico de los varones adolescentes, o las chicas vestidas de chicos que se convertirían en un rasgo característico de sus primeros tiempos en Londres. Los cuerpos preferidos de Byron serían los juveniles, ágiles y firmes.
El ambicioso abogado John Hanson fue la primera persona que reconoció el potencial innato de Byron, y escribió sobre su pupilo: «Posee habilidad, una rapidez de concepción y un claro entendimiento que rara vez se ven en un joven, y es un socio adecuado de los hombres, y ha de escogerse bien la compañía para él».[14] En julio de 1799 llevó a Byron al sur en su carruaje para que se alojase en su propia casa familiar en Earl’s Court, comprada poco tiempo atrás a los albaceas testamentarios de John Hunter, el cirujano a quien se había acudido para consulta en el momento del nacimiento de Byron. Se trataba de un edificio distinguido, que contenía en origen el museo anatómico de Hunter y una colección de animales cuyos cadáveres se destinaban a su estudio. Cuatro de los hijos de Hanson (Hargreaves, que era de la edad de Byron, dos hermanas y Newton, tres años menor) aguardaban curiosos para ver al pequeño lord de quien tanto les habían hablado sus padres.
Fue una entrada bien orquestada, tal como la describiría más tarde Newton:
Tengo un recuerdo preciso de la sala y de la disposición de los personajes en el primer momento, cuando mi padre llegó con Byron […]. Mi padre entró en la pieza con lord Byron de su mano […] todos los ojos se fijaron en él, pero como mi padre permanecía a su lado, él no estaba avergonzado.[15]
La menor de sus hermanas, que por entonces rondaría los siete años, escudriñó al niño de la cabeza a los pies, girándose para declarar con solemnidad: «Bueno, a pesar de todo es un niño guapo». No sería la última vez en la que Byron quedaría expuesto a un escrutinio femenino tan inquisitivo.
Durante los años siguientes, la casa de los Hanson en Earl’s Court se convertiría casi en un hogar para él, y la visitaba en Navidad y en las vacaciones escolares, pues los Hanson llegaron a ser una aproximación de la familia de la que había carecido hasta entonces. A decir de Newton, pasaba gran parte de su tiempo leyendo, pero «a veces soltaba el libro y estaba con un ánimo excelente y dispuesto a retozar». En el jardín, jugando con los hermanos Hanson, se obligaba a sí mismo a escalar una de las pirámides fabricadas por Hunter, un entusiasta anticuario. Hubo incidentes en Londres que mostraban el retorno de Byron al pequeño salvaje. Tomaba el pelo a la cocinera de los Hanson, quien salía de la cocina persiguiéndolo con su rodillo de amasar. Cuando lord Portsmouth, el discapacitado intelectual protegido de John Hanson, le tiró de las orejas jugando, Byron le lanzó con saña una gran concha ornamental, diciéndole que él enseñaría a un conde tonto a tirar de las orejas de otro noble. Con todo, en conjunto, su vida en casa de los Hanson gozaba de una normalidad reconfortante. Su cariño por John Hanson, el apego profundamente arraigado que Byron sentía por aquellos a quienes reconocía como sus defensores, perviviría a lo largo de numerosas vicisitudes profesionales en los años venideros.
Fue Hanson quien persuadió al conde de Carlisle, reclutado a regañadientes, para convertirse en tutor de Byron. El quinto conde de Carlisle, que a la sazón contaba cincuenta y pocos años, otrora jugador y caballero de postín, se dedicaba ahora principalmente a la política y al estudio. Él mismo escribía poesía y era un rico mecenas de las artes. Sus vínculos familiares con Byron no eran particularmente estrechos: el padre de Carlisle, el cuarto conde, había estado casado con la honorable Isabella, hija del cuarto lord Byron, hermana del abuelo de Byron. Aunque Hanson logró convencerlo para negociar con la señora Byron una pensión de la Lista Civil de trescientas libras al año, la tutela del chico por parte de Carlisle sería siempre tibia.
A principios de su estancia en Londres, Hanson, deseoso de discutir la futura educación del niño, había llevado a Byron a conocer a lord Carlisle. El encuentro no fue propicio. Hanson supuso que el sensible muchacho estaba cohibido por la presencia en la entrevista del doctor Matthew Baillie, el anatomista sobrino de John Hunter; Baillie era ahora el especialista encargado del tratamiento de su pie. Es probable que Byron se sintiese intimidado por el pesado humor y la patricia altivez de su tutor. Aunque al parecer Carlisle intentó recibir con amabilidad a su pupilo, no tenía la personalidad adecuada para que un niño inquieto y tímido se sintiera a gusto. Transcurridos tan solo unos minutos, Byron se volvió a Hanson y le indicó: «Vámonos». Aquel primer encuentro engendró una aversión hacia lord Carlisle que Byron llevaría a notorios extremos.
En otoño de 1799, Byron ingresó en un nuevo ambiente al asistir a la Academia del doctor Glennie, un internado para niños pequeños en Dulwich. La elección de la escuela por parte de Hanson estuvo influenciada por sus contactos escoceses. Se lo había recomendado su amigo James Farquhar; el director, el doctor Glennie, era otro escocés que había «viajado muchísimo», tal como escribió Hanson a la señora Byron. Informó a esta en tono tranquilizador de que los veinte compañeros de colegio de Byron eran «muy buenos muchachos y su comportamiento honra a su receptor. He conseguido que asignen a lord Byron una habitación independiente».[16]
Byron parece haber sido razonablemente feliz en la Academia de Glennie. No deberíamos tomarnos demasiado en serio su desdeñosa referencia a «este maldito lugar»,[17] escrita en una carta a su joven primo (y heredero) George Byron en 1801, poco antes de que dejase el colegio para ir a Harrow. Hizo escasos progresos en su estudio de los clásicos, a pesar de las clases particulares de «Dummer» Rogers, pero como siempre leía con voracidad, buscando su propia manera de adquirir los conocimientos que deseaba, e hizo un amigo llamado Lowes, un chico inteligente que murió joven, como tantos de los compañeros de colegio y contemporáneos de Cambridge de Byron. Tal vez fuese en la escuela de Glennie donde se granjeó el sobrenombre de «el Viejo Barón Inglés», por la novela gótica homónima de Clare Reeve, en tributo a sus frecuentes alardes de la superioridad de la vieja nobleza inglesa en contraste con creaciones más recientes y dudosas. Byron admitiría más tarde semejantes arrebatos de orgullo, pero excusaría su jactancia como una forma de autodefensa.
En Dulwich surgieron dos inconvenientes principales. El nuevo tratamiento para su pie, supervisado por el doctor Baillie y su colega el doctor Maurice Laurie, implicaba una férula correctiva para la pierna, construida por un fabricante de aparatos ortopédicos, el señor Sheldrake del Strand, que solía acudir a la escuela para ajustar el hierro de la pierna. Ese hierro, ensamblado al tobillo, se ajustaba al exterior de su pierna y se abrochaba en la suela de su zapato. Como con el previo instrumento de tortura de madera de Lavender, Byron disimulaba el dolor que causaba hasta tal punto que el doctor Glennie y su esposa aseguraban desconocer por completo su sufrimiento. No obstante, hay signos de su frustración en una carta a John Hanson: «Mi pie va regular, nada más. No percibo alteración alguna».[18] Y Hobhouse recordaba: «Llevaba ese instrumento con mucha impaciencia y un día lo arrojó al estanque».[19]
Además, a Byron le resultaba imposible establecer una rutina regular en la escuela del doctor Glennie. Estaba sujeto a interminables demandas e intervenciones de su madre, que por entonces se alojaba en Sloane Terrace, cerca de Dulwich. Con la desaprobación del doctor Glennie, esta lo sacaba del colegio los fines de semana, y con frecuencia esas ausencias se prolongaban durante la semana siguiente, lo que distraía a Byron de sus estudios además de rodearlo de compañías inapropiadas. Quizá el críptico comentario de Hanson de que May Gray había «difamado» a su señora se refiriese a que esta se juntaba en esa época con personas juzgadas inadecuadas para una viuda de su clase social.
La inestabilidad de la señora Byron acrecentó la inseguridad de su hijo. Tenía fama de darse a la bebida. Según Hobhouse, «se había enamorado de un maestro de danza francés en Brompton y había hecho planes para llevar a B. a Francia. El francés llamaba a Dulwich para sacarlo, pero el director no le permitía salir».[20] El seductor francés probablemente fuera el «monsieur St. Louis» mencionado en las notas de Hanson sobre ese intrigante episodio. A instancias de Hanson, intervino lord Carlisle. La amenaza de secuestro era lo más irresponsable, dado que aquel era un periodo profundamente inestable de la guerra de Inglaterra con Francia; a raíz de aquello, a la señora Byron se le prohibió sacar a su hijo los fines de semana. El doctor Glennie oyó a un compañero del colegio decirle a Byron: «Vuestra madre es una imbécil», a lo que él replicó: «Ya lo sé», la más bochornosa de las admisiones para un muchacho de doce años.[21]
En las vacaciones de verano de 1800, Byron regresó a Nottingham con su madre para visitar de nuevo Newstead. Volvió a enamorarse en Nottingham, otro de los idilios juveniles que describiría con extravagante nostalgia en su vida posterior y otra de las cortinas de humo que levanta en las entradas de diario destinadas a la eventual publicación en sus memorias, que no hacen mención directa alguna de su amor por los chicos. Ese nuevo amor infantil era Margaret Parker, «uno de los más hermosos seres evanescentes».[22] Byron se jactaría más tarde de que Margaret era hija de un almirante llamado Parker y nieta de otro. Más pertinente era el hecho de que su madre, Charlotte Augusta Parker, era la hermana del padre de Byron. Al igual que Mary Duff, Margaret era prima de Byron y un nuevo ejemplo de su susceptibilidad hacia aquellos que ya estaban ligados a él por vínculos familiares, de quienes podía estar seguro de recibir una respuesta afectuosa. Como confesó en cierta ocasión a lady Melbourne: «Podría amar cualquier cosa sobre la tierra que pareciese desearlo»:[23] su corazón se posaba automáticamente en la percha más cercana.
Margaret Parker rondaba los trece años, por lo que era mayor que Mary Duff. Tenía ojos oscuros y largas pestañas y, como recordaría Byron en 1821 tras su inmersión en el arte clásico mediterráneo, «un rostro y una figura completamente griegos».[24] Fue ella quien inspiró «la primera incursión en la poesía» de Byron, que siempre fluiría con suma facilidad bajo la presión de las emociones fuertes. Ese primer poema ha desaparecido. No obstante, contamos todavía con la elegía que escribió en 1802, cuando tanto Margaret como su hermana acababan de morir de tuberculosis:
Guardan silencio los vientos y, en la penumbra del atardecer,
ni un céfiro vaga por la arboleda,
mientras regreso para ver la tumba de mi Margaret,
y esparcir flores sobre el polvo que amo.[25]
Byron añadió una nota de disculpa cuando se publicó el poema en Piezas fugitivas, y se trata ciertamente de una cándida composición. Con todo, es un recordatorio de su intensa reacción, a tan temprana edad, ante la experiencia de la pérdida.
Los contactos de Byron con Nottingham serían importantes para él tanto en lo personal como en lo político. En la época en que la conoció, Nottingham estaba en una fase de gran expansión, provocada por el desarrollo local de la industria de la calcetería. La afluencia de «tejedores en bastidor», trabajadores a domicilio que fabricaban medias y guantes en sus propias casas, resultó en nuevas áreas de viviendas de artesanos en la periferia de la ciudad. Existían otros niveles de la sociedad además de los refinados bebedores de té con quienes se mezclaban los Byron. La población se había expandido desde unos 11.000 habitantes en 1750 hasta 28.861 en el momento del censo de 1801, y Nottingham se había convertido en una ciudad muy radicalizada, en la que se discutían asuntos relacionados con las reformas parlamentarias y la política revolucionaria con una ira creciente, una ira que acabaría estallando en los disturbios luditas que preocuparían más tarde a Byron. Ya en su niñez, mezclándose con la articulada élite de la sociedad urbana, expuesto a las firmes opiniones de su madre, defensora de los whigs, Byron debió de haber sido consciente de las crecientes tensiones de la ciudad, que pronto describiría como «ese pandemonio político, Nottingham».[26] Su educación política bien pudo haber comenzado allí.
Empezaron a imponérsele asimismo otros problemas políticos que perturbaron el final del siglo XVIII. Byron fue absorbido por la rebelión en Irlanda. Su imaginación se encendió con las gestas de lord Edward Fitzgerald, hijo revolucionario del duque de Leinster, que llegó a ser el principal estratega militar de la extremista Sociedad de los Irlandeses Unidos y planeó el levantamiento contra las fuerzas de ocupación inglesas en 1798. Según lo previsto inicialmente, esa insurrección habría sido respaldada por una invasión simultánea de Escocia por las fuerzas francesas. La traición y el arresto de Fitzgerald en Dublín fue un factor que contribuyó al fracaso de la rebelión, y este murió de las heridas en prisión en junio de 1798.
Dieciséis años después, cuando la derrota de Napoleón había deprimido tan profundamente a Byron y a otros jóvenes idealistas de su generación, dándoles la impresión de que ya no quedaban grandes causas, se reavivaron sus viejos sentimientos por el héroe de su infancia, el valiente y apuesto aristócrata, llevando al cuello la pañoleta verde de la Revolución. Lamentaba el hecho de no haber sido más que un niño en la época de la rebelión irlandesa: «Si hubiese sido un hombre —escribió Byron en su diario—, habría sido un lord inglés a la manera de Edward Fitzgerald».[27]
4
Harrow
1801-1805
Byron ingresó en la Harrow School en abril de 1801, el año en el que Napoleón fue proclamado cónsul vitalicio. Harrow asistió a los pequeños comienzos del engrandecimiento del propio Byron:
Me abriré camino en el mundo o pereceré en el intento. Otros han iniciado la vida sin nada y han terminado con grandeza. Y yo, que poseo una fortuna aceptable si no grande, ¿he de permanecer ocioso? No, me forjaré el camino a la grandeza, mas nunca con deshonor.[1]
Byron le escribió estas palabras a su madre, probablemente en 1804, cuando tenía dieciséis años. Las escribió con furia, resentido por los reiterados insultos de tres maestros, incluido el director, que habrían llamado «canalla» al muchacho. Los insultos, reales o imaginarios, atizaban sus ambiciones, y no tardarían en suscitar los versos más brillantemente insolentes de Byron.
Harrow, una escuela que se remonta a mediados del siglo XVI, ha forjado su especial carácter desde su situación dominante en lo alto de Harrow Hill, al noroeste de Londres, con vistas sobre el castillo de Windsor hacia Winchester y Oxford.[2] Sus alumnos tienen la sensación de que un mundo está a sus pies. Byron llegó a una escuela que estaba por entonces en pleno florecimiento de su popularidad, con doscientos cincuenta alumnos de edades comprendidas entre los seis y los dieciocho años, que habrían ascendido a trescientos cincuenta a su marcha en 1805. Su estatus puede calibrarse por el hecho de que la señora Byron, al enfrentarse a las frecuentes solicitudes de su hijo de dejar el colegio, solo consideraba Eton como una alternativa seria; Westminster se le antojaba totalmente inaceptable.
Harrow contaba con una proporción especialmente elevada de alumnos de la nobleza. En 1803, entre los matriculados figuraba un duque por entonces y tres futuros, uno de los cuales, el de Dorset, llegaría a ser el ayudante de curso inferior de lord Byron. En aquel tiempo también estudiaban en la escuela un futuro marqués, dos condes y vizcondes por entonces y cinco futuros, cuatro lords (presumiblemente incluido Byron), veintiún honorables y cuatro baronets. La aristocracia en Harrow era algo corriente. Rufus King, el ministro estadounidense en Londres, mandó a dos de sus hijos a Harrow por ser la «única escuela de Inglaterra en la que no había ningún honor especial ligado al rango».[3] Del total de siete primeros ministros británicos de Harrow, lord Palmerston era casi y Robert Peel justamente de la generación de Byron. Había llegado de repente a un ambiente de las más elevadas expectativas mundanales.
Byron comenzó su relación un tanto errática con Harrow en la casa de huéspedes de Henry Drury, el recién ascendido hijo del director. El joven Henry Drury era asimismo su tutor y, por ende, el responsable tanto de su bienestar cotidiano como de sus progresos intelectuales. Su relación iba a ser tensa. En esa etapa, Byron apenas mostraba rasgos excepcionales. Los chicos se percataron de que uno de sus ojos azules grisáceos era mayor que el otro, como una moneda de seis peniques respecto de un chelín, «por lo que enseguida empezaron a llamarlo Dieciocho Peniques».[4] Por lo demás, parecía meramente «un muchacho rudo de pelo rizado»,[5] que oscilaba entre la timidez y la agresividad.
Byron no despuntaba por su particular inteligencia: de hecho, todavía iba retrasado, y el director, el reverendo doctor Joseph Drury, lo protegía de la mofa que el chico temía organizando unas clases especiales hasta que se pusiese al nivel de sus compañeros. Tampoco parecía Byron conspicuamente más pobre que los otros muchachos de Harrow. Aunque las autoridades eran conscientes de la precariedad de las financias familiares, los chicos no habrían estado al tanto de ello. La señora Byron era más generosa con la paga que le daba a su hijo de lo que le permitían sus apuradas circunstancias. Sus libros contables no solo muestran cautelosas reparaciones de abrigos y de mangas, sino también extravagancias tales como «unos pantalones de cutí de rayas finas», «un paño verde oliva extrafino de abrigo», «unos pantalones de ante». Byron podía aparentar confianza en sí mismo: «Tengo tanto dinero, tanta ropa y en todo lo concerniente a mi aspecto soy igual si no superior a la mayoría de mis compañeros del colegio».[6] No obstante, sus primeros días de escuela fueron una batalla y recordaría su intenso odio inicial a Harrow.
«Ahí va Birron, vagando colina arriba, cual navío en la tormenta sin timón ni brújula».[7] Estas palabras escritas por la esposa del director, la señora Drury, nos ofrecen una imagen del muchacho cojo, aislado en la multitud de la abarrotada escuela. Desde el punto de vista de Byron, la colina de Harrow no era ninguna ventaja. En los primeros días en el colegio, su pierna, bajo unos pantalones de pana sueltos, seguía encerrada en su pesada abrazadera de hierro. Sn embargo, instruido por los médicos de Byron, Sheldrake, el técnico de instrumental quirúrgico, le había diseñado una bota especial con un soporte alrededor del tobillo. En mayo de 1803, Byron escribió desde Harrow a su madre: «Ojalá escribieseis a Sheldrake para decirle que se dé prisa con mis zapatos».[8] Junio transcurrió sin novedades. Se quejó a la señora Byron: «Ya os he escrito varias veces para pediros que le escribierais a Sheldrake».[9] Incluso él mismo se puso en contacto con el técnico sin ningún resultado. «Ojalá le escribieseis a él o al señor Hanson para que este lo llamase y le dijera que fabricase un instrumento para mi pierna de inmediato, pues claro que quiero uno». El tono se estaba tornando desesperado.
La discapacidad de Byron le hacía imposible llegar a Duckpuddle, el estanque de baño de Harrow, sin alquilar un poni. Al igual que en el internado del doctor Glennie, tenía que sufrir el bochorno de que acudiese al colegio el especialista para tratar su pie. Era inevitable que los chicos se mofasen de él. Al despertar, se encontraba su pierna coja sumergida en una tina de agua. Años después, criticado por su controvertido poema «Versos para una dama llorando», Byron comentaría: «El M[orning] Post en particular ha descubierto que soy una especie de Ricardo III, deforme de mente y cuerpo; la última información no es muy novedosa tratándose de un hombre que pasó cinco años es un colegio privado».[10]
Desatendía su tratamiento. En una de sus visitas, el doctor Laurie quedó consternado al encontrarlo con «el zapato completamente mojado y el soporte alrededor de su tobillo bastante suelto».[11] Esa inconsciente bravuconería provocó un considerable empeoramiento del pie de Byron, agravando una dolencia que debió de haber sido parcialmente responsable de lo que él describiría como su «disposición turbulenta y desenfrenada»[12] durante su estancia en Harrow School. Era luchador e impetuoso, no cesaba de agitar los brazos y asestar puñetazos. Su contemporáneo Peel, creador de la policía de Londres, describiría más tarde la compulsiva violencia de patio de recreo de Byron no simplemente como defensa propia, sino también como un homenaje al abuelo que había asesinado a William Chaworth. Los duelos eran algo que «él acostumbraba a conectar con el nombre de Byron».[13] La emulación de sus ancestros mantenía a raya el dolor presente.
¿Cómo salió Byron de su periodo de sufrimiento? ¿Cómo se había transformado Harrow a la altura de 1807 en «el lugar bendito»[14] de la ensoñación nostálgica de Byron? Ninguna otra escuela privada inglesa ha sido inmortalizada con tan extáticas descripciones de una infancia arcádica como las que se encuentran en los poemas de Byron dedicados a Harrow a principios del siglo XIX. Al paso del resentimiento a la implicación afectuosa subyacía, en primer lugar, la estrecha relación de Byron con el director de Harrow y, en segundo lugar, el cúmulo de amistades románticas que, de 1804 en adelante, le brindaron un enfoque emocional, y a través de las cuales fue descubriendo de modo progresivo una identidad sexual orientada a los varones.
Joseph Drury habría sido un director extraordinario en cualquier periodo. Desempeñó el cargo en Harrow durante veinte años, desde 1785 hasta 1805, y había sido maestro de escuela durante más tiempo todavía, desde que había terminado la universidad. A sus cincuenta y un años cuando Byron ingresó en la escuela, Drury vio al chico en su primer encuentro como «un potro salvaje de montaña»,[15] pero uno que mostraba habilidad y podía ser conducido «hasta un punto por un cordel de seda, en lugar de un cable». El objetivo educativo de Drury era penetrar en la mente de cada niño. Sus métodos eran pacíficos y persuasivos. No pegaba a los chicos mayores, sino que los amonestaba verbalmente, lo que Byron llamada las «reprimendas» de Drury. Aun reconociendo la habilidad diplomática en su trato con los padres, y la tentación del maestro de escuela, que Byron satirizaría en Don Juan, de halagar al niño de buena cuna, el director parece haber tenido una percepción genuina del potencial de Byron. Cuando escribe «Estoy muy interesado en el bienestar de lord Byron»,[16] resulta fácil creérselo.
Byron era un alumno provocador. A principios de 1803, tras las amargas quejas de su hijo Henry respecto de su «falta de atención a los asuntos y su propensión a hacer que los demás se rían y desatiendan sus ocupaciones tanto como él»,[17] el doctor Drury accedió al traslado de Byron de la casa de Henry Drury a la del señor Evans. A finales de 1804, «los espíritus animales y la ausencia de juicio»[18] de Byron impulsaron al director a sugerir que cogiese un profesor particular y no regresase a Harrow para su último curso, una sugerencia que Byron optó por ignorar.
Con todo, Drury no perdió su fe en las grandes facultades de Byron. Cuando lord Carlisle hizo una inusual visita al colegio para interesarse por el progreso de su pupilo, para sorpresa de este, Drury se mantuvo firme en sus elogios del joven: «Tiene talentos, milord, lo cual añadirá lustre a su rango».[19] Byron le correspondió refiriéndose a Drury en «Recuerdos de infancia» como «el querido preceptor de mis primeros tiempos».[20] En un arrebato de nostalgia de Harrow, Byron declaró que el reverendo doctor, tan afable y nada pedante, era el mejor y más digno amigo que jamás había tenido.
Una de las pruebas que había soportado pacientemente el doctor Drury era la incomparecencia de Byron en Harrow durante el trimestre de otoño de 1803. Su madre, que a la sazón vivía en Burgage Minor, Southwell, envió una consternada carta a John Hanson el 30 de octubre confesándole: «La verdad es que no puedo conseguir que vuelva a la escuela, aunque he hecho todo lo posible durante seis semanas; no padece ninguna indisposición que yo conozca, salvo el amor, el amor desesperado, la peor de todas las enfermedades a mi juicio».[21] El objeto de ese «amor desesperado» era Mary Chaworth. Su corazón había vuelto a posarse en una percha cercana, ya que Mary era una prima lejana, una hija de los Chaworth de Annesley Hall, la finca colindante con Newstead, con quienes los Byron habían estado enzarzados en una disputa prolongada, y una descendiente del William Chaworth tan infamemente asesinado por el quinto lord. Cuando Byron conoció a Mary en su niñez en Newstead, poco después de su llegada en 1798, había contestado con descaro a la jocosa sugerencia de Hanson de que debían casarse: «¿Cómo, mister Hanson?, ¿casarse entre sí los Capuleto y los Montesco?».[22] Ahora que Byron tenía quince años, y la propia Mary dieciocho, la idea del casamiento había desplegado un perverso atractivo.
La abadía de Newstead había sido arrendada por entonces a un joven y caballeroso soltero, Henry Edward, barón Grey de Ruthyn. Lord Grey, que aquel verano andaba de viaje, había invitado a Byron a ir allí desde Southwell cuando le conviniese. Desde principios de agosto, Byron estaba de regreso en Newstead. «Se hospeda y duerme en mi casa y habla de pasar un mes aquí»,[23] refunfuñaba Owen Mealey, el administrador que se encargaba por entonces de la finca, a John Hanson. Byron gravitó pronto hacia Annesley Hall, primero en visitas diurnas y después durmiendo también allí, haciendo la corte a la delgada, «tímida y singular»,[24] coqueta Mary Chaworth con su pelo castaño claro que, en la mitología perpetrada tanto por el propio Byron como por los comentaristas posteriores, ocupa el lugar de su «beau idéal» perdido.[25]
Mary Chaworth es retratada en las memorias posteriores de Byron como el primer objeto de sus sentimientos sexuales adultos. En un pasaje escrito a inicios de la década de 1820, describe una expedición realizada con Mary y unos amigos a la caverna Peak en Castleton, una popular atracción turística, clasificada por las guías como «una de las maravillas de Derbyshire».[26] Entraron en la caverna a través del Agujero de Peak, una enorme abertura natural en la roca, dominada por las ruinas del castillo de Peveril en lo alto de la colina. Con velas para iluminar su camino, avanzaron despacio a través de un maravilloso mundo geológico de espatos, fluoritas, estalactitas y formaciones cristalizadas, a medida que la primera Gran Cámara conducía a cámaras más reducidas, atravesando pequeñas y sorprendentes cornisas y pasadizos aún más estrechos.
En cierto punto, había que cruzar una corriente subterránea en un bote en el que solo podían tumbarse dos personas. Byron ofrece un sugestivo relato del momento en esa chalana de madera,
con la roca tan próxima sobre el agua, de suerte que solo admitía que el bote fuese empujado por un barquero (una especie de Caronte), que vadea en la popa encorvado todo el tiempo. Mi compañera de travesía era M[ary] A. C[haworth], de quien llevaba mucho tiempo enamorado sin habérselo declarado jamás, aunque ella lo había descubierto por sí misma. Recuerdo mis sensaciones, aunque no puedo describirlas, y es una suerte.[27]
El grupo viajó después a Matlock Bath, para asistir a un baile en el hotel Old Bath donde, para indignación de Byron, Mary bailó con un admirador desconocido, dejándole a él de pie contra la pared. Su posterior aversión patológica hacia el vals quizá tuviese sus orígenes en esos recuerdos de Matlock y su celoso aislamiento.
No cabe duda de que en aquella época sus sentimientos eran reales y angustiosos. Con sus emociones a flor de piel, Byron siempre era propenso a enamorarse con una facilidad extraordinaria, y existen testimonios de él en Annesley en la agonía del amor adolescente, con aire deprimido y disparando a la puerta de la terraza con sus pistolas. No obstante, hay algo poco convincente en la manera en la que, a lo largo de los años, Byron insiste en sus esperanzas frustradas respecto de Mary Chaworth y la convierte en el sujeto de una elegía tras otra, declarando en los versos de «Al abandonar Inglaterra» de 1809 que ella fue su razón para abandonar su país:
Y yo de esta tierra he de partir
porque solo a una puedo querer.[28]
Incluso evoca la sagrada memoria de Mary Chaworth en una carta a su futura esposa, Annabella Milbanke, en la que mantiene que Mary fue la única otra mujer a la que «comprometería toda la felicidad» de su vida futura.[29]
Lo extraño de ese episodio es que Mary nunca había sido una propuesta viable para Byron. Él solo tenía quince años; ella estaba comprometida con otro, el viril aunque poco sutil Jack Musters, el deportista de Nottinghamshire que, en la flor de su vida, «podría haber saltado, brincado, montado a caballo, luchado, bailado y jugado al críquet, pescado, nadado, disparado, jugado al tenis y patinado con cualquier hombre de Europa».[30] Incluso sin semejante competencia, la antigua enemistad entre los Byron y los Chaworth probablemente habría descartado cualquier enlace permanente. Tal como la señora Byron lo veía: «Si mi hijo tuviese la edad apropiada y la lady estuviese libre de compromiso, sería la última de las relaciones que yo desearía que prosperase».[31]
Se ha concedido un papel crucial en la leyenda de Byron a la historia del desdeñoso comentario de Mary Chaworth a su doncella: «¿Crees que podría importarme lo más mínimo ese muchacho cojo?».[32] Supuestamente esas palabras habrían impulsado a Byron, cuando las oyó por casualidad o (en otra versión de la historia) repetidas a altas horas de una noche, a salir corriendo de la casa y regresar a Newstead cojeando como un loco. Es un relato conmovedor, que la propia Mary, interrogada al respecto más adelante, concedería que era verosímil. Sin embargo, el amigo de confianza de Byron John Cam Hobhouse trataba el episodio con el escepticismo con el que había escuchado las historias de Byron de los viejos romances con Mary Duff y Margaret Parker, anotando en su ejemplar de la Life de Moore: «No me creo esta historia».[33] Hobhouse la consideraba un constructo, un episodio exagerado y adornado a través de los años para desviar la atención de las auténticas predilecciones sexuales de Byron.
El propio Byron se acerca más a la verdad de Mary Chaworth en el bello y pesimista poema «El sueño», escrito en Ginebra en el verano de 1816, tras el desastroso final de su matrimonio.
Vi dos seres con los colores de la juventud
en lo alto de una colina, una suave colina,
verde y de leve pendiente.[34]
Mary, «la dama de su amor», entra y sale de sus largos recuerdos, confrontada aquí por fin como una fantasía y una quimera. Ya no la retrata, como en elegías anteriores, simplemente como la chica que amaba a otro. Ahora se ha transformado en algo harto más completo, el objeto de sus esperanzas de familia, dinastía y plenitud sexual en el seno del matrimonio: un futuro que Byron había medio empezado a hacer realidad, incluso en el periodo en el que había conocido a Mary Chaworth, era probable que se revelase imposible para él.
La ambigüedad de aspecto y carácter de Byron era evidente para muchos de sus coetáneos, que advertían el particular giro del cuello, la piel de alabastro casi translúcida, el «carácter fundente» de sus ojos prominentes, «observado con frecuencia en las mujeres, y considerado una prueba de sensibilidad extrema».[35] El escultor sir Francis Chantrey reparaba en el «suave y voluptuoso carácter»[36] de la mitad inferior del rostro de Byron, en contraste con la firmeza de la parte superior. El pintor sir Thomas Lawrence observaba «el labio inferior lleno».[37] A juicio de lady Blessington, la voz y el acento de Byron eran «peculiarmente agradables, pero afeminados».[38] James Hamilton Browne, que lo acompañó en el viaje a Cefalonia en 1823, quedó fascinado, como tantos otros, por la «dulzura irresistible de su sonrisa, generalmente sucedida, sin embargo, por un súbito puchero con los labios, como el practicado a veces por una hermosa coqueta o por un niño mimado».[39]
La apariencia de Byron recordaba a Douglas Kinnaird la de su propia amante; Hobhouse contaba desde Malta que una conocida «seleccionó una bella imagen de una mujer con un vestido de moda del Ackermann’s Repository y observó que se asemejaba enormemente a lord Byron».[40] Sus amigos coincidían en que había «un buen número de rasgos de mujer» en Byron: «Su ternura, su temperamento, sus caprichos, su vanidad».[41] Su biógrafo Tom Moore, que lo conocía íntimamente, diagnosticó una forma de pensar esencialmente femenina, impaciente ante «cualquier raciocinación consecutiva».[42] Un biógrafo muy posterior, sir Harold Nicolson, él mismo homosexual de una forma discreta, resumía a Byron como «un catálogo de posiciones falsas. Su cerebro era masculino, su carácter era femenino».[43]
La mejor descripción contemporánea de la desconcertante a la par que encantadora dualidad de temperamento de Byron proviene de George Finlay, el historiador de Grecia:
Parecía como si dos almas diferentes ocupasen de forma alternativa su cuerpo. Una era femenina y llena de simpatía; la otra masculina y caracterizada por un juicio claro, y por una rara facultad de someter a consideración tan solo aquellos hechos que se requerían para formar una decisión. Cuando llegaba la una, se marchaba la otra. En compañía, su alma comprensiva era su tirana. En solitario, o con una sola persona, su prudencia masculina se mostraba como su amiga. Ningún hombre podía entonces organizar los hechos, investigar sus causas o examinar sus consecuencias con más precisión lógica ni con un espíritu más práctico. Ahora bien, en su momento más sagaz, la entrada de una tercera persona solía trastocar el orden de sus ideas; huía el juicio y la simpatía, generalmente riendo, ocupaba su lugar. De ahí que pareciese extremadamente caprichoso en su conducta, en tanto que mostraba una firmeza realmente grande en sus opiniones. No obstante, con frecuencia obraba un giro hacia el engaño en las nimiedades, al tiempo que poseía un candor femenino en su alma y un amor natural a la verdad, que a menudo lo hacían despreciarse a sí mismo tanto como despreciaba a la sociedad elegante inglesa por lo que él definía como la descarada hipocresía de esta.[44]
Esta dualidad en la naturaleza de Byron emergió en un episodio dolorosamente revelador en 1803-1804, su verano con Mary Chaworth, cuando Byron fue seducido casi con certeza por su inquilino de Newstead lord Grey de Ruthyn.
Lord Grey había arrendado la abadía de Newstead desde enero de 1803, a sus veintitrés años, y pagó cincuenta libras por la mansión y su parque durante los cinco años siguientes, hasta que Byron alcanzó la mayoría de edad. La señora Byron se había mostrado en un principio más bien desdeñosa hacia su linaje: «No encuentro el título de lord Grey de Ruthyn en la nobleza de Inglaterra, Irlanda o Escocia. Supongo que será un nuevo par».[45] De hecho, sus antecedentes eran impresionantes. El barón decimonónico Grey de Ruthyn había heredado el título a través de su madre, una hija del tercer conde de Sussex. Había ocupado su escaño en la Cámara de los Lores como un whig. En realidad, estaba más interesando en la caza que en la política. Sus cartas, así como los comentarios del administrador de Newstead Owen Mealey, muestran a un joven truculento y falto de imaginación.
A lo largo de noviembre de 1803, cuando debería haber estado en Harrow, Byron se alojó con él en Newstead. Llegó a ser el colaborador de lord Grey en las expediciones de caza ilícitas, y Mealey comenzó a quejarse: «Van estas noches a la luz de la luna y disparan a los faisanes posados en los dormideros».[46] Las cartas de Byron a su hermanastra Augusta, escritas tras su súbita marcha de Newstead, contienen oscuras insinuaciones de desarrollos más complejos en su relación. En marzo de 1804 le dice: «No me he reconciliado con lord Grey ni jamás lo haré. Una vez fue mi mejor amigo, y mis razones para el cese de esa amistad son tales que no puedo explicarlas, ni siquiera a vos, mi querida hermana».[47] En noviembre de ese año seguía siendo sensible respecto del tema de lord Grey, «a quien detesto […] Tengo un motivo particular para que no me guste».[48] Se mantenía completamente alejado de Nottinghamshire, con el fin de evitar la posibilidad de un encuentro con su antiguo amigo.
El episodio se ha interpretado por lo general como una insinuación sexual que Byron había rechazado. Sin embargo, eso no concuerda con el tenor de la correspondencia posterior entre Byron y lord Grey, en la que este declara seguir siendo incapaz de explicarse la perentoria ruptura de la amistad por parte de aquel, mientras que el propio Byron adopta un tono avergonzado y medio contrito. La explicación más creíble es que Byron se dejó seducir por lord Grey y reaccionó alarmado solo después de lo sucedido. Al comentar la aséptica descripción en la biografía de Thomas Moore de la «intimidad» que «pronto brotó»[49] entre Byron y su noble inquilino, Hobhouse mantiene que «ocurrió una circunstancia» durante esa intimidad «que ciertamente influiría mucho en su futura moralidad».[50] Lo señala como un, si no «el», episodio central en el adoctrinamiento sexual de Byron.
A la hora de comprender la fuerza de la consternación retrospectiva de Byron por las insinuaciones d