Un encuentro inesperado
Tras sus aventuras en Arabia, perdí —y nunca recuperé— mi propia identidad. Desde ese momento fui para todos el hijo de Marga d’Andurain; ya no supe, ni sabría jamás, definirme de otra manera.
JACQUES D’ANDURAIN,
Drôle de mère (Una madre singular)
Cuando aquella mañana de diciembre de 2006, sonó el teléfono en mi casa y al descolgar escuché por primera vez la voz de Jacques d’Andurain, no imaginaba el fabuloso viaje que junto a él estaba a punto de emprender. Un viaje al pasado, para tratar de reconstruir la vida de una mujer aventurera como pocas —su madre, Marga d’Andurain— a la que siempre persiguió el escándalo y cuyas temerarias aventuras en Oriente Próximo ocuparon durante décadas las portadas de los periódicos franceses. Aquella inesperada llamada dio paso a un primer y emotivo encuentro con Jacques que tuvo lugar unas semanas más tarde en una residencia de ancianos a las afueras de París. Así empezó todo, aunque en realidad la vida de la enigmática condesa Marga d’Andurain había despertado mi curiosidad un año atrás cuando viajé a Siria y oí por primera vez su nombre.
Fue en Palmira, durante una visita al hotel Zenobia, situado a un paso de la imponente ciudad en ruinas, en pleno desierto sirio. Tras recorrer sus lúgubres instalaciones comprobé decepcionada que el legendario hotel, donde antaño se habían alojado ilustres huéspedes —entre ellos Agatha Christie y el rey Alfonso XIII de España—, se encontraba bastante abandonado y sus habitaciones emanaban el mismo y desagradable olor a «agua estancada» que tanto irritó a la famosa reina del suspense. En la recepción me dieron una fotocopia con la historia de su antigua propietaria, una tal «condesa Margot que hacia 1916, durante la Revuelta Árabe, había sido secretaria personal y espía al servicio de Lawrence de Arabia». En aquel momento creí que la misteriosa condesa francesa era sólo una leyenda aunque mi guía sirio Jamal me aseguró que la dama, propietaria del hotel desde 1927 hasta 1936, había dado mucho que hablar en Palmira porque se creía una moderna reina Zenobia, cabalgaba desnuda por el desierto, frecuentaba a los beduinos en sus tiendas, y se enfrentó a las autoridades militares francesas que la consideraban una peligrosa espía.
A mi regreso a España me olvidé por completo de Marga d’Andurain hasta que un día su nombre se cruzó de nuevo en mi camino. Investigando la vida de la escritora y fotógrafa suiza Annemarie Schwarzenbach descubrí que ésta había conocido a la condesa d’Andurain cuando pasó unos días en el hotel Zenobia. Annemarie, impresionada por la arrebatadora personalidad de la dama francesa, la utilizó como personaje de ficción en uno de sus relatos cortos ambientados en Oriente Próximo. Mi curiosidad me llevó a rescatar de un cajón la desgastada fotocopia, y a intentar averiguar qué había de verdad en su novelesca biografía. En los meses siguientes, viajé a los escenarios del País Vasco francés donde transcurrió su solitaria infancia y parte de su juventud, y entendí por qué Marga quiso romper con su anodina existencia y huir a un país cálido y exótico como Egipto. En Bayona (Francia), sigue en pie la casa de la rue Victor Hugo donde nació y dio sus primeros pasos, y en el pueblo de Hastingues (Las Landas) la solariega y asfixiante mansión de piedra, rodeada de un alto muro, donde Marga pasó sus veranos y se refugió con su familia durante la Primera Guerra Mundial. Supe entonces que había tenido dos hijos y que el menor, Jacques d’Andurain, aún vivía y era un héroe de la Resistencia francesa.
Jacques, a sus noventa y dos años, es el único testigo vivo de la extraordinaria y desconocida vida de Marga d’Andurain. Fue su hijo más querido, y a la vez su cómplice y confidente. Desde el primer momento, se mostró dispuesto a colaborar conmigo respondiendo pacientemente a todas mis preguntas, permitiéndome leer su diario personal, y autorizándome a publicar fotografías inéditas de su madre, un valioso testimonio del recorrido vital de Marga desde su infancia en Bayona hasta su trágica muerte ocurrida en Tánger en 1948. También me regaló un ejemplar de Le Mari-Passeport, el libro de memorias que Marga publicó en 1947 y donde narra, con un estilo directo y muy ameno, sus increíbles aventuras en la península Arábiga donde reinaba el poderoso Ibn Saud. Jacques deseaba que se conociera la verdad sobre su madre, a quien la prensa francesa de los años cuarenta calificó, entre otros títulos, como «La Mata Hari del desierto», «La condesa de los veinte crímenes» o «La amante de Lawrence de Arabia».
¿Quién era en realidad Marga d’Andurain? ¿Una peligrosa espía, una asesina o tan sólo una audaz aventurera que deseaba ser conocida en toda Francia? Mientras me sumergía en su apasionante historia he intentado comprender qué había detrás del personaje de Marga —la condesa seductora y espía sin escrúpulos capaz de matar a sangre fría que la prensa vio en ella—, y acompañarla en sus emocionantes viajes por Oriente Próximo que la llevaron a recorrer Egipto, Irán, Siria, Líbano, Palestina y la costa del mar Rojo en la remota Arabia. Emprendedora, rebelde y feminista, Marga intentó visitar la ciudad santa de La Meca por la misma razón por la que la gran viajera y orientalista Alexandra David-Néel quiso entrar en Lhasa, capital del Tíbet: porque eran lugares prohibidos a los occidentales y ninguna europea antes lo había conseguido.
Marga debería figurar en la lista de las grandes aventureras de la historia junto a nombres como el de Catalina de Erauso, «la monja alférez»; lady Hester Stanhope; Ida Pfeiffer o Isabelle Eberhardt. No era escritora, ni científica ni una exploradora al uso, pero llevada por la curiosidad y el afán de aventura emprendió un viaje lleno de peligros por regiones desconocidas. Si la historia la ha olvidado no ha sido por su falta de audacia y tenacidad, sino porque su vida se vio salpicada de escándalos —y graves acusaciones— que la condenaron al panteón donde descansan las mujeres malditas, aquellas que la sociedad no sabe cómo etiquetar.
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Espíritu rebelde
Mi familia llevaba una vida retirada y tranquila que yo comenzaba a aborrecer. Me daba náuseas el ritual de las reglas de buena educación, las recepciones, el intercambio de visitas, las cortesías hipócritas, y las amabilidades tras crueles murmuraciones, todo, en fin, cuanto hay en el fondo de una existencia provinciana…
Le Mari-Passeport
El 8 de mayo de 1934, el periódico vasco Le Courrier de Bayonne (El Correo de Bayona) anunciaba en portada a sus lectores la publicación de la extraordinaria aventura de Marga d’Andurain, prisionera y condenada a muerte en Arabia. La autora —hija de una conocida familia burguesa de la región— relataba en varios capítulos su azarosa vida desde que en 1925 se instalara en la ciudad de El Cairo en compañía de su esposo, Pierre d’Andurain, y de sus dos hijos pequeños, sus años al frente de un hotel situado en pleno desierto sirio junto a las ruinas de Palmira y las acusaciones de espionaje que siempre pesaron sobre ella desde su llegada a Siria.
Pero fue su temerario intento de alcanzar la ciudad prohibida de La Meca lo que escandalizaría a la «buena sociedad» del País Vasco francés y muy especialmente a los miembros de la familia d’Andurain. Marga, divorciada ya de su marido, se había casado con un beduino y convertido al islam para conseguir su descabellado propósito. Su relato en Le Courrier de Bayonne titulado «Maktoub» (en árabe, «Lo que está escrito») describía con todo lujo de detalles su reclusión en el harén del gobernador en Yidda (Arabia Saudí) al serle finalmente denegado el permiso para viajar a La Meca, la muerte en extrañas circunstancias de su esposo musulmán y su ingreso en los sórdidos calabozos de la cárcel acusada de haberlo asesinado.
En aquel año de 1934, cuando Marga narraba su dramática epopeya desde su exilio en París, tenía cuarenta y un años y atravesaba un difícil momento personal: se había librado de morir lapidada en Arabia Saudí pero se encontraba en Francia sin pasaporte y las autoridades le negaban el permiso para regresar a Siria, donde aún se encontraban su ex marido y uno de sus hijos. La publicación en la prensa de su increíble aventura no tenía otro propósito que llamar la atención sobre su caso y conseguir un visado para regresar con los suyos.
Para la mentalidad puritana de la familia de Marga, que su escandalosa vida ocupara las portadas de los periódicos franceses resultaba vergonzoso. Durante los meses de mayo y junio en que Le Courrier publicó sus andanzas en Oriente Próximo, eran muchos los que madrugaban para hacerse con un ejemplar antes de que se agotara en los quioscos. En los años treinta, Marga d’Andurain se había convertido en un personaje muy popular del que todos hablaban en la tranquila ciudad de Bayona. Su madre, Marie Clérisse —fallecida en 1931—, no tuvo que soportar la deshonra de saber que su pequeña, educada en el catolicismo, había abrazado la fe de Mahoma. Sin embargo, sí se enteró en vida de las acusaciones de espionaje que pesaban sobre ella. Jacques d’Andurain, el hijo menor de Marga, que vivió hasta los once años con los abuelos maternos en Bayona, recordaba la reacción de su abuela cuando una mañana de 1927 recibió una carta desde Beirut en la que se le informaba de que su hija era «una espía que trabajaba para el Servicio de Inteligencia británico».
—Mi pobre niño, reza por tu madre, reza por tu madre —le dijo Marie Clérisse mientras le pedía que se arrodillara junto a ella.
—Abuela, ¿es que mamá ha muerto?
—No, no ha muerto… aunque hubiera sido lo mejor. Ahora no puedes entenderlo, es demasiado horrible…
La madre de Marga nunca imaginó que aquella niña morena, de rostro dulce y grandes ojos negros que había dado a luz sería una «deshonra» para la familia. La pequeña, bautizada como Jeanne Amélie Marguerite Clérisse, vino al mundo el 29 de mayo de 1893 en el seno de una familia de la burguesía notarial de Bayona. Su padre, Maxime Ernest Clérisse, era un respetable magistrado que llegó a ser juez del Tribunal de Bayona; su madre —de soltera Marie Jeanne Diriart— pertenecía también a una ilustre familia de notarios y médicos de Saint-Palais y de Pau. La casa donde la pequeña daría sus primeros pasos, el número 25 de la rue Victor Hugo, se encontraba en una concurrida arteria comercial del casco antiguo, a pocos metros de la catedral gótica. Bayona, bañada por las aguas de los ríos Adour y Nive, era entonces una apacible ciudad de aire provinciano, con cerca de veintisiete mil habitantes, rodeada de murallas y fortificaciones que recordaban su turbulento pasado militar.
Marguerite era la tercera hija del matrimonio Clérisse —el hijo mayor Pierre (apodado Pitt) había nacido en 1887 y un año después vendría al mundo Mathilde— y desde su más temprana edad mostraría un espíritu rebelde que su madre intentaría aplacar sin éxito. Marga, ya en su madurez, atribuiría su precoz espíritu aventurero a su origen vasco y se sentiría la digna heredera de aquellos audaces capitanes que en el pasado surcaban los mares más bravíos en busca de fortuna. Según las crónicas, los Clérisse habitaban en el País Vasco francés desde hacía más de dos siglos y en este tiempo se habían convertido en una conocida y honorable familia de la burguesía de la región de Oloron-Sainte-Marie. Dueños de vastos dominios y granjas en arrendamiento con muchos trabajadores a su cargo, figuraban entre los más prósperos de la región. La mayoría pertenecían a la magistratura y aunque no tenían títulos nobiliarios se consideraban la «élite social». Los padres de Marga no cejaban en su empeño de buscar en sus respectivos árboles genealógicos algún ilustre antepasado que les aportara renombre y prestigio. Sin embargo, del lado de Marie Diriart, el más eminente de sus ancestros conocidos, cuyo retrato figuraba en un lugar destacado de su dormitorio de la casa de Hastingues, era el barón Arnaud d’Oyhénart. Este reconocido historiador y abogado vasco del siglo XVII era un célebre autor de libros de poesía y recopilaciones de proverbios en prosa vasca.
Por parte del señor Maxime, el más antiguo de sus predecesores era un comerciante de lana, originario de Normandía, que en el siglo XVII se instaló en la región de Oloron-SainteMarie. A falta de notables en su árbol genealógico, el señor Clérisse se decía emparentado con la ilustre familia Labrouche, propietaria del castillo de Castillon en la villa de Tarnos, uno de los lugares más renombrados de la costa vasca a principios del siglo XX por su hipódromo y sus partidos de polo. Maurice Labrouche, alcalde de Tarnos de 1904 a 1919, estaba casado con una Clérisse, así que se consideraban primos.
Marga d’Andurain había nacido en un entorno marcado por la religiosidad y el respeto a la tradición. A finales del siglo XIX el País Vasco francés, era una sociedad rural, muy cerrada en sí misma, conservadora y ultracatólica. La Iglesia y los miembros más notables de la alta burguesía ejercían una gran influencia en sus habitantes. La joven Marga nunca encajaría en ese ambiente burgués marcado por las convenciones sociales y pronto repudiaría el papel previsto para una señorita de su clase: «Me destinaron, así como a muchos de mis antepasados, a los apacibles gozos matrimoniales y provinciales, en alguna subprefectura de los Bajos Pirineos, con la diversión de las vendimias en el campo y los baños de mar en Biarritz o en San Juan de Luz. Sin embargo, desde mi más tierna infancia, no sé qué oculto atavismo me marcaba algunos gustos particulares. Cierto, al principio fui una niña pequeña deferente con sus padres y responsable de mis deberes religiosos y escolares; pero en realidad, la obediencia siempre me molestó».
Las ambiciones de la menor de los Clérisse iban mucho más allá de las cuatro paredes del hogar. Se sentía impulsada por una fuerza extraña para afrontar desafíos: viajar por el mundo, llegar a lugares prohibidos y algún día escribir un libro sobre sus aventuras, como su admirada Ella Maillart, la famosa viajera suiza enamorada de Asia y notable escritora de viajes, que inspiró a toda una generación de mujeres.
Los Clérisse eran fervientes católicos, convencidos monárquicos y declarados antisemitas. Sus radicales ideas políticas y religiosas los habían llevado a formar parte de L’Action Française, un movimiento político francés fundado en 1898 que, entre otras cosas, abogaba por la restauración de la monarquía en Francia. El señor Maxime y su esposa ostentaban, respectivamente, los cargos de presidente y presidenta de los «Messieurs et Dames Royalistes et d’Action Française» de Bayona. Esta responsabilidad les daba un importante prestigio social y les permitía codearse con la nobleza vasca y los miembros más influyentes del clero francés adscrito a esta doctrina. Los Clérisse eran asiduos lectores de L’Action Française, periódico fundado por Charles Maurras, ideólogo de este movimiento, que desde sus páginas combatía la República laica. En diciembre de 1926, el papa Pío XI condenaría y prohibiría esta publicación que tenía una gran influencia en la juventud católica, lo que causó gran conmoción en sus seguidores, entre ellos Marie Clérisse, viuda desde hacía un año.
En el número 1 de la rue Thiers de Bayona, los padres de Marga celebraban por separado sus reuniones sociales. En los espaciosos y elegantes salones de esta casa, donde el señor Maxime tenía su despacho de magistrado, los hombres discutían apasionadamente sobre política mientras fumaban y bebían algún licor. En 1894 el polémico asunto Dreyfus, el caso del oficial judío que un consejo de guerra juzgaba por traición y cuyo arresto había conmocionado a toda Francia, era el principal tema de conversación. Desde su detención los Clérisse estaban convencidos de la culpabilidad de Alfred Dreyfus, simplemente por el hecho de ser judío. Tras un proceso que se caracterizó por la falta de rigor, Dreyfus fue condenado como traidor y desterrado a perpetuidad a la Colonia Penal de la Isla del Diablo y además fue degradado. Para la familia del detenido estaba claro que el proceso había sido injusto y que se había tomado a Dreyfus como chivo expiatorio para pagar las culpas de la derrota de Francia en la guerra de 1870 contra Alemania. Su inocencia no quedaría probada hasta 1906, cuando la Corte de Casación reconoció oficialmente la ausencia de toda culpa y lo restituyó en sus cargos militares.
En un salón contiguo al de los caballeros, las señoras hablaban de religión e intercalaban algún que otro chisme. La madre de Marga invitaba cada semana a distinguidas damas de la alta sociedad para tomar el té y ponerse al día sobre los asuntos de la Iglesia. En una época en que las mujeres no tenían derecho al voto —en Francia no lo conseguirían hasta 1944— y vivían bajo la autoridad del padre o el esposo, estas tertulias eran uno de sus escasos alicientes permitidos, aunque sólo se hablara de religión y moralidad. Madame Clérisse y sus invitadas, todas ellas vestidas con encorsetados trajes largos de riguroso negro y guantes de seda, dedicaban la tarde a charlar sobre sus obras de caridad, a comentar el último sermón o a definir con énfasis cómo debían comportarse los curas, dentro y fuera de la iglesia.
Madame Clérisse sentía un oculto desprecio hacia los jóvenes curas de la parroquia, en su mayoría hijos de humildes familias campesinas, y no dudaba en ponerlos en evidencia cuando no le simpatizaban. Su nieto Jacques d’Andurain recordaba una anécdota que da una idea del carácter «dominante y clasista» de su abuela materna. En una ocasión un tímido sacerdote, cuyos estudios religiosos había costeado la familia Clérisse, visitó a la madre de Marga en su casa de veraneo del pueblo de Hastingues. Tras agradecerle su bondad y todos los favores recibidos, el joven se ofreció a ser su guía espiritual y a aconsejarla en los asuntos divinos. La señora Marie Clérisse, que estaba sentada en su butaca del salón, a punto de echar una siesta, ofendida ante semejante intromisión en su vida le indicó la puerta de salida mientras le recordaba con voz firme: «No olvides que en esta casa sólo eres el hijo de Rose, nuestra criada».
Marga creció muy deprisa atrapada en el ambiente asfixiante de su casa de la rue Victor Hugo, gobernada con mano dura por su madre. Su terquedad y desparpajo desesperaban a la señora Clérisse, que hubiera deseado una hija más obediente y complaciente. Su rebeldía fue bastante precoz: a los tres años se escapó de su casa, pasó orgullosa ante un centinela que custodiaba el antiguo polvorín de Bayona y se ocultó bajo un puente mientras su familia la buscaba durante horas por toda la ciudad. Para la pequeña, que parecía no tenerle miedo a nada, los paseos —prohibidos por sus padres— en la bicicleta de su hermana, demasiado grande para ella, y las escapadas a la verde campiña eran su única evasión. A medida que cumplía años, su madre observaba con cierta preocupación que era una niña muy distinta de las demás: inquieta, imaginativa y llena de curiosidad… el polo opuesto a sus dos hermanos, Mathilde y Pitt, más tranquilos y dóciles.
No se conservan muchas fotos de Marga en su infancia, tan sólo un retrato de familia fechado hacia 1896. En el centro de la imagen, tomada en un estudio, se ve a la abuela materna de Marga, Victoire de Portal, rodeada de sus tres hijos: Marguerite, Charles y Marie Diriart con su esposo Maxime Clérisse. Marga, que tendría unos cuatro años, está sentada sobre las rodillas de su madre; con el ceño fruncido, mira desafiante a la cámara con sus profundos ojos. Mientras sus hermanos, acomodados en el suelo, se muestran relajados, ella parece sentirse incómoda y malhumorada vestida con un pulcro traje blanco almidonado con cuello de encaje y un lazo en el cabello.
En Le Mari-Passeport habla muy poco de sus primeros años, quizá porque la suya fue una infancia solitaria alejada de sus seres queridos. De los cinco a los quince años estaría interna en distintos colegios y pensionados, a cual más estricto. Reconocía, eso sí, ser una niña muy independiente a quien no le gustaba que le dieran órdenes ni su madre ni la larga lista de gobernantas que desfilaron por la rue Victor Hugo. Le costaba aceptar la disciplina que le imponían y por si esto fuera poco, otra de sus cualidades era la sinceridad, siempre decía lo que pensaba: «Me llamaban San Juan “Boca de Oro” por mi brutal sinceridad». Esta sinceridad le traería serios problemas en su entorno familiar, donde había que cuidar siempre las apariencias y evitar los escándalos.
En la época en que nació Marga no se esperaba que una muchacha fuera inteligente y tuviera personalidad, sino que se mantuviera pura y cándida. La madre de Marga, mujer autoritaria y sumamente conservadora —su vida venía marcada por las misas diarias y la oración—, consideraba que el comportamiento de su hija era totalmente inapropiado para alguien de su clase social. Se sentía incapaz de manejar a aquella niña de fuerte carácter y agotadora vitalidad.
Como todas las madres en su tiempo era la encargada de la educación de sus hijos, a los que tenía el deber de inculcar los valores que ella tanto defendía. El programa educativo de Marga incluía el respeto a la autoridad masculina (primero al padre, después al marido) y a los valores religiosos. La joven aprendería en casa dibujo, música, bordado, entre otras artes menores destinadas a hacer más agradable la vida del futuro esposo. Marga demostró ser una hábil costurera y según su madre tenía «dedos de hada». También le gustaba tocar el piano, la decoración de interiores y los pequeños trabajos manuales, aficiones que le serían muy útiles durante su estancia en Siria, cuando tuvo que remodelar un hotel abandonado en medio del desierto.
«Pronto ya no pude controlar mi indisciplina; la docilidad que, a pesar de todo, seguía mostrando, se fue convirtiendo en una violenta insubordinación. Se hizo necesario buscar una solución adecuada a este anarquismo infantil. Mi familia decidió internarme en un convento: tenía nueve años cumplidos», escribiría Marga con su habitual franqueza en uno de los capítulos sobre su vida publicados en Le Courrier de Bayonne. A la señora Clérisse el inconformismo de su hija le parecía un grave defecto que había que corregir, y pensó que quizá las hermanas religiosas fueran capaces de calmar su fogoso temperamento. Pero el intento fracasaría; ni las monjas más severas conseguirían que la niña sentara la cabeza y cambiara de actitud: «A los educadores y educadoras —se lamentaría Marga— no se les ocurre conquistar los espíritus inconformistas con la persuasión, la dulzura y la bondad. Se echa mano de la fuerza, sistema que, sin embargo, parece estar en quiebra. Conmigo no obtuvo ningún éxito».
En los años siguientes Marga recorrió un buen número de prestigiosas instituciones religiosas en el País Vasco francés: las hermanas de Notre-Dame de Sion en la Villa Pia de Bayona, las Ursulinas de Pau y las religiosas de Sainte-Quitterie en Airesur-Adour, en el departamento de Las Landas. De todas ellas fue expulsada antes de finalizar el año por «desobediencia, violación de las reglas, inducción a la revolución y mala conducta». Le costaba aceptar la rígida disciplina que imponían las monjas y se enfadaba al no poder dar nunca su opinión sobre las cosas. A Marga no le resultó nada fácil adaptarse a la vida monótona tras los muros de un convento, a la férrea vigilancia de las monjas, a los rezos vespertinos, a las misas de los domingos y a vestir los horribles uniformes que las hacían parecer a todas iguales. Fue una etapa muy dura de su vida que marcaría a fuego su personalidad.
Para una mujer beata como la señora Clérisse el comportamiento de su hija sólo tenía una explicación: si la niña desafiaba a las religiosas, si le daba la espalda a Dios y a sus instituciones es que el Diablo se había apoderado de ella. Sólo había una solución para salvar su alma antes de que fuera demasiado tarde: practicarle un exorcismo. El rito del exorcismo se celebró en una de las capillas de la catedral de Bayona y en la más estricta intimidad. Se cuenta que cuando Marga oyó decir al sacerdote el famoso Vade retro Satana, se echó a reír ante la mirada horrorizada de su madre.
Tras este ritual no hubo ningún milagro y Marga, que contaba trece años, siguió mostrándose tan díscola e indisciplinada como siempre. Madame Clérisse, desesperada al no saber qué hacer con su hija, decidió internarla en las Ursulinas de Fuenterrabía, Guipúzcoa. Las órdenes religiosas españolas tenían fama de ser más severas y competentes que las francesas. Así que Marga hizo una vez más la maleta y cruzó la frontera para continuar sus estudios en el nuevo convento; fue la primera vez que completó el año escolar. Un hecho que Marga recordaba con orgullo, pues aunque tenía fama de rebelde no se consideraba ni perezosa ni mala alumna: «Una de las pocas veces en las que pude finalizar el año escolar fue en el convento de las Ursulinas, donde conseguí todos los premios de la clase, menos el de buen comportamiento. Volví a casa con una pila de libros dorados, una corona de laurel como una emperatriz y el abrazo, muy piadoso, de monseñor Gieure, obispo de Bayona, que había venido a presidir la entrega de premios de las Ursulinas de Fuenterrabía». Fue justamente en este convento español donde sus compañeras y las mismas religiosas comenzaron a llamarla cariñosamente Marga, nombre que adoptaría para el resto de su vida.
Al cumplir los dieciséis Marga d’Andurain se había convertido en una joven atractiva, estilosa y desenvuelta que seguía rechazando las normas que trataban de imponerle. Aunque no era una mujer guapa, cautivaba a los que la conocían por su simpatía y espontaneidad. De tez morena, rostro anguloso y cabello negro ondulado que siempre llevaba muy corto, tenía unos expresivos ojos castaño oscuro y la nariz grande y aguileña, que acentuaba su fuerte personalidad. Esbelta, de metro sesenta y cuatro, resultaba muy seductora a los hombres. En las fotos que se conservan de ella en el álbum familiar aparece siempre vestida a la última moda —incluso cuando vivía en medio del desierto sirio—, luciendo ceñidos trajes de chaqueta cruzados, zapatos de tacón alto, boas de piel al cuello y originales sombreros.
Durante el año escolar Marga vivía en la casa de Bayona, pero en vacaciones la familia se trasladaba a Hastingues, en Las Landas, a treinta y seis kilómetros de Bayona. Con apenas doscientos habitantes esta antigua villa inglesa fortificada del siglo XIV, rodeada de extensos campos de cultivo regados por los ríos Pau y Oloron, era un tranquilo lugar de reposo. Aquí, a un paso de la plaza mayor y la iglesia, la familia Clérisse poseía una solariega mansión de muros de piedra conocida como Villa Le Pic. En esta vivienda de tres plantas y diez habitaciones, con un cuidado jardín y unas magníficas vistas al río, Marga pasaba los veranos con sus hermanos. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial la familia se refugiaría en esta casa y allí nacería Jacques, el hijo pequeño de Marga.
Junto a Villa Le Pic y separado sólo por un muro de piedra se levantaba el castillo de d’Estrac, propiedad de Henri Clérisse, un primo del padre de Marga. La antigua fortaleza había sido en 1661 una noble mansión que perteneció a Bertrand d’Estrac, consejero y secretario de la Corona de Navarra. En el siglo XIX, la mansión se remodeló y agrandó hasta convertirse en un castillo con un enorme jardín de árboles centenarios donde Marga jugaba con sus primas. Además de leer y pintar, lo que más le gustaba en vacaciones era ir de picnic cerca del río, explorar los estrechos canales de los pantanos tapizados de nenúfares, donde era posible observar gran cantidad de aves, o recorrer los polvorientos caminos vecinales en una elegante calesa tirada por su caballo Guapo. La familia Clérisse, al igual que la gente de su posición social, también elegía las playas de Biarritz para sus vacaciones estivales. Marga, amante del sol y la vida al aire libre, disfrutaba de los baños de mar y los paseos por la playa en esta famosa localidad donde muy pronto conocería al hombre que se convertiría en su esposo.
En el año en que Marga nació, en Francia se había instaurado la III República para descontento de los nostálgicos monárquicos, como el matrimonio Clérisse, que soñaba con ver de nuevo a un rey en el trono de su país. Mientras ese improbable día llegaba, los habitantes de Biarritz y toda la costa vascofrancesa desde Hendaya a Bayona, la Côte d’Argent, vivían aún con el recuerdo de la Belle Époque, cuando una buena parte de esta región se convirtió en un importante destino turístico gracias a la presencia de la emperatriz Eugenia de Montijo.
En 1853 la española Eugenia María de Montijo de Guzmán se casaba con el aristócrata Napoleón III. Desde ese instante la hermosa y joven aristócrata animaría a su esposo a acompañarla a su lugar de veraneo predilecto: las playas doradas de Biarritz. Napoleón, tras pasar con Eugenia el verano de 1854 en el castillo de Grammont, en el barrio de Saint-Marin de Biarritz, se enamoró del lugar y decidió construirle a su amada un palacio de verano frente al mar. En apenas diez meses se levantó el magnífico palacio de estilo Luis XIII conocido como Villa Eugenia, hoy el famoso Hotel du Palais de Biarritz. Durante dieciséis años —salvo de 1860 a 1869— la pareja imperial no faltaría a su cita, arrastrando con ellos a la corte y a las personalidades más importantes de su tiempo: reyes, aristócratas, escritores y políticos de renombre mundial. Los bailes, las fiestas, los cruceros, los picnics campestres, los fuegos artificiales se sucedían sin interrupción en este pequeño pueblo de pescadores que pronto, y de la mano de la emperatriz, se transformaría en el más lujoso balneario de toda la costa atlántica, residencia favorita de vacaciones para la realeza.
Las vacaciones estivales en Biarritz, para las señoritas de la burguesía vasca como Marga, transcurrían tranquilas dentro del recato y el decoro impuesto por sus padres. Las mañanas se dedicaban a los baños de mar y a dejarse ver por el paseo luciendo elegantes vestidos de lino blanco y protegiéndose del sol con sombrillas de encaje; en las tardes se visitaba a las amistades en sus residencias de verano o se quedaba para tomar un chocolate en la elegante terraza de Chez Dodin, siempre en compañía de un familiar o de una sirvienta. Las noches eran propicias para conversar en las terrazas de las hermosas villas del paseo, ocultas tras jardines de aromáticas flores, y sentarse en cómodos sillones de mimbre contemplando la luna en el horizonte del mar. Marga, casi siempre interna en algún colegio religioso, soñaba con la llegada de las vacaciones y la posibilidad de divertirse en Biarritz con sus primas, aunque fuera bajo la atenta mirada de la señora Clérisse, que ejercía siempre de carabina.
Los padres de Marga, decepcionados por la conducta de su hija que no habían conseguido corregir ni las religiosas españolas, ahora se enfrentaban a otro problema: buscarle un marido. Marie Clérisse sabía que no iba a resultar nada fácil que un hombre quisiera casarse con una joven tan independiente y petulante. Pero Marga era imprevisible y muy pronto iba a encontrar un esposo aunque para ello tuviera que invocar a los espíritus del más allá. Por fortuna, madame Clérisse nunca se enteraría de la afición de su hija por el espiritismo y las ciencias ocultas, tan en boga en aquellos años, porque de ser así hubiera tenido una prueba más de que el Diablo la guiaba por los caminos del pecado.
Desde muy joven, Marga tuvo la certeza de que acabaría casándose con un hombre importante, con título, y en su adolescencia deseaba saber quién sería el elegido. Aunque no quería ser como las demás mujeres ni depender toda su vida de los antojos ni del dinero de un hombre, en su interior sabía que el matrimonio era una vía de escape. Decidida a descubrir el nombre exacto de su marido le propuso a su prima Colette participar en una sesión de espiritismo, y a través de las «mesas giratorias», cuyos golpes y movimientos correspondían a las letras del abecedario, conocer cuál sería su futuro matrimonial.
—¿Con quién me casaré? —preguntó Marga en tono solemne.
La mesa no tardó en responder y señalar con golpes las iniciales PIERREDA. Marga, tras repasar con su prima la lista de los nombres de las familias más ilustres de la región que pudieran coincidir con estas letras, supo en seguida de quién se trataba.
—Es Pierre d’Arcangues —exclamó excitada—, no es necesario averiguar más.
El marqués Pierre d’Arcangues, de veintitrés años, estaba considerado en aquel tiempo «el mejor partido de todo el País Vasco francés». Su familia, de origen español y rancio abolengo —cuyo título nobiliario había sido homologado por Napoleón III para complacer a su esposa Eugenia—, era propietaria de un impresionante castillo en el tranquilo pueblo que llevaba su nombre. El apuesto Pierre d’Arcangues, hombre polifacético, escritor, poeta y autor de comedias musicales, se convertiría en el perfecto anfitrión del castillo familiar organizando fastuosas fiestas y bailes que reunían a los miembros más destacados de la nobleza y la cultura francesas. Marga nunca llegó a conocer al marqués d’Arcangues, pero otro Pierre, que no poseía un título nobiliario ni era tan rico, se cruzó un día en su camino.
Marga acababa de cumplir dieciséis años cuando se encontró con un primo lejano, Pierre d’Andurain, en la playa de Biarritz. Apenas lo recordaba porque llevaba unos años fuera del país y las veces que los había visitado en su casa de Bayona ella era apenas una niña no autorizada a sentarse a la mesa con los adultos. «Me gustó de inmediato y le invité al campo para que asistiera a una representación de una comedia que íbamos a interpretar un grupo de amigos; desde ese momento visitaba con frecuencia nuestra casa. La decisión de casarnos fue sólo nuestra», escribiría Marga. Animada por haber encontrado al hombre cuyas iniciales coincidían con las que le habían vaticinado las mesas giratorias, decidió al poco tiempo casarse con Pierre. Sin embargo, no había contado con un pequeño detalle: aún no había cumplido la mayoría de edad y necesitaba el consentimiento de su padre. El día que Marga conoció a su futura suegra en la casa de verano de Hastingues se peinó con un moño para parecer mayor y llevaba un vestido largo de su prima: «Mi misma madre casi no me reconoció, de lo rara que iba arreglada para parecer mayor. Tan pronto terminó la entrevista, me puse mi falda corta, me solté el cabello y me dediqué a mis ocupaciones habituales, que eran entonces la equitación y subirme a los árboles».
El señor Maxime Clérisse, a sus sesenta años y jubilado de la magistratura, era un hombre de firmes convicciones y estricta moralidad. Su hija pequeña había sido motivo constante de preocupación desde su infancia; al igual que su esposa, nunca supo cómo tratar a aquella chiquilla tan difícil y distinta de su hermana Mathilde. Cuando conoció por boca de su esposa los planes de boda de su hija mostró su total desacuerdo. «Mi padre se opuso, objetando mi extremada juventud, mi carácter inestable, mi falta absoluta de experiencia y de espíritu práctico. Además, Pierre d’Andurain no tenía posición.»
El matrimonio Clérisse se sentía decepcionado con la elección de Marga, pues tenían la esperanza de casar a sus dos hijas con hombres ricos e influyentes de la región, a poder ser nobles. Sabían que Pierre d’Andurain pertenecía a una familia de antiguo linaje, que su castillo familiar dominaba las fértiles tierras de Mauléon y que la mayoría de sus parientes estaban bien situados. Pero también sabían que, salvo el castillo y algunas tierras, no tenían una gran fortuna ni títulos nobiliarios. El atractivo Pierre, por el que suspiraban las muchachas, no era lo que por entonces se entendía como un buen partido.
Pierre d’Andurain había nacido en Lyon (Rhône) en 1881. Era el segundo hijo de Jules d’Andurain, oficial de caballería condecorado con la Legión de Honor, y Marguerite Chanard de la Chaume. Era un hombre apuesto, de cabello rubio castaño y ondulado, y unos impresionantes ojos azules. Aunque no era demasiado alto tenía buena planta, modales exquisitos y un aire distinguido. Parecía un auténtico caballero victoriano: encantador, deportista, elegante y atento con las mujeres. Educado desde niño en el respeto a la Iglesia y al Ejército, su padre siempre consideró que no tenía aptitudes para la carrera militar. Mientras Jean, su hermano mayor —más alto y bien parecido—, llegó a convertirse en oficial de caballería y formó parte del 8.º Regimiento de Dragones, Pierre tuvo que conformarse con vivir a la sombra del héroe de la familia.
Cuando aquella mañana en la playa de Biarritz Marga conoció a su encantador primo Pierre, éste era un joven soltero «sin profesión» que vivía de algunas rentas. Los dos compartían aficiones como la música, la literatura y el amor por los viajes a exóticos países, aunque para él su gran pasión eran los caballos y jugar al polo. Su sueño, de lo más romántico y caballeresco, era dedicarse a la cría de caballos y vivir en una hermosa finca rodeada de extensos campos, como habían hecho algunos de sus antepasados. El gusto de la familia d’Andurain por la genealogía les hacía decirse emparentados con un tal Céspedes Undurein, quien al parecer había partido a Tierra Santa desde Roncesvalles en la Segunda Cruzada, hacia 1147. En el siglo XV los d’Andurain se establecieron en la región del valle de la Soule, cuya capital era Mauléon. El castillo d’Andurain de Maytie que dominaba la región de Mauléon-Licharre fue propiedad de la familia en 1798 cuando Jean-Julien d’Andurain contrajo matrimonio con Victoire de Meharon, heredera de Maytie. Pierre era la cuarta generación de una familia cuyo castillo, mandado edificar por el obispo de Oloron, Arnaud I de Maytie, en el siglo XVII, aún sigue en pie y es uno de los edificios de estilo renacentista más notables del País Vasco francés.
Puestos a encontrar algún ilustre ancestro, Pierre d’Andurain tenía en el pasado un glorioso caballero de las cruzadas y un castillo de Maytie, en el que nunca vivió y que tampoco pudo heredar a la muerte de su padre en 1907. El señor Clérisse no se equivocaba, Pierre no tenía fortuna y dudaba que su carácter, más bien tímido y flemático, pudiera hacer feliz a su apasionada y voluble hija. Marga y Pierre formaban una magnífica pareja pero no podían ser más distintos. Su futuro esposo era doce años mayor que ella y vivía anclado en el pasado; era un hombre de honor y de principios que simpatizaba con L’Action Française. Todos los convencionalismos sociales que Marga detestaba a él le agradaban porque formaban parte de su mundo. Pierre había crecido en un entorno donde el trabajo era algo reservado a los criados, una ocupación denigrante; en su familia todos ostentaban con orgullo el título de «sin profesión». El señorito Pierre quizá pensaba que la dote de su esposa les daría para poder vivir holgadamente, pero se equivocaba.
A pesar de que la relación de Marga con su madre fue siempre tirante, cuando decidió casarse con Pierre ella fue su mayor apoyo. La señora Clérisse sabía que nada en el mundo haría cambiar de idea a su testaruda hija y en el fondo su prometido no le parecía una mala opción. Apreciaba sus buenos modales, la forma en que trataba a su hija y sus ideales políticos coincidían. En realidad la madre de Marga prefería un matrimonio a una huida o un embarazo antes de tiempo. Así que madre e hija se pusieron de acuerdo por primera vez e idearon una pequeña estratagema para convencer al padre: le dijeron que un amigo había prometido contratar a Pierre en una compañía de seguros tras el viaje de novios. El director de la compañía se prestó amablemente a esta comedia siempre y cuando la pareja, una vez casados, no le molestaran. Finalmente Maxime Clérisse acabó por aceptar la decisión de Marga sin mucho convencimiento y sabiendo que la oferta de trabajo de Pierre era una piadosa mentira.
Tras seis meses de objeciones el padre autorizó el matrimonio de su hija menor. Monsieur Clérisse, que de leyes sabía lo suyo —y para protegerla—, le impuso una única condición: que en el contrato de matrimonio constara una cláusula jurídica de régimen dotal. Marga, al casarse, entregaba una pa