Pocos días antes de que el verano de 2001 llegara a su fin, en un particularmente húmedo y ardiente mes de septiembre, conocí a Julio Iglesias.
Me encontraba en Miami trabajando con Alejandro Sanz en los estudios de grabación Criteria. Alejandro ultimaba los ensayos de su álbum MTV Unplugged, poco antes de viajar hasta Los Ángeles y asistir a la segunda edición de los premios Grammy Latinos.
Un día, a media tarde, y refugiados al abrigo del aire acondicionado, la puerta del estudio se abrió de golpe con una visita inesperada. Con un reconocible retroceso de ida y vuelta, como en los salones del lejano oeste, las puertas oscilaron dejando paso a Julio Iglesias.
Julio, elegante, impecablemente vestido a pesar del asfixiante calor del exterior, entró muy despacio, arrastrando con él una sutil cojera, observando todo lo que ocurría en el interior de la sala, como el cazador acechando a su presa.
Echó un vistazo de lado a lado y, una vez identificados todos los personajes de la escena, se acercó hasta la mesa de mezclas, donde con perfectos modales se dirigió a Alejandro y al resto de músicos que en ese momento ensayaban al otro lado de la enorme cabina de cristal. Julio levantó levemente la voz y saludó con un escueto «Hey!», una cortesía cercana y espontánea, un gesto casi de reverencia empapado de un acento afectado, un deje a medio camino entre el más castizo «hola» español y un relamido «hi» del sur de Florida. Todos habíamos escuchado antes aquel «Hey!» tan extraordinariamente singular y mil veces caricaturizado, pero nunca, al menos yo, lo habíamos visto representado en vivo y en directo por el personaje principal.
Parodiarse a uno mismo demuestra una inteligencia extrema, un control absoluto entre el personaje y la persona, el manejo definitivo de la identidad. Hay que ser muy brillante para hacer de Julio Iglesias siendo Julio Iglesias, sin tomarse en serio y ser a la vez auténtico y simpático. En Miami todos tuvimos la sensación de que Julio Iglesias estaba interpretándose a sí mismo por diversión, nos regaló un sketch del Julio Iglesias superstar por puro placer.
Después todo sucedió muy deprisa. Julio, por espacio de cinco minutos, se sentó en un larguísimo sofá de cuero color chocolate, hablando con unos y con otros de cualquier cosa; su última cena en casa de los Clinton, de su bodega de vino favorito, de cuando le pisó la mano a la princesa Grace Kelly o de aquella vez que se sentó a cantar con Stevie Wonder o Diana Ross, asuntos cotidianos nada importantes. Una vez recuperado del intenso bochorno que abrasaba en el exterior, se puso en pie y se marchó. Pero antes de abandonar el estudio, mientras se despedía moviendo cortésmente su mano, como lo hacen los monarcas en sus saludos reales al pueblo llano, lanzó al aire —sin dirigirse a nadie en concreto— un enigmático mensaje: «Un día tenemos que hacer algo juntos».
Le acompañé hasta la puerta agradeciéndole el gentil gesto de visitar a Alejandro en el estudio. Guiñó un ojo y me estrechó la mano.
—Gracias por nada chaval —me dijo sonriendo con una mueca característica de simpatía. Y entonces, el genio desapareció.
Cuando por fin se fue, la gente siguió trabajando en sus cosas, preguntándose si ese que acababa de salir por la puerta era Julio Iglesias.
Nadie podía prever que, tan solo unos días después de aquel fortuito encuentro con Julio en un estudio de Miami, el mes de septiembre de 2001 sería recordado por uno de los episodios más dramáticos de la historia.
Una sacudida física y emocional
En la noche del 10 de septiembre de 2001, Julio Iglesias asistía como invitado de honor a una cena homenaje, preámbulo al premio Grammy a la Personalidad del año con el que había sido honrado, el tributo de la Academia a un tesoro internacional, al hombre que había encauzado su pasión y su talento a la difusión de la cultura latina en los cinco continentes.
El homenaje comenzó a las siete en el hotel Beverly Hilton, situado en el corazón de Beverly Hills. Estrellas internacionales como Celia Cruz, Laura Pausini, Arturo Sandoval o Alejandro Sanz cantaron para Julio en un evento memorable. Durante la cena nadie reparó en un detalle premonitorio, una sacudida física y emocional que había sucedido unas pocas horas antes. A eso de la cinco de la tarde, mientras hacíamos tiempo en la habitación del hotel L’Ermitage, en esos ratos de ducha, puesta a punto y planchado de traje, un violento terremoto sacudió el suelo de Los Ángeles. La tierra tembló veinticuatro horas antes de que Osama Bin Laden sacudiera al mundo entero.
A la mañana siguiente, cuando se produjeron los ataques a las Torres Gemelas en Nueva York, todos dormíamos en Los Ángeles. El primer avión, el vuelo 11 de American Airlines con destino a LAX, explotó contra la Torre Norte a las 8:47 a. m. Encendí la televisión justo en el momento que el segundo avión, un aparato que cubría el vuelo 175 de United Airlines, se empotraba contra la Torre Sur del World Trade Center. Poco después vi la desintegración de la primera torre. Por muchas veces que las veas, hay cosas que no dejan de sobrecogerte.
El 11S conmocionó al mundo, pero al ciudadano americano, acostumbrado a combatir lejos de sus fronteras, aquel ataque en su propia casa lo dejó completamente grogui. Uno de los símbolos más impresionantes de prosperidad de Estados Unidos sepultó bajo toneladas de escombros a miles de personas, gente anónima que representaba el lado más trágico y realista de la vulnerabilidad del país.
La primera consecuencia del 11S fue la suspensión indefinida por parte de George W. Bush del espacio aéreo norteamericano y el bloqueo de las fronteras. Todos los aeropuertos de Estados Unidos cerraron y los vuelos fueron congelados. Todos los que teníamos previsto regresar a España una vez finalizados los premios, que naturalmente se cancelaron, nos quedamos bloqueados en América durante más de una semana. Todos excepto Julio Iglesias.
El cantante, que tenía previsto cantar el 13 de septiembre en la plaza de toros de Las Ventas en Madrid, en el último concierto de su gira, tomó su avión privado nada más finalizar la gala homenaje, poco antes de los atentados, y salió hacia su casa de Punta Cana, en la República Dominicana. Desde allí, dos días más tarde, se trasladó hasta el hotel Villa Magna de Madrid, su cuartel general en la capital de España.
Julio Iglesias decidió suspender el concierto de la plaza de toros de Las Ventas en señal de duelo por las víctimas de los atentados, y se trasladó a Marbella para estar junto a su mujer, Miranda, y sus cuatro hijos pequeños. El concierto, que cerraba la gira de presentación de su álbum Noche de cuatro lunas, se pospuso una semana. Julio se sumaba así a Sting, quien también había cancelado un concierto en streaming desde su casa de la Toscana italiana; Madonna, que anuló sus actuaciones en el Staples Center de Los Ángeles, y a otros muchos artistas que alrededor del planeta habían suspendido su actividad conmocionados con los terribles acontecimientos de Nueva York.
El recital de Madrid se celebró finalmente el 18 de septiembre. Antes de comenzar con la canción Nathalie, Julio Iglesias pidió un minuto de silencio «para expresar nuestras condolencias y tristeza al pueblo norteamericano por el gravísimo acto terrorista de hace unos días». La plaza de toros celebró con un cerrado aplauso aquellas palabras, festejando a partir de ese momento todas y cada una de las canciones que tenía preparadas, cantándole al amor y a la vida de manera sencilla, tal y como había hecho desde siempre.
Como no podía ser de otra manera, el concierto de Madrid fue un éxito rotundo, convirtiéndose desde ese momento en una de las noches más significadas en la ya por entonces larguísima carrera del artista. Al ritmo de Manuela, De niña a mujer, Un canto a Galicia, Soy un truhan, soy un señor, Lo mejor de tu vida, Bamboleo, Me va, me va, Me olvidé de vivir y, por supuesto, La vida sigue igual, Julio se despidió del escenario entre gritos de «¡Guapo!», «¡Torero!» y «¡Viva España!». Tal cual.
Nosotros, los que todavía no habíamos podido regresar a España, y seguíamos atascados a miles de kilómetros de nuestras casas, vivimos en la distancia el triunfo de Julio Iglesias en Madrid con emoción y cierta nostalgia. En aquellos días de inquietante incertidumbre internacional, el artista español más universal de todos los tiempos acababa de lograr un triunfo épico en España. El éxito de Julio, una estrella sin duda, pero alguien de carne y hueso que al fin y al cabo había compartido con todos nosotros la noche previa al desastre, de alguna manera nos empujó a volver.
Las fronteras de Estados Unidos habían iniciado un tímido desbloqueo varios días después de los atentados. Como si su actuación hubiese desactivado una barrera invisible, después del concierto de Julio Iglesias en Madrid alquilamos un coche y viajamos hasta México rumbo a Europa, de regreso a casa.
A ritmo de John Coltrane
En parte, la idea de escribir este libro nació a raíz de mi primer encuentro con Julio Iglesias aquella calurosa tarde de septiembre en un estudio de Miami cuando, antes de marcharse y, aun sabiendo que no se dirigía a mí, dijo aquello de «Un día tenemos que hacer algo juntos». Pero solo en parte.
Desde pequeño había crecido con su ubicua presencia. Si uno pudiera viajar en el tiempo y visitar a escondidas las colecciones de discos de cualquier familia en la España de los años setenta, en nueve de cada diez casas encontraría una copia de Puente sobre aguas turbulentas de Simon & Garfunkel, un ejemplar de Señora de Rocío Jurado, la omnipresente melena rubia de Richard Clayderman y un álbum de Julio Iglesias como mínimo. No hacía falta que te gustaran, no había elección, sencillamente estaban allí.
En mi casa también se escondían discos de Joan Manuel Serrat, la Creedence Clearwater Revival y The Beatles, y paradójicamente entre esa pluralidad de estilos, la imagen de Julio Iglesias emergía siempre con mirada seductora e intrigante, de alguna manera, los ojos de Julio te retaban desde la misma portada de sus discos, parecían decirte: «Sí, ya sé lo que estás pensando, The Beatles molan…, pero yo también». Y claro, acababas pinchando Abrázame o cualquiera que fuera la canción estrella del disco. Y, efectivamente, aquel encantador de serpientes con voz ligera molaba.
Con los años, el cantante español ha pasado de crooner almibarado a latin lover profesional, de ídolo de la canción ligera a leyenda inmortal, de padre de ocho, a dichoso abuelo de cuatro, un seductor en toda regla en cualquiera de las etapas de su vida. Y es precisamente mi fascinación por el hombre, muy por encima del personaje, lo que me llevó a proponerle la idea de este libro a Gonzalo Albert, mi editor.
La mitología y leyenda que envuelve a Julio Iglesias resulta fascinante. Desde prácticamente el inicio de su carrera, Julio ha sobresalido como un fenómeno social con múltiples miradas, alguien con diferentes capas que desentrañar merecedor de un análisis profundo. Sus ventas globales, por encima de los trescientos cincuenta millones de discos en todo el mundo, lo sitúan entre los cinco artistas más vendedores de todos los tiempos. El español ha conquistado los lugares más recónditos del planeta, adaptándose a culturas y lenguas como un camaleón. Educado y cosmopolita, ha sido el artista español que más ha triunfado al otro lado de nuestras fronteras. Ha actuado para jefes de Estado, reyes y princesas. Ha cantado con Frank Sinatra, Charles Aznavour, Plácido Domingo, y el mismísimo Bob Dylan, en un ascensor en São Paulo, le dijo: «Oye, Julio, a ver cuándo empiezas a grabar mis canciones, chico»[1].
Ha pisado escenarios en los cinco continentes, de Hong Kong a Buenos Aires, de Manila a Tel Aviv, de Helsinki hasta El Cairo. Dentro de la historia cultural de España, su vida personal y logros profesionales tienen indiscutiblemente una trama de novela. Y esa es la idea que le conté a Gonzalo, ordenar la historia que navega de aquí allá para contar la fabulosa vida de Julio Iglesias.
Mi admiración por Julio, sus logros artísticos y su caleidoscópica personalidad han sido los argumentos fundamentales que me han empujado a escribir esta biografía. Pero hay mucho más. En el libro, además de conocer con detalle sus numerosas hazañas, sobrevuela la idea de ofrecer una nueva mirada del hombre y el personaje, alguien al que todo el mundo conoce y que, como cualquier ser humano, también tiene esquinas sin barrer.
Narrado a ritmo de jazz, el libro está escrito a media luz, casi siempre de noche y naturalmente respira música. Lo del jazz tiene una explicación sencilla. El primer día que me abalancé sobre el teclado cayó en mis manos el formidable disco Liquid Spirit, de Gregory Porter. Aquella primera noche de escritura, las aventuras de Julio Iglesias fueron apareciendo en forma de palabras mecidas por el swing. Después de Porter seguí escribiendo acunado por Miles Davis, Bill Evans, Dave Brubeck y John Coltrane, y fue Genius of modern music. Volume 2, de Thelonious Monk, lo que marcó definitivamente el tiempo de la narración. La música es esencial para desentrañar la vida de Julio Iglesias y, como elemento fundamental de su historia, he tratado que las palabras estuvieran acompañadas de la mejor banda sonora posible. Escribir con John Coltrane ha sido una experiencia gozosa, la cara A de Blue train es infalible. Les invito a probarlo mientras leen.
Esta es la historia de un mito, una leyenda viva de la música que este año celebra aniversario. En 2019 se cumplen cincuenta años del lanzamiento de Yo canto, el primer trabajo discográfico de su carrera artística.
La vida de Julio Iglesias es mucho más que una colección de efemérides y cifras, una historia de superación, amor, fama, éxito y redención, el relato no solo de su inigualable triunfo y reinvención, sino también la crónica sociocultural de un país a lo largo de más de setenta años. Como la Coca-Cola, Apple, Levi’s o McDonald’s, hay marcas que viajan por el mundo sin importarles el idioma, la religión, la raza o las fronteras. En cualquier rincón del planeta, preguntes a quien preguntes, todo el mundo sabe quién es Julio Iglesias.
O tal vez no.
PRIMERA PARTE
(1943-1967)
«El mejor escritor no es el que mejor escribe, sino el más leído».
Julio Iglesias
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La cárcel de cristal
Spanish eyes, Humperdinck Engelbert
16 diciembre de 2001, Julio Iglesias en el Instituto Cervantes de Madrid, después de recibir el premio al artista que más discos ha vendido en España y el premio al artista latino con mayor número de discos vendidos en el mundo. En dicho acto anunció que esa sería su última actuación y evento público. © Album / KPA-ZUMA.
Julio Iglesias, circa 1970. © Getty / STILLS.
A Julio Iglesias le dan miedo los aviones. Resulta paradójico que alguien que ha dado la vuelta al mundo un millón de veces, él, que ha recorrido el planeta entero subido en reactores de todos los tamaños y colores tenga pánico a volar.
Dentro de un avión el ser humano ve limitada su capacidad de movimientos, y desde muy pequeño, a Julio le aterrorizó la falta de libertad física. En su opinión, la libertad intelectual se puede combatir con ingenio, agudizando al máximo todos los sentidos. La falta de libertad física imposibilita el movimiento, en el caso de Julio Iglesias una sensación de encadenamiento recurrente a lo largo de toda su vida.
Julio fue siempre un niño hipersensible, cualquier cosa le hacía llorar y reír, sintiéndose el más feliz y el más desgraciado al mismo tiempo. En una ocasión relató el mayor castigo que le podían infligir cuando todavía era un niño, un mal estudiante más interesado en las artes y los balones que en los libros y las clases. Julio recordó entonces cuando llegaba a casa con malas notas y su madre solía encerrarlo en el baño para pensar. El pequeño Julio Iglesias se sentaba donde la ducha, o en el retrete, y se ponía a fantasear.
Después de hora y media de mucho meditar en el interior de aquel estrecho cuarto, agobiado, el pequeño Julio pedía salir a gritos. Tan pronto abrían la puerta, salía del cuarto de baño con la cara llena de lágrimas y corría hasta el balcón de la casa para respirar todo el aire que le entrara en los pulmones.
Desde aquellos días, Julio Iglesias conservó una obsesión casi enfermiza por la libertad física, ampliada notablemente años después tras la prisión que le provocó su accidente de circulación. Nada le ha inquietado más en su vida que la privación de la libertad, ya sea por un accidente o por vivir en una cárcel de cristal.
El precio de la fama
Julio Iglesias se ha referido en más de una ocasión al hipnótico espejismo que ofrecen el poder y la fama. Su vida, una de las crónicas de conquista más fascinantes del último medio siglo, se ha alimentado de la mitología propia de seres divinos, pero, para él, ha sido tan solo una ilusión, un engaño maquillado de su diaria realidad. Encerrado desde muy joven en una jaula de oro, pero cárcel al fin y al cabo, ha vivido permanentemente abrazado por multitudes y, al mismo tiempo, se ha hecho hombre completamente solo. Ese mismo hombre que es hoy una de las figuras capitales en la historia de la cultura popular y de la música latina, un tipo capaz de poner en pie el Madison Square Garden de Nueva York cantando baladas mainstream en castellano, o bailar salsa sin saber dar un solo paso, ha sido también un hombre solo.
Julio Iglesias ha vivido desde muy joven un éxito arrollador. A pesar de esforzarse por no dejarse tentar por la fama, en ocasiones ha proyectado la imagen de una vida irreal y desconectada del mundo; resulta muy fácil resignarse a ser famoso, es algo muy poderoso. Alcanzar el éxito, lograr ser dueño de una carrera deslumbrante y recibir la atención del mundo es el sueño de muchos. Pero tiene un precio y Julio, en su medida, también ha pagado por ello. La fama predispone a experimentar patrones de salud deficientes, una vida no siempre saludable en el intento de alcanzar los objetivos. La fama acarrea presiones psicológicas y familiares provocadas por una vida pública exitosa; cuanto más grande es el triunfo, más lejos estás. No todo es necesariamente de oro cuando se es famoso. Y ahí Julio Iglesias tiene un largo currículo.
El éxito cuenta con factores de estrés únicos, como la presión de vivir de manera permanente siendo una imagen pública. O dicho de otra manera, llevar las veinticuatro horas del día el uniforme de Julio Iglesias puede resultar agotador. La pérdida de la intimidad conlleva una pérdida de libertad; el éxito, y en su defecto la fama, casi siempre llega por la explotación de algún talento, y ese talento, con o sin ganas o inspiración, o se exprime o acarrea frustración. No es fácil ser Julio Iglesias todos los días del año, eso seguro. Probablemente no son pocas las veces en las que no ha tenido ganas de serlo, en las que ha tenido que cantar y sencillamente no le apetecía hacerlo. Naturalmente, Julio Iglesias ha vivido algún episodio así a lo largo de su carrera, pero por obligación, y también por respeto a su público, ha salido siempre al escenario y se ha dejado la piel. Un día tras otro, en cualquier parte del mundo desde 1968.
Resulta abrumador ser siempre el más educado, el más elegante, el seductor permanente. En una reunión, su ocurrencia ha de ser la más graciosa e ingeniosa, su mirada debe derretir el hielo, su sonrisa debe conquistar a la afición, es lo que se espera de él. Y es ahí donde la cárcel de cristal envía las señales de miedo y soledad. ¿Tuvo gracia el chiste que conté, o ríen y me hacen la pelota porque soy Julio Iglesias? «Cuando salgo con una mujer, cuando la tengo en los brazos, por hermoso que sea el momento, por bella que sea la mujer y romántica la noche, o el lugar, siempre me hago para mí la misma pregunta: “¿Viene conmigo por lo que soy o por lo que represento?”. Eso me hace dudar mucho, y sufrir bastante».[2]
Sobre su paulatino eclipse mediático según avanzaba su carrera, Julio Iglesias reflexionaba en voz alta: «El hecho de no estar presente en fiestas o actos sociales no significa vivir en una burbuja de cristal. Yo estoy en contacto con la gente a diario, canto en países de lo más diversos y esto es un privilegio, porque ves la vida desde ángulos diferentes y la entiendes mejor. Hoy por hoy, si no salgo mucho, es porque prefiero centrarme en mi trabajo, en la gira, en el próximo disco y en estar con mi familia».[3]
A lo largo de más de cincuenta años, Julio Iglesias ha ido edificando una carrera apoteósica a los ojos de todo el mundo. Todo lo que ha hecho, cada paso, cada acierto, cada error ha sido escrutado al milímetro. La cárcel de cristal, ese muro transparente que por necesidad ha levantado como escudo protector del exterior, perfila y da señales de su mundo interior, lo que vemos y lo que Julio Iglesias nos deja ver. Su vida pública, expuesta bajo focos deslumbrantes, y la privada, protegida sin el destello de los flashes, conforman un complejo equilibrio: el triunfador y el esclavo del éxito. No es extraño que algunos artistas, cuando están en lo más alto, se alejen del mundo sin quererlo. Aunque bien es cierto que, muchas otras veces, es el propio público quien los aleja de lo terrenal, obviando que también son humanos, con sus luces y sombras, su lado oscuro, dueños como todos de un mundo interior indescifrable; «cuando has conocido las luces ya no quieres nada más, porque luego las sombras se hacen mucho más grandes»,[4] recordaba Julio en cierta ocasión.
Y es esa colisión de los dos universos, el mundo interior y el exterior, el germen de la creación de su personalidad a través de lo que nos hace más vulnerables: los miedos. «Tengo muchos miedos, pero también risas y alegrías. Pero una cosa digo: yo nací del miedo, nací de una cesárea. A los diecinueve años me quedé paralítico, así que el miedo ha sido mi compañero toda la vida. Pero si hay que ganarle al miedo, le gano. Al tiempo no le gano, pero al miedo sí».[5]
En ocasiones, las prisiones pueden ser interiores, pero casi siempre la llave de salida también está en nosotros mismos. Cuando uno permanece esclavo de situaciones extraordinarias, también se pierde la libertad y aparecen las culpas y los miedos que están dentro de nosotros. Quien ha estado en un escenario ante un público pendiente de cada uno de sus movimientos, sabe lo que esto representa. El contacto con el público, recibir su cariño y sus aplausos, suele crear adicción, pero también desasosiego. En el caso de Julio Iglesias, en lo más alto durante décadas, ha debido de resultar un viaje extenuante.
Porque estamos ante un artista imponente, el más grande de los embajadores musicales españoles en cifras de ventas absolutas. Cuando uno bucea en su biografía, escucha sus canciones y revisa sus logros, cualquier adjetivo exagerado se queda pequeño.
Julio reconoce que ahora está seco. Hasta los treinta y cinco o cuarenta se estiró como un árbol alto, lleno de frutas, de hojas y de vida, pero luego se quedó ahí y aplicó a su vida la disciplina. La disciplina mata al carácter, pero es necesaria, y más a su edad, comentaba no hace mucho. Julio se encuentra en un punto en el que necesita la disciplina, «me condiciona, pero no en un punto negativo, sino en un punto que sé que tengo que estar más fuerte, que tengo que hacer más deporte y comer mejor. Pero, como todo en esta vida, todo gira en torno al éxito y yo lo he tenido».[6]
La envidia, el deporte nacional
Julio ha nacido en un país que por deporte nacional maltrata a sus ídolos, un país que menosprecia el éxito y pretende hacer como si esa gloria, cuando llega, fuera algo menor, un triunfo no merecido o regalado. Por arte de magia, o simplemente por arte, Julio ha salido razonablemente ileso de ese linchamiento. Su posición de hombre de mundo y muchos años viviendo lejos de España le han granjeado una injusta imagen antiespañola; «soy español hasta la madre que me parió. Me gusta el ajo, me gusta el aceite, me gusta el vinagre, me gusta el Cantábrico, el Mediterráneo y el Atlántico»,[7] ha dicho en más de una ocasión reivindicando sin necesidad su honesta españolidad.
España es un país de dos velocidades: la que entroniza el fracaso, precisamente por no alcanzar el éxito, y la que condena y maltrata al triunfador por pura envidia. Así somos los españoles, no nos queremos. «España es como es y no hay que juzgarla por esas pasiones que tiene ni tomarse las cosas de forma personal. Como el taxista me habló mal, París es feo… No. Cuando sales, notas el cariño que despertamos. Los que menos quieren a los españoles somos los propios españoles…»,[8] dijo Julio en una entrevista.
Decir en voz alta que Julio Iglesias es un artista colosal no siempre ha estado bien visto, a pesar de que a lo largo de más de cincuenta años ha regalado grandes momentos en forma de canciones memorables. A mi entender deberían sentir más sonrojo aquellos que le dan la espalda que quienes defienden lo evidente.[9]
Desde siempre, España ha educado mal la gestión del riesgo, apostando por el miedo al fracaso. Al contrario de lo que ocurre en otras culturas, donde el fracaso se ve como parte del aprendizaje hacia el camino del éxito, en España no se asume que el fracaso forme parte del propio riesgo. España machaca al que fracasa y también al que triunfa, conformando un núcleo mayoritario de gente gris. Esto ocurre desde que los niños van al colegio; temerosos de expresar su opinión en público, los críos callan por miedo a las risas de los compañeros. Cuando esos mismos niños se convierten en adultos, han crecido en una educación que aplaudió la falta de aspiraciones; y en sus trabajos, en sus negocios, en sus proyectos, sus previsiones de futuro siempre serán modestas. Y eso no es prudencia, es miedo y falta de ambición. Por eso, cuando alguien triunfa en España, bien de manera inesperada o por el fruto de su trabajo, las lanzas salen a pasear, cuestionando seriamente si el triunfador es verdaderamente merecedor de semejante recompensa. «¡Bah!, tampoco es para tanto», solemos argumentar con cutre vehemencia.
No hace mucho tiempo, yo hablaba con David Summers sobre el continuo maltrato por parte de un gran sector de la crítica especializada a su grupo, los Hombres G. David era concluyente en su diagnóstico; el maltrato se producía por la falta de respeto al oficio de artista, un principio sujetado bajo la idea fundamental de que para la gran mayoría, el trabajo de un artista en realidad no es un oficio, tendiendo a pensar con frecuencia que no son más que titiriteros sin rumbo alguno, una mayoría atrevida e ignorante capaz de preguntar sin vergüenza: «Pero tú, además de cantar, ¿te dedicarás a algo, no?».
Esa falta de respeto está latente en el carácter del español, una particularidad bastante boba, que en el fondo no esconde más que una velada envidia. Que unos tipos que aporrean unas guitarras se hinchen a ganar dinero, liguen sin parar y vivan una vida de ensueño mientras yo me lo curro en mi trabajo es una realidad que jode. Si eso ocurría con los Hombres G a mediados de los ochenta, imaginen con Julio Iglesias, el exponente más evidente del triunfo global desde finales de los años sesenta, la imagen viva del triunfador.
Asumámoslo. Para nuestro sofoco, esto no ocurre en países como México, Inglaterra o Francia, donde el respeto al artista es máximo, comprendiendo con inteligencia y admiración que ellos, los artistas, son capaces de hacer algo que sencillamente la gente de a pie no sabe y jamás sería capaz de hacer.
«La envidia es una declaración de inferioridad». Lo dijo Napoleón y no le faltaba razón. El espíritu de la envidia puede destruir, nunca construir. Por desgracia parece que uno no pueda decir que le va bien y que está contento, se arriesga a un linchamiento provocado exclusivamente por su triunfo.
A Julio Iglesias en numerosas ocasiones se le ha condenado por vivir fuera de España, por cantar en inglés, o en francés o en chino mandarín, que más da. Se le ha criticado por cantar mal, o tener poca voz, o ser demasiado afectado, o follar mucho, o poco, o mostrar siempre el mismo perfil. En realidad, se le ha criticado sobre todo por tener éxito, tal cual. Afortunadamente, con más de tres cuartos de siglo a sus espaldas, Julio Iglesias sabe muy bien quién es; «la vida me dio una voz pequeña, pero me la dio de dentro, y los cantantes de dentro vivimos para siempre».[10]
Menos pijo de lo que parecía
Musicalmente, Julio ha mezclado como nadie (imposible de imitar), una suerte de soul latino, spanish beat, canción de verano, yeyeísmo y la seducción del acalorado crooner, un cóctel de carisma y magnetismo personal irresistible. Su estilo único, torpemente parodiado hasta la saciedad, le ha hecho conectar con todo tipo de públicos, un número uno a lo largo de más de cincuenta años que ha cuidado con detalle cada paso a lo largo de una carrera inigualable. Desde el primer minuto tuvo claro que quería triunfar, y es precisamente esa determinación, sumada a un trabajo dedicado, el secreto que ha levantado su leyenda. Claro que ha habido circunstancias que han ayudado a construir el personaje universal que hoy todos conocemos, pero el mito Julio Iglesias no fue, ni ha sido nunca, un espejismo fortuito. Julio tenía un plan y, desde el día que decidió cantar, lo siguió con minuciosidad.
A veces, cuando leo una crítica relacionada con el trabajo de Julio Iglesias observo, aunque aparentemente no sea de una manera demasiado evidente, cierta condescendencia con sus canciones, se le atribuye el éxito (obviamente innegable), pero se le niega el mérito artístico que le ha llevado a lograrlo.
Cuando un artista alcanza el estatus de icono en Inglaterra, Francia o México, solo por poner tres ejemplos de culturas con un fuerte arraigo musical, el público, los medios y el resto de los artistas le rinden el tributo que merecidamente se ha ganado para siempre. Esa muestra de respeto ya no es solo hacia el artista que ha creado música inolvidable, sino que, por extensión, es también una deferencia y gesto de cortesía a todas las personas que han escogido sus canciones como una parte importante de sus vidas. Desgraciadamente por aquí trabajamos mucho mejor el chismorreo y la crítica de taberna, olvidándonos de que, tal vez, Julio Iglesias tenga en el fondo un poquito de talento.[11]
Y Julio eso lo tiene claro: «Yo soy como soy. Es decir, he pasado por gilipollas para algunas generaciones, pero a lo mejor ahora ya no soy tan gilipollas porque, cuando me dan un vino, sé si es blanco o tinto, incluso a veces sé si es uno del 82 o del 61. Si he pasado por pijo, pues bendito sea. Seguramente era menos pijo de lo que parecía. Cada vez que el país me ha criticado, he aprendido. Todas las críticas me han hecho más grande. Absolutamente todas. He sido como Ronaldo en el Bernabéu. Las críticas me han hecho meter más goles».[12]
Julio Iglesias, con setenta y seis años, ha vivido rápido, luchando cada día contra el tiempo. En esta pequeña tristeza que le da, el tiempo, ahora, es su amigo. Cuando tiene que decir no a algo, lo dice. Pero cuando puede, lo hace. Lleva cincuenta años cantando. No ha hecho otra cosa y sigue haciéndolo incluso en casa. Ahora, cuando le canta a su mujer o a sus hijos, estos se ponen a hablar y ya no muestran demasiado interés. Solo su perro Berkeley es el que le escucha y no ladra. Julio Iglesias le canta a su perro y el animal se apacigua.[13]
A Julio Iglesias no lo va a retirar nadie
Julio dice que los ojos son un espejo, más que la edad. Julio presume de una cercanía especial con la cultura musical en América Latina, pero, en realidad, su actividad no deja de ser igual de importante en otros sitios. Cantó hace ya treinta años en China o en Japón. Para Julio, la lingüística es más afín en América Latina, y buenos días son buenos días en el mismo idioma, pero también se puede decir buenos días con los ojos. La seducción es la combinación perfecta entre la cabeza y el alma. Nadie seduce a nadie si no se seduce a sí mismo antes. Cuando Julio mira a la cámara está diciendo cosas. Habla de los años pasados, pero también de los que están por venir.[14]
Con más de tres cuartos de siglo encima y más contenido que en sus años locos, cuando representaba el prototipo de fogoso amante latino, Julio Iglesias renuncia a hacer recuento de las mujeres que han pasado por su vida. Reconoce que tiene achaques, pero son los que afligen a cualquiera a su edad.[15]
2019, después de un tiempo retirado y numerosas especulaciones sobre su estado de salud, lo ha devuelto, como no podía ser de otra manera, triunfal a los escenarios, el elixir que le hace sentir más joven, un lugar donde siente y vive emociones maravillosas. Julio ha repetido que si tuviera que dejarlo, se moriría vivo. Para él, la retirada tiene connotaciones de derrota y a Julio Iglesias no lo va a retirar nadie, salvo la gente, «y la gente sabe que si hace eso me muero. Llevo cantando cincuenta años y, aun así, hay gente que ni me conoce».[16] Como Bob Dylan, no dejará de girar «porque si lo hacemos nos morimos». Y por eso ahora no quiere bajarse de los escenarios, el ejemplo vivo de que «el espectáculo debe continuar».
Su filosofía de vida ha sido siempre la de no abandonar, perseguir y aplicarse para que la gente lo vea crecer como lo quieren ver crecer física y emocionalmente. No decepcionar a «las gentes» que se lo han dado todo. «El recuerdo siempre es jodido porque es nostálgico. No soy muy amigo ni del recuerdo ni de la nostalgia. Me gustaría que en mi tumba dijera: “Gracias”… Bueno, que no diga nada. A mí me gusta que me den las gracias en vida. Que me aplaudan en vida».[17]
Desde los días en los que jugaba al balón en el patio del colegio, cuando regateaba a los curas con sotana y se manchaba las rodillas de tierra, Julio Iglesias siempre soñó con hacer algo grande en la vida, ser alguien, sobresalir. Cuando fantaseaba encerrado en el cuarto de baño, soñaba con convertirse en una estrella de fútbol y, más importante, llevarse a todas las chicas del brazo envueltas en sonrisas. Su obsesión por cumplir sus sueños y ser un hombre libre le ha acompañado toda la vida, «la vida ha sido generosísima conmigo, y la luz me ha dado en los ojos como a los conejos en las carreteras».[18]
1
El doctor,
un hombre libre
On the sunny side of the street, Ella Fitzgerald
Boda de los padres de Julio Iglesias, María del Rosario de la Cueva y el doctor Julio Iglesias Puga. © Getty / Roberto Ramírez.
Boda de los padres de Julio Iglesias, María del Rosario de la Cueva y el doctor Julio Iglesias Puga. © Getty / Roberto Ramírez.
Envuelto en una desaliñada chaqueta de rayas rojas y blancas que lo identificaban como preso, Julio, el futuro doctor Iglesias, imaginaba ilusionado que Charo algún día leería alguna de las cartas que no había enviado. En 1937, el joven había sido trasladado de prisión para completar la construcción del ferrocarril Madrid-Valencia. Furioso y jodido, Julio, junto al resto de prisioneros, viajó desde la cárcel de San Miguel de los Reyes, en Valencia, hasta el campamento de Tarancón. Atrapado en el mismo centro de la Guerra Civil española, Julio Iglesias Puga sobrevivía a otra guerra idiota atornillando vías de tren y cargando barras de hierro de cuarenta kilos.
Al finalizar cada jornada, y después de la ración diaria de algarrobos y garbanzos, los hombres intentaban descansar en su barracón. En cada uno de los seis cobertizos de madera del campamento de El Carrozal se hacinaban hasta cien prisioneros, unas jaulas de tablones miserables que amortiguaban gritos mudos de impotencia. Dentro de aquellas penosas cajas inhumanas compartían la falta de luz, ranchos mezquinos, escasez de agua y millares de piojos. Mientras escuchaba el ruido de cien personas rascándose a la vez, Julio se acordaba de Charo.
La familia Iglesias
Poco antes de estallar la guerra y mientras estudiaba medicina en Madrid, un día de carnaval, tal vez un jueves o un viernes por la tarde del mes de febrero de 1933, Julio fue con un grupo de amigos hasta el barrio de Carabanchel Bajo. Amante de la fiesta y del buen vivir, en cuanto la vio Julio se enamoró de inmediato de aquella joven vestida de gitana que apenas contaba catorce años.
Durante las siguientes semanas el joven removió Madrid entero para encontrarla. Julio descubrió que su padre era un conocido periodista que trabajaba en el diario Informaciones y que vivía en la Colonia de Periodistas de Carabanchel Alto. Y hasta allí fue a buscarla, y allí la volvió a ver. Charo era una mujer joven, tímida e introvertida, una moza de una belleza extraordinaria. El galán la rondaba y cortejaba chalado de amor, pero antes de poder concretar una relación formal, estalló la guerra.
Hijo de militar, hasta llegar a Madrid, Julio, nacido en Orense en 1915, había peregrinado junto a sus seis hermanos por Galicia, Asturias, Toledo y el norte de África siguiendo los pasos de cada nuevo destino de su padre. Ulpiano y Manuela Puga Noguerol, su mujer, hija de familia rica e influyente, criaron siete hijos de manera austera y autoritaria, una familia de clase media próxima a la burguesía de la época.
Ulpiano Iglesias Sarria, monárquico y partidario de Alfonso XIII, vivió en África el desastre de Annual en 1921. Había sido profesor de la Academia de Infantería de Toledo y en el antiguo Alcázar dio clases a los generales Juan Yagüe y Emilio Mola, y, muy probablemente, también a Franco. Ulpiano era miembro examinador del tribunal de Toledo, lugar en el que Francisco Franco se graduó como alférez[19].
Licenciado en Farmacia en la Universidad de Fonseca, y ya como comandante en jefe de la caja de reclutas de Oviedo, Ulpiano fue trasladado a Asturias, donde abrió su primera farmacia en Posada de Llanera. Junto a su mujer entablaron amistad con la familia de Carmen Polo, esposa del general Franco. Las dos familias se hicieron íntimas y con frecuencia recibían en casa la visita de los Polo y jugaban partidos de tenis. En Asturias ascendió a teniente coronel, y acogiéndose a la ley de Azaña, Ulpiano solicitó el retiro como militar tras recibir la orden de un destino no deseado. Mientras Ulpiano esperaba el final de sus días como militar, la familia Iglesias Puga se trasladó hasta Madrid con la idea de abrir una farmacia en la capital. Hasta poder desarrollar su profesión civil de farmacéutico, Ulpiano impartió clases como profesor de cultura general en una academia de Madrid.
La llegada a Madrid coincidió con una España convulsa. Recién proclamada la Segunda República tras la dictadura de Primo de Rivera y las elecciones municipales en abril de 1931, el país vivía una situación social delicada. Mientras echaba una mano para hacer crecer el negocio familiar, el joven Julio repartía el resto del tiempo entre los estudios en la Facultad de Medicina, una afiliación al movimiento falangista de José Antonio Primo de Rivera y su incontrolable afición al baile en la discoteca Satán. El negocio de la familia Iglesias Puga fue creciendo con notable alegría. El joven Julio, al igual que el resto de sus hermanos, con frecuencia metía mano en la caja de ahorros de la farmacia y agarraba unas cuantas pesetas con las que pasar la tarde y divertirse. Con el dinero caliente, por la mañana iba a la universidad, y por la tarde, de cabeza a bailar swing, fox y charlestones al Satán en la madrileña calle de Antón Martín.
A pesar de no declararse activista —aunque nunca negaría sus ideales políticos—, ni ser hombre especialmente combativo, Julio se alistó en la milicia como voluntario en el cuartel del Conde-Duque de Madrid. Al ser hijo de militar pudo quedarse en Madrid y continuar sus estudios, la verdadera prioridad de sus días en la capital. A partir de 1934, la Revolución de Asturias y el triunfo del Frente Popular en 1936 desataron un clima con tintes bélicos en el país. Con la legalización de la Falange, muchos estudiantes fueron detenidos, entre ellos Julio y su hermano Pepe, encerrados durante meses en los calabozos del cuartel de Wad Ras en Carabanchel. Desde allí, incluido junto a su hermano en las listas republicanas de presos políticos para fusilar, Julio pudo aprovechar el tiempo para seguir estudiando y, si lograba salir con vida, una vez en libertad, poder examinarse de segundo curso. Y así fue. Hasta el día del Alzamiento.
En el lugar equivocado en el momento equivocado
Mientras estudiaba tercero de medicina, los sublevados contra el gobierno de la Segunda República española se levantaron en África, propiciando el golpe de Estado del 17 de julio de 1936 y cuyo fracaso parcial condujo a la Guerra Civil. El 18 de julio el avión Dragón Rapide, con Franco a bordo, despegó desde Gran Canaria rumbo a Casablanca. Un día después entraría en Tetuán cambiando para siempre la vida de millones de españoles. España estaba en guerra.
Julio se despertó en Madrid sobresaltado. En el cuartel de la Montaña, en el mismo centro de la ciudad, los militares, que habían sido fieles con anterioridad a la República, se unieron a las tropas de Franco. Julio, después de ser llamado a filas y licenciado del ejército con el resto de su quinta, huyó en tren hacia Valencia. El temor de ser fusilado a manos de milicianos comunistas lo llevó desesperado hasta la estación de Atocha.
Los vagones respiraban el miedo de una situación desconocida, centenares de familias que escapaban del infierno en el que muy pronto se iba a convertir la ciudad de Madrid. El tren salió de la estación de Atocha y de manera inesperada se detuvo muy poco después en Aranjuez. Un grupo de brigadas comunistas subieron al tren e inspeccionaron los vagones en busca de falangistas. Julio y su hermano Pepe, y sus bigotitos de derechas, fueron apresados y conducidos hasta los calabozos de la Alcaldía de Aranjuez. Allí pasaron los días sin información, sin saber nada de su familia ni de Charo, aquella joven muchacha vestida de gitana que conoció un día de carnaval. Mientras él era apresado en Aranjuez, mucho tiempo después, Julio supo que su familia, buscando refugio, había llegado sana y salva hasta la embajada de Finlandia ayudada por Manuela Alonso, una vecina de izquierdas.
Naturalmente, y con tal de salvar la vida, en los interrogatorios Julio negó repetidamente cualquier conexión con la Falange. Durante el tiempo que pasó en Aranjuez, pelo a pelo y utilizando sus dedos, Julio se deshizo de la prueba más evidente de su vínculo fascista: el bigote[20].
Diferentes golpes de suerte le salvaron la vida en más de una ocasión, aunque sería su innata capacidad para tratar con la gente, cualquiera que fuera su afiliación política, la que le mantuvo a salvo hasta el final de la guerra, un don de gentes que indudablemente más tarde heredaría su hijo.
Ulpiano es detenido
En enero de 1937, Ulpiano fue detenido y acusado de desafecto al régimen republicano. Las autoridades del Frente Popular detuvieron a Ulpiano acusado de haber pertenecido a Acción Popular e incluso de ser militar en la UME (la Unión Militar Española), la asociación clandestina de jefes y oficiales del Ejército español fundada en Madrid en diciembre de 1933, a principios del segundo bienio de la Segunda República española, por militares descontentos con la reforma militar de Manuel Azaña y que en su mayoría se solidarizaban con los miembros del Ejército condenados por el fracasado golpe de Estado del general Sanjurjo del 10 de agosto de 1932, antes de la Guerra Civil.
Ulpiano estuvo en la cárcel de Alcalá de Henares y en la de Las Ventas hasta abril de 1937, fecha en la que se celebró su juicio, que terminaría absolviéndole por falta de pruebas. Más adelante, en agosto de ese año, volvió a ser detenido, aunque en septiembre ya estaba en libertad.
Julio encerrado de cárcel en cárcel
Antes del final de la guerra todavía tuvo tiempo Julio de visitar la cárcel Modelo en Moncloa, más o menos en el lugar donde hoy se levanta el Cuartel General del Ejército del Aire de Madrid.
En la Modelo Julio y su hermano estuvieron unos veinte días. Si alguien se hubiera enterado de su afiliación falangista, la muerte habría sido segura. Julio hizo amistad con Arturo Rico, un sargento comunista que, sin saber muy bien por qué, lo protegió. Cuidó de él a pesar de que no le conocía bien y de que en aquella época todo eran rencillas y se mataba por matar y sin saber a quién[21].
Encerrado en las celdas de la Modelo escuchaba los tanques y las bombas, y antes de darse cuenta, lo trasladaron hasta la cárcel de mujeres de Las Ventas. Allí, interrogado de nuevo y a punto de ser fusilado al conocerse las fichas que probaban su afiliación falangista, relató una inventada pero convincente amistad con Vicente Rojo, el jefe del Estado Mayor republicano. Sostuvo que su presencia en la cárcel era fruto de un error, estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado; él y su hermano Pepe eran soldados voluntarios haciendo la mili y apresados cuando estalló la guerra, punto. La argucia y el hecho de que el director de prisiones fuera amigo de su padre les salvó la vida.
Trasladado de nuevo, Julio pasó seis meses en la cárcel de San Miguel de los Reyes en Valencia y de allí a los barracones infectos de Tarancón, metiendo debajo de las traviesas piedras para sujetar las vías. Las infraestructuras ferroviarias construidas por prisioneros de guerra fueron terminadas en tiempo récord, eso sí, con graves problemas de estabilidad por lo apresurado de la obra[22]. Durante su estancia en este campo de trabajo, Julio trabajó sin descanso quince horas al día, en ocasiones por el puro placer de sus captores, ya que cuando llegó la última remesa de prisioneros desde Valencia, la línea férrea ya estaba construida. Los presos se alojaron en las localidades de Nuevo Baztán y Ambite, donde Julio Iglesias también fue obligado a adecentar un campo de aviación que tenía la República.
La guerra enfilaba sus últimos episodios. Málaga había sido tomada, el general Mola preparaba la ofensiva para tomar Bilbao, y Guernica había sido bombardeada. En la cárcel y como subjefe de cocina, Julio facilitó la fuga de unos presos. Fue encerrado en una celda de castigo durante cuatro meses por complot. Desde su celda escribía cartas y poesía dirigidas a Charo.
En 1938 lo trasladaron de nuevo hasta el claustro de la iglesia de Mora de Toledo, habilitada como cárcel. Un día, en el patio de la iglesia, un carro de combate falangista liberó a Julio Iglesias Puga después de casi tres años de encierro. A la mañana siguiente un camión lo recogió a un lado de la carretera y lo llevó hasta Madrid. El 1 de abril de 1939 la emisora de radio anunció el final de la guerra. Al término de la misma, Julio Iglesias Puga fue condecorado con las medallas de la Vieja Guardia y con la Encomienda Civil.
Posguerra, aquellos años terribles
La posguerra en España resultó desgarradora. Madrid asistía impotente a un imparable aumento de su población. Miles de emigrantes procedentes de pequeños pueblos llegaban a una ciudad destruida y hambrienta. Al término de la guerra, Madrid pasó en seis meses de un millón a un millón y medio de habitantes. Se crearon muchos puestos de trabajo —Tabacalera y Gas Madrid produjeron muchísimos—, pero muy mal pagados. Por ejemplo, el de camarero, con un horario de ocho y media de la mañana a dos y media de la tarde y de seis de la tarde a once de la noche, que cobraba de cuatrocientas a quinientas pesetas, menos de tres euros. Los racionamientos, la escasez de ropa y calzado, y un terrible incremento de enfermedades y epidemias, marcaron dolorosamente a la ciudad. Crecieron entonces penosos oficios callejeros como matarratas o tabaqueras, que recogían colillas del suelo, sacaban el tabaco, lo lavaban, lo secaban y luego lo vendían como «tabaco de picadura».
El tabaco alcanzaba precios desorbitados en el mercado de estraperlo. Dada su escasez y la reducida ración por persona y día que ofrecía la «tarjeta del fumador», destinada exclusivamente a los varones mayores de dieciocho años —la mujer no debía ni tenía derecho a fumar—, el tabaco, junto con el café, el aceite y el azúcar eran los artículos más demandados, y también la más valiosa moneda de cambio para adquirir otros no menos necesarios.
Los fascistas ocuparon Madrid el 28 de marzo de 1939 y hasta el 8 de abril no entraron en la capital trenes con alimentos. Solo los soldados tenían víveres, y muchos ciudadanos se vieron obligados a cambiar monedas o joyas de oro por un chusco de pan negro, otros acudían a los cuarteles a pedir las sobras, y muchas mujeres tuvieron que prostituirse por un poco de alimento.
Julio vivió un tiempo gris, oscuro y triste, donde la calle estaba llena de tullidos que pedían limosna apoyados en una muleta y las puertas de las parroquias tenían su pobre oficial protegido por el cura y las beatas. En el Madrid de la posguerra, al caer la tarde el farolero encendía las calles con una vara larga, y mujeres con enormes faldas pertrechadas de faltriqueras, vendían pan de estraperlo en la puerta de los mercados, mientras llegaba desde lejos la voz del chaval que voceaba los periódicos Informaciones, Madrid o El Alcázar[23].
En aquellos años terribles, el menú lo formaba el «puré de San Antonio», hecho de harina de almortas, un alimento destinado para el ganado. Ante la escasez de lentejas y otras verduras, se echaban algarrobas en vinagre para que no criaran gorgojos y se comían como lentejas. Resulta curioso, pero Madrid tenía buenas huertas, era una ciudad aún sin urbanizar y donde se producían las mejores lechugas de España.
La guerra fue mala porque se perdieron amigos y familiares, pero la posguerra fue peor a causa del hambre, la pobreza y la falta de libertad[24]. La historia de familias divididas por el peso de las ideologías, rotas por el sufrimiento de haber perdido a algunos de los suyos en la guerra y abrumadas por una realidad mezquina llena de carencias ocupaba cada casa.
La ropa se hacía a mano en el seno de cada familia; desde las medias y calcetines de lana hasta la ropa interior, pasando por los jerséis de punto y los pantalones. Era usual que de las prendas viejas salieran nuevas vestimentas para los más pequeños de cada familia. Tampoco había tejidos y los vestidos se hacían de sábanas o cortinas. Sin contar que la gente bajaba a lavar y a bañarse al río Manzanares.
Charo
Con todo este panorama, la familia Iglesias tuvo que abandonar la farmacia y mudarse de barrio. Literalmente había que buscarse la vida. Tan pronto como pisó el suelo de Madrid, Julio salió a la búsqueda de Charo. Desde el día que fuera apresado por primera vez, no había vuelto a saber de ella.
Con algo de fortuna y gracias a que el padre de Charo era un periodista muy conocido, un amigo del padre de Julio dio con la familia de Charo en la calle Alcalá. Ulpiano, el farmacéutico y antiguo militar, seguía siendo un hombre muy influyente.
María del Rosario de la Cueva y Perignat, una niña antes de la guerra, se había convertido en toda una mujer, una joven hermosa hija de nobles. Su madre, Dolores de Perignat Ruiz de Benavides de Campo Redondo, natural de Guayama, nacida en Puerto Rico, pertenecía a una rica familia de terratenientes, descendientes todos de la nobleza española de cuando la isla pertenecía a España, antes de la guerra hispano-estadounidense.
El tío de Charo, José de Perignat Ruiz, había desarrollado una notable carrera diplomática como vicecónsul en Hamburgo, cónsul en México, Emui (China), Glasgow y Nueva York, y agregado en el Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid. Su hijo José Perignat, primo de Charo, fue el jefe de la Falange Española en Nueva York y Washington y durante los años cuarenta colaboró con la red To, la inteligencia japonesa en Estados Unidos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Japón operó una red de espionaje constituida por miembros de la delegación diplomática española en Estados Unidos. Los japoneses activaron la organización tres días después del ataque a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. La red de espionaje estaba controlada desde Madrid y su nombre en clave era «To», que en japonés significa «puerta».
El padre de Charo, José de la Cueva y Orejuela, nacido en la Palma del Condado en la provincia de Huelva en 1887, era periodista, amante de la fiesta de los toros, tertuliano con José María de Cossío del asunto taurino, y autor junto a su hermano Jorge del himno de la Infantería y de numerosas zarzuelas, como Al alcance de la mano, con música de Tomás Bretón en 1911. José de la Cueva inoculó el amor por la música a su hija, fue juez de cuentas del Tribunal Supremo de la Hacienda Pública y miembro de la UGT y, durante la Guerra Civil española, encontró refugio en la embajada de Cuba.
Somos novios
Tras el primer intento de noviazgo interrumpido por la Guerra Civil, Charo y Julio reanudaron su relación. La insistencia por encontrarla y los años en prisión dieron paso a los primeros encuentros de la pareja durante los fines de semana de la mustia posguerra española.
Julio estudiaba medicina de día y bailaba de noche. El joven había logrado reunir algunos libros de medicina durante sus años en la cárcel. Los estudiantes que habían visto interrumpidos sus estudios por la guerra tuvieron la oportunidad de examinarse por semestres en lugar de años naturales. De este modo, en dieciocho meses aprobó cuarto, quinto y sexto, y en 1941 ya era médico. Eso sí, antes de doctorarse tuvo que trabajar como practicante en Madrid por poco más de doscientas cincuenta pesetas.
Charo descubrió muy pronto que aquel novio suyo era parrandero y buen vividor, al que le iban las aventuras de faldas. Charo hizo algún amago de dejarle, especialmente cuando lo cazó en brazos de otra joven a bordo de un tranvía. En respuesta, si no lograba recuperar su amor, Julio amenazó con irse a Rusia con la División Azul y meterse por despecho en el corazón de la Segunda Guerra Mundial. Aunque naturalmente nunca lo hizo.
En julio de 1942 el doctor Iglesias ganó la oposición de medicina general para la obra sindical, consiguiendo plaza como internista en el Puente de Vallecas, y poco después como médico internista en la maternidad provincial de la calle Mesón de Paredes.
En noviembre de 1942 se casaron en la iglesia de San José, en la calle Alcalá, y disfrutaron de una humilde luna de miel en el pueblo de Los Yébenes, en la provincia de Toledo, a menos de dos horas de Madrid. En Toledo, Julio aceptó temporalmente una plaza de médico suplente que acababa de dejar un amigo suyo.
Los Yébenes, histórico lugar de descanso de autoridades españolas y extranjeras, acogió a la nueva pareja entre molinos de viento, maravillosos sauces y fresnos, y densos matorrales de enebro, jara y romero. A su paso, sobre la sierra sobrevolaban las águilas y los buitres, mientras que abajo, en la tierra, ciervos y jabalíes se enzarzaban libres en la espesura. Allí, entre excursiones por el campo y días de caza, la pareja pasó apenas dos meses compartiendo su amor, rodeados de nuevos amigos y un futuro prometedor. Profundamente enamorados, después de una atípica pero maravillosa luna de miel, cuando terminó la suplencia, el doctor y su mujer regresaron felices a Madrid.
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Un niño despeinado
Farol, Roberto Chanel
Charo de la Cueva con sus hijos Julio (derecha) y Carlos (izquierda). © Getty / Roberto Ramírez.
Julio.
Julio Iglesias llegó al mundo de forma dramática, un nacimiento que a punto estuvo de terminar en una triste fatalidad.
Julio José Iglesias de la Cueva nació en Madrid el primer día de otoño. El jueves 23 de septiembre de 1943 el niño abandonaba de puntillas la estación de Virgo y entraba por la puerta de Libra, exactamente a las dos de la tarde. Julio Iglesias nació por cesárea en un parto muy complicado en la maternidad provincial de la calle Mesón de Paredes.
Las caderas de Charo eran muy estrechas, y mientras la angustia y el dolor se apoderaban de su cuerpo, tumbada en la cama escuchó cómo los médicos hablaban desde el otro lado de la puerta:
—O el niño vivo, o el niño muerto, hay que elegir. Si el niño debe vivir, hay que hacerle la cesárea a la madre[25].
El doctor Iglesias, padre primerizo, marido de Charo y ginecólogo conocedor del vientre materno, fue tajante:
—Que abran a la madre.
La medicina a principios de los años cuarenta entrañaba serios riesgos de infección cuando se trataba de nacimientos por cesárea. En una España sin penicilina, muchas mujeres fallecían tras el parto. Algunas leyendas de la época cuentan que la penicilina solo se lograba en Madrid de estraperlo, en el bar de Perico Chicote, el local de Ava Gardner, Sinatra, Sophia Loren, Cary Grant y del resto de la crema de la intelectualidad, el centro del mercado negro más famoso de toda la capital en los años cuarenta. Charo afrontó su parto sin penicilina ni un instrumental sanitario decente.
La maternidad de Mesón de Paredes padecía los estragos de un país abandonado y en reconstrucción, un hospital donde no se podía operar en los quirófanos, ni asistir partos ni estar en las salas llenas de goteras con los techos apuntalados con vigas de madera[26].
Llegado el momento, y muy cerca de la desdicha, además del médico, en aquel hospital del barrio de Embajadores apareció un cura.
Dejado de la mano de Dios en Lavapiés
La maternidad de la calle Mesón de Paredes estaba en Lavapiés, barriada que emergía en el centro de Madrid, dentro del aún más grande barrio de Embajadores. Lavapiés representaba el Madrid castizo y la manolería, donde muchos vecinos de la zona, con la expulsión en 1492 de los judíos y haciendo ostentación de su cristianismo, ponían el nombre de Manuel a sus primogénitos.
Con la llegada de la posguerra, Lavapiés recogió el estigma de arrabal y barrio bajo dejado de la mano de Dios. Lavapiés avanzó hacia la era moderna como un barrio popular, de vecinos de clase trabajadora y uno de los destinos predilectos de los que abandonaban el campo huyendo de la posguerra para desembarcar en la ciudad. Casas pequeñas y baratas y situación privilegiada eran los dos factores que atraían a los emigrantes y que dotaron a Lavapiés de identidad durante todo el franquismo.
El director de la maternidad, el doctor José Botella Montoya, asistió el parto. El niño, de fina y negra cabezota[27] y algo feote, llegó al mundo llorando desde el mismo vientre de su madre, algo particularmente extraño. Creencias populares del pasado defienden que los bebés que lloran desde el claustro materno son seres privilegiados, aunque también solitarios[28]. En el caso de aquella pequeña criatura, las creencias se convertirían con el tiempo en una realidad mayúscula.
A las dos de la tarde, sano y salvo, un niño de dos kilos y ochocientos gramos nació de frente, dando la cara. Charo habría preferido una niña, pero le dio igual. Quiso llamarlo Julio César, por aquello de la cesárea, pero el niño se quedó con Julio José.
Tiempos de escasez
Antes del durísimo parto y el nacimiento de Julio, a su regreso de la luna de miel en Los Yébenes, entre cartillas de racionamiento, cupones de alimentos y estraperlo, Charo y el doctor Iglesias se fueron a vivir a la pensión California, en la Gran Vía madrileña: «Eran tiempos de escasez y de cartilla de racionamiento. Los artículos de primera necesidad como el pan o el aceite escaseaban. La venta de alimentos estaba limitada», recordaba el doctor.
Había dos tipos de cartillas: una para la carne y otra para lo demás. Cada persona tenía derecho a la semana a ciento veinticinco gramos de carne, un cuarto de litro de aceite, doscientos cincuenta gramos de pan negro, cien gramos de arroz, cien gramos de lentejas rancias, con bichos la mayoría de las veces, un trozo de jabón y otros artículos de primera necesidad, entre los que se incluía el tabaco. A los niños, además, se les daban harina y leche, y a los que habían pertenecido al ejército franquista se les añadían doscientos cincuenta gramos de pan.
Rara vez se repartía carne, leche o huevos, que solo se encontraban en el mercado negro. Se tenía que contar con el permiso de las autoridades para hacer la matanza. Muchas veces en las casas se hacía el pan por la noche para evitar a los agentes de la Fiscalía, pero al día siguiente lo encontraban por el olor y decomisaban el pan. A veces la gente desenterraba los animales muertos y se los comía, o se iba al campo y buscaba cardillos, acederas y toda clase de hierbas comestibles que ayudasen a resistir el hambre.
«Como yo trabajaba todo el día, Charo me guardaba la ración de pan para dármela cuando llegaba a casa por la noche. No pasamos hambre gracias a que yo era médico y los familiares de los enfermos me ayudaban. El que tenía gallinas me daba huevos, y así conseguimos no pasar hambre»[29], recordaba el doctor Iglesias.
El doctor hace carrera
De la pensión California, Charo y Julio se mudaron a un pisito de la calle Altamirano, en el barrio de Argüelles, «una casa fea y pequeña», recordaba el doctor. Hacia 1943, cuando el médico empezó a hacer carrera, se trasladaron a una casa de la calle Benito Gutiérrez, cerca del Parque del Oeste, con servicio doméstico incluido, Mari Luz y Enriqueta, dos doncellas que habían llegado de Toledo.
Años más tarde el doctor Iglesias se convertiría en el ginecólogo más joven de la Seguridad Social, llegaría a ser pionero en la práctica del parto sin dolor, y como diputado provincial llegaría a tener el mando absoluto sobre todos los hospitales madrileños y de la provincia, siendo responsable de la creación de la maternidad de la calle O’Donnell[30]. De momento, en 1943, las cosas empezaban a irle muy bien.
En 1943, mientras España vivía una suerte de olvido internacional y reconstruía los terribles errores de una guerra fraternal absurda, Europa se encontraba embarrancada en el horror de la Segunda Guerra Mundial. Por suerte para el doctor Iglesias, su órdago amoroso no le llevó hasta Rusia. Cuando Charo le dijo que lo dejaría para siempre si se alistaba con la División Azul, de alguna manera le salvó la vida. La batalla de Stalingrado representó aquel año el epicentro de la brutalidad de la guerra.
Los recién estrenados padres bautizaron a Julio en la iglesia de San Cayetano, en una ceremonia íntima y familiar. Desde ese momento, la carrera profesional del doctor Iglesias inició un progresivo pero imparable despegue. La llegada de Julio más que nunca trajo su pan bajo el brazo.
Carlitos
Después de un verano tranquilo en Vegamián, un pueblo de la provincia de León, en 1945 la familia recibió la llegada de Carlos, el hermano pequeño de Julio. Con el nacimiento de su segundo hijo, también por cesárea, Charo decidió realizarse un ligamiento de trompas ante las posibilidades reales de complicaciones en futuros embarazos. Julio y Carlos no tendrían más hermanos, al menos por parte de su madre.
Ya de recién nacido Carlitos era un niño muy guapo, y conforme fue creciendo, no dejó de jugar con su hermano, con el que apenas se llevaba dos años.
Julio recordaba a su hermano, «yo sé que el guapo de esta casa es Carlos. Tanto es así que yo lo tengo escondido en el último pliegue de mi alma, que Carlos era realmente el hermano para enseñar a las visitas, desde pequeño. De pequeño le tenía esa envidia y hasta el celo del hermano feo, el patito feo —no hay más que asomarse a mis álbumes de fotos familiares para entenderlo—, por el cisne de la casa, el hermano guapo. Hoy ya está superado, pero no tanto como para que en algún momento de extraña autosinceridad, me coloque frente al espejo y mirándome de arriba abajo, diga: “Pero, Julio…, hombre, ¿qué le das?”»[31].
A Carlitos, travieso y juguetón, su madre lo adoraba. Los hermanos se pegaban a menudo, pero como cualquier pareja de hermanos, defendiéndose el uno al otro si surgía cualquier problema con los compañeros del colegio. A Charo le gustaba vestirlos con la misma ropa, los dos bien cogidos de la mano de camino a la iglesia cada domingo.
El doctor Iglesias fue más severo con Carlitos que con Julio, un chaval mucho más idealista y Quijote. Julio decía a todo que sí, aunque luego hacía lo que le daba la gana. Carlitos en cambio se enfrentaba cuando creía tener razón, decía que no, aunque al final cedía[32].
Su padre recordaba que eran buenos críos. Compartían sus bocadillos del colegio con los niños pobres que había por la calle, y en cierta ocasión, Carlitos llegó a casa sin zapatos, «unos zapatos estupendos que acabábamos de comprar en El Corte Inglés»[33]. El doctor Iglesias se enteró después de que se los había dado a un chaval que no tenía.
Julio se dedicaba a dar balonazos a todas horas, mientras que su hermano escogió el hockey sobre patines. El doctor Iglesias nunca iba a ver jugar a Julio, pero no se perdía ni un partido de Carlitos. Eran dos hermanos muy diferentes: Carlos, más inconformista; Julio, más soñador, siempre queriendo ser distinto a los demás[34].
Juegos de niños
Mientras que los niños iban creciendo, el doctor Iglesias pasaba consulta en Vallecas y estudiaba oposiciones sin descanso. Julio y Carlos iban al colegio de los Sagrados Corazones en la calle Benito Gutiérrez, lindando con el Parque del Oeste, justo al lado de casa, tan cerca que desde la ventana sus padres podían verlos jugar en el patio a la hora del recreo. El doctor Iglesias los observaba y cuando ponían los abrigos recién comprados y las chaquetas para marcar las porterías desde la ventana les gritaba:
—¡Julito, Carlos!, ¿qué hacéis? Pero ¿dónde estáis poniendo ese abrigo que acabamos de compraros en El Corte Inglés?[35]
Durante la década de los cincuenta, escaseaban los niños que pedían juguetes, entre otras razones porque resultaban caros y había muchas familias que no se lo podían permitir. Los juguetes eran sustituidos por chucherías y caramelos. En esa época los niños pasaban más tiempo en la calle y jugaban a juegos que no requerían otra cosa que imaginación, más allá de un balón hecho de hule.
La pelota fue el juguete de la infancia de Julio, a todas horas jugando al balón, el tiro y la olla. Aun sin democracia, los niños la practicaban eligiendo mediante votaciones los equipos, los reglamentos y las normas del juego. La creatividad caracterizó a esos niños de la posguerra, no porque fueran más inteligentes, sino por pura necesidad.
Muchos años más tarde, Julio evocaba de manera cristalina el primer recuerdo de su niñez, el portal de su casa, un hall lleno de azulejos de cerámica azul, con hierros, como en las casas andaluzas antiguas[36].
La habitación de Julio tenía pocos juguetes. Una bicicleta, un balón y poco más. Aparte de los cromos con los rostros de sus jugadores de fútbol favoritos, nunca le gustó coleccionar nada. Con voracidad, leía tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, Juan Centella y Las Aventuras del Guerrero del Antifaz, y en una ocasión logró reunir semana a semana los cómics completos de FBI, único libro de su biblioteca infantil, guardado como un tesoro en un lujoso volumen encuadernado.
Lo de los juegos iba por modas, se jugaba a unos o a otros dependiendo de las épocas. Disfrazarse de personajes con espadas o antifaz era común en aquellos niños de posguerra, aunque también jugaban a las chapas, al trompo o a la peonza, un juguete casero y barato, normalmente hecho con madera de haya o carrasca.
En aquellos años, los hermanos Iglesias Puga jugaban con el resto de niños sentados en el suelo de arena o tierra, en muchas calles de un Madrid sin asfaltar. Saltaban al burro, agachados con las manos apoyadas en las rodillas, mientras los demás brincaban sobre los muchachos con las piernas abiertas para pasar al otro lado. Aquellos chavales de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta también jugaban con las tabas y las canicas, casi siempre de barro, aunque las había de cristal e incluso de hierro con los cojinetes de algún motor, más caras y que solo las tenían algunos privilegiados de familia bien. Metidas en una bolsa cerrada con una cuerda, pasaban las tardes jugando con las bolas.
Julio y Carlos no necesitaban más espacio que las calles o plazuelas, y disfrutaban con los amigos del barrio. El frío, el calor o la lluvia no impedían jugar en la calle, y no pasaba nada si se mojaban los pies. Después, al llegar a casa, Charo o Mari Luz y Enriqueta, las chicas del servicio doméstico, ya se encargaban de recordarles limpiarse el barro mientras los enviaban directos al baño.
Tocar el balón con las manos
Julio fue un niño travieso y nada cómodo, siempre en posición de alerta, más Quijote que Panza. Era mal estudiante, sacaba muy malas notas, especialmente en ciencias. Las mejores calificaciones llegaban con la literatura y el arte. Aquel niño fantasioso se decantaba por la emoción de lo estético y lo poético, y no comprendía la perfección matemática.
Disfrutaba estudiando en un colegio religioso, le gustaba el mando, la sotana y la forma de ser de los curas. Julio aceptaba el rezo y las misas diarias que se celebraban en la escuela con una sonrisa. Y aunque la misa le parecía un acto sublime, lo que realmente le apasionaba era el fútbol. Desde pequeño soñó con ser futbolista y emular a Zamora, Ramallets y Pazos. Sentía admiración por los porteros por una sencilla razón: podían tocar el balón con las manos.
Julio entró en los Sagrados Corazones con cuatro años y jugó en el patio del colegio desde los seis. A pesar de vivir literalmente puerta con puerta de la escuela, desde su casa veía cómo los niños formaban fila, y corriendo, despeinado y con los pantalones arrastrados, casi siempre llegaba tarde[37].
Enclenque, de complexión débil y, según él, muy feo, destacó en el deporte desde pequeño, siempre organizando los equipos. Era el único alumno del colegio que puntualmente participaba en los partidos de curas, futbolistas espontáneos que jugaban con sotana incluida, por supuesto. En Navidades, con el colegio cerrado por vacaciones, religiosos vascos y navarros, jugadores de primera división, dejaban entrar a Julito en el patio y lo hinchaban a balonazos.
«Julito era el portero de la clase, era bastante chulo y bastante fantasma, le metían goles de auténtica risa, pero cuando se apostaba con alguien una peseta a que paraba el penalti lanzado por el alumno más enorme y más bestia, lo paraba lanzándose y volando como una gaviota hasta el ángulo opuesto»[38], recordaba años más tarde su compañero de colegio Germán Ubillos.
A los diez años su afición por el fútbol fue espoleada por uno de aquellos sacerdotes. El padre Anselmo, después de escucharle cantar el Ave María de Bach en el coro del colegio, dijo tajante:
—Julio, tú al fútbol, que lo tuyo no es cantar[39].
Su madre lo protegió desde pequeño. Charo siempre estaba en casa y fue mujer consentidora con sus hijos. A medida que fueron creciendo, el doctor Iglesias, de manera delicada y sin que se notara mucho, se encargó personalmente de su educación. Charo dedicó su tiempo enteramente a cuidar de sus dos hijos, aunque fue el padre de Julio quien le influyó de una manera determinante. Le maravillaba su tenacidad cuando lo veía estudiar los domingos al lado de la ventana que daba al patio de casa[40]. La admiración de Julio por su padre duró toda la vida.
Falsas apariencias
Los niños crecían y el doctor Iglesias y Charo parecían un matrimonio perfecto. Pero no lo eran.
El padre de Julio empezó a ser infiel al tercer año de matrimonio. El doctor se había casado enamorado con una mujer guapísima a quien quería, pero nunca ocultó su entusiasmo por las faldas. Hombre mujeriego, disfrutaba de la compañía de chicas, y le gustaba divertirse y salir a bailar a la discoteca de moda. Charo no aceptaba el comportamiento de su marido, y poco a poco se fue distanciando hasta perder por completo cualquier señal de lo que un día fue amor. El padre de Julio observó con resignación la nueva situación: «En un momento dado se desenamoró de mí. No es que llegara a repudiarme, pero no me hacía ni puñetero caso»[41].
Desde ese momento Charo ya no volvió a mostrar interés en si su marido llegaba o no llegaba a casa después de alguna juerga. No comprendía que un hombre casado pasará las tardes bailando en discotecas con otras mujeres. Cuando ocurría, el doctor siempre mentía, lo negaba y decía que no era cierto, que él solo tenía ojos para ella. El padre de Julio presumía de ser muy precavido y esconderse muy bien para no ser visto cuando iba con otras mujeres. Pero Charo lo sabía. Siempre supo que a su marido le perdían los asuntos de flirteo y seducción. Lo supo desde aquel día que lo vio mariposear con otra chica en el tranvía, cuando todavía eran novios y Julio venía de bailar en la discoteca Satán, mucho tiempo atrás. Charo conocía perfectamente a su marido y dijo basta.
De cara a la galería mantuvieron las formas, ofreciendo una imagen de familia normal. En España, un divorcio o una separación no eran opciones posibles en los años cuarenta, así que, cínicamente, más por guardar las apariencias de cara al exterior, la pareja se mantuvo unida. Los sábados salían a cenar con amigos o iban al teatro y cada domingo el matrimonio y sus hijos acudían a misa. Nunca hubo momentos de tensión, y a pesar de que la pareja hacía su vida de manera independiente, todas las noches cenaban juntos los cuatro, Charo y el doctor Iglesias sentados en las cabeceras de la mesa y Julio y Carlos a cada lado, siempre igual.
Desde el momento en el que Charo perdió el amor, sin riñas ni follones, el doctor se refugió definitivamente en otras mujeres. Viviendo bajo el mismo techo intentaban evitarse, nunca discutieron, aunque las caras eran siempre largas. Convivieron juntos muchos años más, pero la pareja nunca se volvió a besar.
3
La parada de Di Stéfano
Lollipop, The Chordettes
Charo de la Cueva con su hijo Julio en la playa de Cangas de Morrazo. © Getty / Roberto Ramírez.
Julio Iglesias Puga en la playa de Cangas de Morrazo con sus hijos Julio (izquierda) y Carlos (derecha). © Getty / Roberto Ramírez.
«¡Ya llega Gilda!», anunciaban los habitantes del pueblo. Como si de Rita Hayworth se tratara, cuando Rosario de la Cueva llegaba a Cangas de Morrazo hasta el mismo mar se paraba. Los vecinos recuerdan que era como si llegase la mismísima Gilda, ataviada con aquellas espectaculares pamelas, una mujer distinguida y cosmopolita paseando con clase en un entorno rural. La presencia de Charo y el desembarco de la familia Iglesias no pasaban desapercibidos en Galicia. Los vecinos del pueblo cuentan que al doctor se le veía poco, dejaba a su mujer y a sus dos hijos a principios de verano y se marchaba para Portonovo a hacer sus cosas[42], «el mes que pasaba ella sola con los niños, los jóvenes que había por el puerto de Vigo se montaban en las lanchas motoras para ir a verla, era conocida como Gilda; no he sido jamás un hombre celoso, me hacía gracia ver el revuelo que organizaba a su alrededor»[43], recordaba el doctor Iglesias.
Los mejores años de mi vida
A pesar del distanciamiento entre sus padres, Julio y su hermano tuvieron una infancia feliz. Profesionalmente, al doctor Iglesias las cosas cada vez le iban mejor. Con los ahorros de sus primeros trabajos y un crédito bancario, compró varios terrenos en Peñíscola, un pequeño municipio costero en la costa norte de la provincia de Castellón, un pueblo al que los Iglesias llegaron de manera circunstancial. Hasta entonces los veraneos habían transcurrido entre Cangas de Morrazo, Castro Urdiales y Almería.
El verdadero paraíso de cada uno reside en su propia infancia, «inolvidables. Aquellos veranos de la infancia en Cangas fueron los mejores años de mi vida»[44], confesó en una ocasión Julio Iglesias. Con cuatro años pasó las vacaciones en Almería, pero las siguientes, las de la infancia y la adolescencia hasta la universidad, las disfrutó en O Morrazo. La familia se instalaba en una fonda, O Pote, donde vivían con el dueño, Evaristo, y su familia. Julio jamás volvió a comer nécoras como aquellos cangrejos nadadores rojos y brillantes que sacaban de un barril en O Pote.
Durante los veraneos en Cangas, Virginia Bamio, una joven del pueblo, se encargaba de cuidar a Julio y Carlitos. La señora Constanta, la encargada de los deliciosos postres en O Pote, era la tía de Virginia, y a través de ella los dos niños madrileños llegaron hasta aquella muchacha a la que le gustaba cantar y bailar, y que siempre tenía buen humor. Curiosamente, años más tarde, Virginia marchó con una orquesta como vocalista y viajó por España hasta que llegó a Madrid, dedicándose al mundo del espectáculo[45].
El bar O Pote era para Julio y su familia una especie de templo, allí efectivamente degustó sus primeras nécoras por un céntimo cada una, mariscadas cocidas sobre un caballete. Ubicado en la avenida de Bueu, el bar, a pesar de ser un local sencillo, fue un clásico gastronómico en Galicia. Todo el mundo se acuerda de O Pote en Cangas, y todo el mundo lo relaciona con Julio Iglesias y con su familia. Tenía el comedor en un edificio y la cocina en el contiguo, justo en la planta baja del inmueble que hoy ocupa otro negocio.
La playa de Rodeira no estaba atestada de veraneantes como ahora, por eso los paseos de Gilda y de sus hijos Carlos y Julio, la jet set de Cangas, daban tanto juego. Vivían de manera discreta donde hoy está el Eroski, y los dos niños parecían gemelos, Julito siempre con los tirantes de los pantalones sueltos.
Cuando no había marisco a mano, el Julio Iglesias niño echaba mano de otros frutos de la ría. Sus amigos eran los demás chavales del pueblo. Salían en pandilla, a bañarse, a pescar y a coger moras. También se enredaban en travesuras, como cuando entraban a robar manzanas a las fincas. Los críos se montaban en sus bicicletas y bajaban hasta el puerto de Cangas o recorrían la costa de O Morrazo en busca de otras playas en las que bañarse. Los muchachos se bañaban en la ría de agua cristalina y hasta en el puerto. En la memoria de Julio quedó aquella cualidad transparente del mar, donde faenaban las marisqueras. Y también un olor, «a eucalipto. Había un árbol grande que se me grabó en la memoria. Respiro el aroma y me traslada a aquellos días, en los que el verano parecía interminable. Creo que nunca volví a ser tan feliz como en aquellos veranos de infancia en Galicia»[46].
Algunas playas quedaban más lejos, en las islas Cíes o la de Ons. Julio cruzaba con los marineros, en esos botes pequeños, con una cabina en el medio. Posteriores incursiones al sur lo llevaban hasta Baiona, mientras que el rumbo norte lo dejaba en A Toxa, donde pocos años después, sus retratos con las collareiras, aquellas mujeres grovenses que complementaban la economía familiar creando joyas con las conchas que lanzaba hacia la tierra el mar, fueron algunas de sus imágenes más famosas. El Julio Iglesias que veraneó en O Morrazo en la década de los cincuenta ni soñaba con ser una estrella de la canción, entonces lo suyo era el fútbol y los baños en las preciosas y transparentes aguas del Atlántico.
El niño quería hacerse mayor
A Charo no le gustaba el clima del norte y por eso decidieron comprar una casa donde el mal tiempo no fuera un problema. El doctor Iglesias fue un inversor espabilado, siempre atento a posibles negocios inmobiliarios. En Peñíscola se hizo con diez mil metros de parcela por una miseria, y años más tarde lo vendería por veinte millones de la época, una pequeña fortuna.
A la vuelta de cada verano, cuando regresaban de la playa, la madre de Julio lo medía pintando una raya sobre la pared del pasillo de la casa. Julio tardó lo suyo en crecer, un crío bastante menudo hasta que logró pegar el estirón. Por mucho que repintaran las paredes, la señal siempre permanecía intacta, como una marca de familia imperecedera.
Julio creció lentamente, luchando a brazo partido contra su peor enemigo, un pelo durísimo de un negro indomable, resistente y rígido como las púas de erizo. Sin éxito, trataba de domesticarlo con agua y gomina, y después de destrozar todos los peines de la casa, el cabello irremediablemente regresaba a su posición de origen, disparado hacia delante en un característico flequillo[47].
El niño quería hacerse mayor y abandonar urgentemente los pantalones cortos, el símbolo que lo ataba a la niñez. Tuvo que esperar a su hermano para tomar la primera comunión juntos, algo bastante común en la época cuando dos hermanos tenían más o menos la misma edad. Vestido de marinero, por fin pudo llevar pantalones largos.
La primera novia
Julio crecía al mismo tiempo que aumentaba su pasión por el fútbol. Socio del Real Madrid desde muy pequeño, cada fin de semana acompañaba a su padre al estadio Santiago Bernabéu para ver jugar al equipo de sus amores. En el coliseo de la Castellana disfrutó de la época dorada del club, representada para siempre en la figura de Alfredo Di Stéfano.
En el colegio Julio siempre estaba organizando partidillos entre sus compañeros, y su manifiesto desinterés por los pupitres era compensado por una desmedida afición por el balón y un ascendente y cada vez más acentuado cosquilleo en los asuntos del amor.
María, una joven de tez blanca con los ojos claros, rubia y espigada, enamoró por primera vez a Julio. El muchacho sufría cuando ella coqueteaba con otros chicos de su edad en los inocentes garbeos por el paseo de Pintor Rosales, un dolor adolescente, hermoso y horrible al mismo tiempo. Con catorce o quince años, Julio perseguía sueños como as del deporte. Imaginaba una estruendosa ovación en el estadio más grande de fútbol cuando el speaker anunciaba su nombre. En el interior de su cabeza escuchaba a Zamora, el mito de los tres palos, decir en voz alta «este será mi heredero, y nadie podrá sustituirme más que él cuando me vaya». Y mientras esperaba ver cumplido su sueño, escribía versos, poemas de amor dedicados a María, la dueña de su primer beso.
María fue su primer amor, la típica niña de clase por la que todos los muchachos perdían la cabeza y que normalmente acababa en los brazos de algún chico mayor. Más alta que Julio, algo por otra parte nada extraño, terminó siendo su novia, la primera compañera de paseos del Julio con pantalones largos en el paseo de Pintor Rosales. Pasada la efervescencia adolescente, la joven María, un día, desapareció de su corazón.
El as del deporte
Julio, sin falsa modestia, se consideraba el mejor portero en la historia de su colegio. Cuando iba al estadio con su padre le gustaba Juanito Alonso, un portero sobrio que sabía salir con determinación a los pies de los delanteros. Disfrutaba con Betancourt, Domínguez y Araquistáin, aunque para él, el mejor era indiscutiblemente Ramallets.
Antoni Ramallets i Simón jugó de portero en el Barcelona y tras su increíble demostración en la Copa del Mundo de 1950 celebrada en Brasil, se ganó el apodo del Gato de Maracaná. Considerado uno de los mejores porteros de la historia del fútbol, en 1951 Ramallets fue el portero del legendario equipo del Barça de les Cinc Copes. Hasta su retiro, en 1961, disputó un total de 538 partidos con la camiseta azulgrana y es uno de los jugadores barcelonistas más laureados. A título personal, consiguió el trofeo Zamora en las dos primeras ediciones, y al final de la década de los cincuenta, y después de lograr la Copa de 1957, discutió la hegemonía en España al Real Madrid de Alfredo Di Stéfano. Ramallets, aquel fabuloso futbolista, era el espejo en el que se miraba Julio Iglesias.
Julio, un día a la salida del colegio, sin decir nada en su casa, se acercó con algunos de sus compañeros de escuela hasta las pruebas de acceso del equipo juvenil del Real Madrid, presidido entonces por don Santiago Bernabéu. Durante varias tardes entrenó a las órdenes de Ricardo Zamora, el Divino, leyenda viva de la portería. Zamora, después de verle jugar, lo incluyó en el equipo. Julio llegó a casa y entusiasmado habló con su padre:
—Me han fichado para los juveniles del Real Madrid.
El doctor Iglesias le insistió en la importancia de no distraerse de sus estudios, que su hijo prometió no descuidar. El chico apuntaba maneras y su padre, consciente de la oportunidad, firmó la autorización para que entrenara con el equipo los martes, miércoles y viernes, en la ciudad deportiva, y los jueves, en el estadio Bernabéu. Y así, el 12 de noviembre de 1959, Julio Iglesias conseguía la licencia de jugador de fútbol como portero del Juvenil B en el Real Madrid.
En poco tiempo, Julio pasó de ver a los mejores jugadores del mundo sentado junto a su padre en el graderío del estadio, a compartir vestuario con Gento o Di Stéfano, al que un día llegó a pararle un penalti durante un entrenamiento. En aquel equipo juvenil compartió momentos con algunas de las futuras leyendas del equipo blanco. Manolo Velázquez, Ramón Moreno Grosso o Pedro Eugenio de Felipe ganarían ligas y levantarían Copas de Europa con el Real Madrid yeyé.
Cuando los profesionales entrenaban los jueves en el estadio, Julio les pedía un autógrafo. Ese día entendió la importancia de atender como se merece a la gente que te admira y te quiere[48], algo que ya nunca olvidaría. «El mejor de mis recuerdos son mis amigos Pirri, De Felipe, Amancio… Yo estaba en los juveniles, pero los grandes del primer equipo siempre se ocupaban de nosotros, nos echaban una manita y nos animaban a seguir luchando. El Real Madrid es como un segundo hogar para mí», recordaba Julio años después[49].
Tuvo mucha suerte con la gente del club. En el Juvenil B fue su entrenador Enrique Martín Landa, hombre que depositó una gran fe en el chico y al que Julio quería mucho. Empezó la temporada como portero titular, pero pronto dejó de ir a la mitad de los entrenamientos. A Julio le gustaba la fiesta y casi todo se lo tomaba a cachondeo, algo que indudablemente había heredado del particular estilo de vida de su padre. Cuando llegaba el día del partido, Martín Landa lo sentaba en el banquillo y Julio, sabiendo que era el mejor, no lo entendía.
Julio Iglesias pudo haber sido un buen jugador de fútbol, aunque posteriormente ha negado sus supuestas habilidades como portero: «Nunca fui un gran portero. Entrenaba con los profesionales, estaba en un equipo grande, pero no era un grandísimo portero. Tenía mucha ilusión, pero no era un crac ni un portero para la historia»[50]. Lo que sí sabemos es que Puskas, legendario delantero blanco, una vez dijo de él que no sabía si llegaría a ser futbolista, pero que sería el primero en aquello que él decidiera ser. Para Puskas, Julio estaba hecho de la madera de los campeones. No se equivocaba.
A los diecisiete años y consciente de las dificultades de triunfar como portero, Julio se matriculó en Derecho. No dejó el equipo ni el Real Madrid, pero compaginó estudios y entrena