Memoria

Fragmento

cap-2

No sé cómo he llegado hasta aquí.

Me encuentro detenido en el último escalón, paralizado.

Observo mi pie inmóvil, apoyado en la estructura de metal que da paso al escenario. Si me impulso hacia delante, traspasaré esa frontera imaginaria que separa un mundo de otro.

Noto la adrenalina recorriendo mi cuerpo. También los latidos de mi corazón acelerado.

Levanto la mirada y el cambio de perspectiva me impresiona: diez mil personas llenan el velódromo de Anoeta en San Sebastián. Me siento más pequeño todavía, más frágil.

El tiempo se detiene mientras mi cabeza intenta registrar todo cuanto sucede a mi alrededor. El ruido es ensordecedor, gritos y aplausos caldean el ambiente. Es febrero y hace frío fuera, pero nadie lo siente.

El humo del tabaco ha creado una neblina que flota y se eleva, formando figuras caprichosas. Las luces de los focos realzan esa apariencia fantasmal y me deslumbran. Esquivo el haz de luz y entonces lo veo: un hombre sentado en la parte de atrás del escenario me hace señas para que me acerque. Logro que mi cuerpo responda, que mi mano deje de aferrarse a la barandilla, y me dirijo hacia él como un barco que persigue las señales de un faro en medio de la tempestad. Me recibe con afecto, me ofrece un vaso de agua que me bebo casi sin respirar y noto que recupero el control.

Conservo una fotografía en blanco y negro de aquel momento. Un hombre y un niño, sentados, miramos a la cámara como si el fotógrafo hubiera llamado nuestra atención. Yo apenas alcanzo a ver por encima de la mesa, con las manos entrelazadas en gesto aún nervioso. Sonrío. Compartimos esa especial complicidad del que se encuentra encima de un escenario, vulnerable, expuesto a las miradas del resto de la gente. Hay otro detalle en ese instante rescatado de la memoria de aquel tiempo que me encanta: detrás de nosotros puede leerse un fragmento de un mensaje mayor: «la paz». La casualidad —o la mirada del fotógrafo— quiso que esas palabras y no otras sobrevivieran en su objetivo y enmarcasen para siempre mi recuerdo de Enrique Casas.

Aquel febrero de 1984 se celebraban elecciones autonómicas vascas. Era uno de los días importantes de la campaña, un mitin en el que participaron Alfonso Guerra, entonces vicepresidente del Gobierno, así como algunos de los grandes nombres del Partido Socialista de Euskadi, con Ramón Rubial o Enrique Múgica entre ellos. Yo había ido al velódromo de Anoeta con mi abuela María Teresa, ya que mi padre, José María Benegas, «Txiki», era el candidato a lehendakari por el PSE. Mi madre acostumbraba a seguir las intervenciones desde la grada, ya que nunca le gustó el protagonismo ni ejercer en público de «mujer de». Siempre disfrutó de un discreto segundo plano. Pero mi abuela —la mayor fan de mi padre— ocupó la primera fila, y yo con ella.

Supongo que a mis siete años y después de llevar un buen rato sentado escuchando hablar a señores de cosas que no entendía, comencé a aburrirme y aproveché un descuido de mi abuela para salir corriendo hacia los brazos de mi padre, que en ese momento había tomado la palabra. Enrique evitó el desastre.

En aquel contexto terriblemente difícil del que lo desconocía todo, lo único que yo sabía era que Enrique Casas era amigo de mi padre. Solían jugar a pala los fines de semana en un frontón del barrio donde vivía Enrique. Mi hermana Teresa y yo aprovechábamos para jugar con sus cuatro hijos mientras mi madre y Bárbara Dührkop, su mujer, hablaban de sus vidas paralelas. También era habitual verlo por nuestra casa, debatiendo con mi padre asuntos del partido. Tenían mucha confianza y sintonía personal y política. Compañero leal, su amistad era profunda e inquebrantable.

Nadie vuelve a ser el mismo después de pisar un escenario. No importa lo que suceda arriba. Para bien o para mal, nunca baja la misma persona que subió.

Yo viví esa experiencia por primera vez a su lado.

Pocos días después de aquel mitin —cinco, para ser exactos—, me sobresaltó un sonido desconocido que rasgaba el silencio de casa. Desde algún lugar cercano llegaba un lamento que se filtraba en mi habitación despertando mi inquietud. Dejé de jugar, pero no solté mis muñecos, a los que apretaba con fuerza como si en algún momento fuera a necesitar su ayuda. Me concentré hasta identificar la puerta por la que se colaba aquel quejido nuevo para mí. Se trataba de la habitación de mis padres, pero no podía ser. Eso era imposible. No sabía qué pensar. Abandoné mi cuarto dejando sin saberlo un pedacito de mi infancia entre mis juguetes y seguí su rastro. Mientras avanzaba por el pasillo sentía crecer el miedo, su miedo. Hay pocas cosas que se contagien más rápido que el miedo. La curiosidad del niño tiraba de mí en dirección al origen de aquel sonido angustioso, pero había algo que me hacía caminar muy despacio, igual que cuando me despertaba de noche e iba de puntillas al cuarto para dormir con mi madre, aprovechando las ausencias de mi padre. Esa tarde seguí las señales del dolor, que eran profundas y descarnadas. De la habitación de mis padres salía dolor a borbotones.

Encontré la puerta abierta, me apoyé en el marco y esperé unos segundos antes de asomarme. Observé la estancia en penumbra, tenuemente iluminada por su lámpara amarilleada por el humo del tabaco. A primera vista se trataba del mismo dormitorio de siempre, lleno de libros y calaminas, el del retrato del lunar estilo Picasso que mi padre hizo de mi madre cuando eran novios, el del colorido de las corbatas del aita y los pañuelos de la ama, el que tenía la mejor cama del mundo, esa en la que había encontrado abrazo y calor en noches de pesadillas. Sin embargo, el cálido refugio de mis noches de insomnio transmitía ahora una atmósfera sombría y tenebrosa.

Desde donde yo me encontraba, solo intuía un cuerpo bajo la manta. No alcanzaba a ver la cara. Su llanto roto, sin ritmo, entrecortado, de los de verdad, con congoja, me apretaba el estómago como si me lo estuvieran pisando; estaba asustado. A pesar de la hora, mi madre estaba metida en la cama. Me acerqué desde el lado donde dormía mi padre, que no estaba en casa. Me subí despacio, con toda la delicadeza posible, y me abracé a ella por detrás. No hubo reacción. No se movió. Toda su energía estaba concentrada en llorar, incapaz de hacer otra cosa. En ese momento repetí la lección que tantas veces había escuchado y le dije: «Ama no llores, no pasa nada». Pero ella no tenía consuelo. El dolor de lo incomprensible no tiene abrazo.

Como si intuyera que la respuesta no me iba a gustar, no le pregunté por el motivo de sus lágrimas. Recuerdo la sensación de estar incómodo. Aquello me quedaba muy grande. Se invertían de golpe los papeles. Era yo el que iba a atender el llanto de mi madre, el que tenía la responsabilidad de calmar su tristeza. Mi referente, el contrapeso del globo, mi canción de cuna, era ahora un grito de dolor. El muro sobre el que chutaba el balón se había derrumbado y la pelota no rebotaba, no sabía qué hacer. Aliviar la tristeza de alguien es un poema que no siempre sabemos interpretar. Los años me han enseñado que en ocasiones basta con estar cerca y el silencio se encarga de lo demás. Pero aquella era mi primera vez, y con toda mi ingenuidad recurrí a unas palabras que ella todavía recuerda: «Yo creía que las madres no lloraban».

Vamos, que lo bordé.

En ese momento resultaba imposible para mí imaginar siquiera la magnitud de lo que había pasado: mis padres acababan de perder a su queridísimo Enrique Casas, asesinado en su domicilio por los Comandos Autónomos Anticapitalistas, escisión de ETA. Aquella tarde me asomé por primera vez a un tipo de dolor que no tiene cura, que solo puede llorarse hasta que no queden lágrimas. Fue mi primer contacto con el terror.

José Antonio Marina escribió en Anatomía del miedo que «el animal y el cobarde siguen siempre la lógica de la facilidad». El día anterior al atentado, al despedirse, Enrique le pidió a mi padre que tuviera cuidado, ya que tenían la información que manejaba el Ministerio del Interior que lo señalaba como uno de los objetivos de ETA en aquellas elecciones autonómicas. Mi padre le contestó que no se preocupara, que no era un objetivo fácil porque llevaba escolta y que el que tenía que tomar precauciones era él.

El asesinato del senador Enrique Casas marcó a una generación de jóvenes donostiarras y vascos. Lo he podido contrastar con amigos y coincidimos en que era la primera vez que ETA aparecía en nuestras vidas con esa nitidez de los recuerdos que sirven de umbral a la vida adulta, a la complejidad de sus preocupaciones y desvelos. Aquella tragedia ocupó las conversaciones familiares a la hora de la cena, los niños guardábamos silencio cuando su imagen aparecía en el telediario, pero después nos atrevíamos a preguntar por lo que había sucedido. Este atentado llamó por primera vez la atención de mi generación sobre ETA, aunque la banda terrorista independentista vasca llevara ya matando más de quince años, tanto en Euskadi como en el resto de España.

La ciudad lo vivió de un modo inédito hasta la fecha. La gente salió a la calle. Las aceras se llenaron para ver pasar el cortejo fúnebre dirección a la basílica de Santa María, situada en la parte vieja de la ciudad. El féretro, llevado a hombros por sus amigos y compañeros de partido, iba cubierto con una ikurriña, la bandera española y las del PSOE y la UGT.

El funeral se celebró en Santa María porque el obispo José María Setién se negó a que fuera en la catedral del Buen Pastor, más grande y con mejores accesos. Mi padre lo llamó desde la casa de Enrique, desde el mismo lugar en el que había sido asesinado unas horas antes, para persuadirle con argumentos de peso como el aforo, la organización o la seguridad de las personalidades que asistirían, el presidente del Gobierno entre ellas. Fue en vano. En presencia de su viuda, Bárbara, y de mi madre, el obispo le respondió que cada uno debía ir a su parroquia y que no podía hacer diferencias ni crear un precedente, ya que «todos son hijos de Dios». Esas fueron las últimas palabras que escuchó mi padre antes de colgar indignado. Era la época en la que la Iglesia vasca equiparaba violencias y desatendía a las víctimas.

El día del funeral, mi hermana y yo nos quedamos con mis abuelos maternos. Nuestra familia intentó aislarnos de lo que pasaba en la calle, pero se había movido el suelo bajo nuestros pies y se habían agrietado las paredes de la casa. El epicentro del temblor había sido muy cerca y lo habíamos sentido. Las cosas no estaban en su sitio.

Hoy sé que mi madre hubiera deseado mantenerme al margen de su tristeza, protegerme del horror donde estábamos metidos. Pero el dolor se impuso. Aquella tarde descubrí que llorar no era patrimonio inmaterial de los niños.

Maite, mi madre, blindó el día a día de nuestra infancia. Gracias a ella, mi hermana Teresa y yo crecimos al margen de la amenaza que se cernía sobre nuestra familia.

Nació en marzo del 48 en Añorbe, un pequeño pueblo de Navarra, de donde era también mi abuela María Teresa. En 1951 se mudaron a San Sebastián porque habían destinado allí a mi abuelo Vicente, entonces capitán del Ejército de Tierra. En apenas cinco años llegaron sus cuatro hermanos, con los que consolidaron una familia larga y muy unida gracias sobre todo a mi abuela, que fue una máquina de coser valores afectivos sinceros y profundos con el hilo inagotable de su entrega y su gran corazón.

Mi madre conoció a mi padre con diecinueve años y con treinta ya era madre de dos hijos. Nos dejaba en el colegio, trabajaba y se relacionaba con la gente del barrio con total normalidad. Ella nunca llevó escolta. Ante nosotros siempre se mostraba alegre y cariñosa. Salvo la tarde del asesinato de Enrique Casas, nunca nos trasladó nada de lo que pasaba ahí fuera. Todo lo contrario. Supo gestionar sola, con dos niños pequeños, situaciones muy complicadas sin regatearnos una sonrisa. Filtró emociones y se tragó el llanto, muchas veces en soledad, para protegernos a mi hermana y a mí. Dejó siempre en el felpudo de casa su miedo o su tristeza antes de entrar y abrazarnos. Logró que el ambiente pareciera absolutamente normal y que creciéramos sintiéndonos a salvo.

Dentro de casa sucedían cosas no muy comunes a las que mi hermana y yo no dábamos mucha importancia porque siempre fue así, era nuestra normalidad. Aunque sí recuerdo situaciones concretas que llamaron mi atención. Por ejemplo, el día en que aparecieron unos operarios y nos instalaron una mirilla y una doble cerradura con cadena en la puerta. La cerradura tenía cuatro vueltas de llave y movía una barra de metal gruesa que estaba a la vista, eso me parecía alucinante. O la vez que nos cambiaron las ventanas del balcón por unos cristales blindados. Escuché que eran irrompibles y a mí no se me ocurrió otra cosa que coger un martillo para comprobar su dureza. Es verdad que no se rompieron, pero dejé una marca que estuvo ahí hasta hace unos pocos años, cuando mi madre se animó a sustituirlos por unos convencionales.

Insistían mucho en que no abriésemos la puerta de la entrada ni respondiéramos al teléfono, pero nunca sospechamos los motivos que había detrás, sino que lo entendíamos como algo restringido a los niños.

También estaban los «amigos» de mi padre que venían frecuentemente a casa. Algunas veces se quedaban mucho tiempo sentados en dos sillas grandes que teníamos en el recibidor de la entrada sin hacer nada especial, viendo pasar las horas. Vestían de calle y eran muy simpáticos. Hablaban con Teresa y conmigo, nos contaban historias, nos reíamos. Algunos de ellos nos vieron crecer a lo largo de los años. Las entradas y salidas de mi padre siempre se hacían con escolta.

Teresa y yo vivimos al margen de aquella anomalía constante hasta que el ruido exterior empezó a filtrarse de forma irreversible. Crecimos e inevitablemente nuestra inocencia infantil quedó a la intemperie en las calles, donde resultaba imposible no ver ciertas cosas, no entenderlas, no sufrirlas.

Pese a todo, nuestra madre consiguió aislarnos del sombrío y angustioso San Sebastián de finales de los setenta y principios de los ochenta siendo la mujer de Txiki Benegas, que para aquel entonces ya había sido consejero de Interior en el primer Consejo General vasco del 78 al 80, uno de los periodos más sangrientos de la organización, con más de cien asesinatos al año. Sin haber cumplido los treinta, tuvo que dar el pésame y abrazar a decenas de madres, cuyas miradas ya contenían la diferencia entre vivir y existir. Siempre recordaba esos momentos como los más duros de su vida.

Hay una anécdota de aquellos años terribles que escuché contar a mi padre en varias ocasiones y que, bajo mi punto de vista, describe muy bien lo que era este país en aquella época. En 1980, siendo todavía consejero de Interior, asistió al funeral de seis jovencísimos guardias civiles que habían sido asesinados por ETA en Vizcaya. El ambiente era de muchísima rabia, dolor, tristeza y también de mucha tensión. Había una presión enorme sobre la clase política no nacionalista, y el PSOE era el único partido de ámbito nacional con representación en el País Vasco. A la salida de la iglesia, tras terminar el funeral y después de dar el pésame a las familias, un grupo de guardias civiles le cortó el paso, lo rodearon y comenzaron a cantarle el «Cara al sol». Mi padre aguantó la provocación sin moverse. Tampoco reaccionó ante los insultos de algunas personas que habían ido al funeral y aprovecharon la situación para desahogarse. Esperó a que acabasen y, cuando lo hicieron, les pidió que se identificaran. Anotó sus datos y los expedientó a todos. Esa era la realidad vasca y española: a un contexto económico muy difícil y un gran escepticismo sobre la clase política y las instituciones se sumaba la actividad de una banda terrorista que pegaba durísimo, cebándose con el Ejército y la Guardia Civil, donde algunos empezaban a avisar de que la situación era insostenible, actitud que cristalizó en el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.

Siempre me ha parecido que lo sucedido en aquel funeral ofrece una buena radiografía de la complejidad de la época, al tiempo que resume los méritos de una generación política que consolidó la democracia en medio de circunstancias sumamente adversas. No deja de ser paradójico que, para algunos de ellos, como mi padre, la consecuencia de luchar contra la dictadura de Franco fuera llevar escolta el resto de su vida.

Él tenía treinta y un años entonces. Solo imaginarme en aquella situación me pone los pelos de punta. A su edad, yo estaba recorriendo España y América con mi grupo de música, tocando y disfrutando de una vida totalmente antagónica. Y pude hacerlo gracias a personas como él que lucharon por consolidar un país de derechos y libertades. Hubo otros que dieron incluso su vida por defender los principios democráticos frente al terror en aquella tierna España. Mi gratitud y mi deuda son para siempre. Frente a esa caricatura hostil de la política que algunos defienden en la que solo hay espacio para los intereses personales, Enrique Casas representa la esencia y la dignidad de lo público. Él era perfectamente consciente del riesgo que corría y decidió asumirlo por compromiso con la sociedad en la que vivía.

He revisitado a menudo su asesinato a través de la mirada de cada uno de mis padres porque sus vivencias fueron muy diferentes. Mi padre se enteró en el hotel Ercilla de Bilbao, inmerso en la campaña electoral y rodeado de compañeros de partido y de amigos. Asumió, como no podía ser de otra manera, la responsabilidad de la organización de aquellos días y de que la familia de Enrique se sintiera arropada. Acababan de asesinar a un íntimo amigo y compañero, y su rabia y su dolor, que fueron inabarcables, se canalizaron hacia la reacción. No era el momento de llorar. Había que responder política y orgánicamente. Tampoco era el momento de procesar y digerir. Eso vendría después. Las horas que siguieron al atentado se llenaron de trabajo, reuniones, propuestas de acción y mensajes de condolencias. Nunca estuvo solo.

Mi madre, por el contrario, cuando recibió la llamada de mi padre sobre las cuatro de la tarde, se encontraba sola en casa, con dos niños de siete y cinco años. No había ningún adulto con quien abrazarse, llorar o compartir sus emociones. No había un plan que diseñar ni un funeral que organizar, ni distracción posible más allá de ver pasar los minutos cargados de malos augurios y recuerdos dolorosos mientras su corazón y su cabeza discutían por ver quién tomaba el control. Toda su acción pasaba por esperar a que volviera a sonar el teléfono con nuevas noticias.

El tiempo de mi padre se aceleró, cogió toda la velocidad que requería el momento. El tiempo de mi madre se detuvo, se volvió espeso, pesado como una lápida. En el silencio de nuestra casa, tras colgar el teléfono, tuvo que ubicar el miedo, la rabia y la profunda tristeza que sentía para evitar que a nosotros nos rozara. La imagino dirigiéndose a su habitación con el último recuerdo de Enrique en la cabeza, poniéndose en la piel de Bárbara y sus hijos, que habían recibido a la muerte en su propia casa, y con la asfixiante sensación de que el círculo se cerraba.

Mi padre estaba viviendo la vida que, por convicción y valores, había elegido. La política le apasionaba. Su decisión implicaba enormes sacrificios, pero también prestigio y reconocimiento. Mi madre siempre estuvo a su lado, renunciando a aspectos muy importantes de su vida para que él pudiera lograr su sueño de transformar aquella sociedad. Asumió el papel que le tocó desempeñar en aquella locura y nunca pidió nada. Y, sin embargo, qué lugar tan ingrato, duro y poco reconocido.

Esta es la otra gran historia, desconocida y nada valorada, de la lucha contra ETA: la de las parejas de los dirigentes políticos que se la jugaron. Igual que mi madre, muchas mujeres fueron fundamentales a la hora de dar a sus maridos, por un lado, la confianza en el camino elegido y, por otro, el bienestar y la seguridad de sus hijos. Su firmeza, su integridad y su compromiso fueron esenciales para que ellos pudieran llevar a cabo su labor.

Fui despertando a la realidad del Donosti de los años ochenta fuera de casa. Mi colegio, al que asistí de los cuatro a los catorce años, estaba situado en la calle Urbieta, pegado a un parque de bomberos y a la policía municipal. Tardaba apenas tres minutos en llegar desde el portal, solo tenía que cruzar dos carreteras pequeñas. El edificio del colegio público Amara es sobrio pero bonito y en su fachada de arenisca todavía pueden apreciarse unas marcas de bala que perviven desde la Guerra Civil. Recuerdo mirarlas e imaginarme cómo llegaron hasta allí.

No era muy grande: unas doce aulas, tres patios interiores pequeños y un gimnasio. Las clases estaban formadas por no más de quince alumnos, casi todos chavales del barrio: mucha gente de Amara viejo, de la plaza de Easo y del centro. Como la mayoría de los colegios públicos, era muy heterogéneo y reunía en sus aulas a familias fundamentalmente de clase media baja, de todas las razas, procedencias, culturas y religiones. Algunos compañeros vivían situaciones muy complicadas en casa, desde problemas económicos hasta hogares desestructurados con muchos hijos a su cargo. A veces la frustración y la rabia ante esas dificultades hacían acto de presencia en clase o en el patio, pero no era lo habitual. La mayoría de los alumnos tra

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